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A todo lo largo de la línea aliada de mando, la evaluación del servicio de información sobre los panzer instalados en la zona de Arnhem fue apreciada con extraordinaria torpeza. Se hizo caso omiso del resumen número 26 de los Servicios de Información del SHAEF, que contenía la funesta advertencia causante de la alarma del general Bedell Smith. Decía: «Se ha informado que la 9.a y, presumiblemente, la 10.a Divisiones Panzer de las SS se están retirando a la zona de Arnhem, en Holanda; allí, probablemente recogerán nuevos carros de un depósito que se dice existe en la zona de Cléveris».

La información, ya rechazada por Montgomery en su entrevista con Smith, fue ahora desechada por el Cuartel General del Segundo Ejército británico del general Dempsey, el mismo Cuartel General que había advertido inicialmente la presencia en Holanda de «maltrechas formaciones de panzer» el 10 de septiembre. En el error más grave de todos, los servicios de información de Dempsey describieron el 14 de septiembre a los alemanes de la zona de Market-Garden como «débiles, desmoralizados y a punto de desmoronarse por completo si se enfrentan a un poderoso ataque aerotransportado». Ahora, en completa oposición a su postura anterior, descartaban la presencia de los panzer porque los oficiales del Estado Mayor de Dempsey no podían distinguir blindados enemigos en ninguna de las fotos de reconocimiento.

En el Cuartel General del Primer Ejército Aerotransportado aliado, el jefe de los servicios de información del general Brereton, el británico teniente coronel Anthony Tasker, tampoco estaba dispuesto a aceptar el informe del SHAEF. Repasando toda la información disponible, decidió que no existían pruebas directas de que la zona de Arnhem contuviese «mucho más que las considerables defensas antiaéreas ya conocidas».

Al parecer, todo el mundo aceptaba el optimista punto de vista del Cuartel General de Montgomery. Como recordaba el jefe de Estado Mayor del I Cuerpo Aerotransportado británico, general de brigada Gordon Walh, «el Cuartel General del 21.º Grupo de Ejércitos era la fuente principal de nuestras informaciones, y tomábamos como verdadero lo que nos daban». El general Urquhart, comandante de la 1.a División Aerotransportada británica, lo presentó de otra manera. «Nada —dijo— podía enturbiar el optimismo que imperaba al otro lado del Canal».

Además del informe del SHAEF sobre los panzer «desaparecidos», había otra prueba del aumento de fuerzas alemanas en la que también se reparó sólo superficialmente. Estaba claro que frente a las fuerzas Garden del XXX Cuerpo del general Horrocks, se estaba concentrando un creciente número de unidades alemanas. El error estratégico cometido en Amberes diez días antes estaba empezando ahora a arruinar el gran proyecto que era la Operación Market-Garden. Las tropas alemanas que llenaban el frente del general Student no eran sino unidades de las fraccionadas divisiones que habían huido a través de la boca del Escalda, los hombres del 1.er Ejército de Von Zangen, el ejército que los Aliados habían dado prácticamente por desaparecido. Los oficiales del servicio de información apuntaron que, aunque había aumentado el número de alemanes, las nuevas unidades «seguramente no estaban en condiciones de resistir un avance decidido». Cualquier soldado británico situado a lo largo de la frontera entre Bélgica y Holanda podría haberles dicho otra cosa[38].

Las adoquinadas calles de la sucia ciudad de Leopoldsburg, en el norte de Bélgica, apenas a quince kilómetros del frente, estaban abarrotadas de jeeps y coches de reconocimiento. Todas las carreteras parecían conducir a un cine situado frente a la estación del ferrocarril (y nunca antes el anodino local había disfrutado de una concurrencia semejante). Oficiales del XXX Cuerpo del teniente general Horrocks —las fuerzas Garden que avanzarían en dirección norte a través de Holanda para enlazar con los paracaidistas— atestaban la calle y paseaban ante la puerta de entrada mientras sus credenciales eran examinadas por policías militares de gorra roja. Era un grupo exuberante y lleno de color, y al general de brigada Hubett Essame, oficial al mando de la 214.a Brigada, de la 43.a División de Infantería Wessex, le recordó «una reunión militar en una carrera de caballos llena de banderines o una manifestación en Salisbury Plain en tiempo de paz». Le fascinaban los coloridos uniformes de los comandantes. Había una sorprendente variedad de tocados. Nadie llevaba casco de acero, sino boinas de diversos colores que lucían los orgullosos emblemas de famosos regimientos, entre ellos la Guardia Irlandesa, de Granaderos, Coldstream, Escocesa, Galesa, regimientos de la Real Guardia Montada, del Real Cuerpo de Servicios del Ejército y de la Artillería Real. Existía una majestuosa despreocupación general por el atuendo. Essame observó que la mayoría de los comandantes vestían «blusones de francotirador, chaquetones de paracaidistas y chaquetas de conductor sobre pantalones de lo más variado y alegres colores, pantalones anchos, pantalones de pana, bombachos e, incluso, pantalones de montar». En vez de corbata, muchos llevaban pajaritas o «pañuelos de varios colores[39]».

El famoso teniente coronel J. O. E. (Joe) Vandeleur, el corpulento y rubicundo comandante de 1,85 metros de estatura del Grupo Blindado de los Guardias irlandeses, personificaba la típica elegancia descuidada de los oficiales de la Guardia. Vandeleur, de cuarenta y un años, vestía su habitual atuendo de combate: boina negra, chaquetón de paracaidista de camuflaje y pantalones de pana sobre botas de agua. Además, Vandeleur llevaba, como siempre, un Colt automático del calibre 45 sujeto a la cadera y, bajo el chaquetón, lo que se había convertido en un símbolo para sus tanquistas, un llamativo pañuelo color verde esmeralda. El quisquilloso general Boy Browning, de vuelta en Inglaterra, se habría estremecido. Incluso Horrocks había amonestado secamente a Vandeleur en cierta ocasión. «Si te cogen los alemanes, Joe —le dijo—, creerán que han capturado a un campesino». Pero, el 16 de septiembre, hasta el propio Horrocks carecía de la habitual elegancia del impecablemente vestido oficial británico de Estado Mayor. En lugar de camisa, llevaba un polo a rayas y, sobre su uniforme de combate, un chaleco de cuero que recordaba al de un granjero británico.

