Mientras Von Rundstedt actuaba a la desesperada para salvar al atrapado 15.º Ejército, a 225 kilómetros de distancia, en Amberes, el general de división George Philips Roberts, comandante de la 11.ª División Blindada británica, informaba jubiloso a sus superiores de un sorprendente acontecimiento. Sus hombres habían capturado no solamente la ciudad, sino también el enorme puerto.
Juntamente con la División Blindada de Guardias, los tanques de Roberts habían realizado un extraordinario avance de más de 350 kilómetros en sólo cinco días. La vanguardia del gran Segundo Ejército británico del teniente general Miles C. Dempsey había recibido del teniente general Brian Horrocks, comandante del XXX Cuerpo, la orden de «continuar avanzando como locos». Dejando que los Guardias tomaran Bruselas, la división de Roberts rebasó la ciudad y, en las primeras horas del 4 de septiembre, con la valerosa ayuda de la Resistencia belga, entró en Amberes. En ese momento, unas 36 horas después, tras limpiar las instalaciones de aturdidos enemigos dominados por el pánico, Roberts informó que sus hombres habían capturado intacta la inmensa zona portuaria de Amberes, de dos mil hectáreas. Se habían apoderado de almacenes, grúas, puentes, cinco kilómetros de muelles, esclusas, diques secos, material móvil, e, increíblemente, incluso las importantes compuertas accionadas eléctricamente, en perfecto estado de funcionamiento.
Los planes alemanes para destruir el puerto habían fracasado. Se habían colocado explosivos en los puentes principales y otras instalaciones clave, pero, desbordada por la espectacular rapidez de los británicos y de los grupos de Resistencia (entre los que se hallaban ingenieros belgas que conocían con exactitud los puntos en que se habían colocado las cargas de demolición), la desorganizada guarnición alemana no llegó a tener oportunidad de destruir las vastas instalaciones portuarias.
Roberts, de treinta y siete años, había ejecutado brillantemente sus órdenes. Por desgracia, en uno de los mayores errores de la guerra europea, nadie le había instruido para que sacara partido de la situación, esto es, que avanzara hacia el norte, ocupara cabezas de puente sobre el Canal Albert en los suburbios septentrionales y luego se dirigiera rápidamente a la base de la península de Beveland del Sur, a sólo 25 kilómetros de distancia. Ocupando su istmo de tres kilómetros de anchura, Roberts podía haber copado a las fuerzas alemanas, como acción previa a la limpieza de la vital orilla norte. Fue una omisión trascendental[15]. El puerto de Amberes, una de los más importantes botines de guerra, estaba asegurado; pero no lo estaban sus accesos, que continuaban en poder de los alemanes. Esta gran instalación, que hubiera podido acortar y nutrir las líneas de aprovisionamiento aliadas a todo lo largo del frente, no se utilizaba. Pero, en la turbulenta atmósfera del momento, nadie consideró esto como algo más que una situación temporal. A pesar de todo, parecía que no hubiera ninguna prisa. Con el desmoronamiento de los alemanes, la limpieza de enemigos podría tener lugar en cualquier momento. La 11.a Blindada, cumplida su misión, mantuvo sus posiciones esperando nuevas órdenes.
El magnífico avance de las fuerzas blindadas de Dempsey en el norte, equiparable al de las de Patton al sur de las Ardenas, había completado ya su recorrido, aunque pocos se daban cuenta de ello. Los hombres de Roberts estaban exhaustos, escasos de gasolina y provisiones. Otro tanto le ocurría a lo que quedaba del XXX Cuerpo del general Brian Horrocks. Así, pues, aquella misma tarde, la implacable presión que había hecho retroceder hacia el norte a los alemanes, quebrantados y desmoralizados, se relajó súbitamente. El error cometido en Amberes se agravó cuando los británicos se detuvieron para «efectuar reparaciones, repostar y descansar».
El general Brian Horrocks, el eficiente y dinámico comandante del XXX Cuerpo, ni siquiera había pensado en Amberes[16]. Al igual que el mariscal de campo Montgomery, comandante del 21.º Grupo de Ejércitos británico, su atención estaba concentrada en otro objetivo: el cruce del Rin y un rápido final de la guerra. Hacía sólo unas horas, enardecido por la energía y el empuje de sus ejércitos, Montgomery había cablegrafiado al comandante supremo, general Dwight Eisenhower: «Hemos llegado ahora a un punto en el que es posible que un potente y vigoroso avance hacia Berlín nos lleve allí y ponga así fin a la guerra».
En Londres, Su Alteza Real el príncipe de Holanda, conferenció con la reina Guillermina y luego, telefoneó a Canadá, a su esposa la princesa Juliana. Le pidió que volara inmediatamente a Inglaterra y estuviera lista para regresar a Holanda en cuanto fuera liberado el país. Su prolongado exilio estaba a punto de terminar. La liberación, cuando se produjera, sería rápida. Debían estar preparados. Sin embargo, Bernardo estaba intranquilo.
Durante las últimas 72 horas, los mensajes que le llegaban de la Resistencia habían subrayado una y otra vez la desbandada alemana de Holanda y habían repetido la noticia de que continuaba todavía la retirada iniciada el 2 de septiembre. En aquel momento, a 5 de septiembre, los dirigentes de la Resistencia informaban que, aunque los alemanes seguían desorganizados, el éxodo parecía estar frenándose. Bernardo había tenido también noticias del primer ministro holandés en el exilio. El primer ministro Gerbrandy estaba un tanto turbado. Evidentemente, su mensaje radiodifundido del 3 de septiembre era prematuro; estaba claro que las tropas aliadas no habían cruzado aún la frontera holandesa. El príncipe y el primer ministro consideraron las razones de ello. ¿Por qué no habían avanzado los británicos? De los mensajes que recibían de la Resistencia, se deducía que la situación en Holanda estaba clara.
Aunque Bernardo carecía de conocimientos militares y dependía de sus consejeros, estaba desconcertado[17]. Si los alemanes continuaban desorganizados y, como creían sus líderes de la Resistencia, un «ataque llevado a cabo por unos cuantos tanques» podía liberar al país «en cuestión de horas», ¿por qué, entonces, no avanzaban los británicos? Tal vez Montgomery no concedía crédito a los informes de la Resistencia holandesa porque los consideraba superficiales o poco fidedignos. Bernardo no podía encontrar otra explicación. ¿Por qué, si no, vacilaban los británicos, en lugar de cruzar la frontera enseguida? Aunque se hallaba en constante contacto con sus ministros, con el embajador de Estados Unidos, Anthony Biddle, y con el jefe del Estado Mayor de Eisenhower, Bedell Smith, por lo que sabía perfectamente que en aquellos momentos el avance era tan fluido que la situación cambiaba casi de hora en hora, Bernardo pensó que prefería tener información de primera mano. Tomó una decisión: solicitaría al SHAEF permiso para volar a Bélgica y entrevistarse lo antes posible con el mariscal de campo Montgomery. Tenía fe absoluta en el alto mando aliado y, en particular, en Montgomery. Sin embargo, si algo marchaba mal, Bernardo tenía que saberlo.
En su espartano cuartel general instalado en tiendas de campaña en los jardines del Palacio Real de Laeken, a pocos kilómetros del centro de Bruselas, el mariscal de campo Bernard Law Montgomery esperaba con impaciencia una respuesta a su mensaje cifrado «personal y reservado a Eisenhower». Su urgente petición de un potente y vigoroso avance sobre Berlín fue enviada en las últimas horas del 4 de septiembre. En ese momento, al mediodía del 5 de septiembre, el rudo y fornido héroe de El Alamein, de cincuenta años de edad, esperaba una respuesta y se inquietaba con impaciencia por el curso futuro de la guerra. Dos meses antes de la invasión de Normandía, había dicho: «Si hacemos debidamente nuestro trabajo y no se cometen errores, creo que Alemania estará fuera de combate este año». La inmutable opinión de Montgomery era que se había cometido un trascendental error estratégico poco antes de que los Aliados conquistaran París y cruzaran el Sena. La «táctica de frente amplio» de Eisenhower —llevar directamente sus ejércitos hasta las fronteras del Reich y subir luego hacia el Rin— tal vez fuera válida cuando se planeó la invasión, pero el británico creía que, tras el súbito y desordenado derrumbamiento de los alemanes, se había quedado ya obsoleta. Según la expresión de Montgomery, esa estrategia había quedado «desfasada». Y su experiencia militar le decía que «no podremos lograr nuestros objetivos y… nos veremos enfrentados a una larga campaña de invierno, con todo lo que eso supondría para el pueblo británico».
