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Para el anochecer del 5 de septiembre, las primeras formaciones de tropas aerotransportadas del coronel general Kurt Student ya se estaban atrincherando en diferentes puntos del lado norte del Canal Albert de Bélgica. Su ritmo era casi frenético. A su llegada, al mediodía, Student había descubierto que la «nueva línea alemana» de Model no era más que la propia barrera de agua de 25 metros de anchura. No se habían preparado posiciones defensivas. No había puntos fuertes, trincheras ni fortificaciones. Y, para empeorar las cosas para los defensores, Student observó que «la orilla meridional dominaba casi en todos los puntos a la septentrional». Incluso los puentes sobre el canal permanecían aún en pie. Ahora empezaban los ingenieros a colocar las cargas de demolición. Al parecer, en medio de la confusión a nadie se le había ocurrido ordenar destruir los pasos.

En cualquier caso, los movimientos de Student estaban bien sincronizados. La «acción relámpago» de sus fuerzas aerotransportadas constituyó un éxito espectacular. «Habida cuenta de que estas tropas fueron traídas apresuradamente de toda Alemania, desde Güstrow, en Mecklenburg, hasta Bitsch, en Lothringen —recordó más tarde—, y las armas y equipo, llegados desde otros puntos de Alemania, les estaban esperando en las cabeceras de línea, fue extraordinaria la rapidez de la acción». Student no podía dejar de admirar «la asombrosa precisión del Estado Mayor General y toda la organización alemana». La 719.a División Costera del teniente general Karl Sievers también había actuado rápidamente. Student sintió que se levanta su ánimo al ver sus columnas dirigiéndose a tomar posiciones al norte de Amberes, «avanzando con estruendo por las carreteras en dirección al frente, sus transportes y piezas de artillería movidos por robustos caballos de tiro[11]». De hora en hora, iba llegando su apresuradamente formado Primer Ejército Paracaidista. Y también, por un extraordinario golpe de suerte, había llegado ayuda de una fuente por completo inesperada.

La precipitada retirada de Bélgica a Holanda había sido frenada, y luego prácticamente detenida, por la obstinación y el ingenio de un hombre: el teniente general Kurt Chill. Como su 85.a División de Infantería estaba casi totalmente destruida, a Chill se le había ordenado que salvase lo que quedara de ella y retrocediese a Alemania. Pero el obstinado general, viendo el estado de ánimo rayano en el pánico que imperaba en las carreteras y acuciado por la Orden del Día de Model, decidió hacer caso omiso de las órdenes. Chill llegó a la conclusión de que la única forma de evitar la catástrofe era organizar una línea a lo largo del Canal Albert. Juntó lo que quedaba de su división con los restos de otras dos y rápidamente distribuyó a estos hombres en puntos estratégicos de la orilla septentrional del Canal. Seguidamente, dirigió su atención hacia los puentes e instaló «centros de recepción» en sus salidas septentrionales. En 24 horas, Chill logró reunir millares de soldados de casi todas las ramas de las fuerzas armadas alemanas. Era una «mescolanza de gente[12]» que incluía mecánicos de la Luftwaffe, personal de administración militar, unidades costeras navales y soldados de una docena de divisiones diferentes, pero estos desperdigados hombres, armados con fusiles en el mejor de los casos, se encontraban ya a orillas del Canal cuando llegó Student.

Student calificó de «milagrosa» la hábil actuación de Chill al detener la desbandada. Con extraordinaria rapidez había establecido una especie de línea defensiva, ayudando a ganar el tiempo necesario para que llegasen todas las fuerzas de Student. Esto requeriría aún varios días. Incluso con el refuerzo de Chill, el improvisado Primer Ejército Paracaidista de Student podría totalizar como máximo entre 18 000 y 20 000 hombres, además de varias piezas de artillería, cañones anticarro y 25 tanques, apenas el equivalente a una división estadounidense. Y, precipitándose hacia estas débiles fuerzas —tan escasas que Student no podía siquiera guarnecer la brecha de cien kilómetros entre Amberes y Maastricht, y mucho menos taponarla— avanzaban las impresionantes fuerzas blindadas del Segundo Ejército británico y parte del Primer Ejército estadounidense. Student se encontraba en inferioridad de hombres y de armas; prácticamente lo único que se interponía entre él y el desastre era el propio Canal Albert.

¿Por qué punto atacaría el enemigo? La línea de Student era vulnerable en todas partes, pero algunas zonas eran más críticas que otras. Le preocupaba especialmente el sector norte de Amberes, donde la débil 719.a División Costera sólo estaba empezando a tomar posiciones. ¿Quedaba tiempo para aprovechar la barrera de 25 metros de agua y convertirla en una importante línea defensiva que contuviera a los Aliados el tiempo suficiente para que llegasen al canal nuevos refuerzos? Ésa era la mayor esperanza de Student.

Esperaba ser atacado en cualquier momento, pero no había aún noticias de los blindados aliados. Student se sentía particularmente sorprendido por el hecho de que no existieran casi contactos con el enemigo al norte de Amberes. Esperaba que, tras capturar la ciudad, los carros de combate británicos avanzaran hacia el norte, cortaran el paso a la península de Beveland y penetraran en Holanda. Student tenía la impresión de que los británicos habían frenado su marcha. Pero ¿por qué?

El gran complejo del Cuartel General Supremo alemán en el Oeste se había visto obligado a trasladarse cuatro veces en 18 días. Bombardeado, cañoneado, casi rebasado por los tanques aliados, el OB West había ido a parar finalmente al otro lado de las fronteras del Reich. Poco después de las 14.00 horas del 5 de septiembre, el nuevo comandante en jefe encontró su Cuartel General en la pequeña ciudad de Aremberg, cerca de Coblenza.