Mientras avanzaba por el pasillo central del abarrotado teatro, el popular Horrocks era aplaudido y vitoreado desde todas partes. La reunión que había convocado había despertado un enorme interés. Los hombres ardían en deseos por entrar de nuevo en acción. Desde el Sena hasta Amberes, los blindados de Horrocks habían superado a menudo los 75 kilómetros de promedio en un solo día, pero, desde la desastrosa detención de tres días el 4 de septiembre para «efectuar reparaciones, repostar y descansar», el avance se había hecho dificultoso. Desaparecido el ímpetu británico, el enemigo se había recuperado rápidamente. En las dos vitales semanas transcurridas desde entonces, el avance británico se había reducido a un mero arrastrarse penosamente. La División Blindada de Guardias —encabezada por el Grupo Blindado de Guardias irlandeses de Joe Vandeleur— había necesitado cuatro días para avanzar quince kilómetros y capturar el vital puente sobre el Canal Mosa-Escalda próximo a Neerpelt, desde el que comenzaría al día siguiente el ataque sobre Holanda. Horrocks no se hacía ilusiones sobre la resistencia alemana, pero confiaba en que sus fuerzas rompieran la coraza del enemigo.

A las once en punto de la mañana, Horrocks subió al estrado. Todos los presentes sabían que estaba a punto de reanudarse la ofensiva británica, pero eran tales las medidas de seguridad que rodeaban al plan de Montgomery que sólo unos pocos de los oficiales conocían los detalles. Cuando apenas faltaban 24 horas para el Día D de la Operación Market-Garden, los comandantes del mariscal de campo tuvieron ahora la primera noticia del ataque proyectado.

Sujeto a la pantalla del cine, había un enorme mapa de Holanda. Una cinta de color serpenteaba hacia el norte a lo largo de una carretera, salvando los grandes obstáculos fluviales y atravesando las ciudades de Valkenswaard, Eindhoven, Veghel, Uden, Nimega y, desde allí, hasta Arnhem, una distancia de unos cien kilómetros. A partir de allí, la cinta continuaba durante otros cuarenta y pico kilómetros hasta el Isselmeer. Horrocks tomó un largo puntero y comenzó a hablar. «Esto es algo que contaréis a vuestros nietos», dijo a su auditorio. Hizo una pausa y, luego, con gran regocijo de los oficiales congregados, añadió: «Y bien que les aburrirán con ello».

Entre los asistentes, el teniente coronel Curtis D. Renfro, oficial de enlace de la 101.a División Aerotransportada y uno de los pocos americanos presentes, se sintió impresionado por el entusiasmo y la confianza del comandante de Cuerpo. Estuvo hablando durante una hora, anotó Curtis, «consultando sus notas sólo ocasionalmente».

Paso a paso, Horrocks fue explicando las complejidades de Market-Garden. El ejército aerotransportado saldría primero, dijo. Sus objetivos: capturar los puentes situados ante el XXX Cuerpo. Horrocks daría la señal para el comienzo del ataque. Según se presentara el tiempo, se esperaba que la hora cero para las fuerzas terrestres fuera las 14.00 horas. En ese momento, 350 cañones abrirían fuego y tenderían una maciza barrera artillera que duraría 35 minutos. Luego, a las 14.35 horas, precedidos por oleadas de Typhoon disparando cohetes, los carros de combate del XXX Cuerpo saldrían de su cabeza de puente e «irrumpirían por la carretera». La División Blindada de Guardias tendría el honor de encabezar el ataque. Le seguirían las Divisiones 43.a Wessex y 50.a Northumberland y, luego, la 8.a Brigada Blindada y la Brigada holandesa Princesa Irene.

No habría «pausa ni respiro», recalcó Horrocks. La Blindada de Guardias «debía continuar avanzando a toda leche» hasta Arnhem. Horrocks creía que el salto desde la cabeza de puente sería «casi inmediato». Esperaba que los primeros blindados de los Guardias estuvieran en Eindhoven a las dos o tres horas. Si el enemigo reaccionaba con la suficiente rapidez como para volar todos los puentes antes de que las tropas aerotransportadas pudieran tomarlos, entonces, los ingenieros de la 43.a División de Infantería Wessex que marchaba detrás se adelantarían con hombres y material de pontonería. Esta masiva operación de ingeniería, si fuera necesaria, explicó Horrocks, podría implicar la participación de 9000 ingenieros y unos 2277 vehículos que se encontraban ya en la zona de Leopoldsburg. Toda la columna blindada del XXX Cuerpo debía avanzar por la carretera principal con los vehículos de dos en fondo, 25 vehículos por kilómetro. El tráfico discurriría en una sola dirección, y Horrocks esperaba que pasasen «20 000 vehículos por la carretera de Arnhem en sesenta horas».

Escuchando a Horrocks, el general Alian Adair, de cuarenta y seis años, comandante de la afamada División Blindada de Guardias, pensó que Market-Garden era un plan audaz, pero también creía que «podría resultar peligroso». Esperaba que el peor momento fuese la irrupción desde la cabeza de puente sobre el Canal Mosa-Escalda. Una vez superado, aunque suponía que los alemanes presentarían feroz resistencia, pensaba que el avance «no sería difícil». Además, tenía plena fe en la unidad que encabezaría el ataque, el Grupo de Guardias irlandeses del teniente coronel Joe Vandeleur.

Joe Vandeleur recordaría que, al saber que sus blindados abrirían la marcha, pensó: «¡Oh, Cristo! Otra vez nosotros, no». Vandeleur se sentía orgulloso de que hubiera sido elegida su veterana unidad, pero sabía que sus hombres estaban fatigados y sus unidades debilitadas. A partir del avance desde Normandía había recibido muy pocos relevos, tanto en hombres como en blindados; para colmo, «no estaban dejando mucho tiempo para elaborar planes». Pero más tarde pensó, ¿cuánto tiempo necesita en realidad uno para lanzarse de cabeza a través de las líneas alemanas? A su lado, su primo, el teniente coronel Giles Vandeleur, de treinta y tres años, que mandaba el 2.º Batallón a las órdenes de Joe, se sintió «lleno de horror ante el plan de perforar la resistencia alemana en un frente de una sola fila de carros». Para él, aquello no era propiamente una guerra de blindados. Pero, según comentó, «me tragué todas las dudas que sentía y sucumbí a una extraña y tensa excitación, algo así como estar en la línea de salida de una carrera de caballos».