El 17 de agosto había propuesto al general Omar N. Bradley, comandante del 12.º Grupo de Ejércitos estadounidenses un plan de ataque único. Su grupo de ejércitos y el de Bradley permanecerían «juntos como una sólida masa de cuarenta divisiones, cuyo poderío le debería permitir no temer nada. Esta fuerza debería avanzar hacia el nordeste». El 21.º Grupo de Ejércitos de Montgomery despejaría la costa del Canal y tomaría Amberes y el sur de Holanda. El 12.º Grupo de Ejércitos estadounidenses de Bradley, apoyado su flanco derecho en las Ardenas, avanzaría hacia Aquisgrán y Colonia. El objetivo básico de la acción propuesta por Montgomery era «establecer cabezas de puente sobre el Rin antes de que empiece el invierno y apoderarse rápidamente del Ruhr». Tenía la teoría de que, con toda probabilidad, ello pondría fin a la guerra. El plan de Montgomery preveía la participación de tres de los cuatro ejércitos de Eisenhower: el Segundo británico, el Primero estadounidense y el Primero canadiense. Montgomery prescindía del cuarto, el Tercer Ejército americano de Patton, que en aquellos momentos ocupaba los titulares periodísticos en todo el mundo por sus espectaculares avances. Sugirió tranquilamente que debía hacer un alto.
Unas 48 horas después supo que Bradley, del que había creído que apoyaría su idea, era en realidad favorable a un ataque estadounidense, un avance de Patton hacia el Rin y Frankfurt. Eisenhower rechazó ambos planes; no estaba dispuesto a modificar su estrategia. El comandante supremo quería mantenerse lo suficientemente flexible como para avanzar hacia el Ruhr y también hacia el Sarre en cuanto lo permitiesen las circunstancias. Para Montgomery, esto no era ya la «táctica de frente amplio», sino un plan de ataque doble. Pensaba que todo el mundo estaba haciendo las cosas a su manera, especialmente Patton, que parecía gozar de una enorme libertad de acción. En opinión de Montgomery, el empeño de Eisenhower en persistir en su primitiva idea revelaba con claridad que el comandante supremo «había perdido por completo el contacto con la batalla terrestre».
La opinión de Montgomery se basaba en un reciente acontecimiento que había provocado su enfado y que, a su entender, había rebajado el papel que le tocaba desempeñar. Ya no era el coordinador general de la batalla terrestre. El 1 de septiembre, Eisenhower había asumido personalmente el mando. Como el comandante supremo consideraba a Montgomery experto táctico en el campo de batalla, había concedido al general británico el control operacional del asalto que se iba a realizar el Día D y del período inicial de lucha que seguiría. Así pues, el 12.º Grupo de Ejércitos del general Omar N. Bradley había quedado bajo el mando de Montgomery. A finales de agosto, aparecieron en Estados Unidos artículos periodísticos revelando que el cuerpo de ejército de Bradley continuaba operando bajo el mando de Montgomery, lo cual suscitó un furor popular tal que el general George C. Marshall, jefe del Estado Mayor estadounidense, no tardó en ordenar a Eisenhower que «asumiera inmediatamente el mando directo» de todas las fuerzas terrestres. Los ejércitos americanos volvieron a quedar bajo mando americano. La medida cogió desprevenido a Montgomery. Como más tarde dijo su jefe de Estado Mayor, general Francis de Guingand: «Yo creo que Montgomery nunca pensó que ese día llegaría tan pronto. Posiblemente, esperaba que el mando inicial establecido durara mucho tiempo. A mi parecer, tendía a no conceder la debida importancia a los dictados de la fama y de los sentimientos nacionales, ni a la creciente contribución de Estados Unidos, tanto en hombres como en armas…, sin embargo, para la mayoría de nosotros resultaba evidente que habría sido una situación insostenible para un general y un cuartel general británicos conservar indefinidamente el mando de estas formaciones americanas más numerosas[18]». Tal vez resultara evidente para sus hombres, pero no para Montgomery. Se sintió públicamente humillado[19].
No era ningún secreto que Monty y su superior, sir Alan Brooke, jefe del Alto Estado Mayor Imperial, eran críticos acérrimos de Eisenhower. Ambos le consideraban ambivalente e indeciso. En una carta dirigida a Montgomery el 28 de julio, Brooke comentaba que Eisenhower sólo tenía «una muy vaga concepción de la guerra». En otra ocasión, definió al comandante supremo como «una personalidad muy atractiva», pero con «una inteligencia muy, muy limitada desde un punto de vista estratégico». Montgomery, hombre que jamás recurría a eufemismos, vio «desde el principio que, simplemente, Ike no tenía experiencia para el cargo», y, en su opinión, si bien la Historia recordaría a Eisenhower «como un excelente comandante supremo, como comandante de campaña era muy malo, muy malo[20]». Furioso, Montgomery, empezó a fomentar la idea de un «comandante de fuerzas terrestres» general, un puesto a medio camino entre los grupos de ejércitos y Eisenhower. Sabía quién era el hombre indicado para el puesto: él mismo. Eisenhower estaba al tanto de la campaña velada, pero no perdió la calma. El comandante supremo era, a su manera, tan obstinado como Montgomery. Las órdenes recibidas del general Marshall estaban claras, y no tenía la menor intención de tomar en consideración la idea de ningún comandante terrestre general que no fuera él mismo.
Montgomery no tuvo oportunidad de discutir directamente con Eisenhower su plan de ataque único ni sus ideas sobre un comandante de fuerzas terrestres hasta el 23 de agosto, cuando el comandante supremo fue a almorzar al Cuartel General del 21.º Grupo de Ejércitos. Entonces, el desabrido Montgomery, con extraordinaria falta de tacto, insistió en mantener una conversación privada con el comandante supremo. Pidió que fuera excluido de la conferencia el jefe del Estado Mayor de Eisenhower, general Bedell Smith. Smith salió de la tienda y durante una hora, Eisenhower, manteniendo ceñudamente la calma, escuchó las argumentaciones de su subordinado sobre la necesidad de «un plan firme y sólido». Montgomery pidió que Eisenhower «decidiera dónde debía estar el esfuerzo principal» para que «pudiéramos estar seguros de obtener rápidamente resultados decisivos». Una y otra vez, presionó en favor del «ataque único», advirtiendo que, si el comandante supremo continuaba la «estrategia de frente amplio, con la línea entera avanzando y luchando todos a la vez, el avance se frustraría inevitablemente». Si ocurría eso, advirtió Montgomery, «los alemanes ganarán el tiempo necesario para recuperarse, y la guerra continuará durante todo el invierno y bien entrado el año 1945. Si dividimos los canales de abastecimiento», dijo Montgomery, «y avanzamos en un frente amplio, seremos tan débiles en todas partes que no tendremos ninguna posibilidad de éxito». En su opinión, solamente había una táctica: «detener la derecha y golpear con la izquierda, o detener la izquierda y golpear con la derecha». Solamente podía haber un ataque, y todo debía apoyarlo.
Eisenhower veía la propuesta de Montgomery como una gigantesca apuesta. Podía producir una victoria rápida y decisiva. Podía, por el contrario, terminar en un desastre. No estaba dispuesto a aceptar los riesgos que implicaba. Además, se encontraba atrapado entre Montgomery por una parte, y Bradley y Patton por la otra, cada uno de ellos propugnando «el ataque principal», deseando cada uno que les fuera encomendada su realización.
Hasta ese momento, Montgomery, famoso por sus tácticas lentas aunque fructíferas, no había demostrado que supiera explotar una situación con la rapidez de Patton; y en aquellos instantes, el ejército de Patton, mucho más adelantado que todos los demás, había atravesado el Sena y avanzaba a toda velocidad hacia Alemania. Diplomáticamente, Eisenhower explicó a Montgomery que, cualesquiera que fueran las ventajas de un ataque único, difícilmente podía hacer retroceder a Patton y obligar a detenerse al Tercer Ejército estadounidense. «El pueblo americano —dijo el comandante supremo— nunca lo toleraría y la opinión pública gana las guerras». Montgomery discrepó acaloradamente. «Las guerras se ganan con victorias —anunció—. Déle una victoria al pueblo y no le importará quién la ganó».
Eisenhower no quedó convencido. Aunque no lo dijo en aquel momento, pensó que el punto de vista de Montgomery era «demasiado estrecho», y que el mariscal de campo no «comprendía la situación general». Eisenhower explicó a Montgomery que quería que Patton continuara hacia el este a fin de que pudiera establecerse un enlace con las fuerzas americanas y francesas que avanzaban desde el sur. En resumen, dejó perfectamente claro que continuaría su «táctica de frente amplio».
Montgomery pasó entonces a tratar la cuestión de un comandante terrestre. «Alguien debe dirigir en su lugar la batalla terrestre». Eisenhower, señaló Montgomery, debía «situarse en un punto muy elevado a fin de poder contemplar con perspectiva suficiente todo el complicado problema, que afecta a la tierra, el mar, el aire, etcétera». Pasó de la arrogancia a la humildad. Si la cuestión «de la opinión pública de América es decisiva», declaró Montgomery, gustosamente «dejaría a Bradley controlar la batalla, y actuaría a sus órdenes».
