Al atardecer del 10 de septiembre, pocas horas después de la entrevista del general Browning con el mariscal de campo Montgomery, el teniente general Lewis H. Brereton celebró la primera conferencia de planificación sobre la Operación Market. En su Cuartel General de Sunninkhill Park, cerca del elegante hipódromo de Ascot, a 45 kilómetros de Londres, 27 altos oficiales se apiñaban en el amplio despacho de Brereton, cuyas paredes se hallaban cubiertas de mapas. Después de que el general Browning informara al grupo del plan de Montgomery, Brereton les dijo que, dada la premura de tiempo, «deben mantenerse las principales decisiones que se tomen, y es preciso tomarlas inmediatamente».
La tarea era monumental y había pocas líneas básicas. Nunca se había realizado un intento de enviar tras las líneas enemigas una fuerza aerotransportada gigantesca dotada de vehículos, artillería y equipo, capaz de combatir por sí sola. En comparación con Market, los anteriores ataques aerotransportados habían sido insignificantes; sin embargo, habían invertido meses enteros en su preparación. Ahora, para poner en marcha la mayor operación de paracaidistas e infantería transportada en planeadores jamás concebida, Brereton y sus oficiales disponían apenas de siete días.
Lo que más preocupaba a Brereton no era el escaso tiempo de que disponía, sino la posibilidad de que esta operación, al igual que las anteriores, pudiera ser cancelada. Sus tropas largo tiempo ociosas estaban impacientes por entrar en acción, y, a consecuencia de ello, había surgido un grave problema de moral. Durante semanas, sus excelentes divisiones de élite habían permanecido inmóviles mientras las fuerzas terrestres avanzaban victoriosamente por el continente a través de Francia y Bélgica. Existía la extendida impresión de que la victoria se hallaba tan próxima que la guerra podría terminar antes de que hubiera entrado en combate el Primer Ejército Aerotransportado aliado.
El general no albergaba ninguna duda sobre la capacidad de su Estado Mayor para resolver en una semana los problemas que planteaba la Operación Market. Se habían producido tantos «ensayos» de operaciones aerotransportadas que su cuartel general y sus estados mayores de división habían alcanzado un alto grado de rápida eficiencia. Además, podían adaptarse fácilmente a Market gran parte de los preparativos que se habían realizado para Comet y otras operaciones canceladas. Al preparar la abortada misión Comet, por ejemplo, la 1.a División Aerotransportada británica y la Brigada polaca, encargadas de esa operación, habían realizado un concienzudo estudio de la zona de Arnhem. Sin embargo, la idea de Market exigía una amplia planificación que requería mucho tiempo.
El general Brereton se mostraba exteriormente confiado y tranquilo, pero los miembros de su Estado Mayor advirtieron que fumaba un cigarrillo tras otro. Sobre su mesa aparecía enmarcada una cita que el general mostraba con frecuencia a su Estado Mayor. Decía: «¿Dónde está el príncipe que puede permitirse cubrir el país con tropas para su defensa, de tal modo que diez mil hombres descendiendo de los cielos no pudieran, en muchos lugares, causar infinitos daños antes de que se lograra reunir una fuerza para rechazarlos?». Había sido escrita en 1784 por Benjamín Franklin.
Brereton se sentía fascinado por la perspicacia del estadista y científico del siglo XVIII. «Incluso después de 160 años —había dicho a su Estado Mayor—, la idea conserva todo su valor». Pero Franklin se habría quedado aturdido ante las complejidades y la envergadura de la Operación Market. Para invadir Holanda desde el aire, Brereton se proponía lanzar casi 35 000 hombres, aproximadamente el doble del número de paracaidistas e infantería aerotransportada utilizados en la invasión de Normandía.
Para «apoderarse de los puentes con fulgurante sorpresa», como dijo Brereton, y mantener abierto el angosto corredor por el que habrían de avanzar las fuerzas terrestres británicas de Garden —desde su línea de ataque junto a la frontera entre Bélgica y Holanda hasta Arnhem, a cien kilómetros al norte—, era preciso utilizar tres divisiones aerotransportadas y media. Dos serían estadounidenses.
Casi directamente frente a los blindados del XXX Cuerpo del general Horrocks, la 101.a División Aerotransportada del general de división Maxwell D. Taylor debía capturar los pasos de ríos y canales a lo largo de una franja de veinte kilómetros que se extendía entre Eindhoven y Veghel. Al norte de ellos, la veterana 82.a División del general de brigada James M. Gavin tenía a su cargo la zona comprendida entre Grave y la ciudad de Nimega, aproximadamente una franja de quince kilómetros. Debían apoderarse de los pasos sobre los grandes ríos Mosa y Waal, en particular el enorme puente de Nimega, que con sus accesos, tenía casi setecientos metros de longitud. El objetivo más importante de la Operación Market-Garden era Arnhem y su vital puente sobre los cuatrocientos metros de anchura del Bajo Rin. Con sus tres ojos, el gran puente de acero y hormigón tenía casi setecientos metros de longitud si se consideraban sus rampas de cemento. Se encomendaba su captura a los británicos y los polacos, la 1.a División Aerotransportada del general de división Robert Roy E. Urquhart y, bajo su mando, la 1.a Brigada Paracaidista polaca del general de división Stanislaw Sosabowski. Arnhem, situada a mucha distancia de las fuerzas de Garden, era el premio. Sin el paso sobre el Rin, la audaz acción de Montgomery para liberar Holanda, desbordar la Línea Sigfrido y saltar sobre la zona industrial del Ruhr, en Alemania, fracasaría.
Para transportar la enorme fuerza hasta estos objetivos situados a quinientos kilómetros de distancia, era preciso elaborar un complicado plan aéreo. Se necesitaban tres operaciones distintas: transporte, protección y reaprovisionamiento. Se utilizarían no menos de veinticuatro aeródromos diferentes para el despegue. Brereton se proponía utilizar todos los planeadores operables de los que disponía, una inmensa escuadrilla de más de 2500 aparatos. Además de cargar material pesado tal como jeeps y artillería, los planeadores debían transportar más de la tercera parte de los 35 000 hombres que componían las fuerzas; el resto serían lanzados en paracaídas. Era preciso revisar todos los aparatos, distribuir los espacios de carga, estibar el material pesado y preparar los equipos accesorios de las tropas.
