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Vestidos con sus uniformes de camuflaje y sus característicos cascos, cargados de armas y municiones, los hombres de la 1.a Brigada Paracaidista del general de división Lathbury se hallaban en camino hacia Arnhem. Entremezclados con las columnas de soldados, había jeeps remolcando piezas de artillería y vehículos cargados con armas y provisiones. Mientras los veía pasar, el general Roy Urquhart recordó un cumplido que le había hecho unos meses antes el general Horrocks. «Sus hombres son máquinas de matar», había dicho Horrocks con admiración. En aquel momento, Urquhart había considerado exagerada la observación. Este domingo, no estaba tan seguro. Cuando hubo pasado la 1.a Brigada, Urquhart sintió una oleada de orgullo.

El plan exigía que los tres batallones de la brigada de Lathbury convergieran en Arnhem, cada uno desde una dirección distinta. El 2.º Batallón del teniente coronel John Frost tenía adjudicado el objetivo principal: marchando a lo largo de una carretera secundaria que discurría próxima a la orilla septentrional del Rin, los hombres de Frost debían capturar el puente de la carretera principal. De paso, debían tomar los puentes de barcas y del ferrocarril situados al oeste del gran puente de la carretera. El 3.er Batallón, mandado por el teniente coronel J. A. C. Fitch, avanzaría a lo largo de la carretera Utrecht-Arnhem y se dirigiría al puente desde el norte, reforzando a Frost. Una vez lanzados con éxito estos dos batallones, el 1.er Batallón del teniente coronel D. Dobie debía avanzar a lo largo de la carretera principal Ede-Arnhem —la ruta más septentrional— y ocupar las tierras altas situadas al norte de la ciudad. Lathbury había asignado a cada ruta un nombre cifrado. La de Dobie, la más septentrional, fue designada Leopardo; la de Fitch, en el medio, Tigre; y la de Frost, la ruta más crucial, León. Precediendo a toda la brigada, los jeeps del escuadrón de reconocimiento del comandante Freddie Gough debían llegar hasta el puente, apoderarse de él en un golpe de mano y conservarlo hasta la llegada de Frost.

Hasta el momento, pensó Urquhart, la fase inicial se estaba desarrollando a la perfección. No le alarmaba en exceso la interrupción de las comunicaciones sufrida en el seno de la división. En las campañas del desierto norteafricano había experimentado con frecuencia averías temporales en los sistemas de comunicación. Como no podía establecer contacto con la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo del general de brigada Hicks, cuya misión era conservar las zonas de aterrizaje y lanzamiento para su utilización por las restantes escuadrillas en los dos días siguientes, Urquhart se dirigió en coche al Cuartel General de Hicks. Allí supo que la Brigada se hallaba en sus posiciones y que Hicks se encontraba fuera en aquel momento, ordenando la disposición de sus batallones. Sin embargo, en el Cuartel General de Hicks, Urquhart fue informado de que una parte vital del plan para tomar el puente de Arnhem había fracasado. Se le dijo —erróneamente— que la mayoría de los vehículos de reconocimiento del comandante Freddie Gough se habían perdido al estrellarse los planeadores que los transportaban; en el Cuartel General de Hicks, nadie sabía dónde había ido Gough. Sin esperar el regreso de Hicks, Urquhart volvió a su propio Cuartel General. Tenía que encontrar rápidamente a Gough e idear algún plan alternativo, aunque su mayor preocupación ahora era advertir a Lathbury y, en particular, a Frost, de que el 2.º Batallón se encontraba abandonado a sus propios recursos. Frost tendría que tomar el puente principal de Arnhem sin la ayuda del proyectado ataque por sorpresa de Gough.

