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Increíblemente, pese al intenso bombardeo nocturno y a los ataques aéreos que se estaban llevando a cabo en ese momento contra Arnhem, Nimega y Eindhoven, los alemanes no comprendieron lo que estaba sucediendo. A todo lo largo de la cadena de mando, la atención se centraba en una sola amenaza: la reanudación de la ofensiva del Segundo Ejército británico desde su cabeza de puente sobre el Canal Mosa-Escalda.

«Comandantes y soldados, yo mismo y mi Estado Mayor en particular, estábamos tan sobrecargados de trabajo y sometidos a tal tensión ante las dificultades en que nos encontrábamos, que solamente pensábamos en operaciones terrestres», recordaría el coronel general Karl Student. El ilustre experto aéreo alemán se hallaba en su Cuartel General instalado en una casa de campo cerca de Vught, aproximadamente a 33 kilómetros al noroeste de Eindhoven, trabajando sobre «una montaña de papeles que me seguían incluso hasta el campo de batalla». Student salió a un balcón, contempló unos instantes los bombarderos y, luego, indiferente, volvió a su papeleo.

El teniente coronel Walter Harzer, oficial al mando de la 9.a División Panzer de las SS Hohenstaufen había transferido ya todo el material que se proponía ceder a su rival, el general Heinz Harmel, de la 10.a División Panzer de las SS Frundsberg. Harmel, por orden de Bittrich y sin que Model lo supiera, se encontraba ya en Berlín. Los últimos vagones que contenían los «averiados» transportes blindados de Harzer estaban ya listos para salir a las 14.00 horas por vía férrea en dirección a Alemania. Habiendo sufrido repetidos bombardeos desde Normandía, Harzer «prestó poca atención a los aviones».

No veía nada insólito en las grandes formaciones de bombarderos que sobrevolaban Holanda. Él y sus veteranos tanquistas sabían que «era habitual ver varias veces al día bombarderos que iban a Alemania y, luego, volvían. Mi mujer y yo estábamos acostumbrados a los constantes cañonazos y bombardeos». En compañía del comandante Egon Skalka, oficial médico jefe de la 9.a Panzer, Harzer salió de su Cuartel General en Beekbergen con dirección a los cuarteles de Hoenderloo, a unos doce kilómetros al norte de Arnhem. En una ceremonia ante el batallón de reconocimiento de la división, compuesto por seiscientos hombres, condecoraría a su comandante, capitán Paul Gräbner, con la Cruz de Caballero. Después, habría champaña y un almuerzo especial.

En el Cuartel General del II Cuerpo Panzer de las SS, en Doetinchem, el teniente general Wilhelm Bittrich permanecía igualmente indiferente a los ataques aéreos. Para él, «era cuestión de rutina». El mariscal de campo Walter Model había estado algún tiempo contemplando las formaciones de bombarderos desde su Cuartel General instalado en el Hotel Tafelberg, en Oosterbeek. La opinión era unánime en el Cuartel General: los escuadrones de Fortalezas Volantes estaban regresando de su bombardeo nocturno de Alemania, y, como ocurría habitualmente, oleadas de Fortalezas se hallaban en ruta hacia el este en busca de nuevos objetivos. En cuanto al bombardeo local, no era infrecuente que los bombarderos arrojaran bombas no usadas sobre el Ruhr y, a menudo en la misma Holanda. Model y su jefe de Estado Mayor, teniente general Hans Krebs, creían que el bombardeo y los ametrallamientos a baja altura eran «operaciones preparatorias», un preludio a la iniciación de la ofensiva terrestre británica.

Sólo un oficial se sentía levemente preocupado por la creciente actividad aérea sobre Holanda. En el Cuartel General del OB West, en Aremberg, cerca de Coblenza, aproximadamente a 180 kilómetros de distancia, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt deseaba más información —aunque seguía creyendo que solamente se utilizarían fuerzas aerotransportadas en un ataque contra el Ruhr—. En el anexo 2227 del informe matinal del 17 de septiembre, su jefe de operaciones dejó constancia de que Von Rundstedt había pedido a Model que investigara la posibilidad de que se hallara ya en marcha una invasión combinada aérea y marítima contra el norte de Holanda. La anotación decía: «La situación general y el notable aumento de las actividades enemigas de reconocimiento… ha hecho que el comandante en jefe del Oeste examine de nuevo las posibilidades de ataque por mar y operaciones de desembarco aéreo… Debe informarse de los resultados del estudio al OKW (Hitler)».