Los planeadores constituían sólo uno de los problemas de la preparación aérea. Los transportes para el traslado de los paracaidistas y los aviones destinados a remolcar a los planeadores debían ser apartados de su tarea normal de aprovisionar a los ejércitos que avanzaban y quedar inmovilizados en tierra para su utilización en Market. Había que alertar e instruir a las tripulaciones de los escuadrones de bombarderos para la realización de misiones en la zona Market-Garden antes del ataque y durante él. Se necesitarían enjambres de escuadrillas de cazas procedentes de toda Inglaterra —más de 1500 aparatos— para escoltar la fuerza aerotransportada. Era de fundamental importancia elaborar complicados esquemas de tráfico aéreo. Había que trazar rutas entre Inglaterra y Holanda con el fin de evitar el intenso fuego de la artillería enemiga y la igualmente peligrosa posibilidad de una colisión aérea. Se planearon también operaciones de rescate aire-mar, misiones de reabastecimiento, incluso un fingido lanzamiento de paracaidistas en otra zona de Holanda para engañar al enemigo. En total, se estimaba que participarían en Market casi cinco mil aviones de todos los tipos. Desarrollar los planes y poner a punto esta enorme flota aérea requeriría un mínimo de 72 horas.
En opinión de Brereton, la cuestión más urgente a decidir por la conferencia era si se debía emprender la operación de día o de noche. Las anteriores operaciones aerotransportadas se habían efectuado a la luz de la luna. Pero la semioscuridad había creado confusión para encontrar las zonas de aterrizaje, falta de concentración de tropas y un número innecesariamente elevado de bajas. El general decretó que el gran ataque aerotransportado se realizaría a plena luz del día. Era una decisión sin precedentes. En toda la historia de las operaciones aerotransportadas, jamás se había efectuado un lanzamiento diurno de tales proporciones.
Brereton tenía otras razones además del deseo de evitar la confusión. La semana fijada para la Operación Market era un período sin luna y eran imposibles, por lo tanto, los aterrizajes nocturnos a gran escala. Aparte de eso, Brereton eligió un ataque diurno porque, por primera vez en la guerra, era factible. Los cazas aliados gozaban de tan abrumadora superioridad sobre los campos de batalla que la capacidad de interferencia de la Luftwaffe era prácticamente inexistente. Pero los alemanes tenían cazas nocturnos. En un lanzamiento nocturno podrían resultar devastadoramente eficaces contra columnas de lentos aviones y planeadores de transporte de tropas. La potencia antiaérea alemana era factor a considerar: en los mapas de los accesos a las zonas de lanzamiento de Market se señalaban las posiciones de defensa antiaérea. Los mapas, basados en los vuelos de reconocimiento fotográfico y en la experiencia de las tripulaciones de los bombarderos que sobrevolaban Holanda en ruta hacia Alemania, parecían formidables, especialmente porque los planeadores carecían de blindaje protector, excepto en las carlingas, y los transportes C-47 y los remolcadores no tenían depósitos de gasolina provistos de cierre automático. A pesar de todo, Brereton creía que las posiciones antiaéreas enemigas podrían ser neutralizadas mediante ataques concentrados de cazas y bombarderos antes de la operación y durante ella. Dado que la mayoría de las baterías antiaéreas se hallaban provistas de radar eran tan efectivas después de anochecer como durante el día. De cualquier manera, era de esperar que se produjeran pérdidas. Sin embargo, a menos que intervinieran el mal tiempo y vientos fuertes, la fuerza aerotransportada, al atacar de día, podía ser lanzada con exactitud casi matemática sobre las zonas de aterrizaje, garantizando con ello una rápida concentración de tropas en el corredor. «Las ventajas —dijo Brereton a sus comandantes— superan con mucho a los riesgos».
Brereton hizo su anuncio final. Para el mando de la gigantesca operación nombró a su lugarteniente, el quisquilloso teniente general Frederick Boy Browning, de cuarenta y siete años, jefe del I Cuerpo Aerotransportado británico. Era una elección excelente, aunque decepcionante para el teniente general Matthew B. Ridgway, comandante del otro cuerpo del ejército aerotransportado, el XVIII. Lo cierto es que Browning ya había sido designado para el mando de la abortada Operación Comet que, aunque de menos envergadura y utilizando sólo tropas aerotransportadas británicas y polacas, era de concepción similar a Market-Garden. Ahora, de acuerdo con el ampliado e innovador plan que Montgomery había ideado, los paracaidistas estadounidenses actuarían por primera vez a las órdenes de un comandante británico.
Browning presentó un optimista resumen ante los comandantes congregados. Terminó sus palabras con el tipo de confidencia que le había proporcionado una aureola heroica frente a sus hombres. Como recordaría su jefe de Estado Mayor, el general de brigada Gordon Walch, «el general Browning estaba de buen humor, complacido por el hecho de que, al fin, fuéramos a entrar en acción. “La idea —nos dijo— es tender una alfombra de tropas aerotransportadas sobre la que puedan pasar nuestras fuerzas terrestres”. Creía que esta operación poseía la clave de la duración de la guerra».
El entusiasmo de Browning era contagioso. Cuando finalizó la larga reunión, siendo reemplazada por varias conferencias de Estado Mayor más reducidas que se sucederían durante toda la noche, pocos oficiales se dieron cuenta de la subyacente fricción que existía entre Brereton y Browning. Originariamente, cuando se formó el Primer Cuerpo Aerotransportado aliado, los ingleses habían albergado grandes esperanzas de que Browning, autoridad británica en materia de operaciones aerotransportadas y uno de los pioneros en la utilización de paracaidistas, fuera nombrado comandante. Debido a la preponderancia de tropas y equipos estadounidenses en el seno del recién organizado ejército, el ambicionado puesto fue encomendado a un estadounidense, el general Brereton.
Browning ostentaba el rango seis meses antes que Brereton y, aunque el estadounidense era un distinguido oficial táctico de fuerzas aéreas, nunca había mandado fuerzas aerotransportadas. Además, había grandes diferencias de personalidad entre los dos hombres. Brereton había sido aviador en la Primera Guerra Mundial y había prestado brillantes servicios en la Segunda, primero en Extremo y Medio Oriente, y más tarde como general de la Novena Fuerza Aérea de Estados Unidos en Inglaterra. Era tenaz e independiente, pero su celo por triunfar quedaba encubierto por un aire estólido e impasible. Ahora, Brereton se dedicó a la impresionante misión que le había sido asignada con la determinación y las arrasadoras tácticas que caracterizaban a muchos de sus colegas estadounidenses.
Browning, oficial de los Guardias Granaderos, era también un perfeccionista, igualmente resuelto a demostrar la valía de los paracaidistas. Pero nunca había mandado un cuerpo aerotransportado. En contraste con Brereton, Boy Browning era una atractiva figura, elegante e impecablemente acicalado, con un aire de desenvuelta seguridad que a menudo tomaban por arrogancia no sólo los americanos, sino también sus propios jefes. Aunque temperamental y, en ocasiones, excesivamente impaciente, su reputación como teórico de las acciones aerotransportadas era legendaria entre sus admiradores. Sin embargo, carecía de la experiencia en combate de algunos otros oficiales, como el general Richard Gale, de la 6.a División Aerotransportada británica, y los veteranos comandantes estadounidenses, generales Gavin y Taylor. Y Browning tenía aún que demostrar que poseía el genio administrativo del más experimentado de todos los comandantes de fuerzas aerotransportadas, el general Ridgway.