Otras malas noticias esperaban a Urquhart en la División. «No sólo no había ni rastro de Gough —explicó Urquhart—, sino que, aparte de algunas señales de radio de corto alcance, habían fallado por completo las comunicaciones del Cuartel General. No se podía establecer contacto con la 1.a Brigada Paracaidista, ni, de hecho, con el mundo exterior». El coronel Charles Mackenzie, jefe del Estado Mayor de Urquhart, vio al general pasear de un lado a otro, «inquieto y ansioso de noticias». Urquhart ordenó a su oficial de transmisiones, comandante Anthony Deane-Drummond, que investigara el «fallo de las comunicaciones, viera qué le había pasado al equipo de radio y lo arreglara». Se despacharon también mensajeros a la busca de Gough. Como transcurría el tiempo sin recibir noticia alguna, el preocupado Urquhart decidió no esperar más. Normalmente, habría dirigido la batalla desde el Cuartel General de la División; pero en ese momento, conforme pasaba el tiempo sin restablecerse las comunicaciones, estaba empezando a sentir la impresión de que aquella batalla era cualquier cosa menos normal. Volviéndose hacia Mackenzie, dijo: «Creo que voy a echar un vistazo yo mismo, Charles». Mackenzie no intentó detenerle. «En aquellas circunstancias —comentaría Mackenzie—, dado que no estábamos recibiendo prácticamente ninguna información, no parecía una idea especialmente mala». Llevándose sólo a su chófer y a un soldado de transmisiones, Urquhart salió en su jeep en busca de Lathbury. Eran las 16.30 horas.

Avanzando a lo largo de la septentrional ruta Leopardo —la carretera Ede-Arnhem—, el comandante Freddie Gough, de la unidad de reconocimiento de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo, estaba haciendo un tiempo excelente. Aunque los vehículos del Escuadrón A no habían logrado llegar, Gough había abandonado la zona de aterrizaje a las 15.30 horas, junto con el resto de los escuadrones. Confiaba tener suficientes jeeps para el proyectado golpe de mano contra el puente. «De hecho —recordó posteriormente—, dejé en reserva varios jeeps en la zona de aterrizaje. Teníamos más que suficientes para llegar a Arnhem». Gough había incluso separado doce hombres de su unidad, con la misión de emprender la marcha hacia el sur y reunirse con el 2.º Batallón, que avanzaba por la ruta León en dirección al puente. Ignoraba que la pérdida de los jeeps del escuadrón A había levantado una oleada de rumores y de informaciones por completo equivocadas[52].

Desde el principio, Gough había albergado reservas sobre el papel de su unidad de reconocimiento en el plan de Arnhem. Gough había pedido una pantalla de jeeps de reconocimiento delante de cada uno de los tres batallones. «De esa manera, habríamos descubierto rápidamente la forma mejor y más fácil de llegar hasta el puente». En su defecto, había pedido que fuera transportado en planeadores un escuadrón de carros ligeros para escoltar a las tropas del golpe de mano. Ambas peticiones habían sido rechazadas. Pero Gough conservó el optimismo. «No estaba en absoluto preocupado. Se suponía que no había en Arnhem más que unos cuantos alemanes viejos y canosos y un puñado de anticuados carros de combate y cañones. Yo esperaba que aquello fuese un paseo».

Mientras avanzaban rápidamente a lo largo de Leopardo, los jeeps de vanguardia de la unidad cayeron súbitamente en una emboscada tendida por carros de combate alemanes y cañones de 20 milímetros. El lugarteniente de Gough, capitán David Allsop, anotó la hora. Eran exactamente las 16.00 horas. Gough decidió dirigirse al frente de la columna para investigar. «En el preciso instante en que me disponía a adelantarme, recibí un mensaje diciendo que Urquhart quería verme inmediatamente. Yo no sabía qué diablos hacer. Estaba bajo las órdenes de Lathbury, y pensé que, por lo menos, debía decirle que me marchaba, pero no tenía ni idea de dónde estaba. La unidad se hallaba sometida a intenso fuego e inmovilizada en posiciones defensivas cerca de la vía del ferrocarril, en las afueras de Wolfheze. Calculé que todo iría bien por algún tiempo, así que di media vuelta y regresé al Cuartel General de la División en la zona de aterrizaje. Eran las 16.30 horas».