Eisenhower rechazó rápidamente la sugerencia. Situar a Bradley por encima de Montgomery sería tan inaceptable para el pueblo británico como lo contrario lo sería para los americanos. Le explicó que en cuanto a su propio papel, no podía desviarse del plan para asumir el control personal de la batalla. Pero, tratando de encontrar una solución a algunos de los problemas inmediatos, estaba dispuesto a hacerle ciertas concesiones a Montgomery. Necesitaba los puertos del Canal y Amberes. Eran vitales para el problema aliado de aprovisionamiento. Así pues, por el momento, dijo Eisenhower, se concedería prioridad al avance hacia el norte del 21.º Grupo de Ejércitos. Montgomery podía utilizar el Primer Ejército Aerotransportado aliado en Inglaterra, en aquel momento la única reserva del SHAEF. Además, podía tener el apoyo del Primer Ejército estadounidense, que maniobraba a su derecha.
Montgomery, en palabras del general Bradley, «había ganado la escaramuza inicial», pero el británico distaba mucho de estar satisfecho. Tenía la firme convicción de que Eisenhower había desperdiciado la «gran oportunidad». Patton compartió esa opinión —por razones diferentes— cuando le llegó la noticia. No sólo había concedido Eisenhower prioridad a Montgomery a expensas del Tercer Ejército estadounidense, sino que también había rechazado la propuesta de Patton de un avance hacia el Sarre. Para Patton, era «el más trascendental error de la guerra».
En las dos semanas transcurridas desde que tuviera lugar este choque de personalidades y de filosofías militares opuestas, habían sucedido muchas cosas. El 21.º Grupo de Ejércitos de Montgomery rivalizaba ahora en velocidad con el de Patton. Para el 5 de septiembre, con sus unidades de vanguardia ya en Amberes, Montgomery estaba más convencido que nunca de que era correcta su idea de ataque único. Estaba decidido a conseguir que se revocara la decisión del comandante supremo. Se había llegado a un crucial punto de inflexión en el conflicto. Montgomery tenía la convicción de que los alemanes se tambaleaban al borde del colapso.
No era el único en creerlo. En casi todos los niveles de mando, los oficiales de los servicios de información estaban profetizando el inminente fin de la guerra. La estimación más optimista procedía del Comité Combinado de Información Aliada, en Londres. La situación alemana se había deteriorado de tal manera que el grupo consideraba al enemigo incapaz de recuperarse. Existían toda clase de indicios, decía su estimación, de que «es improbable que una resistencia organizada bajo el control del Alto Mando alemán continúe más allá del 1 de diciembre de 1944 y… puede, incluso, terminar antes». El Cuartel General Supremo compartía este optimismo. A finales de agosto, el informe de los servicios de inteligencia del SHAEF declaraba que «las batallas de agosto han tenido un efecto fulminante y el enemigo ha recibido un duro castigo en el oeste. Dos meses y medio de encarnizados combates han puesto ante nuestros ojos, casi al alcance de la mano, el fin de la guerra en Europa». Ahora, una semana después, consideraba que el ejército alemán «no es ya una fuerza coherente, sino una multitud de grupos fugitivos, desorganizados e, incluso, desmoralizados, faltos de armas y equipo». Incluso el conservador general de división John Kennedy, director de operaciones militares del británico Ministerio de la Guerra, anotó el 6 de septiembre que «si seguimos a la misma marcha, estaremos en Berlín para el día 28…».
En este coro de optimistas predicciones parecía haber una sola voz discrepante. El jefe del servicio de información del Tercer Ejército de Estados Unidos, coronel Oscar W. Koch, creía que el enemigo era todavía capaz de sostener una lucha desesperada y advertía que «salvo que se produzca un levantamiento interno en la metrópoli o, lo que constituye una remota posibilidad, estalle una insurrección en el seno de la Wehrmacht…, los ejércitos alemanes continuarán luchando hasta ser destruidos o capturados[21]». Pero la cautelosa valoración de su propio oficial de inteligencia significaba poco para el efervescente comandante del Tercer Ejército, teniente general George S. Patton. Como Montgomery en el norte, Patton en el sur estaba ahora a sólo 150 kilómetros del Rin. También él creía que, como había dicho Montgomery, había llegado el momento de «lanzarnos de cabeza en el territorio enemigo con un solo y profundo ataque» y poner fin a la guerra. La única diferencia estribaba en sus ideas respecto a quién debía lanzarse de cabeza. Ambos comandantes, estimulados por la victoria y deseosos de gloria, rivalizaban ahora por disponer de esa oportunidad. En su celo, Montgomery había limitado su rivalidad exclusivamente a Patton: un mariscal de campo británico al mando de todo un grupo de ejércitos estaba tratando de superar en rapidez a un teniente general americano que mandaba un solo ejército.
Pero, a todo lo largo del frente, la fiebre del triunfo atacaba a los jefes de tropas. Tras la espectacular carrera a través de Francia y Bélgica y comprobando a su alrededor la evidencia de la derrota alemana, los hombres creían que nada podía impedir la continuación del victorioso avance a través de la Línea Sigfrido y su penetración hasta el corazón de Alemania. Sin embargo, era necesaria una presión aliada firme y constante para mantener en jaque y desorganizado al enemigo. El mantenimiento de esa presión había originado una crisis que pocos parecían advertir. El desatado optimismo rozaba el autoengaño, pues en aquellos momentos los grandes ejércitos de Eisenhower, tras un impetuoso avance de más de trescientos kilómetros desde las orillas del Sena, habían caído en un gigantesco problema de mantenimiento y aprovisionamiento. Después de seis semanas de avance casi ininterrumpido sin encontrar apenas oposición, pocos advirtieron la súbita disminución de impulso. Pero, a medida que los primeros tanques se acercaban al umbral de Alemania y comenzaban a explorar en algunos puntos la solidez de la Muralla Occidental, empezó a decrecer el ímpetu. El avance aliado había terminado, estrangulado por su propio éxito.
El principal problema que dificultaba el avance era la falta de puertos. No había escasez de provisiones, pero éstas se amontonaban en Normandía, donde continuaban siendo llevadas a través de las playas o por el único puerto utilizable, Cherburgo, a unos 700 kilómetros por detrás de los elementos de vanguardia. Aprovisionar desde tanta distancia a cuatro grandes ejércitos en pleno avance constituía una labor de pesadilla. La falta de medios de transporte contribuía a la creciente parálisis. Las redes ferroviarias, bombardeadas en los días anteriores a la invasión o destruidas por los resistentes franceses, no podían ser reparadas con la suficiente rapidez. Sólo ahora comenzaban a tenderse oleoductos para la conducción de gasolina. A consecuencia de ello, era necesario transportarlo todo por carretera, desde las raciones alimenticias hasta la gasolina, y había una frustrante escasez de camiones.
Al objeto de no ceder el ritmo del avance, que, día tras día, continuaba más hacia el este, se estaba recurriendo a toda clase de vehículos. Piezas de artillería, cañones antitanques y tanques de reserva habían sido despojados de sus sistemas de tracción para poder utilizar éstos para el transporte de suministros. Se había privado a las divisiones de sus compañías de transporte. Los británicos habían abandonado al oeste del Sena un cuerpo de ejército entero, con el fin de que sus transportes pudieran servir al resto de las fuerzas que continuaban el rápido avance. Las dificultades de Montgomery aumentaron con el descubrimiento de que 1400 camiones británicos de tres toneladas eran inservibles a causa de unos pistones defectuosos.
En aquel momento, en un hercúleo esfuerzo por lograr mantener en marcha el avance, una cinta sin fin de camiones —el Red Ball Express— se movía sin descanso hacia el este, entregaba sus provisiones y regresaba al oeste en busca de más, de manera que a menudo algunos convoyes realizaban un agotador viaje de ida y vuelta de entre 1000 y 1500 kilómetros. A pesar de utilizar día y noche todos los medios de transporte disponibles y de aplicar las más rigurosas economías por los comandantes de tropas, era imposible hacer frente a las demandas de provisiones de los ejércitos. Sobrecargada por encima de su capacidad, la improvisada estructura de aprovisionamiento casi había llegado al límite de su resistencia.
Además del agudo problema del transporte, tras el fulminante avance desde Normandía los hombres estaban fatigados y el material, gastado. Tanques, camionetas y vehículos de todo tipo habían sido utilizados durante tanto tiempo sin los debidos cuidados de mantenimiento que se estaban averiando uno tras otro. Y, sobre todo, se acusaba una crítica escasez de gasolina. Los ejércitos de Eisenhower, que necesitaban cuatro millones de litros diarios, estaban recibiendo sólo una fracción de esa cantidad.
