Estaba oscureciendo cuando el coronel Frost aceleró la marcha del batallón hacia el objetivo siguiente, el puente de barcas situado a menos de kilómetro y medio al oeste del puente de Arnhem. La Compañía A del comandante Digby Tatham-Warter, todavía en vanguardia, fue de nuevo momentáneamente detenida en las tierras altas de las afueras occidentales de Arnhem. Vehículos blindados enemigos y ametralladoras habían obligado a la compañía a salirse de la carretera y penetrar en los huertos de las casas próximas. Cuando llegó, Frost encontró a diez alemanes custodiados por un solo hombre de la Compañía A y, como escribiría más tarde, supuso que «la maniobra de Digby había tenido éxito y que la compañía había reanudado su marcha». Frost regresó al batallón. En el anochecer, ráfagas de disparos barrían esporádicamente la carretera, pero, conforme avanzaban, los hombres pasaban ante vehículos inutilizados y gran número de alemanes muertos y heridos, prueba evidente, pensó Frost, de los «satisfactorios progresos de Digby».
Cruzando rápidamente las calles de Arnhem, el batallón llegó al puente de barcas y se detuvo, enfrentado a su segundo contratiempo. La sección central del puente había sido apartada, y éste había quedado inutilizado. Mientras contemplaba el desmantelado paso, el capitán Mackay decidió que «era típico de toda la puñetera operación. Mi único pensamiento era: “Ahora tenemos que ir a coger ese otro maldito puente”». Miró a lo lejos. Apenas a kilómetro y medio de distancia, el gran arco de acero y cemento se recortaba contra las últimas luces del día.
En la ruta Tigre del 1.er Batallón, avanzando de modo vacilante hacia Arnhem, el general Urquhart tuvo la certeza de que se encontraba en una situación apurada. En la creciente oscuridad, con incursiones enemigas hostigando constantemente la marcha, no le era posible regresar al Cuartel General de la División. Su estado de ánimo era sombrío. «A cada paso que daba, deseaba saber qué estaría sucediendo en otras partes». Justo antes de caer la noche, Urquhart se enteró de que las compañías de vanguardia de la 3.a habían llegado a las afueras de Oosterbeek «cerca de algún lugar llamado el Hotel Hartenstein. […] Estábamos avanzando poco —escribiría más tarde Urquhart—, y Lathbury, tras una discusión con Fitch, comandante del batallón, ordenó el alto».
Urquhart y Lathbury se dispusieron a pasar la noche en una gran casa convenientemente apartada de la carretera. El dueño de la casa, un corpulento holandés de edad madura, desechó con un gesto las excusas del general por molestarles a él y a su esposa, y dio a los dos oficiales una habitación en la planta baja desde la que se divisaba la carretera principal. Urquhart estaba nervioso y no conseguía relajarse. «Me mantenía al tanto para ver si se había podido establecer contacto con Gough o Frost, pero no había la menor noticia ni de mi Cuartel General ni de ningún otro».
El gran puente erguía su mole al frente. Las rampas de cemento eran inmensos complejos por sí solas, con carreteras que corrían bajo ellas y a lo largo de la orilla del río, de oeste a éste. A ambos lados, los tejados de casas y fábricas llegaban a la altura de las rampas. En la media luz del crepúsculo, los impresionante accesos y los elevados arcos que salvaban el cauce del Rin tenían un aspecto impresionante e intimidatorio. Allí estaba por fin el objetivo principal —el eje del audaz plan de Montgomery—, y para alcanzarlo los hombres de Frost habían combatido durante una marcha de casi siete horas.
Ahora, al aproximarse al puente las avanzadillas del 2.º Batallón, el teniente Robin Vlasto, que mandaba uno de los pelotones de la Compañía A, quedó sorprendido por «su increíblemente enorme altura». Vlasto advirtió la presencia de «blocaos de cemento en cada extremo, que, aun en el aire general de abandono, ofrecían un aspecto amenazador». En la oscuridad, la Compañía A tomó silenciosamente posiciones bajo los grandes estribos del extremo septentrional. Por encima de ellos, se oía el lento rumor del tráfico.
Dirigiéndose hacia el puente a través de un mosaico de calles, el capitán Eric Mackay de los Ingenieros Reales, llegó a una pequeña plaza que conducía a la rampa. Recuerda que «mientras cruzábamos las calles, el silencio era opresivo, y parecía haber leves movimientos a nuestro alrededor. Los hombres estaban empezando a sentir la tensión, y yo quería tomar aquel puente tan rápidamente como pudiéramos». De pronto, disparos alemanes hechos desde una calle lateral rasgaron la oscuridad. Uno de los carros de explosivos de los ingenieros saltó envuelto en llamas, y los hombres quedaron claramente iluminados. Al instante, Mackay ordenó que sus hombres atravesaran la plaza con su equipo. Se lanzaron hacia delante, desafiando al fuego alemán. A los pocos minutos, sin haber perdido un solo hombre, se encontraban en el puente. Estudiando el terreno que se extendía bajo la rampa septentrional, Mackay vio cuatro casas en el lado éste. «Una de ellas era una escuela y estaba en la esquina de un cruce. Pensé que quien dominara aquellas casas dominaría el puente». Sin perder tiempo, Mackay envió a sus ingenieros a la escuela.