El mensaje llegó al Cuartel General de Model aproximadamente en el mismo momento en que los primeros aviones de la fuerza de invasión cruzaban la costa.

A las 11.30 horas grandes columnas de humo negro se elevaban hacia el cielo sobre Arnhem mientras los incendios se extendían por toda la ciudad tras un intenso bombardeo de tres horas. En Wolfheze, Oosterbeek, Nimega y Eindhoven, edificios enteros habían sido arrasados, las calles estaban llenas de cráteres y cubiertas de cascotes y cristales, y el número de bajas aumentaba por momentos. En ese momento, los cazas, volando a baja altura, seguían ametrallando las posiciones antiaéreas y los nidos de ametralladoras de toda la zona. El estado de ánimo de los holandeses, refugiados en iglesias, casas particulares, sótanos y albergues, o, con insensato valor, circulando en bicicleta por las calles o mirando desde los tejados, oscilaba entre el terror y el júbilo. Nadie sabía qué pensar ni qué iba a ocurrir después. Al sur, a 125 kilómetros de Nimega, Maastricht, la primera ciudad holandesa liberada, había sido ocupada por el Primer Ejército estadounidense el 14 de septiembre. Muchos holandeses esperaban que la infantería americana llegara en cualquier momento a sus ciudades y pueblos. Radio Orange, transmitiendo desde Londres, alimentaba esta impresión en una oleada de boletines. «Ha llegado el momento. Al fin va a suceder lo que hemos estado esperando… Debido al rápido avance de los ejércitos aliados…, es posible que las tropas no tengan todavía dinero holandés. Si nuestros aliados ofrecen billetes franceses o belgas…, cooperad y aceptad este dinero… Los granjeros deben entregar sus cosechas…». En un mensaje radiado, el príncipe Bernardo pedía a los holandeses que no demostraran «alegría ofreciendo flores o frutas cuando las tropas aliadas liberasen el territorio holandés…, en el pasado, el enemigo ha ocultado explosivos entre las ofrendas presentadas a los liberadores». La mayoría de los holandeses sentían la certeza de que estos intensos bombardeos constituían el preludio de la invasión aliada, la iniciación de la ofensiva terrestre. Al igual que sus conquistadores alemanes, los holandeses no tenían la menor sospecha del inminente ataque aerotransportado.

Jan y Bertha Voskuil, refugiados en la casa del suegro de Voskuil en Oosterbeek, pensaron que los bombarderos que descargaban en su zona apuntaban al Cuartel General de Model, en el Hotel Tafelberg. El radiante día, recuerda Voskuil, «era perfecto para un bombardeo». Sin embargo, le costaba «conciliar la guerra que se nos venía encima con el olor de las remolachas maduras y la vista de centenares de girasoles, con los tallos doblegados bajo el peso de sus grandes corolas. Parecía imposible que en aquellos momentos hubiera hombres muriendo y ardieran los edificios». Voskuil sentía una extraña calma. Desde la terraza delantera de casa de su suegro, vio pasar veloces a los cazas y tuvo la seguridad de que estaban ametrallando el hotel. De pronto, apareció en el jardín un soldado alemán, sin casco ni rifle y vestido sólo con camisa y pantalones. Cortésmente, preguntó a Voskuil: «¿Puedo refugiarme aquí?». Voskuil se le quedó mirando al hombre. «¿Por qué? —le preguntó—. Tienen ustedes sus trincheras». El alemán sonrió. «Lo sé —respondió—, pero están llenas». El soldado subió al porche. «Es un bombardeo muy intenso —le dijo a Voskuil—, pero no creo que el objetivo sea Oosterbeek. Parecen estar concentrándose más al este y oeste del pueblo».

Desde el interior de la casa, Voskuil oyó voces. Una amiga de la familia acababa de llegar de la zona de Wolfheze. Habían caído allí muchas bombas, les dijo, y habían muerto muchas personas. «Me temo —dijo temblorosamente— que ésta será nuestra Última Cena». Voskuil miró al alemán. «Quizás estén bombardeando el Tafelberg a causa de Model», dijo con suavidad. El alemán no se inmutó. «No —dijo a Voskuil—, no creo. No ha caído ninguna bomba allí». Más tarde, cuando se hubo marchado el soldado, Voskuil salió para ver los daños producidos. Abundaban los rumores. Oyó decir que Arnhem había sido intensamente bombardeado y que Wolfheze había quedado casi por completo arrasada. Sin duda, pensó, los Aliados estaban ya en camino y llegarían en cualquier momento. Se sentía jubiloso y entristecido a la vez. Recordó que la ciudad de Caen, en Normandía, había quedado reducida a escombros durante la invasión. Estaba convencido de que Oosterbeek, donde él y su familia habían encontrado cobijo, se convertiría en un pueblo en ruinas.

