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Como a una señal, los cañones alemanes abrieron fuego contra los aviones que transportaban a la 82.a División hasta las zonas de lanzamiento. Mirando hacia abajo, el general de brigada James M. Gavin vio brotar las llamaradas desde una línea de trincheras paralela al Canal Mosa-Waal. En las zonas boscosas, las baterías enemigas que habían permanecido silenciosas y ocultas hasta ese momento también empezaron a disparar. Al verlo, Gavin se preguntó si su plan de batalla para la 82.a, que había basado en un riesgo calculado, podía fracasar.

A la división se le había encomendado la ocupación y defensa del sector central del corredor de Market-Garden, y tenía objetivos dispersos que ocupaban 15 kilómetros de sur a norte y 30 kilómetros de oeste a éste. Además del lanzamiento de una compañía de paracaidistas cerca del extremo occidental del puente de Grave, que debía ser tomado en un golpe de mano por sorpresa, Gavin había elegido tres zonas de lanzamiento y una vasta zona de aterrizaje. Esta última acogería a sus cincuenta planeadores Waco y a los 38 Horsa y Waco del Cuartel General del I Cuerpo Aerotransportado británico del general Frederick Browning. Pero Gavin solamente había ordenado a los exploradores que señalaran una de las zonas de lanzamiento, la situada al norte de Overasselt. Las otras tres, próximas a la cordillera de Groesbeek y a la frontera alemana, quedaban deliberadamente sin señalizar. Los paracaidistas y planeadores de Gavin tocarían tierra sin balizas de identificación ni señales de humo, a fin de desorientar al enemigo respecto a las zonas de aterrizaje. Unos trece minutos después de que hubiera descendido la 82.a, tomaría tierra el Cuartel General del Cuerpo de Browning.

Como la principal preocupación de Gavin era la posibilidad de que surgieran súbitamente blindados enemigos procedentes del Reichswald a lo largo de la frontera alemana y al este de su mayor zona de lanzamiento y aterrizaje, había dado dos órdenes insólitas. Para proteger a su división y al Cuartel General de Browning, había ordenado a los paracaidistas que saltaran cerca de toda batería antiaérea que pudieran divisar desde el aire y la inutilizaran lo más rápidamente posible. Y, por primera vez en la historia de las operaciones aerotransportadas, estaba lanzando en paracaídas todo un batallón de artillería de campaña sobre una gran zona situada directamente ante el bosque y aproximadamente a un par de kilómetros de la propia frontera alemana. Ahora, contemplando el intenso fuego antiaéreo y pensando en la posibilidad de que hubiera tanques enemigos en el Reichswald, Gavin comprendió que, si bien había previsto casi todas las eventualidades, los hombres de la 82.a se veían enfrentados a una difícil tarea.

Los soldados de Gavin, veteranos de Normandía, no habían olvidado la matanza sufrida en Ste. Mere Église. Habiendo caído por accidente en aquel pueblo, los hombres habían sido ametrallados por los alemanes durante su descenso; muchos murieron cuando colgaban indefensos de sus paracaídas, enganchados en los cables telefónicos y los árboles que rodeaban la plaza del pueblo. Los paracaidistas muertos no fueron descolgados y enterrados hasta que el teniente coronel Ben Vandervoot conquistó finalmente Ste. Mere Église. Ahora, mientras la 82.a se preparaba para saltar sobre Holanda, algunos hombres recordaban a los que les seguían en la fila: «Acordaos de Ste. Mere Église». Aunque era un proceder arriesgado, muchos paracaidistas saltaron disparando sus armas.

Al descender sobre su zona de lanzamiento próxima a los montes de Groesbeek, el capitán Briand Beaudin vio que estaba cayendo directamente encima de un emplazamiento artillero alemán, cuyos cañones apuntaban hacia él. Beaudin empezó a disparar con su Colt 45. «Me di cuenta de pronto —recordaría Beaudin— de lo inútil que era apuntar mi revólver mientras oscilaba en el aire sobre cañones de gran calibre». Se posó en tierra cerca de la batería, e hizo prisioneros a todos sus servidores. Según él, los alemanes «estaban tan sorprendidos que no pudieron hacer un solo disparo».