Las consecuencias eran gravísimas. En Bélgica, mientras el enemigo huía ante él, todo un cuerpo del Primer Ejército estadounidense tuvo que permanecer detenido durante cuatro días al habérsele agotado la gasolina. El Tercer Ejército de Patton, que avanzaba sin encontrar apenas oposición a más de 150 kilómetros por delante de todos los demás, se vio obligado a parar durante cinco días a orillas del Mosa porque las columnas blindadas se habían quedado sin combustible. Patton montó en cólera cuando descubrió que, del millón y medio de litros que había pedido, solamente había recibido 120 000 por razones de prioridad. Ordenó al instante al comandante de su cuerpo de vanguardia: «¡Mueva el culo a toda velocidad, avance hasta secar los motores y, luego, bájense y continúen a pie, maldita sea!». Ante el Alto Mando de su Cuartel General, Patton rugió que estaba «luchando contra dos enemigos, los alemanes y nuestro propio alto mando. Yo puedo habérmelas con los alemanes, pero no estoy seguro de que pueda vencer contra Montgomery y Eisenhower». Lo intentó. Convencido de que podía abrirse paso hasta Alemania en cuestión de días, Patton interpeló furiosamente a Bradley y Eisenhower. «Mis hombres pueden comerse los cinturones —bramó—, pero mis tanques necesitan gasolina».
La aplastante derrota de los alemanes en Normandía y la rápida y sistemática aniquilación de sus fuerzas tras el derrumbamiento del frente habían sido la causa de la crisis logística. Basándose en la suposición de que el enemigo presentaría resistencia y lucharía en las diversas líneas fluviales históricas, los planeadores de la invasión habían previsto un avance más comedido. Se presumió que tendría lugar una pausa para la reagrupación de fuerzas y acumulación de suministros una vez que se hubiera afianzado la cabeza de playa de Normandía y capturados los puertos del Canal. Se esperaba que la estabilización de posiciones se situara al oeste del Sena, adonde, según el calendario previsto, no se llegaría hasta el 4 de septiembre (90 días después del Día D). La súbita desintegración de las fuerzas enemigas y su precipitada huida hacia el este había echado por tierra el calendario aliado. ¿Quién hubiera podido prever que para el 4 de septiembre los blindados aliados se encontrarían a trescientos kilómetros al este del Sena y habrían entrado en Amberes? El Estado Mayor de Eisenhower había calculado que se necesitarían unos once meses para llegar a la frontera alemana en Aquisgrán. Ahora, mientras las columnas de tanques se aproximaban al Reich, los Aliados se habían adelantado casi siete meses respecto al programa de avance previsto. Resultaba poco menos que milagroso el hecho de que el sistema de aprovisionamiento y transporte, concebido para un ritmo de marcha mucho menor, hubiera resistido la tensión del impetuoso avance.
Sin embargo, a pesar de la crítica situación logística, nadie estaba dispuesto a admitir que los ejércitos debían detenerse tan pronto o que había terminado el avance. «Todos los comandantes, de división para arriba —escribió más tarde Eisenhower—, estaban obsesionados con la idea de que sólo con unas cuantas toneladas más de suministros, podían dar el empujón definitivo y ganar la guerra… En consecuencia, cada comandante pedía y exigía prioridad sobre todos los demás, y era por completo innegable que todos tenían ante sí oportunidades que había que aprovechar rápidamente y que, por lo tanto, hacían perfectamente lógicas sus demandas». Sin embargo, el optimismo había contagiado incluso al comandante supremo. Evidentemente, creía que podía mantenerse el ímpetu del avance durante el tiempo suficiente para que los ejércitos aliados desbordaran la Línea Sigfrido antes de que los alemanes tuvieran una oportunidad de defenderla, pues veía indicios de «derrumbamiento» en «todo el frente». El 4 de septiembre, ordenó que «el 12.º Grupo de Ejércitos (de Bradley) capturara el Sarre y la zona de Frankfurt». «El 21.º Grupo de Ejércitos (de Montgomery) capturará el Ruhr y Amberes».
Incluso Patton pareció apaciguarse por el anuncio. Ahora estaba seguro de que, con suministros adecuados, su poderoso Tercer Ejército podría, por sí solo, llegar al industrial Sarre y desde allí, avanzar hasta el Rin[22]. Y, en la atmósfera de victoria sin precedentes que reinaba, Montgomery volvió a insistir obstinadamente en su postura en su mensaje cifrado del 4 de septiembre. Esta vez fue mucho más allá que en su propuesta del 17 de agosto y su conversación con Eisenhower del 23 de agosto. Convencido de que los alemanes estaban destrozados, el comandante del 21.º Grupo de Ejércitos británico creía que no solamente podía alcanzar el Ruhr, sino llegar hasta el propio Berlín.
En su mensaje de nueve párrafos a Eisenhower, Montgomery manifestaba una vez más las razones en las que basaba su convicción de que había llegado el momento de un «potente y vigoroso ataque». Los Aliados tenían dos posibilidades estratégicas, «una por el Ruhr y la otra por Metz y el Sane». Pero, alegaba, como «no tenemos recursos suficientes, no se podrían mantener dos avances de este tipo». Solamente había posibilidad de éxito para uno de ellos, el suyo. En opinión de Montgomery, ese avance, el septentrional «por el Ruhr», era el que «más posibilidades tiene de producir los mejores y más rápidos resultados». Para garantizar su éxito, el ataque único de Monty necesitaría «todos los recursos de mantenimiento…, sin restricciones». Continuaba manifestando lo seguro que estaba tanto de la excelencia de su propio plan como de su pericia y certeza de ser el hombre más indicado para llevarlo a cabo. Simultáneamente, deberían realizarse otras operaciones con todo el apoyo logístico que quedaba. No podía haber término medio, advertía al comandante supremo. Desechaba la posibilidad de dos avances, porque «dividiría nuestros recursos logísticos de tal modo que ninguno de los ataques tendría la potencia necesaria» y, como resultado, «prolongaría la guerra». Tal y como Montgomery lo veía, el problema era «muy sencillo y definido». Pero el momento era de «tal importancia… que se requiere una decisión inmediata».
Áspero y autocrático, el comandante británico más popular desde Wellington estaba obsesionado por sus propias creencias. Considerando la crítica situación logística, creía que su teoría del ataque único era ahora más válida de lo que había sido dos semanas antes. Con su aire huraño —e indiferente a la acogida que pudiera dispensarse al tono de su mensaje—, Montgomery no estaba sugiriendo simplemente una línea de acción al comandante supremo; el mariscal de campo estaba ordenándola. Eisenhower debía detener al resto de ejércitos en el lugar en el que se encontraban —en particular el de Patton— para que todos los recursos pudieran ser puestos a disposición de su ataque único. Y su mensaje número M-160 finalizaba con una típica muestra de la arrogancia de Montgomery. «Si viene usted por aquí, tal vez quiera considerarlo y discutirlo —proponía—. En tal caso, me complacerá mucho que almorcemos juntos mañana. No piense que puedo abandonar esta batalla precisamente ahora». En su ansiedad por que no se desperdiciara esta última oportunidad de acabar con los alemanes, no se le ocurrió a Montgomery que sus palabras rozaban la insolencia. Se aferraba como una lapa a su plan de ataque único. Pues ahora estaba seguro de que hasta Eisenhower debía comprender que había llegado el momento de asestar el golpe final.
En el dormitorio de su villa en Granville, en la costa occidental de la península de Cherburgo, el comandante supremo leyó con irritada incredulidad el mensaje número M-160 de Montgomery. Eisenhower, de cincuenta y cinco años, consideraba «ilusoria» y «fantástica» la propuesta de Montgomery. Ya eran tres las veces que Montgomery le había importunado hasta la exasperación con proyectos de ataque único. Eisenhower creía haber resuelto de manera definitiva el conflicto sobre estrategia el 23 de agosto. No obstante, Montgomery no sólo estaba defendiendo una vez más su teoría, sino que proponía avanzar hasta el propio Berlín. Tranquilo y sosegado de ordinario, Eisenhower perdió ahora los estribos. «No hay una sola persona que crea que pueda hacerse esto, a excepción de Montgomery», estalló ante los miembros de su Estado Mayor. En aquel momento, la cuestión más urgente para Eisenhower era la apertura de los puertos del Canal, especialmente Amberes. ¿Por qué no podía comprenderlo Montgomery? El comandante supremo se daba perfecta cuenta de las deslumbrantes oportunidades que existían. Pero, como dijo al comandante supremo adjunto, el mariscal de la Royal Air Force, sir Arthur Tedder, y al asistente del jefe del Estado Mayor del SHAEF, el teniente general Frederick Morgan, para Montgomery «hablar de marchar sobre Berlín con un ejército que todavía está desembarcando en las playas el grueso de sus provisiones es fantástico».