En los alrededores de Wolfheze, estaban haciendo explosión los depósitos alemanes de municiones escondidos en los bosques, y el famoso asilo mental había recibido impactos directos. Cuatro pabellones que rodeaban los edificios de la administración quedaron arrasados. Murieron en un primer momento 45 pacientes (la cifra aumentaría posteriormente a más de 80) y muchos más fueron heridos. Sesenta aterrorizados internos, en su mayoría mujeres, vagaban por los bosques próximos. Se había cortado el suministro eléctrico, y el doctor Marius van der Beek, el inspector médico, no podía pedir ayuda. Esperaba con impaciencia la llegada de médicos de Oosterbeek y Arnhem, que, estaba seguro, habrían oído la noticia y no tardarían en acudir. Necesitaba instalar dos quirófanos con sus respectivos equipos quirúrgicos lo más rápidamente posible.

Uno de los «internados», Hendrik Wijburg, era en realidad un miembro de la Resistencia que se había ocultado en el asilo. «Los alemanes no se hallaban en aquel momento en el interior del sanatorio, aunque tenían posiciones cerca de él y artillería y municiones almacenadas en el bosque». Cuando, durante los bombardeos, resultó alcanzado el depósito de municiones, Wijburg, que se encontraba en la terraza de un edificio, fue derribado al suelo. «Se produjo una enorme explosión —relataría—, y los proyectiles del depósito empezaron a penetrar silbando en el hospital, matando e hiriendo a muchas personas». Wijburg se puso en pie apresuradamente y, en el momento culminante de los ataques, ayudó a las enfermeras a extender sobre la hierba blancas sábanas formando una gran cruz. Se habían producido tan graves daños en toda la zona que le pareció como si «la casa fuera a llenarse pronto de muertos y moribundos».

En Arnhem, las brigadas de bomberos luchaban desesperadamente para dominar las llamas que se iban extendiendo con rapidez. Dirk Hiddink, que tenía a su cargo una anticuada unidad contraincendios de quince hombres (sus hombres empujaban dos carros, uno cargado con enrolladas mangueras, el otro con escaleras), recibió la orden de dirigirse a los cuarteles Willems, ocupados por los alemanes, que habían sido alcanzados por impactos directos de los Mosquitoes en vuelo rasante. Aunque los cuarteles estaban ardiendo, las instrucciones recibidas por Hiddink por arte del Cuartel de Bomberos de Arnhem eran insólitas: dejarlos arder, pero proteger las casas próximas. Cuando su unidad llegó, Hiddink vio que habría sido imposible de todas formas salvar los cuarteles. El fuego habla avanzado demasiado.

Desde el piso de su padre en el número 28 de Willemsplein, Gerhardus Gysbers vio envuelto en llamas todo cuanto le rodeaba. No sólo estaban ardiendo los cuarteles, sino también el cercano Instituto y el Royal Restaurant situado enfrente. El calor era tan intenso, recordaría Gysbers, que «los cristales de nuestras ventanas se retorcieron súbitamente y, luego, se fundieron por completo». La familia evacuó al instante el edificio, gateando sobre los ladrillos y maderos amontonados en la plaza. Gysbers vio a varios alemanes salir tambaleándose de los calcinados escombros de los cuarteles, sangrando de la nariz y los oídos. El conductor de tranvías Hendrik Karel llegó involuntariamente a la Willemsplein. Habiendo quedado cortada la corriente eléctrica por el bombardeo, el amarillo tranvía de Karel se deslizó por una ligera pendiente hasta detenerse en la plaza. Allí encontró otros tranvías que, al igual que el suyo, se habían deslizado hasta la plaza y no podían moverse. Entre el humo, la multitud y los escombros, Karel pudo distinguir a los camareros del Royal Restaurant escapar del edificio en llamas. Abandonando a los pocos comensales que se dirigían hacia las puertas, los camareros saltaban por las ventanas.