Sólo unos días antes se había producido un incidente que había puesto de manifiesto las diferencias entre Brereton y Browning. El 3 de septiembre, Browning había protestado ante Brereton de los peligros de intentar desencadenar un ataque aerotransportado en el corto plazo de 36 horas. Desde el Día D, el 6 de junio, se habían preparado y cancelado 17 operaciones aerotransportadas. En los 33 días de mando de Brereton, en su ansiedad por entrar en acción, se habían elaborado planes al ritmo de casi uno a la semana. Ninguno llegó a la fase final. Browning, contemplando la producción en masa de proyectos aerotransportados, se hallaba profundamente preocupado por la premura y los riesgos que se estaban corriendo. Cuando el 2 de septiembre fue cancelada la Operación Linnet I —un lanzamiento en Bélgica abriendo camino al Ejército británico—, Brereton encontró enseguida nuevos objetivos situados más allá de los ejércitos que avanzaban y propuso la Operación Linnet II, en sustitución del ataque anterior, para la mañana del 4 de septiembre.
Según recordó más tarde Brereton el incidente, «Browning se mostró muy agitado por la Operación Linnet II, habida cuenta de que existía una grave escasez de información, fotografías y, en particular, mapas. Como consecuencia, Boy declaró que sus tropas no podían ser instruidas adecuadamente». Las operaciones aerotransportadas, sostenía Browning, «no deben intentarse en un plazo tan breve». Brereton se había mostrado de acuerdo en principio, pero había dicho a su lugarteniente que «la desorganización del enemigo exige que se corran riesgos». El desacuerdo entre los dos hombres había finalizado con la seca declaración por parte de Browning de su intención de presentar su protesta por escrito. Pocas horas después, llegó su carta. Debido «a nuestras claras diferencias de opinión», escribía Browning, ya no podía «continuar como comandante adjunto del Primer Ejército Aerotransportado aliado». Sin inmutarse, Brereton empezó inmediatamente a considerar el problema de la sustitución de Browning. Había alertado al general Ridgway para que estuviera «preparado para asumir el mando». El delicado problema quedó resuelto cuando fue cancelada la Operación Linnet II; al día siguiente, Brereton había persuadido a Browning para que retirara su dimisión.
Ahora, dejadas a un lado sus diferencias, ambos hombres se enfrentaban a la enorme y compleja tarea de preparar la Operación Market. Cualesquiera que fuesen las reservas que Browning albergaba, tenían un carácter secundario ante la misión que les aguardaba.
Había una decisión que Brereton no podía tomar en la reunión inicial: la forma exacta en que las tropas aerotransportadas que componían la alfombra habían de ser llevadas hasta los objetivos. Los comandantes no podían trazar planes detallados hasta que se hallara resuelto este problema, el mayor de todos. El hecho era que el ejército aerotransportado era tan móvil como lo eran los aviones que lo habían de transportar. Aparte de planeadores, Brereton carecía de aviones propios de transporte. Para conseguir una sorpresa completa, el plan ideal exigía que las tres divisiones y media de Market fueran depositadas en las zonas de aterrizaje a la misma hora y en el mismo día. Pero la enorme envergadura de la operación excluía esta posibilidad. Había una aguda escasez de aviones y planeadores; los aviones tendrían que realizar más de un viaje. Otros factores obligaban también a una aproximación diferente. Cada división tenía distintas exigencias de combate. Por ejemplo, era esencial que el transporte de la 101.a Aerotransportada del general Taylor llevara más hombres que material al comienzo del ataque, a fin de que la división pudiera realizar la tarea asignada de enlazar en las primeras horas con las fuerzas de Garden. Además, los hombres de Taylor debían reunirse rápidamente con la 82.a Aerotransportada en el corredor situado al norte de ellos. Allí, las tropas del general Gavin no sólo debían tomar los formidables puentes sobre el Mosa y el Waal, sino apoderarse también de la cordillera de Groesbeek, al sudeste, terreno que era preciso arrebatar a los alemanes porque dominaba toda la comarca. La especial misión encomendada a Gavin imponía también exigencias especiales. Como la 82.a Aerotransportada tendría que combatir durante más tiempo que la 101.a mientras no se produjera el enlace, Gavin necesitaba no sólo tropas, sino también artillería.
Más al norte, los problemas de la 1Aerotransportada británica, mandada por el general Urquhart, eran también diferentes. La 1 británica tenía que conservar el puente de Arnhem hasta que fuera relevada. Con un poco de suerte, la reacción alemana sería lo bastante débil como para que las fuerzas terrestres pudieran llegar hasta los escasamente armados soldados británicos antes de que se desarrollara una verdadera oposición enemiga. Pero hasta que llegaran los blindados de Horrocks, los hombres de Urquhart tendrían que aguantar. Urquhart no podía dispersar sus fuerzas enviando unidades hacia el sur para enlazar con Gavin. En el extremo más distante de la alfombra, la 1.a Aerotransportada tendría que resistir más tiempo que ninguna otra. Por esta razón, las fuerzas de Urquhart eran las más numerosas, reforzándose su división con los paracaidistas polacos, más la 52.a División Lowland, que sería enviada tan pronto como se pudieran localizar y acondicionar pistas de aterrizaje en la zona de Arnhem.
En la mañana del día 11, tras una febril noche dedicada a calibrar y analizar la capacidad aérea para el ataque, el general de división Paul L. Williams, comandante del IX Cuerpo de Transporte de Tropas de Estados Unidos y encargado de todas las operaciones aéreas de Market, presentó su estimación a Brereton. Había tal escasez de planeadores y aviones, informó, que incluso haciendo un tremendo esfuerzo, sólo la mitad de las tropas de Browning podrían, en el mejor de los casos, ser transportadas el Día D. Artículos esenciales, tales como piezas de artillería, jeeps y otras cargas pesadas destinadas a los planeadores solamente podían incluirse sobre una estricta base de prioridad. Brereton instó a su comandante aéreo a que explorara la posibilidad de realizar dos vuelos el Día D, pero se consideró poco práctica la sugerencia. «Debido a las pocas horas de luz solar y a las grandes distancias, no sería posible considerar más de un vuelo diario», dijo el general Williams. Era demasiado arriesgado. No habría tiempo para trabajos de mantenimiento ni para reparar los daños causados en combate, señaló, y casi con toda seguridad, «se producirían bajas a consecuencia de la fatiga de pilotos y tripulaciones».
