Rodeada por la bruma y por el humo de los edificios en llamas, estaba aterrizando la poderosa flota británica de planeadores. Las zonas señaladas con tiras de nylon anaranjadas y carmesíes estaban empezando a parecer grandes aparcamientos de aviones. Un humo azulado se elevaba en remolinos desde las dos zonas de aterrizaje —«Granja de Reyers» al norte y «Brezal de Renkum» al Sudoeste—, cerca de Wolfheze. Desde estas zonas, los remolcadores y planeadores se extendían a lo largo de casi treinta kilómetros hasta su punto de acceso, próximo a la ciudad Hertogenbosch, al sudoeste de Nimega. Enjambres de cazas protegían a estas enormes columnas. El tráfico era tan intenso que a los pilotos les recordaba la congestión producida en las horas punta en la transitada Piccadilly Circus, en Londres.
Remolcadores y planeadores —separado cada grupo del siguiente por un intervalo de cuatro minutos— sobrevolaban lentamente la llana campiña holandesa surcada de corrientes de agua. Las señales que se les había enseñado a los pilotos a reconocer empezaban a pasar bajo su vista: los anchos ríos Mosa y Waal, y, más allá, el Bajo Rin. Luego, conforme las formaciones iban descendiendo, los hombres veían a la derecha Arnhem y sus objetivos vitales: los puentes del ferrocarril y la carretera. Increíblemente, pese a la predicción de la RAF de un intenso fuego antiaéreo, la inmensa cabalgata de planeadores no encontró prácticamente ninguna resistencia. Los bombardeos previos al asalto habían sido mucho más efectivos en torno a Arnhem que en torno a Eindhoven. Ni uno solo de los remolcadores o planeadores fue derribado al acercarse.
Con cronométrica precisión, los diestros pilotos de la RAF y del Regimiento de Pilotos de Planeadores llegaron a las zonas. Al separarse los planeadores, sus remolcadores comenzaban a ascender en círculos para dejar espacio a las combinaciones que llegaban detrás. Estas complicadas maniobras y el intenso tráfico estaban originando problemas. El sargento Bryan Tomblin no olvidaría la caótica congestión sobre las zonas de aterrizaje. «Había planeadores, remolcadores, cables y toda clase de cosas en el cielo. Uno tenía que estar atento todo el tiempo».
El sargento jefe Víctor Miller, que pilotaba un Horsa, recuerda que sobrevoló el Bajo Rin y lo encontró «increíblemente tranquilo». Más allá, divisó de pronto su zona de aterrizaje, con su «bosque de forma triangular y la pequeña granja en el ángulo más lejano». Segundos después, Miller oyó la voz del navegante de su remolcador Stirling: «Muy bien, número 2. Cuando quieras». Miller acusó recibo del mensaje. «Buena suerte, número 2», le dijo el navegante. Miller desprendió inmediatamente el cable. El remolcador desapareció, con el cable oscilando tras él. Miller sabía que lo dejaría caer «sobre el enemigo como regalo de despedida antes de que el Stirling diera media vuelta para emprender el viaje de regreso».
La velocidad del planeador se redujo, y el campo empezó a aproximarse. Miller pidió los alerones, y su copiloto, el sargento Tom Hollingsworth, accionó al instante una palanca. Por un momento, el planeador se encabritó, «al tiempo que los grandes alerones descendiendo desde la parte inferior de cada ala frenaban nuestra velocidad». Miller estimó que la zona de aterrizaje se hallaba ahora a menos de un kilómetro de distancia. «Le recordé a Tom que estuviera atento a otros planeadores por su lado. Uno pasó por encima de nosotros a menos de cincuenta metros de distancia», y, para asombro de Miller, «enfiló el mismo rumbo. Otro planeador parecía estar echándose sobre nosotros por estribor. No creo que el piloto nos viese siquiera, tan atento estaba a la tarea de aterrizar». Para evitar la colisión, Miller picó deliberadamente bajo el planeador que se acercaba. «Una gran forma blanca centelleó sobre nuestra carlinga, demasiado cerca para que me gustara. Me estaba esforzando de tal manera por llegar entero a tierra que no pensé en la posibilidad de que el enemigo estuviera disparando contra nosotros…, aunque la verdad es que tampoco habríamos podido hacer gran cosa al respecto».
