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El estruendo de las enormes formaciones era ensordecedor. En las proximidades de las bases de planeadores en Oxfordshire y Gloucestershire, los caballos y el ganado fueron presa del pánico y huyeron por los campos. En el sur y en el este de Inglaterra, millares de personas contemplaban estupefactas la escena. En algunos pueblos y ciudades, el tráfico rodado sufrió embotellamientos y quedó interrumpido. Los pasajeros de los trenes se apiñaban junto a las ventanillas para mirar. En todas partes, las gentes contemplaban atónitas y boquiabiertas un espectáculo que jamás habían visto. La fuerza aerotransportada más poderosa de la Historia había despegado y se dirigía hacia sus objetivos.

Por una coincidencia, aquella radiante mañana del domingo 17 de septiembre de 1944, se estaban celebrando en toda Inglaterra servicios religiosos especiales en conmemoración de «los pocos valientes», el puñado de pilotos de la RAF que había desafiado valerosamente a la Luftwaffe de Adolf Hitler cuatro años antes y la había neutralizado. Mientras los fieles rezaban arrodillados, el infatigable y poderoso zumbido de las hélices ahogó completamente algunos servicios. En la gran catedral de Westminster, en Londres, no se pudieron oír las triunfantes notas del solemne Magníficat que lanzaba el órgano. En grupos de dos y de tres, los fieles abandonaron sus bancos para reunirse con las multitudes ya congregadas en las calles. Allí, los londinenses levantaban la vista, anonadados por el estruendo, mientras formación tras formación de aviones pasaban sobre sus cabezas a baja altura. En la parte norte de Londres, una banda del Ejército de Salvación se vio obligada a callar, vencida por el ruido, pero el tambor, con los ojos en el firmamento, marcó un simbólico redoble: tres puntos y una raya…, la V de victoria en alfabeto Morse.

La gran cantidad de aviones que pasaban remolcando planeadores revelaban claramente a los espectadores la naturaleza del ataque. Pero transcurrieron seis horas más antes de que el pueblo británico supiera que había presenciado la fase inicial de la ofensiva aerotransportada más importante jamás concebida. Tal vez fuera una empleada de la Cruz Roja, Angela Hawkings, quien mejor resumió las reacciones de quienes presenciaron el paso de la inmensa flota. Desde la ventanilla de un tren, contempló atónita cómo oleada tras oleada de aviones volaban como «bandadas de estorninos». Estaba convencida de que «este ataque, dondequiera que vaya, no puede por menos de lograr el fin de la guerra».

Los hombres del Primer Ejército Aerotransportado aliado estaban tan poco preparados como los civiles que estaban en tierra para el impresionante espectáculo de su propia partida. Los paracaidistas, la infantería transportada en planeadores y los pilotos que emprendían la marcha hacia Holanda quedaron aturdidos ante las dimensiones y majestuosidad de las flotas aéreas. El capitán Arie D. Bestebreurtje, oficial holandés destinado a la 82.a Aerotransportada, pensó que el espectáculo era «increíble. Los Aliados debían haber incorporado a esa operación concreta todos sus aviones disponibles». De hecho, participaban unos 4700 aparatos, el mayor número jamás utilizado en una sola misión aerotransportada.

La operación había comenzado poco antes del amanecer y continuó durante toda la mañana. Primero, habían despegado de los aeródromos británicos más de 1400 bombarderos aliados, que habían aplastado posiciones antiaéreas alemanas y concentraciones de tropas en la zona de Market-Garden. Luego, a las 9.45 horas, empezaron a despegar de 24 bases americanas y británicas 2023 aviones de transporte de tropas, planeadores y sus remolcadores, lo que se prolongó durante dos horas y cuarto[44]. Aparatos C-47 transportando paracaidistas volaban en largas formaciones de 45 aviones. Otros C-47 y bombarderos británicos —Halifax, Stirling y Albemarle— remolcaban 478 planeadores. En hileras aparentemente interminables, estos enormes planeadores que transportaban tropas y equipo daban saltos detrás de sus remolcadores al extremo de cuerdas de 100 metros de longitud. Oscilando entre los pequeños planeadores Horsa y Waco, había grandes y esbeltos Hamilcar, cada uno de ellos con una capacidad de carga de ocho toneladas; podían transportar un carro de combate pequeño o dos camiones de tres toneladas con artillería o munición. Por encima, debajo y a los flancos, protegiendo estas enormes formaciones, había casi 1500 cazas y cazabombarderos aliados, Spitfire, Typhoon armados con cohetes, Temst y Mosquitoes británicos; Thunderbolt, Lightning, Mustang y bombarderos en picado estadounidenses. Había tantos aviones en el aire que el capitán Neil Sweeney, de la 101.º División Aerotransportada, recordaba que «parecía como si pudiéramos ponernos sobre las alas e irnos andando hasta Holanda».