El mensaje del mariscal de campo no podía haber llegado en peor momento. El comandante supremo estaba en cama, con la rodilla derecha escayolada a consecuencia de una lesión cuya existencia Montgomery todavía ignoraba. Pero Eisenhower tenía, en cualquier caso, más motivos que éste para estar irritable. Cuatro días antes, el 1 de septiembre, había salido de la sede central del SHAEF en Londres y se había desplazado al continente para asumir el control personal de la situación. Su pequeño cuartel general avanzado de Jullouville, cerca de Granville, era totalmente inadecuado. Debido al fenomenal movimiento de sus ejércitos, Eisenhower se hallaba a más de 600 kilómetros de distancia del frente, y no disponía todavía de teléfono ni de teletipo. A excepción de la radio y de un rudimentario sistema de correos, carecía de medios para comunicarse inmediatamente con sus oficiales en campaña. La lesión física que venía a sumarse a estas dificultades tácticas se había producido después de una de sus visitas aéreas de rutina a sus principales comandantes. El 2 de septiembre, a su regreso de una conferencia celebrada en Chartres con altos mandos del ejército estadounidense, el avión de Eisenhower no había podido tomar tierra en el aeródromo del Cuartel General a causa de los fuertes vientos y la mala visibilidad. En lugar de ello había aterrizado —indemne— en la playa próxima a su villa. Pero luego, cuando intentaba ayudar al piloto a apartar el avión de la orilla del agua, Eisenhower se había dislocado la rodilla derecha. Así pues, en aquella vital encrucijada de la guerra, cuando el comandante supremo trataba de asumir el control de la batalla terrestre y se producían los acontecimientos con tal rapidez que se hacía necesaria la adopción de decisiones inmediatas, Eisenhower se encontraba físicamente inmovilizado.
Aunque Montgomery —o, para el caso, Bradley y Patton— pensaran que Eisenhower «había perdido el contacto con la batalla terrestre», sólo la distancia hacía válido ese argumento. Su excelente y compenetrado Estado Mayor angloamericano estaba mucho mejor informado de la situación en el campo de batalla de lo que sus generales suponían. Y, si bien esperaba que los jefes de tropas dieran muestras de iniciativa y audacia, solamente el comandante supremo y su Estado Mayor podían contemplar la situación general y tomar decisiones al respecto. Pero era cierto que, en este período de transición, mientras Eisenhower asumía personalmente el control, parecía existir una ausencia de dirección definida, debido en parte a la complejidad del papel del comandante supremo. El mando de la coalición distaba mucho de ser fácil. No obstante, Eisenhower, manteniendo un delicado equilibrio, y siguiendo al pie de la letra los planes de los jefes del Estado Mayor combinado, hacía funcionar el sistema. En interés de la amistad aliada, podía llegar a modificar la estrategia, pero Eisenhower no tenía intención de abandonar su cautela y dejar que, como más tarde dijo el mismo comandante supremo, Montgomery desencadenara «un único avance en flecha hacia Berlín[23]».
Había sido más que tolerante con Montgomery, haciéndole concesión tras concesión e incurriendo a menudo en las iras de sus propios generales americanos. Parecía, sin embargo, que Monty «siempre lo quería todo, y en toda su vida nunca había hecho nada rápidamente[24]». Eisenhower dijo que comprendía las peculiaridades de Montgomery mejor de lo que el británico imaginaba. «Mire, me han informado sobre su juventud —comentó Eisenhower—, y, dada la rivalidad existente entre Eton y Harrow por una parte y el resto de las escuelas por la otra, cuando estos jóvenes ingresan en el Ejército se sienten inferiores. El hombre ha estado toda su vida tratando de demostrar que era alguien». Estaba claro, no obstante, que las opiniones del mariscal de campo reflejaban las de sus superiores sobre cómo debían avanzar los Aliados.
Por comprensible que esto pudiera ser, la arrogancia de Montgomery al exponer tales opiniones sacaba de quicio invariablemente a los comandantes americanos. En su calidad de Comandante Supremo, dotado de amplios poderes por los oficiales del Estado Mayor Conjunto, Eisenhower tenía una preocupación fundamental: mantener unidos a los Aliados y ganar rápidamente la guerra. Aunque varios de los componentes del SHAEF, incluyendo muchos británicos, consideraban insoportable a Montgomery y lo decían, Eisenhower nunca hizo el menor comentario sobre él, excepto en privado al jefe de su Estado Mayor, Bedell Smith. Pero, de hecho, la exasperación del comandante supremo con Montgomery era mucho más profunda de lo que nadie sospechaba. Eisenhower pensaba que el mariscal de campo «era un psicópata…, tan egocéntrico» que todo lo que había hecho «había sido siempre perfecto…, jamás cometía ningún error». Eisenhower no iba a dejar que cometiera uno ahora. «Desnudar al santo americano que está recibiendo sus suministros desde Cherburgo —dijo a Tender— no hará que llegue a Berlín el santo británico».
No obstante, Eisenhower se sentía preocupado por la brecha que se iba ensanchando entre él y el general predilecto de Gran Bretaña. Al cabo de pocos días, el comandante supremo decidió reunirse con Montgomery en un esfuerzo para aclarar lo que consideraba un malentendido. Una vez más, trataría de explicarle su estrategia con la esperanza de obtener su conformidad, por muy a regañadientes que ésta se prestara. Entretanto, antes de la entrevista, dejó bien clara una cosa. Rechazó firmemente el plan de ataque único de Montgomery y su intento de llegar a Berlín. La tarde del 5 de septiembre, en un mensaje cifrado dirigido al mariscal de campo, dijo: «Si bien estoy de acuerdo con su idea de un potente y vigoroso avance hacia Berlín, no estoy de acuerdo en que deba iniciarse en este momento, con exclusión de todas las demás maniobras». Tal como lo veía el comandante supremo, «el grueso del Ejército alemán en el oeste ha sido destruido», y se debía aprovechar ese éxito «abriendo brecha inmediatamente en la Línea Sigfrido, cruzando el Rin en un frente amplio y apoderándose del Sarre y el Ruhr. Esto es lo que me propongo hacer con la mayor rapidez posible». Eisenhower creía que estas acciones «estrangularían las principales zonas industriales alemanas y destruirían totalmente su capacidad para continuar la guerra…». Era esencial, continuaba Eisenhower, abrir los puertos de El Havre y Amberes antes de que pudiera lanzarse la estocada definitiva sobre el territorio alemán. Pero, por el momento, recalcaba Eisenhower, «no sería adecuada una redistribución de nuestros actuales recursos para mantener un avance sobre Berlín…».
La decisión de Eisenhower tardó 36 horas en llegar a Montgomery, y aun entonces, solamente llegó la segunda mitad del mensaje. Montgomery recibió los dos últimos párrafos a las 09.00 horas del 7 de septiembre. La primera parte no llegó hasta el 9 de septiembre, otras 48 horas más tarde. Montgomery vio en la comunicación de Eisenhower una confirmación más de que el comandante supremo estaba «demasiado alejado de la batalla».
Por el primer fragmento del mensaje que recibió Montgomery, estaba sobradamente claro que Eisenhower había rechazado su plan, pues contenía la frase «no sería adecuada una redistribución de nuestros actuales recursos para mantener un avance sobre Berlín». Montgomery envió al punto un mensaje discrepando acaloradamente.
Conforme iba cediendo el ímpetu del avance comenzaban a realizarse los peores temores de Montgomery. La resistencia alemana se estaba consolidando. En su mensaje, centrando especialmente en la escasez de provisiones, Montgomery declaraba que estaba recibiendo sólo la mitad de lo que necesitaba y decía «no puedo seguir así mucho tiempo». Se resistía a renunciar a su plan de avance sobre Berlín. Ni siquiera mencionaba en su mensaje la evidente necesidad de abrir inmediatamente el vital puerto de Amberes, pero hacía hincapié en que «en cuanto disponga de un puerto en el Paso de Calais, necesitaría unos 2500 camiones adicionales de tres toneladas, así como un puente aéreo que transporte un promedio de mil toneladas diarias a fin de poder llegar al Ruhr y, finalmente, a Berlín». Como todo era «muy difícil de explicar», el mariscal de campo se «preguntaba si sería posible» que Eisenhower fuera a verle. Firme en su convicción de que la decisión del comandante supremo constituía un grave error, y seguro de que daría resultado su propio plan, Montgomery se negaba a aceptar como definitiva la negativa de Eisenhower. Pero no tenía la menor intención de acudir a Jullouville para intentar hacer cambiar de opinión a Eisenhower. Esa diplomacia no se avenía con su forma de ser, aunque se daba perfecta cuenta de que la única esperanza de que su propuesta prosperase radicaba en una entrevista cara a cara con el comandante supremo. Indignado y nervioso, Montgomery aguardó una respuesta de Eisenhower. El mariscal de campo británico se encontraba recluido en sus aposentos, impaciente e irritable, cuando el príncipe Bernardo llegó al Cuartel General para presentarle sus respetos.