Poco después de las 20.00 horas, llegaron el coronel Frost y el Cuartel General. Frost había enviado a la Compañía B del comandante Douglas Crawley al elevado terreno próximo al terraplén del ferrocarril para que protegiera con cañones anticarros el flanco izquierdo del batallón, permitiendo así que la Compañía A avanzara hacia el puente[55]. La Compañía C, mandada por el comandante Dover, recibió orden de penetrar en la ciudad detrás de las avanzadillas y apoderarse del Cuartel General del comandante alemán. Una vez en el puente, Frost no podía comunicar por radio con ninguna de las dos compañías. Rápidamente, envió mensajeros con la misión de averiguar su paradero.
Decidiendo no esperar, Frost ordenó que se dirigieran al puente pelotones de la Compañía A. En cuanto los hombres empezaron a avanzar, los alemanes dieron señales de vida. Los soldados fueron barridos por los disparos desde el blocao del extremo norte y desde un solitario blindado apostado en el extremo meridional del puente. Un pelotón, ayudado por zapadores de Eric Mackay que portaban lanzallamas, empezó a avanzar por los pisos altos de las casas, cuyos tejados y terrados se hallaban al nivel de la rampa. Simultáneamente, el pelotón del teniente Vlasto se abría paso por sótanos y plantas bajas, yendo de casa en casa hasta llegar a las posiciones de Mackay. Una vez en posición, atacaron el blocao. Al entrar en acción los lanzallamas, Frost recuerda que «pareció desatarse el infierno. El cielo se iluminó y se oyó el tableteo de ametralladoras, una sucesión de explosiones, el crepitar de municiones que estallaban envueltas en llamas y el estampido de un cañón. Un edificio de madera cercano comenzó a arder por los cuatro costados, y se oyeron gritos de miedo y de dolor[56]». Ahora, Frost podía oír también el fragor de las granadas del Piat[57] de Vlasto estrellándose contra el blocao. De pronto, finalizó la salvaje y breve batalla. Callaron los cañones del blocao, y, por entre las llamas, Frost vio soldados alemanes que se dirigían tambaleándose hacia sus hombres. La Compañía A había logrado despejar el extremo norte del puente, que era ya suyo. Pero ahora, las llamas que se interponían en su camino y los depósitos de municiones que estaban haciendo explosión convertían en suicida intentar un segundo ataque para tomar el extremo sur. Hacía sólo media hora, Frost hubiera podido lograrlo[58]. Pero ahora había tomado posiciones en la orilla sur un grupo de Granaderos Panzer de las SS.
Frost intentó una vez más ponerse en contacto con el comandante Crawley. Quería localizar botes o barcazas en las que la compañía de Crawley pudiera cruzar el río y atacar a los alemanes en la orilla sur. Las comunicaciones por radio estaban cortadas. Peor aún, los mensajeros ni siquiera podían encontrar a la compañía y, según informaron, no se veía ninguna embarcación. En cuanto a la Compañía C, la patrulla enviada para establecer contacto con ella se encontraba detenida y obligada a librar un encarnizado combate en las proximidades del Cuartel General del comandante alemán.
Los hombres de Frost miraban sombríamente al otro lado del puente de Arnhem. ¿Qué fuerza tendrían los alemanes que ocupaban el extremo meridional? Incluso entonces, la Compañía A creía que existía la posibilidad de apoderarse del extremo sur mediante un ataque por sorpresa a través del río. Bastaba con poder encontrar hombres y lanchas.
Pero esa oportunidad había pasado. En una de las grandes ironías de la batalla de Arnhem, el Bajo Rin hubiera podido ser cruzado dentro de la primera hora siguiente al aterrizaje. Exactamente diez kilómetros al oeste, en el pueblo de Heveadorp —por el que había pasado el batallón de Frost camino a sus objetivos— un gran transbordador de tracción por cable, capaz de transportar automóviles y pasajeros, había estado funcionando normalmente todo el día a través del Bajo Rin, entre Heveadorp, en la orilla septentrional, y Driel, en la meridional. Frost ignoraba por completo la existencia del transbordador. Ni siquiera figuraba como uno de los objetivos de Urquhart. En el meticuloso planeamiento de Market-Garden se había pasado totalmente por alto una importante clave para la toma del puente de Arnhem: el transbordador de Driel[59].
El comandante Freddie Gough había alcanzado finalmente al Cuartel General de la brigada de Lathbury, que seguía al batallón de Frost por la ruta León. Rápidamente, buscó al comandante Tony Hibbert, segundo en el mando. «¿Dónde están el general y el general de brigada?», preguntó Gough. Hibbert no lo sabía. «Están juntos en alguna parte —le dijo a Gough—, pero se han largado los dos». Gough estaba totalmente confuso. «No sabía qué hacer. Traté, sin éxito, de establecer contacto con la División, por lo que decidí seguir en pos de Frost». Separándose de Hibbert, Gough emprendió de nuevo la marcha.