Las fuerzas de los planeadores británicos fueron las primeras en despegar. Debiendo ir más al norte que los americanos en el corredor Market-Garden y teniendo que llevar a cabo diferentes empresas, el general Urquhart necesitaba el máximo de hombres, equipo y artillería —especialmente cañones anticarros— en el primer vuelo, para capturar y mantener sus objetivos hasta que pudieran enlazar con él las fuerzas terrestres. Por ello, el grueso de su división era transportada en planeador: 320 planeadores llevaban a los hombres, transportes y artillería de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo del general de brigada Philip Pip Hicks. Llegarían a las zonas de aterrizaje situadas al oeste de Arnhem poco después de las 13 horas. Treinta minutos después, empezaría a saltar la 1.a Brigada Paracaidista del general de brigada Gerald Lathbury desde sus 145 aviones de transporte de tropas. Como los pesados planeadores y remolcadores eran más lentos —180 kilómetros por hora frente a 210 de los aviones portadores de paracaidistas—, era preciso enviar primero estos inmensos «trenes aéreos», o seriales, como los llamaban los soldados. En ocho bases de Gloucestershire y Oxfordshire, remolcadores y planeadores rodaban por las pistas y se elevaban en el aire a un ritmo jamás intentado hasta entonces: una combinación por minuto. Situarse en formación constituía una tarea especialmente complicada y peligrosa. Ganando altura lentamente, los aviones pusieron rumbo al oeste sobre el Canal de Bristol. Luego, sincronizadas sus velocidades, los remolcadores y planeadores se escalonaron a la derecha por parejas, describieron un círculo, volaron sobre las bases de despegue y se dirigieron hacia un punto de concentración situado sobre la ciudad de Hatfield, al norte de Londres.

Mientras las primeras hileras de planeadores británicos se formaban sobre el Canal de Bristol, 12 bombarderos británicos Stirling y seis C-47 americanos empezaron a despegar a las 10.25 horas rumbo a Holanda. Iban en ellos los exploradores americanos y británicos, los hombres que serían los primeros en tomar tierra para señalar las zonas de aterrizaje y lanzamiento a las fuerzas de Market.

Simultáneamente, los hombres de la 82.a División Aerotransportada estadounidense y las tropas paracaidistas de la 1División británica despegaban de sus bases situadas en las proximidades de Grantham, Lincolnshire, en 625 aviones de transporte de tropas y 50 C-47 remolcando planeadores. Con asombrosa precisión, los aparatos del IX Mando de Transporte de Tropas despegaban a intervalos de cinco a veinte segundos. Oleada tras oleada, se reunieron sobre la ciudad de March, Cambridgeshire, para desde allí avanzar en tres grupos paralelos para cruzar la costa a la altura de Aldeburgh.

Al mismo tiempo, desde los aeródromos meridionales situados en torno a Greenham Common, despegó la 101.a Aerotransportada en 424 C-47, además de setenta remolcadores y planeadores. Tras situarse en formación, también ellos sobrevolaron el punto de control del tráfico en Hatfield y se dirigieron hacia el este para cruzar la costa por la bahía de Bradwell.

En inmensas columnas triples que ocupaban por lo menos una franja de quince kilómetros de ancho y, aproximadamente, 150 kilómetros de largo, la enorme flota sobrevolaba la campiña inglesa. La 82.a Aerotransportada y la 1.a División británica, en ruta hacia Nimega y Arnhem, volaban por la parte norte. Les acompañaba una hilera especial de 38 planeadores, que transportaba a Nimega el Cuartel General del Cuerpo del general Browning. Por la ruta meridional, pasando sobre la bahía de Bradwell, la 101.a Aerotransportada se dirigía rumbo a sus zonas de lanzamiento, situadas ligeramente al norte de Eindhoven. A las 11.55 horas había despegado toda la fuerza, constituida por más de 20 000 hombres, 511 vehículos, 330 piezas de artillería y 590 toneladas de material. Mirando la campiña inglesa desde una altura de sólo quinientos metros, el primer teniente James J. Coyle, de la 82.a Aerotransportada, vio unas monjas que agitaban la mano desde el patio de un convento. Pensó que «el hermoso día y las monjas componían una imagen que poseía la calidad de un cuadro al óleo». Al corresponder al saludo, se preguntó si sabrían «quiénes éramos y dónde íbamos».