En el momento exacto en que el general Urquhart salía en busca de Lathbury, Gough se dirigía a toda prisa a la División para presentarse a Urquhart.

A todo lo largo de las tres líneas estratégicas de marcha, los hombres de la 1.a Brigada Paracaidista estaban encontrando jubilosas e histéricas muchedumbres de holandeses. Muchos civiles de granjas y aldeas lejanas habían seguido a las tropas desde el momento en que abandonaron las zonas de aterrizaje y, a medida que aumentaba la multitud, la bienvenida parecía casi desbordar la propia marcha. El capitán Eric Mackay, que avanzaba por la ruta más meridional, la ruta León, con el 2.º Batallón del coronel Frost, se sentía molesto por la atmósfera de fiesta. «Los civiles holandeses nos entorpecían. Saludando, vitoreándonos y aplaudiendo, nos ofrecían manzanas, peras, algo de beber. Pero dificultaban nuestro avance y me hacían temer que revelaran nuestras posiciones». El teniente Robin Vlasto recordaba que «la primera parte de nuestra marcha tenía todo el aspecto de un desfile victorioso, y los civiles estaban delirantes de alegría. Parecía todo tan increíble que casi esperábamos ver a los blindados del XXX Cuerpo de Horrocks salir a nuestro encuentro desde Arnhem. La gente flanqueaba la carretera y se nos ofrecían grandes bandejas de cerveza, leche y frutas. Nos costó sobremanera forzar a los hombres a tener presente la posibilidad de un ataque alemán».

La joven Anje van Maanen, cuyo padre era médico en Oosterbeek, recuerda haber recibido una jubilosa llamada de la familia Tromp, de Heelsum, situada justo al sur de la zona de aterrizaje británica en el brezal de Renkum. «¡Somos libres! ¡Libres! —le dijeron los Tromp—. Los ingleses se han lanzado en paracaídas detrás de nuestra casa y se dirigen a Oosterbeek. Son encantadores. Estamos fumando Players y comiendo chocolate». Anje colgó el teléfono, «loca de alegría. Nos pusimos todos a saltar y bailar. ¡Ya está! ¡Una invasión! ¡Formidable!». Anje, de diecisiete años, apenas si podía esperar a que su padre volviera a casa. El doctor Van Maanen estaba asistiendo a domicilio a una parturienta, y Anje pensó que «era un fastidio, particularmente en aquel momento, porque el marido de la mujer era un nazi holandés». La señora Ida Clous, esposa de un dentista de Oosterbeek y amiga de los Maanen, oyó decir también que estaban en camino las tropas aerotransportadas. Trabajó febrilmente, registrando cajas y cosiendo todos los trozos de tela color naranja que poseía. Cuando los británicos llegaran a Oosterbeek se proponía salir a la calle con sus tres hijitos y recibir a los libertadores con pequeñas banderas anaranjadas hechas a mano.

Jan Voskuil, que se ocultaba en la casa de los padres de su esposa en Oosterbeek, se sentía desgarrado entre su propio deseo de salir a la carretera de Utrecht para recibir a las tropas y la necesidad de impedir que fuera con él su suegro. El anciano se mostraba inflexible. «Tengo setenta y ocho años y nunca he estado en una guerra, y quiero verla». El suegro de Voskuil fue finalmente convencido para que se quedara en el jardín, y Voskuil, uniéndose a torrentes de civiles que sallan a recibir a los británicos, fue obligado a regresar por un policía en las afueras de Oosterbeek. «Es demasiado peligroso —dijo el agente a la muchedumbre—. Atrás». Voskuil regresó lentamente a su casa. Allí, se encontró con el mismo soldado alemán que le había pedido albergue por la mañana al comienzo del bombardeo. Ahora, el soldado vestía uniforme completo, con guerrera de camuflaje, casco y rifle. Ofreció a Voskuil chocolatinas y cigarrillos. «Me marcho ya —dijo—. Van a venir los tommies». Voskuil sonrió. «Ahora se volverán ustedes a Alemania», dijo. El soldado se quedó mirando a Voskuil durante unos instantes. Luego, meneó lentamente la cabeza. «No, señor —le dijo—. Lucharemos». El holandés se quedó mirando al alemán mientras éste se alejaba. «Ahora empieza —pensó Voskuil—, pero ¿qué puedo hacer yo?». Lleno de impaciencia, se puso a pasear de un lado a otro por el patio. No se podía hacer más que esperar.