Coartado por la escasez de aviones y la limitación de tiempo, Brereton realizó una valoración general. Se necesitaría todo un día para tomar fotografías aéreas de los puentes holandeses y del terreno; había que calcular dos días para la preparación y distribución de mapas de las zonas; era preciso recoger y analizar material de información; se debían preparar planes de batalla detallados. La decisión más crucial de todas: Brereton se vio obligado a modificar el plan Market para adecuarlo a la capacidad de transporte aéreo. Debía transportar sus fuerzas en varias remesas, enviando las tres divisiones y media a sus objetivos a lo largo de un período de tres días. Los riesgos eran grandes; cabía la posibilidad de que llegaran refuerzos alemanes a la zona de Market-Garden con más rapidez de lo que nadie pensaba; podría intensificarse el fuego de la artillería; y siempre existía la posibilidad de que empeorara el tiempo. Niebla, fuertes vientos, una tormenta repentina —todo ello posible en esta época del año— podrían originar un desastre.
Y, lo que era peor, una vez en tierra, los paracaidistas e infantes transportados en planeadores serían altamente vulnerables al carecer de tanques y artillería pesada. Las columnas de blindados del XXX Cuerpo del general Horrocks, utilizando una sola y estrecha carretera, no podrían recorrer los cien kilómetros que las separaban de Arnhem y continuar más allá a menos que los hombres de Brereton tomaran los puentes y mantuvieran abierta la ruta de avance. Recíprocamente, el ejército aerotransportado tenía que ser relevado con la máxima rapidez. Aisladas a gran distancia tras las líneas enemigas y dependiendo de los suministros enviados por aire, las fuerzas aerotransportadas podían esperar que los refuerzos alemanes aumentaran de día en día. En el mejor de los casos, las sitiadas tropas sólo podrían resistir unos días en sus posiciones. Si el avance de los blindados británicos era contenido o no se efectuaba con la suficiente rapidez, las tropas aerotransportadas serían inevitablemente desbordadas y destruidas.
Había más cosas que podían ir mal. Si las Águilas Aulladoras del general Taylor no tomaban los puentes justo antes de las avanzadas de carros de combate del Segundo Ejército británico, poco importaba que los hombres mandados por el general Gavin o el general Urquhart cubrieran o no sus objetivos en Nimega y Arnhem. Sus fuerzas quedarían aisladas.
Había que aceptar ciertos riesgos propios de las operaciones aerotransportadas: cabía que las divisiones fueran depositadas en zonas equivocadas; era posible que los puentes fueran destruidos por el enemigo al comenzar el ataque; el mal tiempo podía hacer imposible el aprovisionamiento por aire; y, aunque fueran tomados todos los puentes, existía la posibilidad de que el corredor quedase cortado en algún punto. Éstos eran sólo algunos de los imponderables. Los encargados de trazar los planes jugaban con la rapidez, la audacia, la precisión y la sorpresa, todo ello derivado de un plan terrestre y aéreo perfectamente sincronizado que, a su vez, jugaba con la desorganización e insuficiencia de fuerzas de los alemanes. Cada eslabón de Market-Garden estaba entrelazado con el siguiente. Si uno se rompía, la consecuencia podía ser el desastre para todos.
En opinión de Brereton, era preciso asumir tales riesgos. Tal vez no volviera a presentarse jamás la oportunidad. Además, sobre la base de la última información sobre la potencia del enemigo, recibida del 21.º Grupo de Ejércitos de Montgomery, el Cuartel General de las unidades aerotransportadas aliadas consideraba todavía que las fuerzas de Brereton se encontrarían con «un enemigo mal organizado de calidad muy variable». No se esperaba que «pudiera concentrarse contra las tropas aerotransportadas antes de que llegaran las fuerzas terrestres ninguna unidad móvil mayor que un grupo de brigada (unos tres mil hombres) con muy pocos blindados y cañones». Se esperaba «que el vuelo y los aterrizajes serían peligrosos, que la captura de los puentes intactos era más cuestión de sorpresa y confusión que de encarnizado combate». Ya no quedaba nada que los elaboradores del plan no hubieran tomado en consideración. Las últimas palabras del resumen de los servicios de inteligencia parecían casi superfluas, «el avance de las fuerzas terrestres sería muy rápido si las operaciones aerotransportadas se desarrollaran con éxito».
El comandante Brian Urquhart estaba profundamente contrariado por el contagioso optimismo del Cuartel General del I Cuerpo Aerotransportado británico del general Browning. El jefe de los servicios de información, de veinticinco años, pensaba que era probablemente el único del Estado Mayor que albergaba alguna duda sobre Market-Garden Urquhart (que no tenía ningún parentesco con el comandante de la 1.a División Aerotransportada británica, el general de división Robert Urquhart), no creía las optimistas estimaciones sobre la potencia del enemigo que llegaban casi diariamente desde el mando del 21º Ejército de Montgomery. La mañana del martes 12 de septiembre, a sólo cinco jornadas del Día D, sus dudas sobre Market-Garden crecieron hasta un límite rayano en el pánico.
Sus recelos habían nacido a consecuencia de un cauteloso mensaje procedente del Cuartel General del Segundo Ejército británico del general Dempsey. Citando un informe holandés, los servicios de información de Dempsey advertían de un incremento de las fuerzas alemanas en la zona de Market-Garden y hablaban de la presencia de «maltrechas formaciones de panzer que se creía estaban en Holanda para reorganizarse». Desde luego, la información era vaga. Al carecer de confirmación, el informe de Dempsey no fue incluido en los últimos resúmenes de los Cuarteles Generales de Montgomery ni de Eisenhower. Urquhart no podía comprender por qué. Había estado recibiendo inquietantes noticias similares de los oficiales de enlace holandeses destacados en el propio Cuartel General del Cuerpo. Y, al igual que el Estado Mayor del general Dempsey, los creía. Añadiendo su propia información a la recibida del puesto del mando de Dempsey, el comandante Urquhart consideraba razonablemente seguro que elementos de por lo menos dos divisiones de panzer se encontraban en algún punto de la zona de Arnhem. Había pocas pruebas de ello. Las unidades no habían sido identificadas, su fuerza permanecía desconocida, y él no podía decir si se estaban reorganizando verdaderamente o se limitaban a cruzar Arnhem. Sin embargo, Urquhart, como más tarde recordó, «estaba realmente muy inquieto».