Para la mayoría de las tropas aerotransportadas, la parte inicial del viaje, a través de Inglaterra, tenía un aire festivo. Para el soldado Roy Edwards, de la 1.a Brigada Paracaidista, «todo era tan sereno que era como ir en autobús a la playa». El soldado A. G. Warrender diría que «aquél era un domingo perfecto; una mañana para darse un paseo por el campo y tomarse una pinta de cerveza en la taberna».

El oficial al mando del Regimiento de Pilotos de Planeadores, coronel George S. Chatterton, que pilotaba el aparato que llevaba al general Browning, describió él domingo como «un día precioso. No parecía posible que estuviéramos despegando hacia una de las mayores batallas de la Historia». Chatterton se hallaba sorprendido por el séquito y el equipo de Browning. Con el general iban su asistente, el médico y el cocinero de su Cuartel General, así como su tienda de campaña y su jeep personal. Browning iba sentado en una caja vacía de cerveza Worthington entre el piloto y el copiloto, y Chatterton observó que iba «impecablemente vestido con un uniforme de combate Barathea, brillante correaje, pantalones con la raya bien marcada, pistolera de cuero reluciente como un espejo, bastoncillo de oficial e inmaculados guantes grises de cabritilla». El general, dijo Chatterton, «estaba en perfecta forma, porque se daba cuenta de que había llegado a uno de los puntos culminantes de su carrera. Había un ambiente de inmensa alegría».

En otra hilera de planeadores, el impasible escocés que tenía la misión más difícil de Market-Garden, el general Roy Urquhart de la 1.a División Aerotransportada, pensaba que era «difícil no sentirse excitado por el hecho de que al fin estuviéramos en marcha». Pero los pensamientos del popular oficial se hallaban centrados, como siempre, en sus hombres y en el trabajo que les esperaba. Al igual que Browning, tenía un séquito. Ahora, paseando la vista a todo lo largo del planeador Horsa —que transportaba a su ayudante Roberts, asistente Hancock, el reverendo G. A. Pare, capellán del Regimiento de Pilotos de Planeadores, un soldado de Transmisiones, dos policías militares, sus motocicletas y el jeep del general—, Urquhart sintió un remordimiento de conciencia. Pensó en sus paracaidistas, cargados de fardos, armas y equipo, apiñados en pesados aviones de transporte. Urquhart llevaba sólo una pequeña bolsa de bandolera, dos granadas de mano, una caja de mapas y un cuaderno de notas. Se sintió turbado por su propia comodidad.

Urquhart se había visto obligado a tomar difíciles decisiones prácticamente hasta el mismo momento del despegue. Pocas horas antes de partir, su jefe de Estado Mayor, coronel Charles Mackenzie, había recibido una llamada telefónica de un alto oficial de las Fuerzas Aéreas estadounidenses. ¿Se iba a bombardear el manicomio de Wolfheze? El americano, había informado Mackenzie, «quería que Urquhart le diera seguridades personales de que había alemanes en él, y no dementes; en otro caso, los americanos no podrían aceptar la responsabilidad». El manicomio se hallaba peligrosamente próximo al punto de reunión de la división, y el Estado Mayor de Urquhart creía que estaba ocupado por los alemanes. Mackenzie había aceptado la responsabilidad. «Es toda suya», había replicado el estadounidense. Urquhart había aprobado la acción de su jefe de Estado Mayor. «Había hecho todo para estar lo mejor preparado posible, y no había nada más que hablar», recordó.