El teniente James J. Coyle creyó que iba a caer sobre una tienda de campaña alemana que servía de hospital. De pronto, salieron de la tienda soldados enemigos, que empezaron a correr en dirección a los cañones antiaéreos de 20 milímetros que rodeaban el perímetro. También él desenfundó su Cok, pero su paracaídas empezó a oscilar, y Coyle fue impulsado lejos de la tienda. Uno de los alemanes echó a correr en la dirección de Coyle. «No conseguía pegarle un tiro al boche —recuerda Coyle—. Un segundo estaba apuntando con la pistola al suelo y, al siguiente, me veía con ella apuntando al cielo. Tuve el suficiente sentido común como para meter de nuevo el Colt en la funda, no fuera que se me cayera o me disparara a mí mismo al tocar tierra». Ya en el suelo, aun antes de intentar soltarse las correas, Coyle volvió a sacar la pistola. «El boche estaba ahora a sólo unos metros de mí, pero se comportaba como si no supiera de mi existencia. De pronto, me di cuenta de que no estaba corriendo hacia mí; estaba, simplemente, huyendo». Al pasar ante Coyle, el alemán arrojó su casco y su fusil, y Coyle pudo ver que «era sólo un chiquillo, de unos dieciocho años. Yo no podía disparar contra un hombre desarmado. La última vez que vi al muchacho iba corriendo hacia la frontera alemana».

Cuando las balas trazadoras empezaron a perforar la tela de su paracaídas, el soldado Edwin C. Raub se sintió tan furioso que accionó deliberadamente los tirantes para caer junto al cañón antiaéreo. Sin soltarse las correas y arrastrando tras de sí el paracaídas, Raub se precipitó sobre los alemanes empuñando su subfusil Tommy. Mató a uno, capturó a los demás y, luego, con explosivos de plástico, destruyó los cañones de la batería.

Aunque oficialmente se consideró insignificante la oposición enemiga a los Regimientos 505.º y 508.º en la zona de Groesbeek, de los bosques que rodeaban las zonas brotó una considerable cantidad de fuego antiaéreo y de otras armas. Sin esperar a reunirse, los paracaidistas de la 82.a, tanto individualmente como en pequeños grupos, se abalanzaron sobre estas bolsas de resistencia, reduciéndolas rápidamente y tomando prisioneros. Al mismo tiempo, los cazas pasaban al ras de las copas de los árboles ametrallando los emplazamientos enemigos. Los alemanes reaccionaron enérgicamente contra estos ataques a baja altura. En cuestión de minutos, tres cazas fueron alcanzados y se estrellaron junto al bosque. El sargento jefe Michael Vuletich vio uno de ellos. Rodó vertiginosamente por la zona de lanzamiento y, cuando finalmente se detuvo, sólo el fuselaje del avión se hallaba intacto. Momentos después, el piloto emergió ileso y se detuvo junto al destrozado aparato para encender un cigarrillo. Vuletich recuerda que el derribado aviador se quedó con la compañía como soldado de infantería.

Desde tierra, el sargento jefe James Jones vio un P-47 incendiado a unos quinientos metros de altura. Esperaba que el piloto se lanzase, pero el avión descendió, patinó por la zona de lanzamiento y saltó hecho pedazos. La cola salió despedida, cayó rodando el motor y la carlinga se posó violentamente sobre el campo. Jones estaba seguro de que el piloto había muerto, pero, mientras miraba, vio descorrerse el techo y «un tipejo pelirrojo, sin gorra y con un “45” bajo el brazo echó a correr hacia nosotros». Jones recuerda que le preguntó: «Pero hombre, ¿por qué demonios no has saltado?». El piloto sonrió. «Caray, que me daba miedo» le dijo a Jones.

Poco después de aterrizar y recoger su equipo, el sargento jefe Russell O’Neal vio un caza P-51 descender en picado y ametrallar una posición alemana oculta cerca del campo en que él se encontraba. Tras realizar dos pasadas sobre el nido de ametralladoras, resultó alcanzado, pero el piloto consiguió describir un círculo y realizar un aterrizaje de emergencia. Según O’Neal, «el tipo bajó de un salto y corrió hacia mí gritando: “¡Dame una pistola, rápido! Sé dónde está ese boche hijo de perra y me lo voy a cargar”». Mientras O’Neal le miraba, el piloto cogió una pistola y echó a correr hacia el bosque.