Los temores del comandante Urquhart no habían dejado de crecer desde el comienzo de la Operación Comet y su evolución en Market-Garden. Había manifestado repetidamente sus objeciones a la operación a «todo el que quiso escucharme en el Estado Mayor». Le «horrorizaba sinceramente Market-Garden, porque su punto débil parecía ser la presunción de que los alemanes no opondrían ninguna resistencia efectiva». Urquhart, por su parte, tenía la convicción de que los alemanes se estaban recuperando rápidamente y era muy posible que poseyeran en Holanda más hombres y material de lo que todo el mundo creía. Pero la esencia del proyecto, tal como él lo veía, «dependía de la increíble idea de que, una vez capturados los puentes, los blindados del XXX Cuerpo podrían avanzar por aquel corredor abominablemente estrecho —poco más que un sendero que no permitía la menor maniobrabilidad— y luego penetrar en Alemania como una novia en la iglesia. Simplemente, yo no creía que los alemanes fueran a darse media vuelta y a rendirse».
En las conferencias de preparación, el comandante Urquhart se fue sintiendo cada vez más alarmado ante lo que consideraba como «el desesperado deseo de todo el mundo por hacer que las fuerzas aerotransportadas entraran en acción». Había constantes comparaciones entre la situación del momento y el derrumbamiento de los alemanes en 1918. Urquhart recuerda que el general Browning, reflejando quizá los puntos de vista de Montgomery y los de «algunos otros comandantes británicos, estaba pensando en otro gran hundimiento». Al preocupado oficial le parecía que todo el mundo a su alrededor pensaba que la guerra terminaría para el invierno y que «el ataque de Arnhem podría ser la última oportunidad de la aerotransportada de entrar en acción». Urquhart se sentía aterrado por la alegre metáfora —«se la describía como un party»— utilizada para referirse a Market-Garden. Y, en particular, le inquietaba la declaración formulada por el general Browning de que el objeto del ataque aerotransportado era «tender una alfombra de tropas aerotransportadas por la que puedan pasar nuestras fuerzas terrestres». Creía que «ese simple cliché producía el efecto psicológico de inducir en muchos comandantes un estado de ánimo pasivo y carente por completo de imaginación, en el que no se preveía ninguna reacción de la resistencia alemana aparte de un obstinado valor». Consideraba tan carente de realismo la atmósfera del Cuartel General que, en una de las conferencias preparatorias, preguntó «si la “alfombra” iba a consistir en tropas aerotransportadas vivas o muertas».
«Era completamente imposible —dijo más tarde— conseguir que se enfrentaran a la realidad de la situación. Su deseo personal de entrar en campaña antes de que ésta terminara los cegaba por completo». Pero el joven Urquhart estaba convencido de que la advertencia del general Dempsey era exacta. Creía que había blindados alemanes en las proximidades de Arnhem, pero necesitaba verificar el informe obteniendo más pruebas. Urquhart sabía que en la cercana Benson, en Oxfordshire, se hallaba estacionada una escuadrilla de cazas Spitfire equipados con cámaras especiales para tomar fotografías oblicuas. La escuadrilla se dedicaba en aquellos momentos a tratar de descubrir rampas de lanzamiento de cohetes a lo largo de la costa holandesa.
En la tarde del 12 de septiembre, el comandante Urquhart pidió que aparatos de la RAF realizaran vuelos de reconocimiento a baja altura sobre la zona de Arnhem. Para evitar ser descubiertos, los carros de combate enemigos estarían ocultos en los bosques o bajo redes de camuflaje y podrían pasar inadvertidos a los vuelos de reconocimiento a gran altura. Se accedió a la petición de Urquhart; se enviarían aparatos de reconocimiento sobre la zona de Arnhem, y tendría los resultados lo más rápidamente posible. Las fotografías de los blindados, si estaban allí, demostrarían a todos los afectados que se hallaban justificados los temores del comandante Urquhart.
Era demasiado poco el tiempo de que disponían los comandantes de las divisiones aerotransportadas para proceder a una comprobación directa de los informes de los servicios de información. Para las últimas estimaciones, dependían de los cuarteles generales del Cuerpo o del Primer Ejército Aerotransportado aliado. Todo comandante sabía por experiencia propia que incluso esta información habría acumulado ya varios días de retraso para cuando se recibiese. La opinión general, sin embargo, era que había pocas razones para esperar una poderosa resistencia enemiga. Como consecuencia de ello, se consideraban aceptables los riesgos implicados en la Operación Market-Garden.
Una vez que los generales Brereton y Browning hubieran esbozado el plan, determinado los objetivos y decidido sobre la capacidad de transporte, cada comandante desarrolló sus propios planes de combate. Gozaba de prioridad la elección de las zonas de lanzamiento y lugares de aterrizaje. Por anteriores operaciones, los veteranos comandantes sabían que las mayores posibilidades de éxito radicaban en que las tropas atacantes pudieran ser lanzadas cerca de sus objetivos. Lo ideal era que fueran colocadas sobre los objetivos mismos o a una distancia que se pudiera recorrer rápidamente a pie, especialmente si tenían que apoderarse de un puente. Dada la exigüidad de los medios de transporte terrestre disponibles, era esencial la precisión en los lanzamientos.
El general de división Maxwell D. Taylor se daba perfecta cuenta de que debía elegir cuidadosamente los puntos de aterrizaje para conseguir el máximo efecto. Aunque Taylor tendría la mayoría de sus paracaidistas el Día D, sus unidades de ingenieros, su artillería y la mayor parte de los transportes de la 101.a no llegarían hasta uno o dos días después. Estudiando la parte meridional del corredor donde la 101a División Aerotransportada debía mantenerse entre Eindhoven y Veghel, Taylor advirtió rápidamente que a lo largo de los 22 kilómetros de carretera, sus tropas debían capturar dos importantes pasos de canales y no menos de nueve puentes de ferrocarril y de carretera. En Veghel, sobre el río Aa y el Canal Willems, había cuatro puentes, uno de ellos sobre el canal. A ocho kilómetros al sur, en St. Oedenrode, había que tomar un puente sobre el Bajo Dommel; a seis kilómetros de allí, estaba el segundo paso importante sobre el Canal Wilhelmina, cerca del pueblo de Son, y al oeste, un puente próximo a la aldea de Best. Ocho kilómetros más al sur, en Eindhoven, había que tomar cuatro puentes sobre el Alto Dommel.
Después de estudiar el llano que se extendía entre Eindhoven y Veghel, con sus acequias, diques, zanjas y carreteras flanqueadas de árboles, Taylor decidió situar su punto principal de aterrizaje casi en el centro de su zona de asalto, junto a la linde de un bosque situado apenas a dos kilómetros de Son y aproximadamente equidistante de Eindhoven y Veghel. Situaría en esta zona dos de sus regimientos, el 502.º y el 506.º El 502.º tendría a su cargo los objetivos de St. Oedenrode y Best; el 506.º, los de Son y Eindhoven. El tercer regimiento, el 501.º, debía aterrizar en dos zonas situadas al norte y oeste de Veghel, a unos centenares de metros de los cuatro vitales puentes. Era una tarea formidable para que sus hombres la realizaran el Día D sin el apoyo de unidades auxiliares, pero Taylor creía que «con un poco de suerte podemos hacerlo».