En la fábrica municipal de gas, situada al sudeste del gran puente de Arnhem, el técnico Nicolaas Unck, admiró la puntería de los bombarderos. Mirando al otro lado del Rin, vio que habían sido destruidas doce posiciones antiaéreas. Quedaba solamente un cañón, pero sus tubos de metal estaban retorcidos y doblados. Ahora que la ciudad se hallaba sin electricidad, Unck debía enfrentarse a sus propios problemas. Los técnicos ya no podían fabricar gas. Una vez que se hubiera terminado el combustible que quedaba en los tres grandes gasómetros, no habría más. Aparte de carbón y leña, Arnhem se hallaba ahora sin electricidad ni combustible para calentar o cocinar.

Miles de personas permanecían apiñadas en sus iglesias. Solamente en la gran Iglesia Reformada holandesa, Grote Kerk, había 1200 personas según Jan Mijnhart. «Aunque oíamos claramente estallar las bombas en el exterior, el reverendo Johan Gerritsen continuó con calma su sermón. Cuando se cortó la energía eléctrica, el órgano quedó en silencio. Alguien de la congregación se adelantó y empezó a accionar manualmente los fuelles». Luego, sobre un fondo de sirenas, explosiones y rugientes aviones, sonó el órgano y toda la congregación se puso en pie para cantar el Wilhelmus, el himno nacional holandés.

En la cercana iglesia calvinista, próxima a la estación ferroviaria de Arnhem, Gijsbert Numan, de la Resistencia, escuchaba el sermón que pronunciaba Dominee Both. Numan pensaba que ni siquiera el intenso bombardeo disuadiría a los alemanes de cumplir su amenaza de ejecutar rehenes civiles en algún momento del día, como represalia por el ataque de la Resistencia contra el viaducto. No sentía tranquila su conciencia mientras escuchaba el sermón de Dominee Both sobre «la responsabilidad por vuestros actos hacia Dios y hacia vuestro prójimo», y decidió entregarse a los alemanes en cuanto hubiera terminado el servicio. Al salir de la iglesia, Numan se dirigió a un teléfono, cruzando las calles cubiertas de escombros. Llamó a Pieter Kruyff y comunicó su decisión al comandante regional. Kruyff fue seco y tajante. «Rechazado —le dijo a Numan—. Sigue con tu trabajo». Pero la de Kruyff no sería la decisión final. Market-Garden salvaría a los rehenes.

En Nimega, a 10 kilómetros al sur, los bombarderos habían alcanzado con tal precisión las posiciones antiaéreas alemanas que solamente una continuaba disparando. La gran central eléctrica PGEM, que suministraba energía a toda la provincia de Gelderland, únicamente había sufrido daños superficiales, pero los cables de alta tensión quedaron cortados, interrumpiéndose el suministro de fluido eléctrico a toda la zona. Una fábrica de seda artificial próxima a la central PGEM estaba en llamas. Numerosas casas de muchas partes de la ciudad habían recibido impactos directos. Habían caído bombas sobre una escuela femenina y un gran centro social católico. Al otro lado del Waal, en el pueblo de Lent, fue destruida una fábrica y explotaron depósitos de municiones.

En el puesto de mando contra ataques aéreos de la ciudad, los hombres trabajaban a la luz de las velas. Se hallaban cada vez más desconcertados por los informes que iban recibiendo. Sentado a su mesa, trabajando en la semioscuridad, Albertus Uijen registraba los informes mientras sentía crecer por momentos la confusión en su interior. Los extensos bombardeos no daban una imagen clara de lo que sucedía, excepto que habían sido atacadas todas las posiciones alemanas del perímetro de Nimega. Estaban cortados los accesos principales a la ciudad, Waalbrug, St. Ananstraat y Groesbeekseweg. Parecía como si se hubiera realizado un esfuerzo para aislar la ciudad.

Al igual que en Arnhem, la mayoría de los habitantes de Nimega trató de refugiarse de los cazas que ametrallaban continuamente las calles, pero Elias Broekkamp, cuya casa no estaba lejos del puente sobre el Waal, había subido al tejado para ver mejor lo que ocurría. Para asombro de Broekkamp, lo mismo había hecho el personal de la oficina del comandante alemán de la ciudad, a cinco casas de la de Broekkamp. Los alemanes, recordaba Broekkamp, «parecían muy inquietos. Yo estaba encantado. Incluso me fijé en que el tiempo era delicioso».