Al cabo de dieciocho minutos, 4511 hombres de los Regimientos 501.º y 508.º de la 82.a División, además de un buen número de ingenieros y setenta toneladas de equipo, se encontraban ya en sus zonas de lanzamiento, o sus alrededores, en torno a la ciudad de Groesbeek, en la vertiente oriental de las boscosas alturas. Mientras los hombres se reunían, despejaban las zonas y emprendían la marcha hacia sus objetivos, equipos especiales de exploradores señalaban las zonas para el lanzamiento de la artillería, la fuerza de planeadores de la 82.a y el Cuartel General del Cuerpo británico. Hasta el momento, estaba dando resultado el riesgo calculado del general Gavin. Sin embargo, aunque se estableció casi inmediatamente el contacto por radio entre los regimientos, era todavía demasiado pronto para que Gavin, que había saltado con el 505º, supiese lo que estaba ocurriendo a 12 kilómetros al oeste, donde el Regimiento 504.º se había lanzado al norte de Overasselt. Tampoco sabía si el asalto especial contra el puente de Grave se estaba desarrollando conforme al plan.

Al igual que el resto de los aviones de la división, los 137 C-47 que transportaban al 504.º Regimiento del coronel Reuben H. Tucker tropezaron con espasmódicos disparos antiaéreos al aproximarse a la zona de lanzamiento de Overasselt. Como en las demás zonas, los pilotos mantuvieron sus rumbos, y a las 13.15 horas empezaron a saltar unos 2016 hombres. Once aviones viraron ligeramente al oeste y se dirigieron hacia una pequeña zona de lanzamiento próxima al vital puente de nueve arcos y quinientos metros de longitud sobre el río Mosa, cerca de Grave. Estos C-47 transportaban a la Compañía E del 2.º Batallón del comandante Edward Wellems al más crucial de los objetivos inmediatos de la 82.a. Su misión era precipitarse sobre los puentes desde la vía de acceso occidental. El resto del batallón de Wellems avanzaría desde Overasselt y se dirigiría hacia el lado oriental. Si no se tomaba rápidamente y en perfectas condiciones el puente de Grave, podría correr peligro el ajustado programa de Market-Garden. Perder el puente podía significar el fracaso de toda la Operación.

Mientras los aviones de la Compañía E se dirigían hacia el punto de ataque occidental, el jefe de pelotón, teniente John S. Thompson, podía ver con claridad el río Mosa, la ciudad de Grave, el salto masivo del 504.º a su derecha, cerca de Overasselt, y, luego, ascendiendo hacia él, los campos surcados de acequias sobre los que debía arrojarse la compañía. Mientras Thompson miraba, otros hombres de la compañía estaban ya fuera de sus aviones y cayendo hacia la zona del puente de Grave; pero en el C-47 del teniente no se había encendido aún la luz verde. Cuando se encendió, Thompson vio que se encontraban directamente encima de unos edificios. Esperó unos instantes, vio unos campos más allá y saltó con su pelotón. Por un error fortuito, él y sus hombres cayeron a sólo quinientos o seiscientos metros del extremo sudoccidental del puente.

Thompson oía ocasionales disparos en dirección a la propia Grave, pero alrededor del puente todo parecía tranquilo. No sabía si debía esperar hasta que llegara el resto de la compañía o atacar con los dieciséis hombres de su pelotón. «Como aquélla era nuestra misión fundamental, decidí atacar», explicó Thompson. Thompson envió al cabo Hugh H. Perry al comandante de la compañía con la orden de entregar un lacónico mensaje: Avanzamos hacia el puente.