Indiferentes a las prohibiciones de la Policía y a las advertencias para que permanecieran en sus casas, los granjeros holandeses y sus familias se arracimaban a ambos lados de cada carretera. El sargento mayor Harry Callaghan, que avanzaba por la ruta central, la Tigre, recuerda que una granjera salió de entre la multitud y corrió hacia él con un jarro de leche. Le dio las gracias y la mujer sonrió y dijo: «Bueno, Tommy. Bueno». Pero, al igual que Eric Mackay, en la carretera meridional, Callaghan, veterano de Dunkerque, estaba preocupado por la gran cantidad de civiles que rodeaban a las tropas. «Corrían junto a nosotros llevando brazaletes, delantales y trozos de cintas, todos de color naranja —explicó—. Niños, con pedazos de tela anaranjada prendidos en sus faldas o blusas, brincaban junto a nosotros gritando de alegría. La mayoría de los soldados rebuscaba en sus mochilas para darles chocolate. Era una atmósfera tan diferente que los soldados se estaban comportando como si se encontraran en unas maniobras. Empecé a preocuparme por los francotiradores».

Como Callaghan había temido, el victorioso desfile se vio interrumpido de pronto. «Todo sucedió rápidamente. Estábamos avanzando hacia Arnhem y, de repente, nos encontramos desparramados por las zanjas. Los francotiradores habían abierto fuego, y tres soldados yacían muertos sobre la carretera». El veterano sargento mayor no perdió tiempo. Había visto salir una llamarada de unos árboles situados unos cincuenta metros más adelante. Mientras los holandeses se dispersaban, Callaghan avanzó con un grupo de doce hombres. Se detuvo a poca distancia de un árbol y miró hacia arriba. Algo brilló. Levantando su Sten, disparó directamente contra el árbol. Cayó al suelo una pistola automática Schmeisser, y, al levantar la vista a lo largo del tronco del árbol, Callaghan vio a un alemán oscilando levemente al extremo de una cuerda.

También en la ruta central, algunos hombres del 1.er Batallón del teniente coronel Fitch se vieron súbitamente envueltos en una inesperada escaramuza. El soldado Frederick Bennett acababa de repartir unas manzanas a otros paracaidistas cuando, por la carretera, llegó a toda velocidad un automóvil alemán. Bennett abrió fuego con su subfusil. El coche se detuvo con un estridente chirriar de frenos y trató de dar la vuelta. Pero era demasiado tarde. Todos los que se encontraban cerca de Bennett empezaron a disparar y el coche se detuvo bruscamente, acribillado a balazos. Al acercarse cautelosamente, los soldados vieron que el conductor estaba medio caldo fuera del coche. El cuerpo de un oficial alemán había sido parcialmente arrojado por otra portezuela. A Bennett le «pareció un oficial alemán de alta graduación», como, en efecto, lo era. El general de división Kussin, comandante militar de Arnhem, había hecho caso omiso de la advertencia del comandante Sepp Krafft de las SS, de que no utilizara la carretera principal Utrecht-Arnhem[53].