La tarea de la 82.a Aerotransportada era más complicada. Su sector de quince kilómetros era más extenso que el de la 101.a. En este segmento central del corredor, había que tomar el gran puente de nueve ojos y setecientos metros de longitud sobre el río Mosa en Grave y, por lo menos, uno de los cuatro puentes, más pequeños, de ferrocarril y carretera sobre el Canal Mosa-Waal. El gran puente sobre el río Waal, en Nimega, casi en el centro de esta ciudad de noventa mil habitantes, era también un objetivo fundamental. Ninguno de ellos podría considerarse «asegurado» a menos que se ocuparan los altos de Groesbeek, que dominaban la región a tres kilómetros al sudoeste de Nimega. Al este estaba también el gran cinturón de bosques a lo largo de la frontera alemana —el Reichswald—, donde los alemanes podrían agruparse para el ataque. Cuando el general Gavin explicó a los oficiales de su cuartel general qué se esperaba de ellos, su jefe de Estado Mayor, coronel Robert H. Wienecke, protestó: «Necesitaremos dos divisiones para todo eso». Secamente, Gavin respondió: «Cierto, y vamos a hacerlo con una».
Recordando los ataques de la 82.a División Aerotransportada en Sicilia e Italia, cuando sus tropas quedaban a veces dispersas hasta una distancia de cincuenta kilómetros de su zona de lanzamiento (el chiste clásico en la división era que «siempre utilizamos pilotos ciegos»), Gavin estaba decidido a depositar esta vez a sus hombres casi sobre sus objetivos. Por orden de prioridad, decidió que sus objetivos eran: primero, los altos de Groesbeek; segundo, el puente de Grave; tercero, los pasos sobre el Canal Mosa-Waal; y, cuarto, el puente sobre el Waal, en Nimega. «Debido a la que sería probablemente una rápida reacción enemiga —recordó más tarde Gavin—, decidí lanzar la mayor parte de mis tropas entre los altos de Groesbeek y el Reichswald». Eligió dos zonas de aterrizaje en las proximidades de Groesbeek, a menos de dos kilómetros de los montes y a cinco o seis kilómetros al sudoeste de Nimega. Allí aterrizarían sus Regimientos 508.º y 505.º, así como el Estado Mayor del Cuartel General. El tercer regimiento, el 504.º, se situaría en el lado occidental de los altos de Groesbeek, en el triángulo comprendido entre el río Mosa y el Canal Mosa-Waal, a poco más de un kilómetro del extremo oriental del puente de Grave y a tres kilómetros al oeste de los puentes sobre el Canal Mosa-Waal. Para asegurar la captura del vital puente de Grave, que podría ser preparado para su demolición, desarrolló una fase adicional de su plan, en la que una compañía del 504º debía ser lanzada a un kilómetro del extremo occidental del puente. Antes de que el enemigo pudiera contraatacar, el 504º se precipitaría hacia el puente desde ambos extremos.
Evidentemente, el gran puente de Nimega era el más importante de todos sus objetivos y crucial para toda la Operación Market-Garden. Sin embargo, Gavin se daba perfecta cuenta de que, si no se tomaban los otros objetivos, el paso del Waal sería por sí solo inútil. El general Browning estaba de acuerdo con él. Si no se tomaban los primeros puentes, o si el enemigo conservaba los altos de Groesbeek, nunca se abriría el corredor para las fuerzas de Garden. Por consiguiente, ordenó específicamente Browning, Gavin no debía intentar un ataque sobre el puente de Nimega hasta que estuvieran asegurados los objetivos primarios.
Aunque le preocupaba la amplia dispersión de sus tropas, Gavin estaba satisfecho con el plan. Un aspecto le intranquilizaba, tal y como intranquilizaba a Taylor. Su división no estaría completa orgánicamente hasta que llegaran unidades de apoyo uno o dos días después del Día D, y se preguntaba cómo reaccionarían sus hombres, que todavía no sabían nada sobre Market-Garden. Sin embargo, en la experimentada 82.a la moral era elevada como siempre; muchos de sus hombres habían realizado ya tres saltos en combate. Saltador Jim Gavin, con sus treinta y siete años, el general de brigada más joven del Ejército de Estados Unidos, no tenía ninguna duda de que sus «fugitivos de la ley de los promedios», como se llamaban a sí mismos, realizarían su trabajo a la perfección.
La misión más difícil y peligrosa había sido encomendada a un modesto y reticente oficial de carrera, el general de división Robert Roy Urquhart, de cuarenta y dos años, comandante de la 1.a División Aerotransportada británica y de la Brigada polaca agregada.
A diferencia del general Browning y sus colegas estadounidenses, Urquhart, eficiente militar profesional que se había distinguido en África del norte, Sicilia e Italia, carecía de experiencia en este tipo de operaciones. Iba a ser la primera vez que mandara en combate una división aerotransportada. Browning lo había elegido porque «conservaba el ardor de la batalla», pero a Urquhart le había causado sorpresa su nombramiento. Siempre había considerado las unidades aerotransportadas «organizaciones estrechamente unidas, familias completamente exclusivas». Pero Urquhart confiaba en su capacidad para dirigir la unidad de élite. Una vez que las fuerzas tocaran tierra, las reglas fundamentales de combate continuaban siendo las mismas, y consideraba su división aerotransportada como «tropas de infantería dotadas de un alto grado de adiestramiento».
A pesar de su larga experiencia en combate, una cosa le preocupaba a Urquhart: nunca se había lanzado en paracaídas ni había montado en un planeador. «Incluso era propenso al mareo», observaría más tarde. Al asumir el mando de la división en enero de 1944, hacía nueve meses, Urquhart había sugerido al general Browning que, como comandante de la nueva división, quizá debiera tomar algunas lecciones de paracaidismo. Browning, que le pareció a Urquhart un «hombre flexible e impecable que daba la impresión de un inquieto halcón», replicó que la misión de Urquhart consistía en preparar a su división para una invasión del continente. Mirando al corpulento escocés de 1,85 metros de estatura y noventa kilos de peso, Browning añadió: «Deje los paracaídas para los jóvenes. No sólo es usted demasiado grande, sino que, además, está engordando[31]».