Había anochecido cuando Gough y sus hombres entraron en Arnhem y encontraron a Frost y sus tropas ocupando posiciones cerca del extremo septentrional del puente. Inmediatamente, Gough preguntó dónde estaba Urquhart. Al igual que Hibbert, Frost no tenía ni idea. Suponía que Urquhart estaba atrás con la División. Una vez más, Gough probó su radio. Ahora, se sumaba a su inquietud la ausencia de noticias de sus propias fuerzas de reconocimiento en las proximidades de Wolfheze. Pero seguía sin poder establecer contacto con nadie. Ordenando a sus fatigados hombres que se dirigieran a un edificio situado junto al puente, Gough subió al tejado justo a tiempo para ver todo el extremo meridional del puente «estallar en llamas» mientras los hombres de Frost realizaban su primer intento por apoderarse del otro extremo. «Oí aquella tremenda explosión y todo el extremo del puente parecía estar incendiado. Recuerdo que alguien dijo: “Hemos recorrido todo el camino hasta aquí sólo para ver cómo arde el maldito puente”». El propio Gough se sintió momentáneamente alarmado. Luego, a través del humo, vio que sólo estaban destruidos el blocao y algunos depósitos de municiones. Preocupado y cansado, Gough se echó a descansar unas horas. Había estado todo el día recorriendo un camino tras otro en busca de Urquhart. Ahora, en el puente, quedaba resuelto por lo menos un problema. Estaba donde debía estar y allí se quedaría.
Poco más podía hacer aquella noche el teniente coronel Frost, aparte de proteger el extremo septentrional del puente de ataques enemigos procedentes del extremo meridional. Seguía sin establecer contacto con sus desaparecidas compañías. Instaló el Cuartel General del Batallón en una casa situada en una esquina desde la que se dominaba el puente. El cabo Harold Back, de la sección de cifrado del 2.º Batallón, recuerda que desde la ventana delantera de la casa el personal del Cuartel General podía ver la rampa. «La ventana lateral de la habitación nos proporcionaba una vista directa sobre el puente mismo. Nuestros encargados de transmisiones sacaron sus antenas a través del techo y movían constantemente sus aparatos, pero no podían establecer contacto con nadie».
Poco después, llegó el Cuartel General de la Brigada, que se instaló en el ático de una casa cercana a la de Frost. Tras conferenciar con sus oficiales, Frost pensó que resultaba evidente que los Batallones 1.º y 3.º, o habían sido detenidos en las rutas Tigre y Leopardo, o estaban combatiendo al norte del puente, en algún lugar de Arnhem. Sin comunicaciones, era imposible decir qué había sucedido. Pero, si los dos batallones no llegaban a Arnhem durante las horas de oscuridad, los alemanes dispondrían del precioso tiempo necesario para cerrar la zona entre los hombres de Frost y el resto de la División. Además, a Frost le preocupaba la posibilidad de que fuera volado el gran puente. En opinión de los ingenieros, el calor despedido por los incendios había destruido ya cualquier mecha existente entre el puente y la ciudad, y los zapadores habían cortado ya todos los cables visibles. Sin embargo, nadie sabía exactamente dónde podían estar ocultos otros cables. Y, como recuerda Frost, «los incendios impedían que nadie se acercara al puente para retirar las cargas que todavía pudieran estar colocadas allí».
Pero el extremo septentrional del puente de Arnhem se hallaba en manos de Frost, y él y sus valerosos hombres no tenían intención de abandonarlo. Aunque le inquietaba la suerte que hubieran podido correr sus compañías desaparecidas y el resto de la División, no demostraba su preocupación. Visitando a varias secciones, acantonadas en ese momento en varias casas cercanas a la rampa, encontró a sus hombres «muy animados, como tenían motivos de sobra para estar». Como explicó el soldado James Sims, «nos sentíamos muy satisfechos de nosotros mismos, con el coronel bromeando e interesándose por nuestra comodidad».
En el Cuartel General del Batallón, Frost se sentó a descansar por primera vez en todo el día. Tomando un sorbo de un gran tazón de té, pensó que, en conjunto, la situación no era tan mala. «Habíamos recorrido doce kilómetros por un terreno difícil, para tomar nuestro objetivo en las siete horas siguientes a nuestro aterrizaje en Holanda…, un magnífico hecho de armas, realmente». Aunque intranquilo, Frost, como sus hombres, se sentía optimista. Disponía ahora de una fuerza que ascendía a unos quinientos hombres de varias unidades, y tenía fe en que las compañías que le faltaban le alcanzaran en el puente. En cualquier caso, sólo tendría que resistir, como máximo, durante otras 48 horas, hasta que llegaran los blindados del XXX Cuerpo del general Horrocks.