La enfermera Johanna Breman fue testigo del pánico de los alemanes durante el ataque. Desde la ventana de un segundo piso en un edificio situado al sur del puente sobre el Waal, la enfermera Breman vio a los «soldados alemanes heridos ayudándose unos a otros a caminar. Algunos cojeaban y pude ver a muchos con vendas. Llevaban las guerreras abiertas, y la mayoría ni siquiera se había molestado en ponerse el casco. Tras ellos, llegaron los de infantería. Mientras se dirigían hacia el puente, disparaban contra las ventanas en las que veían algún holandés asomado». Cuando los alemanes llegaron a los accesos del puente, empezaron a cavar pozos de tirador. «Cavaban en todas partes —explicó la señorita Breman—, junto a la calle que conducía al puente, en los prados cercanos y debajo de los árboles. Estaba segura de que se estaba produciendo la invasión y recuerdo haber pensado: “Tendremos una vista magnífica de la batalla desde aquí”. Me sentía expectante». Las expectativas de la enfermera Breman no incluían su matrimonio, unos meses después, con el sargento jefe Charles Masón, de la 82.a, que aterrizaría en el planeador 13 cerca de las alturas de Groesbeek, a tres kilómetros al sudoeste de su apartamento.

Algunas ciudades y pueblos situados en los límites de los objetivos de Market-Garden sufrieron daños tan graves como los objetivos principales y dispusieron de pocos, si tuvieron alguno, servicios de rescate. Cerca de la aldea de Zeelst, aproximadamente a ocho kilómetros al oeste de Eindhoven, Gerardus de Wit se había refugiado en un campo de remolachas durante los bombardeos. No hubo alarma aérea. Vio a los aviones a gran altura en el cielo, y, de pronto, empezaron a llover bombas. De Wit, que fue a visitar a su hermano al pueblo de Vildhoven, a seis kilómetros al sur, dio media vuelta y, saliéndose de la carretera, se había ocultado en una zanja contigua al sembrado. Ahora, ardía en deseos de volver junto a su esposa y sus once hijos.

Aunque el ataque aéreo estaba en su apogeo, De Wit decidió arriesgarse a hacer el viaje. Levantando la cabeza para mirar por el campo, vio que «hasta las hojas estaban calcinadas». Dejando su bicicleta, salió de la zanja y echó a correr por campo abierto. Al acercarse al pueblo, advirtió que las bombas destinadas presumiblemente al aeródromo de Welschap, en las afueras de Eindhoven, habían caído, en cambio, directamente sobre la pequeña Zeelst. De Wit no pudo ver más que ruinas. Varias casas estaban ardiendo, otras se habían derrumbado y las gentes vagaban desconcertadas y sollozantes. Una conocida de De Wit, la señora Van Helmont, viuda, le vio y le rogó que fuera con ella para tapar con una sábana a un niño muerto. Llorosamente, le explicó que ella era incapaz de hacerlo sola. El niño había sido decapitado, pero De Wit reconoció el cuerpo como el del hijo de un vecino. Rápidamente, cubrió el cuerpo. «No miré nada más —recordaba—. Sólo quería llegar a casa lo antes posible». Al acercarse a su casa, un vecino que vivía al otro lado de la calle trató de detenerle. «Me estoy desangrando —gritó el hombre—. Me ha alcanzado un trozo de metralla».

En aquel momento, De Wit vio a su mujer, Adriana, llorando en la calle. Ella corrió hacia él. «Creía que no ibas a llegar nunca —le dijo—. Date prisa. Nuestro Tiny ha sido herido». De Wit se apartó de su vecino. «No pensaba en nada más que en mi hijo. Cuando llegué junto a él, vi que tenía abierto todo el costado derecho y que su pierna derecha estaba casi arrancada. Estaba todavía consciente y pedía agua. Vi que le faltaba el brazo derecho. Me preguntó por su brazo, y, para consolarle, le dije: “Estás echado encima de él”». Cuando De Wit se arrodillaba junto al muchacho, llegó un médico. «Me dijo que no concibiera esperanzas —recordaba De Wit—, porque nuestro hijo iba a morir». Cogiendo en brazos al muchacho, De Wit se dirigió hacia la fábrica de cigarros Duc George, donde se había instalado un puesto de la Cruz Roja. Antes de llegar a la fábrica, su hijo de catorce años murió en sus brazos.