Bernardo había llegado a Francia al anochecer del día 6. Con un pequeño Estado Mayor, tres jeeps, su terrier Sealyham, Martin, y una abultada cartera de mano que contenía informes de la Resistencia holandesa, él y su séquito volaron al continente a bordo de tres Dakotas, uno de los cuales pilotado por el propio Bernardo, escoltados por dos cazas. Desde el aeródromo de Amiens, se dirigieron por carretera a Douai, a setenta y cinco kilómetros al norte y, en las primeras horas del día 7, emprendieron la marcha hacia Bélgica y Bruselas. En el Cuartel General de Laeken, el príncipe fue recibido por el general Horrocks, presentado al Estado Mayor de Montgomery y llevado a presencia del mariscal de campo. «Estaba de mal humor y, evidentemente, no le alegraba nada verme —recordaría Bernardo—. Tenía muchas cosas en la cabeza y, comprensiblemente, la presencia de la realeza constituía una responsabilidad de la que podía prescindir fácilmente».
La reputación del mariscal de campo como el más grande soldado británico de la guerra había hecho de él, en palabras de Bernardo, «el ídolo de millones de británicos». Y el príncipe, de treinta y tres años, se sentía intimidado ante Montgomery. A diferencia de los modales sencillos, casi desenfadados, de Eisenhower, el aspecto de Montgomery hacía que a Bernardo le resultara difícil conversar con él. Brusco y seco desde el principio, Montgomery dejó perfectamente claro que la presencia de Bernardo en su terreno le «preocupaba». Con justificación no suavizada por el tacto ni por la explicación, Montgomery dijo al príncipe que sería una imprudencia que Bernardo visitara el Cuartel General de la unidad holandesa —la Brigada Princesa Irene— agregada al Segundo Ejército británico, acuartelada en la zona próxima a Diest, apenas a quince kilómetros del frente. Bernardo, que, como comandante en jefe de las fuerzas holandesas, había tenido intención de visitar Diest, no respondió por el momento. En lugar de ello, empezó a comentar los informes de la Resistencia holandesa. Montgomery le interrumpió. Volviendo al tema, dijo al príncipe: «No debe usted vivir en Diest. No puedo permitirlo». Irritado, Bernardo se sintió obligado a señalar que él estaba «sirviendo directamente a las órdenes de Eisenhower y no a las del mariscal de campo». Así fue como, según recordaría Bernardo la entrevista, «con razón o sin ella, empezamos con mal pie». (De hecho, Eisenhower apoyó más tarde a Montgomery en lo que se refería a Diest, pero dijo que Bernardo podía permanecer en Bruselas «cerca del cuartel general del 21.º Grupo de Ejércitos, donde su presencia puede ser necesaria»).
Bernardo continuó pasando revista a la situación en Holanda tal y como se reflejaba en los informes de la Resistencia. Dio cuenta a Montgomery de la retirada y desorganización de los alemanes, que no habían cesado desde el 2 de septiembre, y de la composición de los grupos de Resistencia. Hasta donde él sabía, dijo Bernardo, los informes eran exactos. Según el príncipe, Montgomery replicó: «No me parece que sus resistentes puedan sernos de mucha utilidad. Por consiguiente, creo que todo esto es completamente innecesario». Sorprendido por la brusquedad del mariscal de campo, Bernardo cayó en la cuenta que «al parecer, Montgomery no creía ninguno de los mensajes procedentes de mis agentes en Holanda. En cierto modo, no podía censurarle por ello. Deduje que estaba un poco harto de la desorientadora información que había recibido de las Resistencias francesa y belga durante su avance. Pero, en este caso, yo conocía a los grupos holandeses de los que hablaba, a las personas que los dirigían, y sabía que la información era realmente correcta». Insistió. Mostrando al mariscal de campo la carpeta de mensajes y citando un informe tras otro, Bernardo formuló una pregunta: «En vista de esto, ¿por qué no ataca inmediatamente?».
«No podemos depender de esos informes —le dijo Montgomery—. El hecho de que la Resistencia holandesa asegure que los alemanes se han estado retirando desde el 2 de septiembre no significa necesariamente que continúan retirándose todavía». Bernardo tuvo que admitir que la retirada se «estaba frenando», y que había «indicios de reorganización». Sin embargo, en su opinión, existían razones válidas para un ataque inmediato.
Montgomery permaneció inflexible. «De todos modos —dijo—, aunque me agradaría en extremo atacar y liberar Holanda, no puedo hacerlo a causa de los suministros. Estamos escasos de municiones. Estamos escasos de petróleo para los tanques y, si atacáramos, lo más probable es que se quedaran empantanados». Bernardo estaba asombrado. La información que había recibido en Inglaterra, tanto del SHAEF como de sus propios consejeros, le había convencido de que la liberación de Holanda se realizaría en cuestión de días. «Naturalmente, di automáticamente por supuesto que Montgomery, que era quien mandaba las fuerzas sobre el terreno, conocía la situación mejor que nadie —dijo más tarde Bernardo—. Sin embargo, conocíamos absolutamente todos los detalles sobre la potencia de las tropas alemanas, el número de carros de combate y vehículos blindados, el emplazamiento de los cañones antiaéreos, y yo sabía que, aparte de la oposición en primera línea del frente, había muy pocas fuerzas más allá. Me sentí angustiado, porque sabía que la potencia alemana aumentaría cada día que pasara. Fui incapaz de convencer a Montgomery. En realidad, nada de lo que yo decía parecía importar».
Entonces, Montgomery hizo una extraordinaria revelación. «Estoy tan ansioso de liberar Holanda como usted —dijo—, pero nos proponemos hacerlo de otra forma aún mejor». Se detuvo, reflexionó unos instantes y luego, casi de mala gana, dijo: «Estoy planeando una operación aerotransportada más allá de donde se encuentran mis tropas». Bernardo quedó sorprendido. Al instante acudieron a su pensamiento gran número de preguntas. ¿En qué zona estaba planeando efectuar los lanzamientos? ¿Cuándo tendría lugar la operación? ¿Cómo se estaba desarrollando? Sin embargo, se abstuvo de preguntar nada. El aspecto de Montgomery indicaba que no diría una palabra más. Evidentemente, la operación se encontraba todavía en la fase de planeamiento y la impresión del príncipe fue que sólo el mariscal de campo y unos cuantos oficiales de su Estado Mayor tenían conocimiento del plan. Aunque no le dieron más detalles, Bernardo tenía de nuevo la esperanza de que, a pesar de lo que antes había dicho Montgomery sobre la falta de suministros, la liberación de Holanda era inminente. Debía tener paciencia y esperar. La reputación del mariscal de campo era impresionante. Bernardo creía en ella y en el hombre mismo. El príncipe sintió que sus esperanzas renacían, pues «cualquier cosa que Montgomery hiciese, la haría bien».
Accediendo a la petición de Montgomery, Eisenhower fijó el domingo, 10 de septiembre, como fecha para una entrevista. No sentía especiales deseos de entrevistarse con Montgomery y escuchar los habituales argumentos temperamentales que esperaba del mariscal de campo. Le interesaba, no obstante, averiguar qué progresos se habían realizado en un aspecto de la operación de Montgomery. Aunque el comandante supremo debía aprobar todos los planes aerotransportados, había concedido a Montgomery el uso táctico del Primer Ejército Aerotransportado aliado y permiso para elaborar un posible plan basado en la utilización de esa fuerza. Sabía que, por lo menos desde el día 4, Montgomery había estado explorando discretamente la posibilidad de una operación aerotransportada para establecer una cabeza de puente sobre el Rin.
Desde la formación seis semanas antes del Primer Ejército Aerotransportado aliado bajo las órdenes de su comandante estadounidense, el teniente general Lewis Hyde Brereton, Eisenhower había estado buscando un objetivo y una oportunidad adecuados para emplear esta fuerza. Con ese fin, había estado presionando a Brereton y los diversos comandantes de ejército para que desarrollaran audaces e imaginativos planes de operaciones aerotransportadas que exigieran ataques masivos a gran escala en profundidad detrás de las líneas enemigas. Se habían propuesto y aceptado varias misiones, pero todas habían sido anuladas. En casi todos los casos, los veloces ejércitos terrestres habían llegado ya a los objetivos previstos para los paracaidistas.
La propuesta original de Montgomery había establecido que unidades de la fuerza aerotransportada de Brereton se apoderasen de una encrucijada situada al oeste de la ciudad de Wesel, al otro lado de la frontera germano-holandesa. Sin embargo, las poderosas defensas antiaéreas en esa zona habían obligado al mariscal de campo a introducir un cambio. El punto que eligió entonces se hallaba más al oeste, en Holanda: el puente del Bajo Rin, en Arnhem, que en aquel momento se hallaba situado a más de 125 kilómetros por detrás de las líneas alemanas.