Durante los largos meses de adiestramiento, Urquhart se «sentía a menudo como un advenedizo, una especie de soldado novato». Tenía conciencia de «ser atentamente vigilado, sin hostilidad aunque varios oficiales tenían sus reservas y algunos no se molestaban en disimularlas. Estaba siendo sometido a juicio; mis actos estaban siendo juzgados. Era una situación muy poco envidiable, pero la aceptaba». Poco a poco, la seguridad y aplomo con que Urquhart dirigía la división le fue ganando la confianza de sus oficiales. Y entre los soldados, Urquhart era mucho más popular de lo que creía. El soldado James W. Sims, de la 1.a Brigada Paracaidista de la 1.a División Aerotransportada, recuerda «la suprema serenidad del general y su seguridad». El sargento John Rate, del cuartel general de la División, tenía la impresión de que «el general Urquhart hacía todo lo que hubiera que hacer. No se limitaba a pedir que lo hiciera otro. El general no se andaba con ceremonias». El soldado de transmisiones Kenneth John Pearce le llamó «un tipo estupendo. Nos llamaba “hijo” o empleaba nuestros nombres de pila si los conocía». Y del sargento Roy Ernest Hatch, del Regimiento de Pilotos de Planeadores, obtuvo Urquhart el cumplido supremo. «Era —aseguró Hatch— un maldito general al que no le importaba hacer el trabajo de un sargento».
Para frustración de Urquhart, su División no había sido elegida para la invasión de Normandía, y «transcurrió el interminable verano, planeando una operación tras otra, sólo para ver cómo iban siendo canceladas todas». Ahora, sus Diablos Rojos estaban «hambrientos de lucha». Casi habían renunciado. «Nos llamábamos a nosotros mismos “La División Abortada” —recuerda el comandante Geoffrey S. Powell, de la 4.a Brigada Paracaidista—. Suponíamos que se nos reservaba para el desfile de la victoria». En opinión de Urquhart, «se iba introduciendo lentamente en nuestras vidas una peligrosa mezcla de aburrimiento y cinismo. Sabíamos que, si no entrábamos pronto en combate, perderíamos la puesta a punto adquirida con nuestro entrenamiento. Estábamos dispuestos a aceptar gustosamente cualquier cosa, sin importarnos los riesgos».
El objetivo principal de Urquhart —el objetivo de la Operación Market-Garden— era el puente de acero y cemento que unía ambas orillas del Bajo Rin, en Arnhem. Además, los hombres de Urquhart tenían dos objetivos secundarios: un cercano puente de barcas y un puente ferroviario de dos direcciones a cuatro kilómetros río arriba, al oeste de la ciudad.
La misión de Urquhart presentaba una serie de problemas. Dos de ellos eran particularmente inquietantes. Informaciones sobre las defensas de artillería antiaérea pesada en la zona indicaban que se estaban agrupando varias unidades enemigas en las proximidades del puente de Arnhem. Y Urquhart se sentía preocupado por los tres días que serían precisos para que la totalidad de sus paracaidistas y soldados británicos y polacos llegara hasta sus objetivos. Ambos problemas ejercieron una influencia directa sobre la elección de los lugares de aterrizaje por parte de Urquhart. A diferencia de las Divisiones Aerotransportadas 82.a y 101.a, no podía elegir zonas situadas en el propio objetivo principal ni en sus alrededores. Lo ideal sería que sus fuerzas tomaran tierra cerca del puente de Arnhem, a ambos lados del río; pero el terreno de Urquhart no era en absoluto ideal. La salida norte del puente daba al centro, densamente poblado, de la ciudad misma de Arnhem. Junto a la salida sur, la tierra, un pólder, era, según todos los informes, demasiado pantanosa para los hombres o los planeadores. «Muchos de mis propios comandantes —recuerda Urquhart— estaban dispuestos a tomar tierra en la ribera meridional, aunque fuera pantanosa. De hecho, algunos estaban dispuestos a correr el riesgo de resultar heridos lanzándose sobre la ribera septentrional, en la ciudad misma».
Durante la semana anterior, las tripulaciones de los bombarderos que regresaban de otras misiones habían informado que había aumentado en un 30 por ciento el fuego antiaéreo en las proximidades del puente de Arnhem y desde el aeródromo de Deelen, a diez kilómetros al norte. A consecuencia de ello, los comandantes de la RAF cuyos pilotos debían remolcar los planeadores que transportaban a las tropas de Urquhart presentaron fuertes objeciones a las zonas de aterrizaje próximas al puente de Arnhem. Si estas zonas se hallaban cerca de la salida meridional, los aviones de remolque encontrarían, al virar al norte tras soltar los planeadores, un intenso fuego de artillería sobre el aeródromo. Virar hacia el sur era casi igual de malo; los aviones corrían el riesgo de entrar en colisión con los aparatos encargados de transportar a la 82.a División hasta Nimega, a 17 kilómetros de distancia. Urquhart se veía ante un dilema; podía insistir en que la RAF depositara sus tropas en las proximidades del puente, o podía elegir zonas de aterrizaje mucho más alejadas, fuera de Arnhem, con todos los peligros que tal elección entrañaba: retrasos, pérdida del efecto de sorpresa, posible oposición alemana. Los riesgos se multiplicaban porque el Día D Urquhart tendría sólo una parte de su División. «Mi problema consistía en transportar suficientes hombres en el primer vuelo —recordó Urquhart—, no sólo para tomar el puente principal en la ciudad misma, sino también para proteger y defender las zonas de lanzamiento y aterrizaje que deberían utilizar los vuelos posteriores. Para tomar el puente principal el primer día, mi fuerza se veía reducida a sólo una brigada de paracaidistas».
Ante estas restricciones, Urquhart se dirigió a Browning en solicitud de más aviones. Le parecía, dijo al comandante del Cuerpo, «que los americanos están recibiendo todo lo que necesitan». Browning discrepó. La asignación de aviones, aseguró a Urquhart, obedecía «exclusivamente a razones de prioridad y no a ninguna presión americana a alto nivel». La operación, explicó, debía ser planeada desde el sur hasta el norte, «de abajo arriba»; los objetivos de los sectores meridional y central del corredor debían «ser los primeros en tomarse para que pudieran pasar las fuerzas terrestres. En otro caso, quedaría aniquilada la 1.a Aerotransportada».
En su caravana de mando instalada en el campo de golf de Moor Park, cerca del club que el general Browning utilizaba como Cuartel General, Urquhart examinó sus mapas y ponderó la situación. Existían varios sectores despejados al norte de Arnhem, en un Parque Nacional, pero eran demasiado pequeños, y el terreno poco adecuado. En el mejor de los casos, estos lugares podrían dar cabida a una pequeña fuerza de paracaidistas, pero no a los planeadores. La única alternativa era aterrizar en unas extensiones de brezales y tierras de pastos bordeadas de pinares, a ochenta metros sobre el nivel del mar, situadas al oeste y noroeste de Arnhem. Los brezales eran firmes y lisos, perfectos para los planeadores y paracaidistas. Eran ideales en todos los aspectos, excepto en uno: se hallaban a una distancia del puente de Arnhem que oscilaba entre los nueve y los 27 kilómetros. Ante la continuada oposición de la RAF a un lanzamiento en la inmediata proximidad del puente, Urquhart decidió de mala gana elegir los lugares lejanos. «No había más remedio que aceptar los riesgos y trazar planes en consecuencia. No me quedaba otra opción[32]».