El anuncio despertó profundos sentimientos personales a tres hombres que se hallaban presentes en el local. Los oficiales superiores de la brigada holandesa Princesa Irene habían estado al frente de sus hombres en el combate durante todo el camino desde Normandía. Primero, habían peleado al lado de los canadienses; luego, tras la caída de Bruselas, habían sido transferidos al Segundo Ejército británico. Ahora deberían estar regresando a su patria. Aunque deseaban ardientemente la liberación de Holanda, el comandante, coronel Albert Steve de Ruyter van Steveninck, su segundo, teniente coronel Charles Pahud de Mortanges, y el jefe de Estado Mayor, comandante Jonkheer van Beelaerts van Blokland, albergaban serias dudas sobre la forma en que iba a realizarse. Steveninck consideraba arriesgado todo el plan. La impresión de Mortanges era que los británicos se mostraban más despreocupados de lo que permitían los hechos frente a lo que se extendía ante ellos. Como él dijo: «Se hacía que pareciese completamente elemental. Primero, tomaremos este puente; luego, aquel otro y pasaremos este río… El terreno que se extendía ante nosotros, con sus ríos, marismas, diques y tierras bajas, era sumamente difícil, como sabían muy bien los británicos por nuestros numerosos informes». El jefe del Estado Mayor Beelaerts van Blokland, de treinta y tres años, no pudo evitar pensar en la historia militar. «Parecíamos estar violando la máxima de Napoleón de no luchar a menos que se esté seguro del éxito en un setenta y cinco por ciento. Entonces, se puede dejar al azar el otro veinticinco por ciento. Los británicos estaban invirtiendo el proceso; estábamos dejando al azar el setenta y cinco por ciento. Teníamos sólo cuarenta y ocho horas para llegar a Arnhem, y, si se torcía la menor cosa —un puente volado, resistencia alemana más firme de lo previsto—, nuestro retraso sería fatal». Blokland tenía también una preocupación particular. Sus padres vivían en el pueblo de Oosterbeek, a cuatro kilómetros del puente de Arnhem.

Uno de los pocos oficiales de graduación inferior a la de comandante de brigada que oyeron la exposición del plan era el teniente John Gorman, de veintiún años, de los Guardias irlandeses. Se sentía estimulado por todo el asunto, y pensó que Horrocks había estado «magnífico». El comandante, recordó más tarde Gorman, «ponía en juego todo su ingenio y humor, salpimentando los detalles más dramáticos o técnicos con humorísticas acotaciones. Realmente era todo un showman». Gorman estaba particularmente entusiasmado con la Operación Garden porque «los Guardias debían abrir la marcha, y, evidentemente, su papel sería especialmente dramático».

Cuando terminó la reunión y salieron los comandantes para dar instrucciones a sus hombres, el joven Gorman sintió sus primeras «dudas particulares sobre las probabilidades de éxito». Detenido frente a un mapa, recordaría haber pensado que Market-Garden era «una operación factible, pero sólo eso, factible». Simplemente, había «demasiados puentes». Y tampoco se sentía entusiasmado por las condiciones del terreno. Pensaba que era una región muy mala para los blindados, y el avance en «un frente de un carro detrás de otro resultaría muy vulnerable». Pero la promesa de apoyo por parte de los aviones lanzacohetes Typhoon era tranquilizadora. Y había también otra promesa de este tipo. Gorman recordó el día, meses atrás, en que había recibido la Cruz Militar al valor de manos del propio Montgomery[40]. En el acto de su imposición, Monty había dicho: «Si yo fuera un apostador, diría que sería una apuesta a la par el que la guerra terminará para Navidades». Y Horrocks, explicaba Gorman, «nos había dicho que este ataque podía poner fin a la guerra». La única alternativa que Gorman podía encontrar a «avanzar hacia el norte parecía ser un largo y terrible invierno acampados en las orillas del Canal del Escalda o sus proximidades». En su opinión, el plan de Monty «tenía la cantidad exacta de audacia y empuje necesaria para dar resultado. Si había una posibilidad de ganar la guerra para Navidad, yo estaba de su parte».

Ahora, en el llano y gris campo belga, con sus yacimientos de carbón y sus montones de escoria que a muchos les recordaba Gales, los hombres que abrirían paso al Segundo Ejército británico del general Dempsey fueron informados del plan y de la promesa de Arnhem. A lo largo de las carreteras, en los campamentos, los soldados se congregaban en torno a sus oficiales para conocer el papel que debían desempeñar en la Operación Market-Garden. El comandante Edward G. Tyler, de veintinueve años, recordó después que, cuando el teniente coronel Giles Vandeleur dijo a sus oficiales que los irlandeses abrirían la marcha, los oficiales reunidos dejaron escapar un «gemido». «Pensábamos que merecíamos un poco de descanso después de haber tomado el puente sobre el Canal del Escalda, al que bautizamos con el nombre de “el puente de Joe” en honor a Joe Vandeleur. Pero nuestro comandante nos dijo que constituía una gran honra para nosotros el hecho de haber sido elegidos». A pesar de desear un respiro, Tyler pensaba lo mismo. «Estábamos acostumbrados a avances de un carro detrás de otro y en este caso confiábamos en la rapidez y el apoyo. Nadie parecía preocupado».

Pero el teniente Barry Quinan, que acababa de cumplir los veintiún años, se sintió «presa de una gran agitación». Iba a entrar en acción por primera vez con el escuadrón de carros de combate de la Blindada de Guardias, que iría en vanguardia bajo el mando del capitán Mick O’Cock. La infantería de Quinan marcharía detrás de los blindados, al estilo ruso. Según él, «el número de ríos existentes ante nosotros parecía ominoso. No éramos anfibios». Pero Quinan se sentía orgulloso de que sus hombres «marcharan al frente de todo el Segundo Ejército británico».

El teniente Rupert Mahaffey, también de veintiún años, recordaría vividamente que se le dijo que «si la operación tenía éxito, las esposas y niños de Inglaterra se verían libres de la amenaza de los cohetes V-2 alemanes». La madre de Mahaffey vivía en Londres, que, por aquel tiempo, se hallaba sometido a intensos bombardeos. Aunque se sentía excitado ante la perspectiva del ataque, la carretera que conducía hasta Arnhem sería, pensó, «un camino terriblemente largo que recorrer».