Los disparos procedentes de la ciudad y los edificios próximos eran ahora más intensos, y Thompson puso el pelotón a cubierto en unas cercanas zanjas de desagüe. Avanzando dificultosamente hacia el puente, los hombres vadeaban con agua hasta el cuello. Empezaron a recibir los disparos de una batería próxima al puente, y Thompson observó que soldados enemigos con paquetes en los brazos entraban y salían corriendo de un edificio cercano al puente. Pensó que debía de ser una central eléctrica o de mantenimiento. Temiendo que los alemanes estuvieran llevando cargas de demolición al puente para destruirlo, Thompson desplegó rápidamente a sus hombres, rodeó el edificio y abrió fuego. «Barrimos la zona con ametralladoras, ocupamos la planta eléctrica y encontramos cuatro alemanes muertos y uno herido. Al parecer, habían estado llevando mantas y efectos personales». De pronto, por la carretera de Grave llegaron dos camiones a toda velocidad en dirección al puente. Uno de los hombres de Thompson mató a un conductor, el camión volcó fuera de la carretera, y salieron de él varios soldados alemanes. El segundo vehículo se detuvo en el acto, y los soldados que lo ocupaban saltaron a tierra. Los hombres de Thompson abrieron fuego, pero los alemanes no demostraron tener ninguna intención de disparar. Sin responder al fuego, emprendieron la huida.

La batería antiaérea continuaba disparando, pero sus disparos pasaban por encima de las cabezas del pelotón. «Los artilleros no podían bajar el cañón de 20 milímetros lo suficiente para alcanzarlos», recuerda Thompson. El soldado Robert McGraw, que llevaba el bazooka del pelotón, se arrastró hacia delante y, a una distancia de unos 75 metros, disparó tres andanadas, dos de las cuales dieron en la parte superior de la torre, y el cañón dejó de disparar.

Aunque continuaba disparando una batería de dos cañones gemelos de 20 milímetros instalados en una torre al otro lado del río, cerca del extremo más lejano del puente, Thompson y sus hombres destruyeron material eléctrico y cables que sospechaban estaban conectados a las cargas de demolición. El pelotón levantó luego una barricada y colocó minas terrestres en la carretera que conducía al puente por el lado suroccidental. En la torre artillera que habían silenciado encontraron muerto al artillero, pero su cañón de 20 milímetros se hallaba intacto. Los hombres de Thompson empezaron a dispararlo inmediatamente contra la batería situada al otro lado del río. El teniente Thompson sabía que pronto llegarían los refuerzos del resto de la Compañía E que venía detrás y, poco después de ellos, el batallón del comandante Wellems, que avanzaba en aquellos momentos desde Overasselt para apoderarse del extremo nororiental del puente. En cualquier caso, por lo que a él se refería, el objetivo fundamental ya había sido alcanzado[48].

Para entonces, el resto de los batallones del 504.º Regimiento de Tucker avanzaban hacia el este, como los radios de una rueda, en dirección a los tres cruces de carretera y al puente del ferrocarril sobre el Canal Mosa-Waal. Avanzaban también hacia el puente unidades de los Regimientos 505.º y 508.º, que trataban de apoderarse de los pasos desde los extremos opuestos. No todos estos objetivos eran esenciales para el avance de Market-Garden. Gavin esperaba apoderarse de todos ellos aprovechando la sorpresa del asalto y la confusión subsiguiente; pero uno de ellos, además del vital puente de Grave, sería suficiente.

Para mantener fuera de juego al enemigo, defender sus posiciones, proteger al Cuartel General del Cuerpo del general Browning y ayudar a sus tropas a avanzar hasta sus objetivos, Gavin dependía sobre todo de sus morteros; y ahora estaban llegando los cañones del 376.º Regimiento de Artillería de Campaña Paracaidista. En operaciones anteriores se habían lanzado pequeñas unidades artilleras, pero habían caído muy separadas y había llevado mucho tiempo reunirlas y comenzar a disparar. La unidad de 544 hombres que ahora se aproximaba había sido cuidadosamente elegida, y cada uno de sus componentes era un paracaidista veterano. La artillería iba repartida en los 48 aviones que transportaban al batallón: doce morteros de 75 milímetros, cada uno de ellos desmontado en siete piezas. Primero lanzarían los morteros, seguidos por unas 700 cargas de munición. Los C-47 llegaron en fila y, en rápida sucesión, fueron lanzados los cañones. Les siguieron las municiones y los hombres, efectuando todos un aterrizaje casi perfecto.