El 12 de septiembre, Urquhart tenía listo su plan. En el mapa se hallaban marcadas las cinco zonas de aterrizaje y lanzamiento que flanqueaban la vía férrea Arnhem-Amsterdam, en las cercanías de Wolfheze, aproximadamente a seis kilómetros al noroeste de Arnhem. Tres de las zonas se hallaban situadas al norte de Wolfheze y dos al sur, formando estas últimas una región irregular de más de dos kilómetros cuadrados y medio. Todas estaban, por lo menos, a nueve kilómetros del puente de Arnhem; la más lejana, al noroeste de Wolfheze, estaba a doce.
El Día D penetrarían dos brigadas: la 1.a Brigada de desembarco aéreo del general de brigada Philip Pip Hicks, destinada a defender las zonas de lanzamiento, y la 1.a Brigada Paracaidista del general de brigada Gerald Lathbury, que avanzaría hacia Arnhem y sus puentes ferroviarios y de carretera. Abriría el paso un escuadrón de reconocimiento compuesto por jeeps y motocicletas. Urquhart contaba que las especializadas tropas del comandante C. F. H. Freddie Gough, compuestas por unos 275 hombres en cuatro escuadrones —la única unidad de su clase en el Ejército británico— alcanzaran el puente de carretera y lo retuviesen hasta que llegara el grueso de la brigada.
Al día siguiente al Día D, debía llegar la 4.a Brigada Paracaidista del general de brigada John Shan Hackett, juntamente con el resto de la Brigada aérea; y, el tercer día, aterrizaría la 1.a Brigada Paracaidista polaca del general de división Stanislaw Sosabowski. Urquhart había señalado una sexta zona de lanzamiento para los polacos. Como se esperaba que, para dos días después del Día D, el puente estaría capturado y habrían quedado silenciadas las baterías antiaéreas, los polacos debían lanzarse sobre la orilla meridional del Bajo Rin, cerca del pueblo de Elden, a un kilómetro y medio al sur del puente de Arnhem.
Pese a los riesgos que debía asumir, Urquhart se sentía confiado. Creía que tenía «una operación razonable y un buen plan». Las bajas, pensaba, puede que «oscilen alrededor del treinta por ciento»; considerando la complicada naturaleza del ataque, no le parecía que el precio fuese demasiado alto. Al atardecer del 12 de septiembre, instruyó a sus comandantes sobre la operación, y, recuerda Urquhart, «todo el mundo pareció muy contento con el plan».
Un comandante, sin embargo, albergaba fuertes recelos. El general de división Stanislaw Sosabowski, el acicalado jefe de la 1.a Brigada Paracaidista polaca, tenía la seguridad de que «nos esperaba una lucha encarnizada». El exprofesor de la Academia Militar polaca había expresado ya su postura a los generales Urquhart y Browning cuando tuvo conocimiento de la Operación Comet. Había pedido entonces que Urquhart le diera sus órdenes por escrito para que «no se me haga responsable del desastre». Con Urquhart, había visitado a Browning y le había dicho que «no es posible que tenga éxito esta misión». Browning preguntó el motivo. Según recuerda Sosabowski, «le dije que sería un suicidio intentarla con las fuerzas que teníamos», y Browning respondió: «¡Pero, mi querido Sosabowski, los Diablos Rojos y los valerosos polacos pueden hacerlo todo!».
Ahora, una semana después, mientras escuchaba a Urquhart, Sosabowski pensó que «los británicos no sólo están subestimando la potencia alemana en la zona de Arnhem, sino que parecen ignorar también el significado que Arnhem tiene para la patria». Sosabowski creía que Arnhem representaba para los alemanes «la puerta de entrada a Alemania, y yo no esperaba que los alemanes la dejasen abierta». No creía que «las tropas estacionadas en la zona fuesen de muy poca importancia, con sólo unos cuantos maltrechos blindados». Se sintió aterrado cuando Urquhart dijo a los comandantes de brigada presentes que la 1.a Aerotransportada iba a ser lanzada «por lo menos a nueve kilómetros de distancia del objetivo». Para llegar hasta el puente, el grueso de las tropas necesitaría «realizar una marcha de cinco horas; ¿cómo podía lograrse así un efecto de sorpresa? Hasta el alemán más imbécil comprendería inmediatamente nuestros planes».
Había otra parte del plan que no le gustaba a Sosabowski. El material pesado y las municiones para su brigada iban a ser transportados en planeador en un vuelo anterior. Así, pues, sus depósitos se hallarían en una zona septentrional, cuando sus tropas aterrizaban en la orilla meridional. ¿Qué sucedería si el puente no había sido ocupado para cuando aterrizaran los polacos? Mientras Urquhart exponía el plan, Sosabowski se enteró con estupefacción que, si el puente continuaba todavía en manos alemanas, debían tomarlo sus tropas polacas.
Pese a sus inquietudes, Sosabowski permaneció silencioso en la reunión del 12 de septiembre. «Recuerdo que Urquhart inquirió si había alguna pregunta que hacer, y nadie formuló ninguna. Todo el mundo permaneció negligentemente sentado, con las piernas cruzadas y aire aburrido. Yo quería decir algo sobre este increíble plan, pero me fue imposible. Ya era bastante impopular, y, de todos modos, ¿quién me habría escuchado?».
Más tarde, cuando en el Cuartel General de Browning se expuso ante todos los comandantes el plan completo de la operación aerotransportada, hubo otros que también sintieron graves dudas sobre la parte británica del plan, pero guardaron silencio. El general de brigada James M. Gavin, comandante de la 82.a Aerotransportada estadounidense, quedó tan asombrado al conocer la elección realizada por Urquhart de los lugares de aterrizaje que le dijo a su jefe de operaciones, el teniente coronel John Norton: «Dios mío, no lo puede estar diciendo en serio». Norton quedó igualmente aterrado. «Así es —dijo sombríamente—, pero no quiero demostrarlo». En opinión de Gavin, era mucho mejor aceptar «un diez por ciento de bajas iniciales efectuando el lanzamiento sobre el mismo puente o en sus proximidades que correr el riesgo de aterrizar en zonas lejanas». Le sorprendía «que el general Browning no presentara objeciones al plan de Urquhart». Pero Gavin no dijo nada, «pues supuse que los británicos, con su gran experiencia en combate, sabían exactamente lo que estaban haciendo».