El capitán Roland S. Langton, de veintitrés años, que acababa de regresar de un hospital de campaña en el que había pasado cinco días curándose de las heridas de metralla recibidas, se enteró de que ya no era ayudante del 2.º Batallón de Guardias Irlandeses. En lugar de ello, se le había nombrado segundo en el mando del escuadrón del capitán Mick O’Cock. Se sentía feliz por su nombramiento. El ataque le parecía a Langton algo claro y directo. Garden no podía ser más que un éxito. Era «evidente para todos que los alemanes estaban desorganizados y debilitados, carentes de cohesión y capaces sólo de luchar en pequeñas bolsas».

No todos sentían la misma confianza. Mientras escuchaba el plan, el teniente A. G. C. Tony Jones, de veintiún años, del Cuerpo de Ingenieros, pensó que «estaba claro que iba a ser muy difícil». Los puentes eran la clave de toda la operación, y, como hizo notar un oficial, «el avance del XXX Cuerpo era como enhebrar siete agujas con un solo hilo, y bastará con que fallemos una de ellas para encontrarnos en apuros». Para el veterano Jim Smith, de veinticuatro años, el ataque era «otra batalla más». Aquel día, su mayor preocupación era la famosa carrera de St. Leger, en Newmarket. Le habían dado el soplo de que un caballo llamado Tehran, que sería montado por el famoso jockey Gordon Richards, era «cosa segura». Apostó por Tehran hasta el último penique que tenía con un soldado de primera en el cuartel general del batallón. Si Market-Garden era la Operación que ganaría la guerra, éste era el día indicado para ganar la St. Leger. Para su asombro, Tehran ganó. Ahora tenía la certeza de que Market-Garden triunfaría.

Un hombre se sentía «decididamente incómodo». El teniente Donald Love, de veinticinco años, piloto de caza y reconocimiento de la RAF, se sentía completamente fuera de lugar entre los oficiales de la Blindada de Guardias. Formaba parte del equipo de enlace aéreo que establecería contacto desde tierra con los cazas lanzacohetes Typhoon cuando comenzara el ataque. Su vehículo ligeramente blindado (con el nombre cifrado de Winecup), con su techo de lona y su laberinto de material de comunicaciones, iría adelante junto al coche de mando del teniente coronel Joe Vandeleur. Love se sentía desnudo e indefenso: las únicas armas del equipo de la RAF eran revólveres. Mientras escuchaba las palabras de Vandeleur sobre «una barrera rodante que avanzaría a una velocidad de doscientos metros por minuto» y oía al corpulento irlandés describir el pequeño vehículo de Love como un «automóvil blindado de transmisiones para una comunicación directa con los pilotos en el cielo», la preocupación de Love aumentó. «Tuve la clara impresión de que yo sería el responsable de los contactos con los Typhoon en lo alto desde aquel “taxi inmundo”». La idea no era nada tranquilizadora. Love sabía muy poco sobre radio y nunca había actuado como oficial táctico tierra-aire. Más tarde se enteró, con gran alivio por su parte, de que al día siguiente se le uniría un experto, el jefe de escuadrón Max Sutherland, para encargarse de las comunicaciones en la fase inicial. Después, Love se encargaría de todo. Love empezó a preguntarse si había hecho bien en presentarse voluntario. Únicamente había asumido el puesto «porque pensé que podría suponer un cambio agradable».

Un cambio muy distinto preocupaba al comandante de los Guardias irlandeses. Durante la captura de la cabeza de puente sobre el Canal del Escalda, Joe Vandeleur había perdido «un íntimo y fundamental amigo». Su furgoneta de transmisiones, con su enorme altavoz en el techo, había sido destruida por un proyectil alemán. Durante todo el período de instrucción en Inglaterra y en el gran avance desde Normandía, Joe había utilizado la furgoneta para dirigirse a sus tropas y, después de cada sesión, como era un amante de la música clásica, siempre había puesto uno o dos discos (selecciones que no siempre agradaban a sus hombres). La furgoneta había volado en pedazos, y trozos de los discos clásicos —juntamente con la melodía popular favorita de Vandeleur— habían llovido por la comarca. Joe se sentía entristecido por la pérdida; no así sus guardias irlandeses. Éstos pensaban que el avance hasta Arnhem ya iba a ser bastante dificultoso sin tener que escuchar el altavoz de Joe aullando su canción Alabad al Señor y pasad las municiones.

Mientras tanto, en Inglaterra, los paracaidistas y la infantería transportada en planeadores del Primer Ejército Aerotransportado aliado se hallaban ya en las zonas de concentración, listos para el momento del despegue. Durante las 48 horas anteriores los oficiales habían instruido una y otra vez a sus hombres por medio de mapas, fotografías y planos a escala. Los preparativos eran inmensos y meticulosos. En 24 bases aéreas (ocho británicas y dieciséis americanas), grandes flotas de aviones de transporte de tropas, remolcadores y planeadores eran revisadas, aprovisionadas de combustible y cargadas con material que iba desde piezas de artillería hasta jeeps. A unos 140 kilómetros al norte de Londres, la 82.a División Aerotransportada del general de brigada James M. Gavin, se hallaba ya aislada del mundo exterior en un puñado de aeródromos situados en torno a Grantham en Lincolnshire. Otro tanto les ocurría a los Red Devils (Diablos Rojos) del general Roy Urquhart, la 1.a División Aerotransportada británica, y a la 1.a Brigada polaca de paracaidistas del general de división Stanislaw Sosabowski. Al sur, en las proximidades de Newbury, a unos 120 kilómetros al oeste de Londres, estaban también concentrados los Screaming Eagles (Águilas Aulladoras) del general de división Maxwell D. Taylor, la 101.a División Aerotransportada. En la misma zona, y extendiéndose hasta Dorsetshire, estaba el resto de la división de Urquhart. La mayoría de sus unidades no se dirigirían a los aeródromos hasta la mañana del 17, pero ya estaban también listas para partir en aldeas, pueblos y campamentos próximos a los puntos de partida. En todas partes, las fuerzas aerotransportadas de Market-Garden aguardaban el momento del despegue y de la histórica invasión de Holanda desde el aire.

Algunos hombres se sentían más preocupados por el hecho de hallarse incomunicados que por la misión misma. En un aeródromo próximo al pueblo de Ramsbury, las precauciones de seguridad inquietaban al cabo Hansford Vest, del 502º Regimiento de la 101.a División. Aviones y planeadores «se hallaban estacionados a lo largo de varios kilómetros por todo el campo, y se veían centinelas por todas partes». Observó que el aeródromo estaba rodeado por una alambrada con «centinelas británicos en el exterior y nuestros propios centinelas en el interior». Vest tuvo la «impresión de que habíamos perdido nuestra libertad». En su abarrotada ciudad de lona, el soldado James Allardyce, del 508.º Regimiento, trataba de ignorar la alambrada y los centinelas. Revisó una y otra vez su equipo «hasta casi desgastarlo». Allardyce no podía alejar la sensación de que «éramos como hombres condenados a muerte esperando el momento de la ejecución».