En medio del terror, la confusión y la esperanza, pocos holandeses vieron la vanguardia del Ejército Aerotransportado aliado. Aproximadamente a las 12.40 horas, doce bombarderos británicos Stirling sobrevolaron la zona de Arnhem. A las 12.47, aparecieron cuatro C-47 estadounidenses sobre los brezales situados al norte de Eindhoven, mientras otros dos sobrevolaban los campos que se extendían al sudoeste de Nimega, cerca de la ciudad de Overasselt. A bordo de los aviones había exploradores británicos y americanos.

Regresando a su granja limítrofe con el brezal de Renkum, a menos de dos kilómetros de Wolfheze, Jan Pennings vio varios aviones que llegaban del oeste a baja altura. Pensó que volvían de bombardear la línea férrea. Los miró cautelosamente, presto a ponerse a cubierto si caían bombas. Cuando los aviones llegaron sobre el brezal de Renkum, el asombrado Pennings vio «caer fardos y, luego, saltar paracaidistas. Yo sabía que en Normandía los Aliados habían utilizado paracaidistas, y tuve la certeza de que aquél era el comienzo de nuestra invasión».

Minutos después, al llegar en bicicleta a su granja, Jan le gritó a su mujer: «¡Sal! ¡Estamos libres!». Luego, entraron en la granja los primeros paracaidistas que veía en su vida. Aturdido y atemorizado, Pennings les estrechó las manos. Dentro de una hora, le dijeron, «llegarán centenares más».

El chófer Jan Peelen también vio a los pathfinders, los exploradores, tomar tierra en el brezal de Renkum. Recuerda que «descendieron casi en silencio. Estaban bien disciplinados e inmediatamente empezaron a jalonar el brezal clavando estacas en tierra». Al igual que otros exploradores al norte de la vía férrea, estaban señalando las zonas de aterrizaje y lanzamiento.

A veintitrés kilómetros al sur, cerca de la ciudad de Overasselt, Theodorus Roelofs, de diecinueve años, que se ocultaba allí de los alemanes, fue liberado de pronto por los exploradores de la 82.a Aerotransportada que aterrizaron en las proximidades de la granja de su familia. Los estadounidenses, recordaría, eran «batidores, y mi temor más grande era que aquel pequeño grupo de valientes pudiera ser fácilmente eliminado». Los exploradores no perdieron tiempo. Al descubrir que el joven holandés hablaba inglés, alistaron rápidamente a Roelofs para que les sirviera de guía e intérprete. Confirmando posiciones en sus mapas y dirigiéndoles a los lugares de aterrizaje designados, Roelofs contempló fascinado cómo los paracaidistas señalaban la zona con «franjas de colores y nubes de humo». A los tres minutos, una «O» amarilla y el humo violeta delineaban claramente la zona.

Los cuatro C-47 que transportaban a los exploradores de la 101.a a las zonas situadas al norte de Eindhoven tropezaron con un intenso fuego de artillería. Un avión de carga fue derribado en llamas. Solamente hubo cuatro supervivientes. Los otros tres aviones continuaron, y los exploradores se lanzaron con precisión sobre las dos zonas de la 101.a. A las 12.54 horas, las zonas de aterrizaje y lanzamiento de toda el área de Market-Garden ya habían sido localizadas y señaladas. Increíblemente, los alemanes no habían dado aún la alarma.

En los cuarteles de Hoenderloo, el teniente coronel Walter Harzer, comandante de la División Hohenstaufen, brindaba por el recién condecorado capitán Paul Gräbner. Pocos minutos antes, Harzer había visto varios paracaídas descender al oeste de Arnhem. No le sorprendió. Pensaba que eran tripulantes de bombarderos que se habían visto obligados a lanzarse. En Oosterbeek, en el Hotel Tafelberg, el mariscal de campo Model estaba tomando el aperitivo —un vaso de Mosela frío— con su jefe de Estado Mayor, el teniente coronel Hans Krebs, el oficial de operaciones, coronel Hans George von Tempelhof y el ayudante del Cuartel General, coronel Leodegard Freyberg. Como explicaría el oficial de administración Gustav Sedelhauser, «siempre que estaba en el Cuartel General, el mariscal de campo observaba una estricta puntualidad. Siempre nos sentábamos a almorzar exactamente a las 13 horas». Ésa era la Hora H para las fuerzas de Market.