Miller continuó su descenso, con «las copas de los árboles ascendiendo hacia nosotros y pasando junto a las alas. Al acercarse el suelo, llegó otro planeador. Tiré hacia atrás de la palanca del timón, nivelé el vuelo, golpeamos contra tierra, saltamos un metro y nos detuvimos. Tom había accionado bruscamente los frenos y avanzamos de costado a través del campo arado. Luego, las ruedas su hundieron en el blando suelo y nos detuvimos a cincuenta metros escasos de una impresionante línea de árboles». En el silencio, tras el ensordecedor rugido del descenso, Miller oyó el lejano crepitar de disparos de armas cortas, «pero mi único pensamiento era salir del planeador antes de que otro se estrellara o aterrizara sobre nosotros. Fui el último en salir. Ni siquiera me detuve, sino que salté directamente por la portezuela y caí, con bastante violencia, sobre el suelo de Holanda, metro y medio más abajo».
El planeador en que iba el soldado de transmisiones Graham Marples describió un círculo y volvió sobre su zona de aterrizaje a causa de la congestión de aparatos. «Pero, para entonces, nos habíamos quedado sin viento —recuerda Marples—. Vi los árboles atravesar el suelo del planeador. Lo hicieron pedazos, y lo siguiente que noté fue que el aparato se inclinó de proa y descendió. Oí cómo se rompía todo con un chasquido como de ramitas secas. Aterrizamos de morro, pero nadie resultó herido, aparte de unos cuantos arañazos y magulladuras». Más tarde, el piloto le dijo a Marples que había frenado para evitar chocar con otro planeador.
Muchos planeadores, habiendo superado todas las dificultades del largo vuelo, se enfrentaron con el desastre en el momento de tocar tierra. El sargento jefe George Davis se hallaba en pie junto a su vacío Horsa y observaba la llegada de otros planeadores. Davis, uno de los primeros en aterrizar, había transportado 32 hombres de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo. Vio dos planeadores «casi pegados uno a otro rebotar sobre la zona de aterrizaje y precipitarse contra los árboles. Ambos tenían las alas partidas». Segundos después, llegó otro Horsa. Su velocidad era tal que Davis comprendió que no podría detenerse a tiempo. El planeador se estrelló contra los árboles. No salió nadie de él. En compañía de su copiloto, el sargento jefe Williams, Davis corrió al planeador y miró por el plexiglás de la carlinga. Dentro, todos estaban muertos. Un mortero de 75 milímetros había roto las cadenas de las amarras, aplastando a los artilleros y decapitando al piloto y el copiloto.
El teniente Michael Dauncey acababa de aterrizar su planeador —transportando un jeep, remolque y seis servidores de una batería artillera— cuando vio llegar a un enorme Hamilcar de ocho toneladas. «El campo estaba blando —explicó— y vi el morro del Hamilcar hundirse en la tierra». El peso y la velocidad le hicieron hundirse más, hasta que la gran cola se elevó en el aire y el Hamilcar volcó. Dauncey comprendió que «era inútil tratar de sacarlo. El Horsa tiene el morro puntiagudo, pero el Hamilcar tiene un saliente donde se sientan los pilotos, y comprendimos que habían muerto los pilotos».
Cuando se aproximaba en otro Hamilcar, el sargento jefe Gordon Jenks presenció el accidente y dedujo al instante que la tierra era allí demasiado blanda. Decidió en el acto no aterrizar en aquel campo. «Calculé que, si picábamos entonces, tendríamos suficiente velocidad para poder mantener el vuelo hasta haber pasado la cerca y aterrizar sin novedad en el campo contiguo». Jenks empujó hacia delante la barra de mando, picó y niveló luego el vuelo a unos metros del suelo. Llevando el enorme aparato por encima de la cerca, Jenks «lo posó en el otro campo con tanta suavidad como si fuera una pluma».
A todo lo largo de las zonas de aterrizaje, se estaba procediendo ahora a abrir las traseras de los planeadores y descargar piezas de artillería, equipo, provisiones, jeeps y remolques. Los hombres que iban en el planeador del cabo Henry Brook descubrieron, como muchos otros, que las maniobras de descarga estaban muy bien en teoría, pero eran más difíciles en la práctica. «Había ocho pernos con alambre protector sujetando la cola —explicó Brook—. En los ejercicios que hacíamos en Inglaterra, siempre podíamos sacar la cola, el jeep y el remolque en dos minutos justos. En acción, era diferente. Cortamos el alambre y sacamos los pernos, pero la cola no se movía». Brook y los demás acabaron cortándola. El cabo artillero J. W. Crook se sentía igualmente frustrado, pero un jeep cercano acudió en ayuda de sus hombres y, con su cable, arrancó la cola.