Otros hombres se preocupaban sobre todo de las probabilidades de que la misión se pusiera en marcha. Se habían cancelado tantas operaciones anteriormente que un nuevo recluta, el soldado Melvin Isenekev, de diecinueve años, perteneciente al 506.º Regimiento (había llegado de Estados Unidos el 6 de junio, el día en que la 101.a había saltado sobre Normandía), seguía sin creer que se iniciaría la acción cuando llegaron a la zona de concentración. Isenekev pensaba que había sido instruido «durante mucho tiempo y con dureza para esto, y no quería que me obligaran a quedarme atrás». Pero fue lo que estuvo a punto de ocurrir. Tratando de encender un improvisado hornillo de petróleo utilizado para calentar agua, tiró una cerilla encendida en un tambor lleno de petróleo. Como no sucediera nada, «asomé la cabeza para mirar, y explotó». Temporalmente cegado, pensó al instante: «Ahora sí que la he hecho buena. No me dejarán ir». Sin embargo, a los pocos minutos, los ojos dejaron de arderle, y pudo ver de nuevo. Eso sí, cree que fue el único miembro de la 101.a que saltó sobre Holanda sin cejas.

El sargento primero Daniel Zapalski, de veinticuatro años y encuadrado en el 502.º, «sudaba al pensar en el salto, deseando que cayeran todos a poca distancia unos de otros, deseando que el campo fuese blando, y deseando no aterrizar sobre un árbol». Ardía en deseos de partir. Aunque no se había recobrado por completo de una herida en la pierna recibida en Normandía, creía que su lesión «no era lo bastante grave como para impedirme cumplir mi servicio normal». Su comandante de batallón, el popular teniente coronel Robert G. Cole, no estaba de acuerdo. Había rechazado las súplicas de Zapalski. Sin desalentarse, Zapalski había pasado por encima de Cole y obtenido del médico del regimiento un certificado acreditativo de su aptitud para el combate. Aunque Zapalski y Cole habían luchado juntos en Normandía, el sargento recibió «uno de los rapapolvos típicos de Cole. Me llamó “cabezón polaco, inexperto, buscalíos e irrazonable”». Pero dejó ir a Zapalski.

El capitán Raymond S. Hall, capellán del 502.º Regimiento, tenía un problema parecido. Estaba «ansioso por volver a entrar en acción y estar con mis hombres». Pero también él había sido herido en Normandía. Ahora, los médicos no querían dejarle saltar. Se le dijo finalmente que podría ir en un planeador. El capellán quedó horrorizado. Veterano paracaidista, consideraba especialmente peligrosos a los planeadores.

El temor a la muerte o al fracaso inquietaba a otros. El capitán LeGrand Johnson, comandante de compañía de veintidós años, recordando «los horrores y las apuradas situaciones» durante el ataque nocturno de la 101.a que precedió a la invasión de Normandía, estaba «resignado». Tenía la convicción de que no volvería de esta misión. Sin embargo, el joven oficial estaba «decidido a dar toda la guerra que pudiese». Johnson no estaba seguro de que le agradase la idea de un salto a plena luz del día. Seguramente se producirían más bajas. Aunque, por otra parte, esta vez «podríamos ver al enemigo». Para ocultar su nerviosismo, Johnson entabló apuestas con sus compañeros sobre quién se tomaría la primera cerveza holandesa. Uno de los brigadas de Johnson, Charles Dohun, estaba «casi paralizado» por la preocupación. «No sabía cómo comparar con Normandía este salto diurno, ni qué podía esperar». Al cabo de 48 horas, olvidado el entumecimiento que le paralizaba, el brigada Dohun salvaría heroicamente la vida del fatalista capitán Johnson.

El sargento especialista Marshall Copas, de veintidós años, tenía quizás más motivos que la mayoría para sentirse inquieto. Era uno de los «exploradores» que saltarían los primeros para señalar las zonas de lanzamiento de la 101.a. En la acción de Normandía, recordó Copas, «tuvimos 45 minutos antes de que empezara a saltar el grueso de los paracaidistas…, ahora teníamos sólo 12 minutos». Copas y su amigo, el sargento John Rudolph Brandt, de veintinueve años, compartían una preocupación: ambos se habrían sentido mejor «si, en tierra, debajo de nosotros, hubiera estado el Tercer Ejército del general Patton, en vez de los británicos. Nunca habíamos combatido al lado de los Tommies».

En la zona de Grantham, el soldado John Garzia, veterano con tres saltos en combate con la 82.a División Aerotransportada, estaba estupefacto. Para él, Market-Garden era «una locura absoluta». Pensaba que «Ike se había pasado al bando alemán».

Ahora que la Operación Market-Garden estaba realmente en marcha, el teniente coronel Louis Méndez, comandante de batallón del 508.º Regimiento de la 82.a, no vaciló en hablar con claridad sobre una cuestión. Con las experiencias nocturnas de su regimiento en Normandía todavía dolorosamente frescas en su memoria, el coronel Méndez dirigió una seca advertencia a los pilotos que transportarían a sus hombres al día siguiente. «Caballeros —dijo fríamente Méndez—, mis oficiales conocen de memoria este mapa de Holanda y las zonas de lanzamiento, y estamos listos para partir. Cuando, antes de Normandía, impartí las instrucciones a mi batallón, yo tenía la mejor fuerza combativa de sus dimensiones que jamás se ha conocido. Para cuando logré reunirlos en Normandía, la mitad habían desaparecido. Una cosa les digo: Déjennos en Holanda o déjennos en el infierno, pero déjennos a todos en un solo lugar».

El soldado de primera John Alien, de veinticuatro años, veterano de tres saltos y que se estaba recuperando todavía de las heridas recibidas en Normandía, se tomaba la operación con filosofía: «No me pillaron nunca en un salto nocturno —dijo solemnemente a sus camaradas—, así que ahora podrán verme y largarme un buen tiro». El sargento de estado mayor Russell O’Neal, con tres saltos en combate en su historial, estaba convencido de que «su buena suerte irlandesa estaba a punto de acabarse». Cuando supo que la 82.a iba a saltar a la luz del día, redactó una carta que nunca llegó a enviar: «Puedes colgar una estrella de oro en tu ventana esta noche, madre. Los alemanes tienen una magnífica oportunidad de acribillarnos antes de que lleguemos a tierra». Para aligerar la atmósfera —aunque con ello tal vez empeorara las cosas—, el soldado Philip H. Nadler, del 504.º Regimiento, esparció algunos rumores. El que más le gustaba era que había un gran campamento alemán de hombres de las SS en una de las zonas de lanzamiento de la 82.a.