Cuando Mackenzie se disponía a dirigirse a su planeador, Urquhart le llamó aparte. «Mira, Charles —dijo a Mackenzie—, si algo me ocurre, la sucesión en el mando debe ser la siguiente: primero, Lathbury, luego Hicks y Hackett, por ese orden». La elección de Urquhart estaba basada en la experiencia. «Todo el mundo sabía que Lathbury era mi lugarteniente —recordó más tarde—, Hackett era superior en grado a Hicks, pero era mucho más joven, y yo tenía la convicción de que Hicks poseía más experiencia en el mando de infantería. Mi decisión no constituía ninguna censura a la capacidad de mando de Hackett». Quizá, reflexionó Urquhart, hubiera debido informar antes de su decisión a cada uno de sus generales de brigada, pero había «considerado con toda franqueza que la cuestión era puramente formal». Había muy escasas posibilidades de que la división perdiera a Urquhart y Lathbury.

Ahora, tomadas ya todas las decisiones, Urquhart contemplaba distraídamente cómo «escuadrones de cazas adelantaban a las hileras de planeadores». Aquélla era su primera misión en un planeador y antes de salir se había tomado dos píldoras contra el mareo. Tenía la garganta seca, y le costaba tragar saliva. Se daba cuenta, además, de que «Hancock, mi asistente, me estaba mirando con aire de preocupación. Como todos los demás, esperaba que yo me marease». Urquhart le defraudó. «Nos encontrábamos en una inmensa corriente de aviones, y me concentré en mis pensamientos. No había marcha atrás. Habíamos trazado un buen plan. Yo todavía deseaba que hubiéramos podido acercarnos más al puente, pero no me intranquilizaba».

Pese a la eficiencia desplegada en el lanzamiento de la gran flota, se produjeron accidentes casi inmediatamente. Poco antes del despegue, el ala de babor de un planeador fue destrozada por la hélice de un bombardero Stirling. No hubo heridos. Cuando el planeador que transportaba al teniente Alan Harvey Cox de la Brigada de Desembarco Aéreo se elevaba en el aire, tropezó con dificultades. Una masa de nubes bajas obstaculizó la visión del piloto del planeador, y le impidió situarse en línea con la cola de su remolcador. El planeador iba en una dirección, y el avión en otra, con lo que la cuerda amenazaba con enrollarse en torno al ala del planeador y volcarlo. No pudiendo alinearse con su remolcador, el piloto del planeador accionó una palanca roja, y el aparato se vio libre. El planeador de Cox aterrizó sin sufrir ningún daño en un campo de heno de Sandford-on-Thames. Un incidente más extraño tuvo lugar en un C-47 en el que viajaban unos hombres de la 82.a Aerotransportada, los cuales se hallaban sentados unos frente a otros a lo largo de ambos costados del aparato. Cinco minutos después del despegue, el cabo Jack Bommer vio «abrirse bruscamente la portezuela de carga situada detrás de los hombres que yo tenía delante». La fuerza del aire estuvo a punto de succionar a los hombres. Mientras trataban desesperadamente de sujetarse, explicaría Bommer, «el piloto hizo dar una sacudida al avión, y la portezuela se cerró de golpe».

El cabo Sydney Nunn, que tantas ganas tenía de abandonar su base de las proximidades de Keevil y verse libre de las actividades del topo en su colchón, tuvo enseguida oportunidad de sentirse un hombre afortunado por seguir vivo. Después de más de una hora de vuelo sin el menor incidente, su planeador penetró en una nube. Al salir de ella, el piloto del planeador vio que el cable que le remolcaba se había enredado en tomo al ala de babor. Por el sistema de comunicación interior, Nunn oyó decir al piloto: «¡Tengo problemas! ¡Tengo problemas!». Un instante después, se desasió del avión de remolque. «Pareció como si nos hubiéramos quedado parados en seco en el aire —recordaba Nunn—. Entonces, el aparato se inclinó de morro y empezamos a caer hacia tierra, con el cable agitándose a lo largo del avión como la cuerda rota de una cometa». Nunn permaneció «petrificado», oyendo el aullido del viento a lo largo del fuselaje, «esperando que las cadenas que sujetaban un jeep que transportaba el planeador resistieran». Después, oyó al piloto avisarles: «Agarraos bien, muchachos. Ya llegamos». El planeador golpeó contra el suelo, rebotó, volvió a pegar en tierra y se detuvo lentamente. En el inesperado silencio que siguió, Nunn oyó al piloto preguntar: «¿Estáis todos bien?». Lo estaban, y los hombres fueron enviados de nuevo a Keevil para salir en el segundo vuelo, el 18 de septiembre.