El 7 de septiembre ya estaba lista la Operación Comet, como se denominó el plan; el mal tiempo, juntamente con la preocupación de Montgomery por la creciente oposición alemana que sus tropas estaban encontrando, obligó a un aplazamiento. Lo que hubiera podido salir bien el día 6 o el 7 parecía arriesgado el 10. También Eisenhower estaba preocupado; en primer lugar, consideraba que el lanzamiento de un ataque aerotransportado en aquellos momentos provocaría un retraso en la apertura del puerto de Amberes. No obstante, el comandante supremo estaba fascinado por las posibilidades de un ataque aerotransportado.
Las operaciones abortadas, algunas de ellas canceladas casi en el último minuto, habían supuesto un grave problema para Eisenhower. Cada vez que una misión llegaba a la fase operativa, se hacía preciso interrumpir los vuelos de los aviones de transporte de tropas que llevaban gasolina al frente, a fin de prepararlos. Esta pérdida de preciosas toneladas de combustible provocó protestas por parte de Bradley y Patton. En aquel momento de continuado avance, el aprovisionamiento de gasolina, declararon, era mucho más importante que las misiones aerotransportadas. Eisenhower, ansioso por utilizar los paracaidistas e instado por Washington a hacerlo —tanto el general Marshall como el general Henry H. Arnold, comandante de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, querían ver lo que podía realizar el nuevo Ejército Aerotransportado aliado de Brereton—, no estaba dispuesto a mantener inmovilizadas sus eficientes divisiones aerotransportadas. Por el contrario, insistía en que se utilizaran a la primera oportunidad[25]. De hecho, podía ser una forma de catapultar sus tropas al otro lado del Rin en el preciso instante en que el avance estaba perdiendo intensidad. Pero, mientras volaba hacia Bruselas en aquella mañana del 10 de septiembre, la apertura del vital puerto de Amberes se anteponía en su mente a cualquier otra consideración.
No le ocurría lo mismo a Montgomery. Impaciente y resuelto, estaba esperando en el aeropuerto de Bruselas cuando tomó tierra el avión de Eisenhower. Con característica escrupulosidad, había pulido y refinado sus argumentos antes de la entrevista. Había hablado con el general Miles C. Dempsey, del Segundo Ejército británico y con el teniente general Frederick Browning, comandante del I Cuerpo Aerotransportado británico, que era también segundo en el mando del Primer Ejército Aerotransportado aliado. Browning aguardaba entre bastidores el resultado de la conferencia. Dempsey, preocupado por la cada vez más firme resistencia enemiga con la que tropezaba y enterado por los servicios de información de que estaban llegando nuevas unidades, pidió a Montgomery que abandonara el plan de un ataque aerotransportado sobre el puente de Arnhem. Sugirió que, en lugar de ello, se centraran todos los esfuerzos en apoderarse del paso del Rin en Wesel. Dempsey sostenía que, incluso en combinación con una misión aerotransportada, el Segundo Ejército británico no era, probablemente, lo bastante fuerte como para avanzar por sí solo en dirección norte, hasta Arnhem. Consideraba que sería mejor avanzar en dirección Nordeste, hacia Wesel, en conjunción con el Primer Ejército de Estados Unidos.
En cualquier caso, era ya imperativa una penetración en Holanda. El Ministerio británico de la Guerra había informado a Montgomery que el 8 de septiembre habían caído sobre Londres V-2, los primeros cohetes alemanes. Se creía que sus rampas de lanzamiento se encontraban en algún punto del oeste de Holanda. Ya fuera antes o después de recibir esta información, Montgomery alteró sus planes. La Operación Comet, como se había denominado en un principio, preveía solamente la utilización de una división y media: la 1.a Aerotransportada británica y la 1.a Brigada Paracaidista polaca; consideró que esas fuerzas eran demasiado débiles para resultar eficaces. Como consecuencia, canceló la Operación Comet. En su lugar, Montgomery presentó una propuesta más ambiciosa aún. Hasta entonces, sólo tenían conocimiento de ella unos pocos altos oficiales del mariscal de campo, que, temerosos de la influencia de Bradley sobre Eisenhower, habían puesto sumo cuidado en procurar que los oficiales de enlace estadounidenses destacados en el Cuartel General británico no tuviesen la menor noticia del plan. Al igual que Eisenhower, el teniente general Browning y el Cuartel General del Primer Ejército Aerotransportado aliado en Inglaterra no tenían la menor idea del nuevo proyecto de operación aerotransportada de Montgomery.
Debido a la lesión de su rodilla, Eisenhower no podía bajar del avión y la conferencia tuvo lugar a bordo del aparato. Al igual que había hecho el 23 de agosto, Montgomery decidió quién debía hallarse presente en la entrevista. El comandante supremo se había llevado consigo a su lugarteniente, el mariscal del aire sir Arthur Tedder, y a un jefe adjunto del Estado Mayor, el teniente general sir Humphrey Gale, encargado de la administración. Secamente, Montgomery pidió que Eisenhower excluyera a Gale de la conferencia, mientras insistía en que se quedara su propio jefe administrativo y de suministros, el teniente general Miles Graham. Otro superior menos condescendiente podría muy bien haberse opuesto a la actitud de Montgomery. Eisenhower accedió pacientemente a la petición del mariscal de campo. El general Gale salió.
Casi inmediatamente, Montgomery criticó la táctica de frente amplio del comandante supremo. Refiriéndose sin cesar a una serie de comunicaciones de Eisenhower que habían llegado durante la semana anterior, llamó la atención sobre las inconsecuencias del comandante supremo al no definir con claridad qué se entendía por «prioridad». Arguyó que su 21.º Grupo de Ejércitos no estaba teniendo la «prioridad» en suministros prometida por Eisenhower; que se estaba permitiendo que el avance de Patton sobre el Sarre se realizara a expensas de las fuerzas de Montgomery. Sin alterarse, Eisenhower replicó que nunca había tenido intención de conceder a Montgomery «prioridad absoluta» con exclusión de todos los demás. La estrategia de Eisenhower, reiteró Montgomery, era equivocada y tendría «horribles consecuencias». Mientras «continuaran estos dos espasmódicos y descoyuntados avances», con los suministros repartidos entre él y Patton, «ninguno de los dos podría tener éxito». Era esencial, dijo Montgomery, que Eisenhower decidiera entre él y Patton. Tan violento y osado era el lenguaje de Montgomery que, de pronto, Eisenhower extendió la mano, le dio unas palmaditas en la rodilla y dijo: «¡Calma, Monty! No puedes hablarme así. Soy tu jefe».
El furor de Montgomery se desvaneció. «Lo siento, Ike», dijo en voz baja[26].
Esta disculpa, impropia de Montgomery pero aparentemente sincera, no puso fin al asunto. Obstinadamente, aunque con menos acritud, Montgomery continuó argumentando en favor de su «ataque único». Eisenhower escuchó los argumentos con atención y simpatía, pero no cambió de idea. Su avance de frente amplio continuaría. Y explicó claramente a Montgomery por qué. Como más tarde recordaría Eisenhower[27], dijo: «¿Lo que me aseguras es que, si te doy todos los suministros que quieres, podrás llegar directamente hasta Berlín? Estás loco, Monty. No puedes hacerlo. ¡Qué demonios! Si intentaras una larga columna como ésa en un ataque único, tendrías que lanzar división tras división para proteger tus flancos de un ataque. Supongamos que consiguieras un puente sobre el Rin. No podrías depender por mucho tiempo de ese único puente para aprovisionar tu avance. No puedes hacerlo, Monty».
Según Eisenhower, Montgomery contestó: «Los aprovisionaré perfectamente. Sólo dame lo que necesito y llegaré a Berlín y pondré fin a la guerra».
La negativa de Eisenhower fue firme. Insistió en que debía abrirse el puerto de Amberes antes de que pudiera pensarse siquiera en una penetración en Alemania. Montgomery jugó entonces su carta decisiva. El acontecimiento más reciente —el ataque con cohetes sobre Londres desde rampas de lanzamiento situadas en Holanda— exigía un avance inmediato sobre este país. Sabía exactamente cómo debía comenzar tal avance. Para penetrar en Alemania, Montgomery proponía utilizar casi todo el Primer Ejército Aerotransportado aliado en un masivo ataque por sorpresa.
Su plan era una versión ampliada y grandiosa de la Operación Comet. Montgomery quería utilizar ahora tres divisiones y media: las 82.a y 101.a estadounidenses, la 1.a Aerotransportada británica y la 1.a Brigada Paracaidista polaca. Las fuerzas aerotransportadas debían apoderarse al frente de sus tropas de una serie de pasos sobre el río en Holanda, siendo el objetivo más importante el puente de Arnhem sobre el Bajo Rin. Previendo que los alemanes esperarían que tomara el camino más corto y avanzara en dirección Nordeste, hacia el Rin y el Ruhr, Montgomery había elegido deliberadamente una ruta septentrional hacia el Reich por la «puerta trasera». El ataque aerotransportado por sorpresa abriría un corredor para los blindados de su Segundo Ejército británico, que avanzaría a través de los puentes capturados hasta Arnhem, al otro lado del Rin y más allá. Una vez conseguido todo esto, Montgomery podía avanzar hacia el este, flanquear la Línea Sigfrido y lanzarse sobre el Ruhr.