En las dos zonas, los hombres empezaban a rescatar la carga de los planeadores siniestrados. El hecho de que se estrellaran dos gigantescos Hamilcar constituyó una grave pérdida. Contenían un par de piezas de artillería de 17 libras, así como camiones de tres toneladas y remolques de municiones. Pero los quince morteros de 75 milímetros de la artillería del 1.er Regimiento de Desembarco Aéreo llegaron sin novedad.
La mayoría de los hombres que iban en los planeadores explicaría que había un extraño y casi aterrador silencio inmediatamente después del aterrizaje. Luego, los hombres oyeron el sonido de unas gaitas tocando Blue Bonnets procedente del punto de reunión. Casi simultáneamente, los soldados que se encontraban en los linderos del brezal de Renkum vieron civiles holandeses que vagaban por el bosque o se ocultaban atemorizados. El teniente Neville Hay, de la unidad Phantom, recuerda que «era un espectáculo perturbador. Algunos llevaban batas de hospital y parecían ir conducidos por vigilantes. Hombres y mujeres daban cabriolas, saludaban con las manos, reían y parloteaban. Se trataba obviamente de locos». El piloto de planeador, Victor Miller, quedó sorprendido al oír voces en el bosque. Luego, «pasaron grupos de hombres y mujeres cubiertos con fantasmales vestiduras blancas». Sólo más tarde supieron los soldados que aquellos civiles de tan extraño comportamiento eran internos del bombardeado Instituto Psiquiátrico de Wolfheze.
El general Urquhart había aterrizado en el brezal de Renkum. También él se sintió sorprendido por el silencio. «Todo estaba increíblemente tranquilo, irreal». Mientras su jefe de Estado Mayor, coronel Charles Mackenzie, instalaba en la linde del bosque el cuartel general táctico de la división, Urquhart se dirigió a las zonas de lanzamiento de paracaídas, a cuatrocientos metros de distancia. Faltaba poco para que llegara la 1.a Brigada Paracaidista del general de brigada Lathbury. Se oyó a lo lejos el zumbido de aviones que se acercaban. El bullicio y la actividad cesaron unos instantes en las zonas de los planeadores cuando los hombres levantaron la vista para ver las largas filas de C-47. El fuego antiaéreo y de armas cortas fue tan limitado y espasmódico durante el salto de los paracaidistas como durante el aterrizaje de los planeadores. Desde las 13.53 horas y durante los quince minutos siguientes, el cielo se llenó de paracaídas de brillantes colores cuando la 1.a Brigada empezó a saltar. Unos 650 fardos con paracaídas amarillos, rojos y pardos —conteniendo armas, municiones y equipo— cayeron rápidamente por entre la lluvia de paracaidistas. Otros paracaídas de aprovisionamiento, arrojados de los aviones antes de que saltaran los hombres, descendían con un cargamento de lo más diverso, que incluía pequeñas motocicletas plegables. Muchos paracaidistas ya excesivamente cargados saltaban también con grandes sacos. En teoría, éstos debían ser depositados con una cuerda en el suelo justo antes de que los hombres tocaran tierra. A decenas de paracaidistas se les cayeron los fardos, que acabaron estrellándose sobre las zonas. Algunos contenían valiosos aparatos de radio.
El soldado británico Harry Wright saltó de un C-47 estadounidense. Mientras caía por el aire, perdió su casco y su saco. Chocó violentamente contra el suelo. El sargento mayor Robertson se acercó corriendo. La frente de Wright estaba llena de sangre. «¿Te ha herido el fuego enemigo?», preguntó Robertson. Wright meneó lentamente la cabeza. «No, sargento —dijo—. Ha sido ese maldito yanqui. Íbamos a demasiada velocidad cuando saltamos». Robertson le puso una venda y luego, para sorpresa de Wright, ofreció al herido una gorra de su mochila. «Casi me caigo de la impresión —comentó Wright—. Primero, porque Robertson era escocés, y, segundo, sargento de Intendencia, así que nunca daba nada a nadie».
En todas las zonas de lanzamiento parecían estar sucediendo cosas extrañas. La primera persona que el sargento Norman Swift vio al tomar tierra fue el sargento mayor Les Ellis, que pasaba con una perdiz muerta en la mano. El sorprendido Swift preguntó de dónde había salido el ave. «He caído sobre ella —explicó Ellis—. ¿Quién sabe? Puede venir muy bien si llegamos a pasar hambre».