Otros no tuvieron tanta suerte. La tragedia descargó su golpe sobre un planeador en el momento en que sobrevolaba Wiltshire. El sargento de la RAF Walter Simpson, sentado en la torreta de plexiglás de un bombardero Stirling, estaba mirando al planeador Horsa al que remolcaban. De pronto, «el planeador pareció partirse por la mitad; fue como si la parte trasera se desprendiera, simplemente, de la delantera». Horrorizado, Simpson gritó al capitán: «¡Dios mío, se está partiendo el planeador!». El cable se rompió y la parte delantera del planeador cayó a tierra «como una piedra». El Stirling abandonó la formación, fue perdiendo altura gradualmente y dio media vuelta para localizar los restos. La mitad delantera fue avistada en un prado. No se veía por ninguna parte la cola. Anotando el lugar, la tripulación regresó a Keevil y se dirigió en jeep al punto del siniestro. Allí, Simpson vio lo que parecía «una caja de cerillas aplastada de un pisotón». Los cuerpos de los hombres habían quedado dentro. Simpson no podía calcular cuántos muertos había allí: «No se veía más que una masa de brazos, piernas y cuerpos».

Para cuando los últimos convoyes llegaron a la costa inglesa —las columnas del norte pasando por el punto de control de Aldeburgh, y las del sur sobrevolando la bahía de Bradwell—, se habían estrellado treinta planeadores con sus tropas y equipos. Los accidentes habían sido causados por fallos en los motores de los remolcadores, rotura de cables y, en algunos casos, las espesas nubes. Aunque, desde un punto de vista militar, la operación había comenzado con gran éxito —las bajas eran escasas y muchos de los hombres y la mayoría de la carga serían transportados en posteriores vuelos—, las pérdidas iban a hacerse sentir. Aquel vital día en que cada hombre, vehículo y pieza de equipo era importante para el general Urquhart, 23 de sus cargamentos transportados en planeador se habían perdido ya. Hasta que la fuerza de Arnhem llegara a sus zonas de lanzamiento y aterrizaje, no descubrirían sus comandantes lo cruciales que serían estas pérdidas.

Ahora, mientras los enjambres de largos convoyes aéreos sobrevolaban el Canal de la Mancha y quedaba atrás la tierra, una nueva clase de expectación empezó a invadir la flota. Estaba desapareciendo rápidamente el talante de «paseo dominical». Cuando los aparatos americanos pasaban sobre la zona de Margate, el soldado Melvin Isenekev, de la 101.a Aerotransportada, vio a la derecha las rocas blancas de Dover. Desde aquella distancia, parecían las invernales laderas de los Adirondacks, cerca de su casa en el Estado de Nueva York. El cabo D. Thomas, de la 1.a Aerotransportada británica, que estuvo mirando a través de una portezuela abierta del avión hasta que desapareció el litoral de su país, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

Desde los puntos de concentración en March y Hatfield, las columnas aerotransportadas habían sido guiadas por diversos ingenios de navegación, faros de radar, luces especiales y señales orientadoras de radio que en ese momento fueron sustituidas por las señales de los buques que navegaban por el Mar del Norte. Además, había largas hileras de lanchas, 17 por la ruta septentrional y 10 bajo la ruta de vuelo meridional, extendiéndose sobre las aguas. Al sargento de vuelo William Thompson, sentado ante los mandos de un avión que remolcaba un planeador Horsa de cuatro toneladas, le pareció que «no había ningún problema de navegación. Debajo de nosotros, las lanchas estaban dispuestas como estriberones a través del Canal». Pero estas rápidas embarcaciones eran mucho más que medios para orientar a los aviones. Formaban parte de una vasta operación de rescate aire-mar, y ya estaban muy ocupadas.

En los treinta minutos que tardaron en cruzar el Mar del Norte, los hombres llegaron a ver varios planeadores agitándose sobre las grises aguas, mientras aviones anfibios describían círculos a baja altura para señalar sus posiciones hasta que las lanchas de salvamento pudieran llegar hasta ellos. El teniente Neville Hay, de la unidad de enlace Phantom, vio «sin inmutarse lo más mínimo dos planeadores derribados y otro que estaba realizando un amerizaje forzoso». Dio unos golpecitos en el hombro a su cabo. «Eche una mirada ahí abajo, Hobkirk», gritó Hay. El cabo bajó la vista y, como recuerda Hay, «la cara se le puso casi verde». Hay se apresuró a tranquilizar al hombre. «No hay por qué preocuparse. Mire todas las lanchas que ya les están recogiendo».