Nadler no se había sentido excesivamente impresionado por las instrucciones dadas al pelotón. Uno de los objetivos del 504.º era el puente de Grave. Reuniendo a sus hombres a su alrededor, el teniente descubrió una maqueta y dijo: «Muchachos, éste es vuestro destino». Apoyó un puntero sobre el puente que llevaba la palabra Grave. Nadler fue el primero en hablar. «Sí, eso ya lo sabemos, teniente —dijo—, pero ¿en qué país nos vamos a lanzar?».

El comandante Edward Wellems, del 2.º Batallón del 504.º Regimiento, pensó que el nombre del puente era un tanto siniestro[41], pese a que los oficiales que impartían las instrucciones a su grupo empezaron de pronto a cambiar su pronunciación.

Las instrucciones originaron encontradas reacciones. El cabo Jack Bommer, de diecinueve años, pensó que «dentro de seis u ocho semanas estaremos en casa, y, luego, nos mandarán al Pacífico». El soldado Leo Hart, de veintiún años, no creía que llegara a iniciarse la Operación. Había oído —probablemente, como consecuencia del rumor difundido por el soldado Nadler— que había cuatro mil soldados de las SS en la zona general de lanzamiento.

El comandante Edwin Bedell, de treinta y ocho años, recuerda que la única preocupación de uno de los soldados era la seguridad de una liebre viva que había ganado en una rifa de pueblo. El soldado temía que el animal, que era tan manso que le seguía a todas partes, no sobreviviera al salto y que, de hacerlo, terminara en un puchero.

Cerca del aeródromo de Spanhoe, en la zona de Grantham, el teniente Pat Glover, de la 4.a Brigada Paracaidista de la 1.a División Aerotransportada británica, estaba preocupado por Myrtle, una gallina pardorrojiza que le acompañaba desde principios de verano. Con las alas de paracaidista sujetas a una banda elástica que le rodeaba el cuello, Myrtle, la «gallina paracaidista» había hecho seis saltos de entrenamiento. Al principio, iba en una bolsa de lona con cierre de cremallera que Glover llevaba atada al hombro izquierdo. Más adelante, la soltaba a veinte metros del suelo. Myrtle ya era una experta, y Glover podía soltarla a cien metros. Con un frenético batir de alas y roncos graznidos, Myrtle descendía torpemente a tierra. Allí, recordaría Glover, «el animalito esperaba pacientemente a que yo llegara y la recogiese». La paracaidista Myrtle iba a ir a Arnhem. Sería su primer salto de combate. Pero Glover no pensaba tentar al destino. Se proponía llevar a Myrtle en su bolsa hasta pisar el suelo de Holanda.

El cabo Sydney Nunn, de veintitrés años, perteneciente a la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo con base en el sur, cerca de Keevil, se sentía encantado de deshacerse de su «mascota». Consideraba que el campamento era una «pesadilla». Nunn estaba deseando irse a Arnhem o a cualquier parte, con tal de que se hallara lo bastante lejos del obstinado topo que seguía utilizando su colchón como madriguera.

Entre los hombres de la 1.a División Aerotransportada británica, repartidos en bases que se extendían desde las Midlands hasta Dorsetshire, al sur, predominaba una sensación de alivio por el hecho de que, al fin, iban a entrar en acción. Además, al dar sus instrucciones, los oficiales hacían hincapié en el hecho de que Market-Garden podía acortar la guerra. Para los británicos, que estaban combatiendo desde 1939, era una buena noticia. El sargento Ron Kent, de la 21.a Compañía Independiente de Paracaidistas, oyó decir que «el éxito de la Operación podía incluso hacer que Berlín cayera en nuestro poder» y que la resistencia terrestre en Arnhem «consistiría principalmente en juventudes hitlerianas y viejos en bicicleta». El sargento Walter Inglis, de la 1.a Brigada Paracaidista, se sentía igualmente confiado. El ataque, pensaba, sería «una perita en dulce». Todo lo que los Diablos Rojos tenían que hacer era «mantenerse en el puente de Arnhem durante cuarenta y ocho horas, hasta que llegaran los carros de combate del XXX Cuerpo; entonces, la guerra estaría prácticamente terminada». Inglis esperaba regresar a Inglaterra en el plazo de una semana. El cabo Gordon Spicer, de la 1.a Brigada Paracaidista, consideraba despreocupadamente la operación «una cosa bastante sencilla, con unos cuantos alemanes retrocediendo horrorizados ante nuestro avance»; mientras que el cabo artillero Percy Parkes, de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo, pensaba después de oír los planes, que «todo lo que íbamos a encontrar en Arnhem no sería más una mezcla de cocineros y oficinistas alemanes». La presencia de blindados, según Parkes, fue «mencionada solamente de pasada, y se nos dijo que nuestra protección aérea sería tan poderosa que oscurecería el cielo por encima de nosotros». La confianza era tal que el médico Geoffrey Stanners esperaba sólo «un par de batallones herniados», y el soldado de transmisiones Víctor Read estaba «deseando ver las fuerzas femeninas auxiliares alemanas que —pensaba— debían ser los únicos alemanes que defenderían Arnhem».

Algunos hombres que podían legítimamente quedarse en la retaguardia estaban ansiosos por partir. Uno de ellos era el sargento Alfred Roullier, de treinta y un años, de la artillería de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo. Descubrió que no había sido incluido en la operación Arnhem. Aunque Roullier había recibido instrucciones como artillero, se encontraba en ese momento desempeñando las funciones de sargento de cocina en el cuartel de su batallón. Debido a su habilidad culinaria, parecía que podía pasar el resto de la guerra en ese puesto. Alf Roullier solicitó dos veces al brigada John Siely que se le incluyera en el ataque, pero en ambos casos vio rechazada su petición. Alf insistió una tercera vez. «Sé que esta Operación puede acortar la guerra —dijo a Siely—. Tengo mujer y dos hijos, pero si este ataque va a hacerme regresar antes a casa y garantizarles a ellos un futuro mejor, entonces quiero ir». Siely pulsó unas cuantas teclas. El nombre de Alf Roullier fue añadido a la lista de los que irían a Arnhem, donde, a la semana siguiente, el sargento de cocina se convertiría en toda una leyenda.