El zapador Ronald Emery acababa de desprenderse de su paracaídas cuando una madura señora holandesa cruzó el campo, lo cogió y se alejó a toda velocidad, dejando al sorprendido Emery mirándola con incredulidad. En otra parte del campo, el cabo Geoffrey Stanners, cargado de equipo, cayó en la punta del ala de un planeador. El ala se dobló como un trampolín, impulsando de nuevo a Stanners por los aires. Cayó con los dos pies en el suelo.
Aturdido tras una violenta caída, el teniente Robin Vlasto permaneció inmóvil unos instantes, tratando de orientarse. Era consciente de que «un número increíble de cuerpos y contenedores caían a mi alrededor, y los aviones continuaban arrojando paracaidistas». Vlasto decidió alejarse rápidamente de la zona de lanzamiento. Mientras forcejeaba para soltarse las correas, oyó un fantasmal sonido. Mirando a su alrededor vio al teniente coronel John Frost, comandante del 2.º Batallón, que pasaba soplando su cuerno de caza.
Frost fue visto también por el soldado James W. Sims. Para Sims, el día se había complicado ya antes de aterrizar. Habiendo volado siempre con la RAF —según Sims, siempre con esa actitud de: «No os preocupéis, muchachos, pase lo que pase, os llevaremos allá»—, Sims quedó estupefacto al ver a su piloto americano. «Era un teniente coronel con una de esas gorras blandas. Llevaba desabrochada la cazadora de vuelo y fumaba un puro enorme. Nuestro teniente le saludó con toda corrección y le preguntó si los hombres debían situarse en la parte delantera del avión para el despegue». El estadounidense sonrió. «Qué diablos, no, teniente —recordaba Sims que había dicho—. Despegaré con este maldito cacharro, aunque tenga que arrastrar su culo por media pista». El oficial de Sims estaba demasiado sorprendido para hablar. Ahora, aunque apreciaba a su coronel, Sims, al ver pasar a Frost, sintió que había llegado al límite de su paciencia. Rodeado de su equipo, se sentó en el suelo y murmuró: «Ahí va el viejo Johnny Frost, con un 45 en una mano y ese maldito cuerno en la otra».
A todo lo largo de las zonas de aterrizaje y lanzamiento, a las que habían llegado sin novedad 5191 hombres de la división, las unidades se estaban reuniendo, formando y emprendiendo la marcha. El general Urquhart «no podía haberse sentido más complacido. Todo parecía estar funcionando perfectamente». La misma idea se le ocurrió al sargento mayor John C. Lord. El veterano paracaidista lo recordaría «como uno de los mejores ejercicios en que yo había participado jamás. Todo el mundo estaba tranquilo y dedicado a su tarea». Pero las reservas que había albergado antes del despegue continuaban inquietando a Lord. Mientras miraba a su alrededor, viendo a los hombres reunirse rápidamente, sin ningún enemigo con el que luchar, pensó: «Es todo demasiado bueno para ser verdad». Otros tuvieron la misma idea. Cuando un grupo se disponía a marchar, el teniente Peter Stainforht oyó decir en voz baja al teniente Dennis Simpson: «Todo está yendo demasiado bien para mi gusto».
El hombre que tenía a su cargo la tarea más urgente en el aterrizaje era el comandante Freddie Gough, de cuarenta y tres años, de la unidad de reconocimiento de la 1.a División Aerotransportada. Gough, al frente de un escuadrón de cuatro pelotones en jeeps fuertemente armados, debía efectuar un ataque sobre el puente antes de que llegara a él el batallón de John Frost. Gough y sus hombres se lanzaron en paracaídas y, luego, buscaron sus medios de transporte terrestre, que estaban siendo trasladados en planeador. Gough localizó enseguida en la zona de aterrizaje a su segundo, el capitán David Allsop, y recibió una mala noticia. Allsop informó que no habían llegado los transportes de uno de los cuatro pelotones, aproximadamente 22 vehículos. Además, 36 de los 320 planeadores destinados a Arnhem se habían perdido, y con ellos los jeeps del pelotón A de Gough. Sin embargo, tanto Gough como Allsop creían que quedaban vehículos suficientes para precipitarse hacia el puente de Arnhem. Gough dio la orden de emprender la marcha. Reducidas de aquel modo sus fuerzas, todo dependía ahora de la reacción de los alemanes.