Al sargento jefe Joseph Kitchener, que pilotaba un planeador, le impresionó del mismo modo la velocidad de la lancha de rescate aire-mar que se aproximó a un planeador que había divisado flotando sobre el agua. «Recogieron tan rápidamente a los hombres, que no creo que se mojaran siquiera los pies», recordaba. Los hombres transportados en un planeador pilotado por el sargento jefe Cyril Line fueron menos afortunados, pero lo suficiente como para salir vivos del lance. En un convoy aéreo de oscilantes Horsa negros, Line observó que una combinación se salía lentamente de su posición. Hipnotizado, vio cómo el Horsa se separaba y descendía casi pausadamente hacia el mar. Al tocar el agua, apareció un círculo de blanca espuma. Pensó en «quiénes serían los pobres diablos». En aquel momento, las hélices de estribor del Stirling que remolcaba su planeador se detuvieron. Al reducirse la velocidad del avión, Line se encontró «en la embarazosa situación de adelantar a mi propio remolcador». Inmediatamente, soltó el cable y su copiloto exclamó: «¡Preparados para amarar!». En la parte posterior de la cabina se oían los golpes que los frenéticos pasajeros daban con las culatas de los rifles contra la madera chapeada que revestía el interior del fuselaje, en un esfuerzo por abrir una vía de salida. Perdiendo rápidamente altura, Line volvió la vista y quedó horrorizado al ver que los desesperados soldados habían «destrozado el techo del planeador y que los costados empezaban a romperse». Line gritó: «¡Quietos! ¡Sujetaos!». Luego, con una fuerte sacudida, el planeador golpeó el agua. Cuando Line salió a la superficie, vio los restos que flotaban a unos diez metros de distancia. No se venía ni rastro de la cabina, pero estaban todos los pasajeros. A los pocos minutos todos ellos habían sido recogidos.

En total, amararon sin novedad ocho planeadores durante este primer vuelo; en cuanto estaban sobre el agua, el servicio de rescate aire-mar, actuando espectacularmente, salvaba a todas las tripulaciones y pasajeros. Una vez más, sin embargo, la fuerza de Urquhart fue la más afectada. De los ocho planeadores, cinco estaban destinados a Arnhem.

Aparte del cañoneo que recibió un planeador derribado, impreciso y efectuado desde gran distancia, no hubo una seria oposición del enemigo durante el cruce del Canal. La 101.a División Aerotransportada, siguiendo la ruta meridional que le llevaría sobre la Bélgica ocupada por los Aliados, estaba realizando un vuelo casi perfecto. Pero, al aparecer a lo lejos la costa holandesa, la 82.a y los soldados británicos de las columnas septentrionales empezaron a ver las ominosas nubéculas de humo grises y negras de la artillería antiaérea alemana. Al continuar su vuelo, a una altura de sólo quinientos metros, se vieron con claridad cañones enemigos que disparaban desde las islas holandesas exteriores de Walcheren, Beveland del Norte y Schouwen. Había también buques y gabarras equipadas con piezas antiaéreas en torno a la boca del Escalda.

Los cazas de escolta empezaron a romper su formación, atacando las posiciones artilleras. En los aviones, los hombres podían oír el roce de la metralla contra los costados metálicos de los C-47. El veterano soldado paracaidista Leo Hart, de la 82.a, oyó a un recluta que iba en su avión preguntar: «¿Son a prueba de balas estos asientos?». Hart le dirigió una mirada ceñuda, ya que los ligeros asientos de metal no habrían ofrecido protección ni siquiera contra una piedra bien arrojada. En otro C-47, el soldado Harold Brockley recuerda haber oído a otro recluta: «Oye, ¿qué son esas nubéculas negras y grises de ahí abajo?». Antes de que nadie pudiera responder, un trozo de metralla atravesó el fondo del aparato y rebotó inofensivamente contra una taza de hojalata.