Se produjo un accidente que no provocó la más mínima pausa. El teniente coronel Wilbur Griffith, que mandaba el 376.º, se rompió un tobillo en el salto, pero sus hombres liberaron rápidamente una carretilla holandesa en la que transportarle. «Nunca olvidaré el espectáculo del coronel siendo desplazado de un lado a otro —comentaría el comandante Augustin Hart— y ladrando órdenes para que todo el mundo se reuniera a toda velocidad». Cuando el trabajo estuvo terminado, Griffith fue llevado en la carretilla hasta donde se encontraba el general Gavin. Allí, informó: «Los cañones están en posición, señor, y listos para hacer fuego cuando se ordene». En poco más de una hora, en el mejor lanzamiento de ese tipo jamás efectuado, se encontraba reunido todo el batallón y diez de sus morteros estaban ya disparando.

Catorce minutos después de que tomara tierra la artillería de campaña de la 82.a, empezaron a llegar planeadores Waco que transportaban un batallón aerotransportado anticarro, ingenieros, parte del Cuartel General de la división, cañones, munición, remolques y jeeps. De los cincuenta planeadores que salieron de Inglaterra, todos, menos cuatro, llegaron a Holanda. Algunos planeadores fueron a parar a dos o tres kilómetros de distancia. Uno de ellos, copilotado por el capitán Anthony Jedrziewski, se separó demasiado tarde de su remolcador, y Jedrziewski vio con horror que «nos dirigíamos en línea recta hacia Alemania, en una invasión de un solo planeador». El piloto describió un arco de 180.º y empezó a buscar un lugar en el que aterrizar. Al llegar, recuerda Jedrziewski, «perdimos un ala en un almiar, la otra en una cerca y acabamos con el morro del planeador en tierra. Al verme cubierto de tierra hasta las rodillas, no estaba seguro de si mis pies seguían formando parte de mí. Luego, oímos el desagradable sonido de un 88 y, en un abrir y cerrar de ojos, habíamos sacado el jeep y regresábamos a toda velocidad a nuestra zona».

Tuvieron más suerte que el capitán John Connelly, cuyo piloto resultó muerto cuando se acercaban. Connelly, que nunca había tripulado un planeador, tomó los mandos e hizo aterrizar el Waco justo al otro lado de la frontera alemana, a nueve o diez kilómetros de distancia, cerca de la ciudad de Wyler. Solamente Connelly y un soldado escaparon a la captura. Tuvieron que permanecer escondidos hasta el anochecer y, finalmente, se reunieron con sus unidades a media mañana del 18 de septiembre.

Con todo, la 82.a Aerotransportada había conseguido depositar felizmente un total de 7467 hombres entre paracaidistas y pasajeros de planeadores. Los últimos elementos en tomar tierra en la zona fueron 35 Horsa y Waco que transportaban el Cuartel General del Cuerpo del general Frederick Browning. Tres planeadores se habían perdido en ruta hacia la zona de lanzamiento, dos de ellos antes de llegar al continente; el tercero se había estrellado en las proximidades del Cuartel General del general Student, al sur de Vught. El Cuartel General de Browning aterrizó casi en la frontera alemana. «No había apenas fuego de artillería, y la oposición enemiga era casi nula —recuerda el jefe del Estado Mayor de Browning, general de división Gordon Walch—. Aterrizamos a unos cien metros al oeste del bosque de Reichswald, y mi planeador estaba a unos cincuenta metros del de Browning».

El coronel George S. Chatterton, comandante del Regimiento de Pilotos de Planeadores, estaba a los mandos del Horsa de Browning. Tras perder una de las ruedas delanteras, que quedó cercenada al chocar con un cable eléctrico, Chatterton se posó en un campo de coles. «Salimos», recuerda Chatterton, y Browning, mirando a su alrededor, dijo: «¡Vive Dios, ya estamos aquí, George!». Poco después, el general de brigada Walch vio a Browning echar a correr a través de la zona de aterrizaje en dirección al Reichswald. Cuando volvió, pocos minutos después, le explicó a Walch: «Quería ser el primer oficial británico que orinaba en Alemania».