Muchos hombres coinciden en que la primera oposición alemana seria comenzó al cabo de la primera hora de marcha, alrededor de las 16.30 horas. En ese momento, dos de los tres batallones —el de Dobie en la ruta septentrional y el de Fitch en la central— se vieron inesperadamente sometidos a violentos y rápidos ataques enemigos. La unidad de reconocimiento del comandante Gough, mandada ahora por el capitán Allsop, estaba tratando desesperadamente de encontrar el medio de desbordar a las fuerzas alemanas y despejar el camino del 1.er Batallón de Dobie. Pero, según Allsop, «cada movimiento que hacíamos quedaba neutralizado por una fuerza enemiga ante nosotros». El paracaidista William Chandlet, de la unidad de reconocimiento, recuerda que, mientras su Escuadrón C exploraba el terreno, «las balas alemanas llegaban tan cerca y tan continuadamente que casi raspaban al pasar».

Al aproximarse a Wolfheze, el batallón quedó casi completamente detenido. «Nos paramos —explicó el soldado Walter Boldock—. Luego, nos pusimos de nuevo en marcha. Después, nos detuvimos y nos atrincheramos. Al poco rato, emprendimos de nuevo la marcha, cambiando de dirección. Nuestro avance venía dictado por el éxito de las compañías de vanguardia. Balas y proyectiles de mortero nos hostigaban continuamente». Detrás de un seto, Boldock vio a un sargento que conocía tendido en el suelo, gravemente herido. Un poco más allá, encontró el cadáver calcinado de un teniente. Había sido alcanzado por una bomba de fósforo. A otro soldado, Roy Edwards, le «parecía que estábamos dando un rodeo por el campo y metiéndonos en batallas toda la tarde».

Los hombres estaban asombrados de la ferocidad de los imprevistos ataques enemigos. El soldado Andrew Milbourne, en la ruta septentrional, oyó disparos a lo lejos, en dirección sur, y se alegró por unos momentos de que se le hubiera encomendado al 1.er Batallón la misión de ocupar las tierras altas situadas al norte de Arnhem. Luego, al aproximarse a Wolfheze, Milbourne se dio cuenta de que la columna se había desviado de la carretera principal hacia el sur. Vio la estación del ferrocarril y, cerca de ella, un carro de combate. Su primera reacción fue de júbilo. «¡Dios mío, Monty tenía razón! —pensó—. ¡Ya está aquí el Segundo Ejército!». Luego, mientras la torreta giraba lentamente, Milbourne vio una cruz negra pintada en el blindado. De pronto, le pareció ver alemanes por todas partes. Se zambulló en una zanja y, levantando cautelosamente la cabeza, empezó a buscar un buen lugar para emplazar su ametralladora Vickers.

El sargento Reginald Isherwood vio el mismo tanque. Se acercó un jeep que remolcaba una pieza de artillería ligera y empezó a girar para situarla en posición de disparo. «Uno de sus sargentos gritó: “Será mejor que disparemos antes de que lo hagan ellos. Si no, estamos listos”», recuerda Isherwood. «Apuntaron el cañón, fue a la velocidad del rayo, pero, cuando nuestro hombre gritó “¡fuego!”, oí al comandante alemán hacer lo mismo. Los boches debieron disparar una décima de segundo antes que nosotros». El tanque consiguió un impacto directo. El jeep saltó por los aires, y los artilleros resultaron muertos.

En medio de la creciente confusión y del intenso fuego que se hacía sobre ellos desde todas partes, el coronel Dobie tenía claro que la oposición con la que se enfrentaba era más fuerte de lo que nadie había esperado. Y tampoco creía que continuara siendo posible ocupar las tierras altas al norte de Arnhem. No podía comunicar por radio con el general de brigada Lathbury, y sus bajas aumentaban por momentos. Dobie decidió desviar el batallón más al sur aún e intentar reunirse con Frost, que se dirigía hacia el puente principal de Arnhem.