Los veteranos ocultaban su miedo de diferentes maneras. Cuando el sargento jefe Paul Nunan vio las «familiares pelotas de golf de las rojas balas trazadoras ascendiendo hacia nosotros», simuló dormitar. Las trazadoras respetaron por muy poco el avión del soldado Kenneth Truax. «Nadie dijo nada. Hubo sólo una o dos débiles sonrisas». El sargento Bill Tucker, que había cruzado la barrera de fuego antiaéreo en Normandía, estaba poseído por un «miedo horrible a ser herido desde abajo». Se sentía «menos desnudo» sentado sobre tres cazadoras de aviador. Y el soldado Rudolph Kos recuerda que le dieron «ganas de sentarme encima del casco, pero sabía que lo necesitaría en la cabeza».

Había un hombre que estaba más preocupado por el peligro existente en el interior que por el exterior. El sargento copiloto Bill Oakes, que forcejeaba para mantener derecho su planeador Horsa, se volvió para ver qué tal les iba a sus pasajeros. Horrorizado, descubrió a tres paracaidistas «sentados tranquilamente en el suelo, haciendo té en un puchero del ejército sobre un pequeño hornillo. Otros cinco estaban de pie a su alrededor, con sus tazas en la mano, esperando a ser servidos». Oakes pasó inmediatamente a la acción. Entregó los mandos al piloto y se precipitó hacia popa, temiendo que el suelo de madera del aparato se incendiara en cualquier momento. «O, lo que es peor aún, los proyectiles de mortero cargados en el remolque que llevábamos podían explotar. El calor que despedía aquella pequeña cocina de campaña era terrible». Estaba lívido de ira. «Sólo estamos preparando un poco de té», le dijo en tono conciliador uno de los paracaidistas. Oakes volvió a la carlinga e informó de lo que ocurría al piloto, el sargento jefe Bert Watkins. El piloto sonrió. «Diles que no se olviden de nosotros cuando el té esté preparado», respondió. Oakes se dejó caer en su asiento y ocultó la cabeza entre las manos.

Aunque los cazas de escolta redujeron al silencio a la mayoría de las baterías antiaéreas costeras, algunos aviones resultaron alcanzados, y un remolcador, su planeador y un transporte C-47 fueron derribados sobre la isla de Schouwen. El remolcador se estrelló y murieron todos sus tripulantes. El planeador, un Waco de la 82.a Aerotransportada, se partió en el aire, de modo que el mayor Dennis Munford, que volaba en una columna británica próxima, vio horrorizado cómo el Waco se desintegraba y «hombres y material salían despedidos como muñecos de una piñata». Otros vieron caer el transporte. Los fardos de equipo atados bajo el C-47 se incendiaron por efecto de las balas trazadoras. «En el negro humo, aparecieron llamaradas rojas y amarillas», comentaría más tarde el capitán Arthur Ferguson, que volaba en un avión cercano. A los pocos minutos, el C-47 estaba ardiendo. El primer teniente Virgil Carmichael, que se hallaba en pie junto a la portezuela de su avión, contempló cómo saltaban los paracaidistas del avión alcanzado. «Como nuestros hombres utilizaban paracaídas de camuflaje, pude contarlos a medida que saltaban y vi que se habían salvado todos».

Aunque el aparato se hallaba envuelto en llamas, el piloto consiguió mantenerlo en vuelo hasta que hubieron saltado todos los paracaidistas. Luego, Carmichael vio saltar una figura más. «El Cuerpo Aéreo usaba paracaídas blancos, por lo que supuse que era el jefe de la tripulación». Fue el último hombre que salió. Casi inmediatamente, el incendiado avión entró en barrena y, a toda velocidad, se estrelló en una zona inundada de la isla de Schouwen. Carmichael recuerda que «al impacto, un paracaídas blanco se agitó delante del avión, expulsado probablemente por la fuerza del golpe». Al teniente James Megellas, la vista del C-47 derribado le produjo un «efecto terrible». Como jefe de saltos de su avión, les había dicho antes a sus hombres que daría la orden de «ponerse en pie y pasar el gancho cinco minutos antes de llegar a la zona de lanzamiento». Ahora, dio la orden inmediatamente. En muchos otros aviones, los jefes de saltos reaccionaron igual que Megellas y dieron órdenes similares. Para ellos, había empezado ya la batalla, y, de hecho, las zonas de lanzamiento y aterrizaje de las fuerzas aerotransportadas se hallaban ahora sólo a treinta o cuarenta minutos de distancia.