En medio del elevado optimismo que prevalecía antes del comienzo de Market-Garden, había, no obstante, secretas dudas entre algunos oficiales y hombres alistados. Se sentían preocupados por una gran diversidad de razones, aunque la mayoría de ellos ponía buen cuidado en ocultar sus sentimientos. El cabo Daniel Morgans, de la 1.a Brigada Paracaidista, consideraba que «Market era una operación fácilmente realizable». Sin embargo, «lanzarse a nueve o diez kilómetros del objetivo y, luego, abrirse paso luchando a través de una ciudad para llegar allí, era realmente buscarse complicaciones». El sargento mayor J. C. Lord, que llevaba toda la vida en el ejército, también lo consideraba así. Pensaba que «el plan era un poco arriesgado». Tampoco daba Lord mucho crédito a lo que se decía sobre la debilidad y desgaste del enemigo. Sabía que «el alemán no es ningún estúpido, sino un poderoso guerrero». Sin embargo, Lord, cuyo aspecto podía intimidar incluso a los veteranos bajo sus órdenes (casi respetuosamente, algunos le llamaban Jesucristo a sus espaldas), no reveló sus inquietudes, porque «habría sido catastrófico para la moral».

El capitán Eric Mackay, cuyos ingenieros debían, entre otras tareas, precipitarse al puente de Arnhem y retirar las supuestas cargas alemanas, se sentía receloso respecto a toda la Operación. Pensaba que «tanto daba que la división fuese lanzada a 150 kilómetros del objetivo como a ocho». No había duda de que se perdería la ventaja de la sorpresa y de «un ataque relámpago». Mackay ordenó sosegadamente a sus hombres que duplicaran la cantidad de municiones y granadas que iba a llevar cada uno e instruyó personalmente a todos sobre las técnicas de huida[42].

El comandante Anthony Deane-Drummond, de veintisiete años, segundo en el mando de la sección de transmisiones de la 1.a División Aerotransportada, se sentía particularmente preocupado por sus comunicaciones. Aparte de las principales unidades de mando, le inquietaban los pequeños aparatos «22» que se utilizarían entre Urquhart y las diversas brigadas durante el ataque desde Arnhem. Las condiciones óptimas de funcionamiento de los transmisores-receptores se circunscribían a un diámetro de entre cinco y siete kilómetros. Con zonas de lanzamiento situadas a diez y doce kilómetros del objetivo, era de esperar que se produjesen fallos. Peor aún, los aparatos debían establecer también contacto con el Cuartel General del Cuerpo Aerotransportado del general Browning, que estaría según lo planeado en Nimega, desde las zonas de lanzamiento situadas aproximadamente a 23 kilómetros al sur. Complicaban el problema las condiciones del terreno. Entre el puente de Arnhem y los puntos de aterrizaje estaban la ciudad misma, así como sectores densamente arbolados y barrios suburbanos. Por el contrario, una unidad independiente de enlace, llamada Phantom —organizada para recoger y transmitir estimaciones de los servicios de inteligencia e informes inmediatos a cada comandante en campaña, en este caso el general Browning del Cuerpo Aerotransportado— no se sentía preocupada por el radio de acción de sus propios «22». El teniente Neville Hay, encargado de los capacitados especialistas del equipo Phantom, sentía incluso «un cierto desprecio hacia el Real Cuerpo de Transmisiones», a quien su grupo tenía tendencia a tratar «como parientes pobres». Utilizando un tipo especial de antena, Hay y sus operadores habían podido transmitir con un «22» a distancias superiores a 150 kilómetros.

Aun teniendo en cuenta el éxito de Hay y que, en caso de urgencia, se utilizarían diversas formas de comunicación[43], Deane-Drummond no se sentía tranquilo. Mencionó a su superior, el teniente coronel Tom Stephenson, que «es muy dudosa la probabilidad de que los aparatos funcionen satisfactoriamente en las fases iniciales de la Operación». Stephenson se mostró de acuerdo. Sin embargo, no importaba mucho. Se esperaba que, en el asalto por sorpresa, las tropas se acercaran muy rápidamente al puente de Arnhem. Se creía, por consiguiente, que las unidades no estarían incomunicadas con el Cuartel General durante más de una o dos horas, momento para el cual, oyó decir Deane-Drummond, «las cosas se habrían resuelto solas, y el puesto de mando de Urquhart estaría con la 1.a Brigada Paracaidista en el mismo puente». Deane-Drummond explicó más tarde que, a pesar de no quedarse completamente tranquilo, «como casi todo el mundo, me dejé llevar por la actitud predominante: “No seas negativo y, por amor de Dios, no balancees el bote; vayamos con el ataque”».

La última palabra no dependía ahora de los hombres, sino del tiempo. Desde el Cuartel General del Mando Supremo hacia abajo, los oficiales esperaban ansiosamente las informaciones meteorológicas. Faltando menos de siete días para el límite máximo fijado por Montgomery, Market-Garden estaba todo lo preparada que podía llegar a estarlo, pero se necesitaba una predicción mínima de tres días completos de buen tiempo. Al atardecer del 16 de septiembre, los meteorólogos hicieron públicas sus conclusiones: aparte de algunas nieblas matinales, el tiempo sería bueno durante los tres días siguientes, con pocas nubes y sin vientos destacados. En el Cuartel General del Primer Ejército Aerotransportado aliado, el teniente general Brereton tomó rápidamente su decisión. El mensaje cifrado que dirigió por teletipo a sus comandantes a las 19.45 horas decía: CONFIRMADO MARKET DOMINGO 17. ACUSE RECIBO. En su Diario, Brereton anotó: «Al fin vamos a entrar en acción». Pensó que dormiría bien esa noche pues, como dijo a su Estado Mayor, «ahora que he tomado la decisión, he dejado de preocuparme».

Ya fuera en abarrotados hangares, campamentos de tiendas o barracones de chapa ondulada, los hombres que aguardaban conocieron la noticia. En un gran espejo colgado sobre la chimenea del comedor de sargentos de la sección de transmisiones de la 1.a División Aerotransportada británica, cerca de Grantham, alguien escribió con tiza «faltan 14 horas… no hay cancelación». El sargento Horace Hocker Spivey advirtió que, a cada hora que pasaba, el número era rectificado. Para Spivey, cansado de recibir instrucciones sobre operaciones que nunca llegaban a materializarse, la progresiva disminución de la cifra escrita en el espejo constituía la mejor prueba de que esta vez «la cosa iba en serio».