Eisenhower estaba intrigado e impresionado. Era un plan audaz y brillantemente imaginativo, exactamente la clase de ataque masivo que había estado buscando para sus largo tiempo ociosas divisiones aerotransportadas. Pero ahora el comandante supremo se hallaba cogido entre la espada y la pared: si daba su consentimiento al ataque, sería preciso demorar temporalmente la apertura del puerto de Amberes y retirarle a Patton sus suministros. Sin embargo, la proposición de Montgomery podría revitalizar el agonizante ataque y, quizás, impulsarlo al otro lado del Rin y hacia el interior del Ruhr. Eisenhower, fascinado por la audacia del plan, no sólo dio su aprobación[28], sino que insistió en que la operación se realizase cuanto antes.
Pero el comandante supremo hizo hincapié en que el ataque era «limitado». Y le hizo notar a Montgomery que él consideraba la operación combinada de fuerzas de tierra y aire «simplemente una extensión del avance septentrional hacia el Rin y el Ruhr». Según su recuerdo de la conversación, Eisenhower dijo a Montgomery: «Te diré lo que voy a hacer, Monty. Voy a darte todo lo que pidas para lograr que cruces el Rin, porque quiero una cabeza de puente…, pero crucemos primero el Rin antes de discutir ninguna otra cosa». Montgomery continuó argumentando, pero Eisenhower no cedió. Frustrado, el mariscal de campo tuvo que aceptar lo que él consideraba «una acción a medias», y así terminó la conferencia.
Tras la marcha de Eisenhower, Montgomery le hizo al teniente general Browning un esbozo de la operación propuesta sobre un mapa. El elegante Browning, uno de los primeros defensores británicos de las operaciones aerotransportadas, vio que se les asignaba a los paracaidistas y fuerzas transportadas en planeadores la misión de tomar una serie de pasos —cinco de ellos importantes puentes que incluían los anchos ríos del Mosa, el Waal y el Bajo Rin— sobre una franja de unos cien kilómetros aproximadamente de longitud entre la frontera holandesa y Arnhem. Además, se les encargaba mantener abierto el corredor —en la mayoría de los lugares una sola carretera que conducía hacia el norte— por el que pudieran avanzar los tanques británicos. Era preciso que todos los puentes fueran tomados si querían que el avance de los blindados tuviera éxito. Los peligros eran evidentes, pero ésa era precisamente la clase de ataque por sorpresa para el que habían sido entrenadas las fuerzas aerotransportadas. Sin embargo, Browning no estaba tranquilo. Señalando el puente más septentrional sobre el Bajo Rin, en Arnhem, preguntó: «¿Cuánto tiempo tardarán los blindados en llegar hasta nosotros?». Montgomery respondió secamente: «Dos días». Sin levantar la vista del mapa, Browning dijo: «Podemos conservarlo durante cuatro». Luego, añadió: «Pero, señor, creo que tal vez sea irnos a un puente demasiado lejano».
Montgomery ordenó que era primera idea básica se desarrollara con la máxima celeridad (a partir de entonces se denominaría Operación Market-Garden, designando Market el lanzamiento aerotransportado y Garden el avance de las fuerzas blindadas). Insistió en que el ataque debía lanzarse en cuestión de días. En otro caso, le dijo a Browning, sería demasiado tarde. Montgomery preguntó: «¿Cuánto tiempo tardará en estar todo listo?». En aquel momento, Browning sólo podía aventurar una suposición. «La fecha más temprana de la operación podría ser el 15 o el 16[29]», dijo el mariscal de campo.
Llevando consigo el esquema del plan de Montgomery y abrumado por la urgencia de preparar tan compleja misión en sólo unos días, Browning regresó inmediatamente a Inglaterra. Al aterrizar en su base de Moor Park Golf Course, cerca de Rickmansworth, en las afueras de Londres, telefoneó al Cuartel General del Primer Ejército Aerotransportado aliado, a treinta kilómetros de distancia, y se puso en comunicación con su comandante, el teniente general Brereton y su jefe de Estado Mayor, general de brigada Floyd L. Parks. Eran las 14.30 horas y Parks observó que el mensaje de Browning contenía «la primera mención a Market en este Cuartel General».
Los comandantes de las fuerzas aerotransportadas no fueron los únicos oficiales sorprendidos. El audaz plan de Montgomery impresionó y sorprendió tanto al mayor crítico del mariscal de campo, general Omar N. Bradley, que más tarde recordó: «Si el piadoso y abstemio Montgomery hubiera entrado tambaleándose en el SHAEF por los efectos de una borrachera, no me habría sentido más asombrado… Aunque nunca estuve personalmente convencido de la idea de la arriesgada operación, admito, no obstante, que fue una de las más imaginativas de la guerra[30]».
Lo era, pero Montgomery no estaba satisfecho. Importunó más que nunca al comandante supremo, volviendo a la cautelosa y perfeccionista forma de pensar característica de su carrera militar. A menos que el 21.º Grupo de Ejércitos recibiese suministros y medios de transporte adicionales para el «ataque elegido», advertía Montgomery a Eisenhower, Market-Garden no podría ser desencadenado antes del 23 de septiembre, como mínimo, y podría incluso ser retrasado hasta el 26 de septiembre. Browning había calculado que Market podría estar listo para el día 15 o el 16, pero Montgomery estaba preocupado por Garden, la operación terrestre. Una vez más, pedía lo que siempre había deseado: prioridad absoluta, lo que, en su opinión, garantizaría el éxito. Eisenhower anotó en su Diario el 12 de septiembre: «La sugerencia de Monty es sencilla: “darle todo”». Temiendo que cualquier retraso pudiera poner en peligro la Market-Garden, Eisenhower accedió. Se apresuró a enviar a su jefe de Estado Mayor, general Bedell Smith, a ver a Montgomery; Smith aseguró al mariscal de campo mil toneladas diarias de suministros, así como medios de transporte. Además, Montgomery recibió la promesa de que se contendría el avance de Patton hacia el Sarre. Exultante por la «eléctrica» respuesta —como la calificó el mariscal de campo—, Montgomery creyó que finalmente había convencido al Comandante Supremo de su propio punto de vista.
Aunque las tropas de Montgomery debían enfrentarse a una oposición creciente, éste seguía creyendo que los alemanes tenían poca fuerza en Holanda, una vez superada la dura corteza de sus primeras líneas. Los servicios de información aliada confirmaron su estimación. El Cuartel General de Eisenhower informó que había «pocas reservas de infantería» en Holanda, y que además, éstas podían calificarse como «tropas de baja categoría». Se pensaba que el enemigo continuaba «desorganizado después de su larga y apresurada retirada… y, aunque tal vez hubiera muchas pequeñas unidades de alemanes en la zona», difícilmente eran capaces de una gran resistencia organizada. Montgomery creía que en ese momento podía resquebrajar rápidamente las defensas alemanas. Y, una vez que hubieran cruzado el Rin y se dirigieran hacia el Ruhr, no veía cómo podría Eisenhower detener su avance. El comandante supremo no tendría más remedio, razonaba, que dejarle continuar hacia Berlín, acabando de ese modo la guerra «con razonable rapidez», según palabras del propio Montgomery. Confiadamente, Montgomery fijó la fecha del domingo, 17 de septiembre, como Día D de la Operación Market-Garden. El brillante proyecto que había ideado se convertiría en la mayor operación aerotransportada de toda la guerra.
No todo el mundo compartía la confianza de Montgomery en Market-Garden. Por lo menos uno de sus oficiales tenía motivos para sentirse preocupado. El general Miles Dempsey, comandante del Segundo Ejército británico, no ponía en tela de juicio, a diferencia del mariscal de campo, la autenticidad de los informes de la Resistencia holandesa. A partir de ellos, los servicios de información de Dempsey habían descrito un panorama caracterizado por el rápido crecimiento del poderío alemán entre Eindhoven y Arnhem, precisamente en la zona del planeado lanzamiento de paracaidistas. Había incluso un informe holandés según el cual «maltrechas formaciones de panzer habían sido enviadas a Holanda para reorganizarse», y se decía que éstas se hallaban también en la zona de Market-Garden. Dempsey envió esta noticia al I Cuerpo Aerotransportado británico de Browning, pero la información no incorporaba ninguna confirmación por parte de Montgomery ni de su Estado Mayor. La preocupante nota no fue siquiera incluida en los resúmenes de los servicios de información. De hecho, en el ambiente de optimismo imperante en el Cuartel General del 21.º Grupo de Ejércitos, el informe pasó totalmente desapercibido.