Mientras se procedía a descargar el jeep de Browning, estallaron en las proximidades unas cuantas bombas alemanas. El coronel Chatterton se zambulló inmediatamente en la zanja más cercana. «Nunca me olvidaré de Browning, mirándome desde arriba como una especie de explorador y preguntando: “George, ¿qué se supone que estás haciendo ahí abajo?”». Chatterton fue franco. «Estoy escondiéndome condenadamente bien, señor», dijo. «Bueno, pues puedes condenadamente bien dejar de esconderte —respondió Browning—. Es hora de partir.», Browning sacó de un bolsillo de su guerrera un paquete envuelto en papel de seda. Entregándoselo a Chatterton, dijo: «Ponlo en mi jeep». Chatterton abrió el paquete y vio que contenía un banderín en el que se veía un Pegaso azul claro sobre fondo marrón, el emblema de las fuerzas aerotransportadas británicas[49]. Con el banderín ondeando sobre el guardabarros del jeep, el comandante de las fuerzas de Market emprendió la marcha.

En el brezal de Renkum, al oeste de Arnhem, el teniente Neville Hay, el experto encargado de la unidad de enlace y recogida de datos Phantom, estaba totalmente desconcertado. Su equipo de especialistas había montado su aparato de radio con su antena especial y esperaba un inmediato contacto con el Cuartel General del Cuerpo del general Browning. Lo primero que Hay debía hacer al tomar tierra era ponerse en comunicación con el Cuerpo y dar su posición. Hacía un momento, se había enterado de que las comunicaciones de la división se habían cortado. Si bien había previsto que podían surgir dificultades entre los poco experimentados operadores del Cuerpo de Transmisiones, no estaba dispuesto a creer que los problemas con los que tropezaba derivaban de sus propios hombres. «Nos instalamos en la zona de aterrizaje, y, aunque estaba rodeada de bosques de pinos, habíamos salido airosos en regiones mucho peores que aquélla. Seguimos intentándolo, sin conseguir absolutamente nada». Mientras no pudiera descubrir dónde estaba el fallo, no había ningún modo de informar al general Browning del avance de la división del general Urquhart ni de retransmitir las órdenes de Browning a la 1.a Aerotransportada británica. Irónicamente, el sistema telefónico holandés funcionaba perfectamente, incluyendo una red especial operada por las autoridades de la central eléctrica PGEM en Nimega y conectada con toda la provincia. De haberlo sabido, a Hay le hubiera bastado, con ayuda de la Resistencia holandesa, con descolgar un teléfono.

A 22 kilómetros de allí, en el Cuartel General del general Browning instalado en ese momento en las estribaciones de los montes de Groesbeek, reinaba ya la inquietud. Los dos grandes aparatos de comunicaciones de la 82.a Aerotransportada se habían averiado en el momento del aterrizaje. Los de Browning habían llegado incólumes, y se asignó uno de ellos a la 82.a, garantizando la comunicación inmediata con el general Gavin. La sección de transmisiones del Cuerpo había establecido también contacto por radio con el 2.º Ejército británico del general Dempsey y el Cuartel General del Cuerpo Aerotransportado en Inglaterra, y Browning tenía contacto por radio con la 101.a. Pero la sección de transmisiones no podía comunicar con la división de Urquhart. En opinión del general de brigada Walch la culpa era de la sección de transmisiones del Cuerpo. «Antes de que se planeara la Operación, pedimos que se mejorara la sección de transmisiones en el Cuartel General. Sabíamos perfectamente que nuestros aparatos eran inadecuados y el personal de transmisiones de nuestro Cuartel General débil e inexperto». Aunque Browning podía dirigir y orientar los movimientos de la 82.a, tanto la 101.a como el XXX Cuerpo de Horrocks se hallaban fuera de su control en aquella trascendental coyuntura, la importante batalla de Arnhem. Como dice Walch, «no teníamos absolutamente la menor idea de lo que estaba sucediendo en Arnhem».

Una especie de engañosa parálisis estaba empezando ya a afectar al plan de Montgomery. Pero en aquellos primeros momentos nadie lo sabía. Cubriendo la totalidad de la zona de Market-Garden, había unos veinte mil soldados Aliados en Holanda dispuestos a tomar los puentes y mantener abierto el corredor para las impresionantes unidades Garden, cuyos primeros carros de combate se esperaba que enlazaran al anochecer con los paracaidistas de la 101.a.