El fallo de las comunicaciones y la consiguiente falta de dirección imposibilitaban que los comandantes de batallón supieran con claridad qué estaba sucediendo en ese momento. En terreno desconocido, con mapas que se revelaban a menudo inexactos, compañías y pelotones perdían frecuentemente contacto entre sí. En una encrucijada próxima a la franja de carretera donde los hombres del 3.er Batallón del coronel Fitch habían matado al general Kussin, los británicos se vieron sometidos al fuego de los lanzacohetes y las ametralladoras del comandante de las SS, Krafft. Las columnas se disgregaron mientras los hombres se dispersaban por los bosques. Los silbantes proyectiles, haciendo explosión en el aire, sobre sus cabezas, arrojaban mortales fragmentos en todas direcciones.

El soldado de transmisiones Stanley Heyes recordaría vividamente el intenso hostigamiento enemigo. Corría hacia un bosque cuando se le cayó un transmisor de radio; al agacharse para recogerlo, fue herido en un tobillo. Heyes consiguió arrastrarse hasta el bosque. Al dejarse caer en la maleza, se dio cuenta de que el hombre que estaba a su lado era alemán. «Era joven y estaba tan asustado como yo, pero me hizo una cura en el tobillo con mi botiquín de campaña. Poco después, los dos volvimos a ser heridos por el fuego de mortero y nos quedamos allí tendidos, esperando que alguien nos recogiera». Heyes y el joven alemán continuarían juntos hasta bien entrada la noche, cuando los camilleros británicos los encontraron y los evacuaron.

Al igual que el 1.er Batallón, también el 3.º estaba inmovilizado. Al cabo de dos horas, ambos batallones apenas si habían recorrido cuatro kilómetros de carretera. El coronel Fitch llegó a la misma conclusión que Dobie en la carretera norte; también él tendría que encontrar una ruta alternativa hacia el puente de Arnhem. No podía perder un tiempo precioso, y el puente estaba todavía a seis kilómetros largos de distancia.

En los bosques de las proximidades de Wolfheze, el comandante de las SS Sepp Krafft tenía la convicción de hallarse rodeado. Calculaba que los británicos superaban numéricamente a su mermado batallón en la proporción de veinte a uno. Pero, aunque consideraba «insensata» su defensa, apenas si podía creer en el éxito de su acción de obstrucción. Los proyectiles de los lanzacohetes alemanes habían sembrado la destrucción entre los británicos, y sus hombres informaron ahora que las fuerzas que avanzaban por la carretera Utrecht-Arnhem se hallaban detenidos en algunos puntos y en otros parecían estar abandonando la carretera principal. Krafft aún creía que la suya era la única unidad alemana en la zona, y no se hacía ilusiones sobre la posibilidad de detener a los británicos durante mucho tiempo. Se estaba quedando sin munición y sufriendo muchas bajas, y uno de sus tenientes había desertado. Pero Krafft se sentía exultante por «el valeroso ímpetu de mis muchachos». El ambicioso Krafft, que redactaría más tarde un informe dirigido a Himmler sobre las acciones de su Batallón de Granaderos lleno de exageradas alabanzas hacia sí mismo, no tenía ni idea de que sus «muchachos» estaban ya siendo reforzados por los carros de combate, la artillería y los vehículos blindados de la División Hohenstaufen del teniente coronel Walter Harzer, a sólo dos o tres kilómetros del Cuartel General del propio Krafft.

El comandante Freddie Gough estaba completamente desconcertado. El mensaje de Urquhart llamándole a la División no contenía el menor indicio respecto a las intenciones del general. Al abandonar la ruta Leopardo del 1.er Batallón, Gough se llevó consigo cuatro jeeps de escolta y soldados de su unidad de reconocimiento. Ahora, en el Cuartel General de la División, el jefe del Estado Mayor de Urquhart, el coronel Charles Mackenzie, tampoco podía proporcionarle ninguna luz sobre el particular. El general, dijo Mackenzie, había salido en busca del general de brigada Lathbury, cuyo Cuartel General seguía al batallón del coronel Frost a lo largo de la meridional ruta León. Llevándose su escolta, Gough se puso de nuevo en marcha. Sin duda, en algún lugar de la ruta encontraría a un oficial o al otro.