En todas sus bases, los hombres del Primer Ejército Aerotransportado aliado realizaban los preparativos de última hora. Habían recibido sus instrucciones completas, sus armas habían sido revisadas y su dinero cambiado por florines holandeses, y no podían hacer otra cosa más que esperar. Algunos pasaban el tiempo escribiendo cartas, «celebrando» su partida a la mañana siguiente, recogiendo sus efectos personales, durmiendo o participando en maratonianas partidas de naipes que iban desde el blackjack y el póquer hasta el bridge. El sargento Francis Moncur, de veinte años, perteneciente al 2.º Batallón de la 1.a Brigada Paracaidista, estuvo jugando al blackjack hora tras hora. Para su sorpresa, no dejaba de ganar. Mirando el montón de florines que iba creciendo ante él, Moncur se sentía como un millonario. Esperaba tener «un montón de tiempo en Arnhem después de la batalla», que, en su opinión, «no duraría más de 48 horas». Eso sería suficiente para que el sargento saldara una cuenta con los alemanes. Setenta y dos horas antes, el hermano de Moncur, sargento de la RAF, de diecisiete años, se había matado al saltar desde su averiado bombardero a una altura de setenta metros. Su paracaídas no había legado a abrirse completamente.

Al sur de Grantham, en una base de Cottesmore, el sargento Joe Sunley, de la 4.a Brigada Paracaidista, había salido de patrulla para cerciorarse de que «ninguno de los hombres había hecho una escapada al pueblo». Al regresar al aeródromo, Sunley vio al sargento Ginger Creen, instructor de educación física y «todo un gigante» lanzando al aire un balón desinflado. Green cogió diestramente el balón y se lo tiró a Sunley. «¿Qué diablos estás haciendo con esto?», preguntó Sunley. Ginger explicó que iba a llevar el desinflado balón a Arnhem «para que podamos jugar un poco en la zona de lanzamiento cuando hayamos terminado».

En Manston, Kent, el sargento jefe George Baylis, del Regimiento de Pilotos de Planeadores, también estaba pensando en divertirse un poco. Había oído que a las holandesas les gustaba bailar, así que George empaquetó cuidadosamente sus zapatos de baile. El soldado Stanley G. Copley, de la sección de transmisiones de la 1.a Brigada Paracaidista, compró película extra para su cámara fotográfica. Como se esperaba encontrar poca resistencia, pensó que era «una excelente oportunidad para tomar algunas fotografías de los campos y ciudades de Holanda».

Un hombre empaquetaba los regalos que había comprado en Londres cuatro días antes. Cuando el país fue invadido por los alemanes, el capitán de corbeta de la Marina holandesa Arnoldus Wolters, de treinta y dos años, había huido en su dragaminas y puesto rumbo a Inglaterra. Desde entonces, había estado agregado al Gobierno holandés en el exilio, desempeñando una gran variedad de puestos burocráticos relacionados con la información y los servicios de espionaje. Pocos días antes, se le había pedido a Wolters que fuera a Holanda formando parte del Gobierno Militar y del equipo de asuntos civiles agregados al Cuartel General del general Urquhart. Se proponía que Wolters pasara a ser comisario militar de los territorios holandeses que liberarían las fuerzas aerotransportadas. «Era una sugerencia sorprendente, pasar de una silla de oficina a un planeador», recordó. Fue agregado a una unidad mandada por el coronel Hilary Barlow, comandante adjunto de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo, al que se le había asignado el mando de la ciudad de Arnhem, en cuanto ésta fuese capturada. Wolters sería su ayudante. En ese momento, excitado por la perspectiva de regresar a Holanda, Wolters se sentía «lleno de optimismo, y creía todo lo que me decían. Realmente, no esperaba que la operación fuese muy difícil. Parecía que la guerra estaba virtualmente terminada y que el ataque era cosa sencilla. Esperaba aterrizar el domingo y estar en casa el martes con mi mujer y mi hija en Hilversum». Wolters había comprado un reloj para su mujer, María, y para su hija, a la que había visto por última vez hacía cuatro años, siendo todavía bebé, tenía un oso de peluche de más de medio metro. Confiaba en que a nadie le importaría si lo llevaba en el planeador.

El teniente coronel John Frost, de treinta y un años, que estaba al frente del batallón que debía capturar el puente de Arnhem, recogió su cuerno de cobre para cacerías de zorros juntamente con el resto de su equipo de combate. Se lo habían regalado los miembros de la Royal Exodus Hunt, que había presidido en 1939-1940. Durante la instrucción, Frost había utilizado el cuerno para reunir a sus hombres. Lo haría también en esta Operación. A Frost no le importaba tener que efectuar un salto a plena luz del día. De acuerdo con la información recibida, «se nos había hecho pensar que los alemanes eran débiles y estaban desmoralizados y que las tropas alemanas existentes en la zona eran de poca categoría y estaban mal equipadas». Frost tenía sus recelos sobre las zonas de lanzamiento. Se le había dicho que «el pólder del lado meridional del puente era inadecuado para los paracaidistas y planeadores». Y él se preguntaba: ¿por qué iban a lanzarse los polacos sobre el lado meridional del puente «si era tan inadecuado»?

Aunque deseaba entrar en acción, Frost «detestaba salir hacia Holanda». Esperaba secretamente una cancelación en el último minuto. Había disfrutado en la zona de Stoke Rochford, en Lincolnshire, y quería pasar «quizás uno o dos días más haciendo todas las cosas agradables que había hecho en el pasado». Pero, junto a estos pensamientos, había otros «diciéndome que ya habíamos estado aquí bastante tiempo y que había llegado el momento de marcharse». Frost durmió profundamente el 16 de septiembre. Aunque no era tan ingenuo como para creer que la batalla de Arnhem resultaría «una cosa divertida», dijo a su asistente, Wicks, que metiera en el coche oficial que le seguiría su pistola, cartuchos, palos de golf y el esmoquin.

En el espejo situado sobre la chimenea del comedor de sargentos, ahora desierto, había una última anotación, garrapateada antes de que los hombres se vieran demasiado atareados para ocuparse del asunto. Decía: «Faltan 2 horas… no hay cancelación».