Fatigado e irritado después de su largo viaje, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt prescindió de las habituales cortesías y charangas militares que solían acompañar un cambio de mando alemán. Inmediatamente, dio comienzo una serie de conferencias de Estado Mayor que durarían hasta la noche. Los oficiales que no conocían personalmente al mariscal de campo quedaron sorprendidos por la rapidez de su toma de posesión. Para los veteranos, era como si nunca se hubiera ausentado. Para todos, la sola presencia de Von Rundstedt provocaba sentimientos de alivio y renovada confianza.

La tarea de Von Rundstedt era formidable, los problemas a los que se enfrentaba, enormes. Debía presentar lo más rápidamente posible un plan estratégico para el Frente Occidental, que se extendía a lo largo de seiscientos kilómetros, desde el Mar del Norte hasta la frontera suiza, un plan que el mariscal de campo Model había encontrado sinceramente superior a su capacidad. Con las maltrechas fuerzas a disposición de Von Rundstedt —el Grupo de Ejércitos B en el norte y el G en el sur—, se esperaba que resistiera en todas partes e incluso que contraatacara, como había ordenado Hitler. Simultáneamente, para conjurar la invasión del Reich, debía convertir en realidad la «inexpugnable» Línea Sigfrido, las anticuadas e inacabadas fortificaciones de cemento que habían permanecido abandonadas, desguarnecidas y privadas de cañones desde 1940. Había más, pero aquella tarde Von Rundstedt concedió prioridad a los problemas inmediatos. Eran mucho peores de lo que había previsto.

El cuadro era desolador. Antes de que Hitler le destituyera en julio, Von Rundstedt ostentaba el mando de 62 divisiones. Ahora, su jefe de operaciones, teniente general Bodo Zimmerman, presentó un balance preocupante. Entre los dos grupos de ejércitos, dijo el mariscal de campo, reunían «48 divisiones “de papel”, 15 divisiones de panzer y 4 brigadas casi sin blindados». Estas cuarenta y ocho divisiones eran tan débiles en hombres, equipo y artillería, dijo Zimmermann, que en su opinión constituían una fuerza de combate equivalente solamente a 27 divisiones. Esta fuerza era menor que «la mitad del poderío de los Aliados». Von Rundstedt se enteró de que su Estado Mayor creía que Eisenhower tenía por lo menos 60 divisiones, completamente motorizadas y en la plenitud de su eficacia. (Esta estimación era errónea. Eisenhower tenía, en aquel momento, 49 divisiones en el continente).

En cuanto a las fuerzas de panzer alemanas, eran prácticamente inexistentes. A todo lo largo del frente sólo quedaban un centenar de tanques, frente a la fuerza estimada de los Aliados de más de dos mil carros de combate. La Luftwaffe había sido virtualmente destruida; los Aliados poseían una absoluta supremacía aérea sobre el campo de batalla. La sombría conclusión de Von Rundstedt fue que en hombres, la mayoría de ellos exhaustos y desmoralizados, se hallaba superado en una proporción de más de dos a uno; en artillería, por 2 cañones y medio a 1; en carros de combate, de 20 a 1; y en aviones, de 25 a 1[13]. Había además una grave escasez de gasolina, medios de transporte y municiones. El nuevo jefe del Estado Mayor de Von Rundstedt, general Siegfried Westphal, recordaría más tarde: «La situación era desesperada. Una derrota importante en cualquier punto a lo largo del frente —que estaba tan lleno de brechas que no merecía el nombre de tal— conduciría a la catástrofe si el enemigo aprovechaba plenamente las oportunidades».

El teniente general Blumentritt, plenamente de acuerdo con la opinión de Westphal, fue incluso más específico[14]. En su opinión, si los Aliados desencadenaban «un gran ataque que les abriera el paso en alguna parte», se produciría el derrumbamiento. Las únicas tropas capaces que tenía Von Rundstedt eran las que hacían frente al Tercer Ejército estadounidense del general George S. Patton que avanzaba hacia Metz, en su camino a la región industrial del Sarre. Estas fuerzas podrían retrasar a Patton, pero no eran lo bastante fuertes como para detenerle. Le parecía a Blumentritt que, en vez de perder un tiempo precioso, los Aliados atacarían donde los alemanes eran más débiles, intentando un poderoso avance en el norte para cruzar el Rin y penetrar en el Ruhr. Creía que los estadounidenses y británicos darían prioridad a esa acción porque, como dijo más tarde, «el que domina el norte de Alemania, domina Alemania».

Von Rundstedt había llegado ya a la misma conclusión. Apoderarse del Ruhr era, indudablemente, el fundamental objetivo aliado. Los británicos y americanos establecidos en el norte estaban avanzando en esa dirección, hacia la frontera en Aquisgrán. No había gran cosa que les impidiera atravesar la desguarnecida y anticuada Línea Sigfrido, cruzar la última barrera natural de Alemania, el vital Rin, y golpear en el corazón industrial del Reich.

La mente analítica de Von Rundstedt había captado un hecho más. Las capaces y expertas fuerzas aerotransportadas de Eisenhower, tan eficazmente utilizadas en la invasión de Normandía, habían desaparecido de los mapas alemanes de situación. No estaban siendo utilizadas como infantería. Evidentemente, estas fuerzas habían sido retiradas en preparación de otra operación aerotransportada. Pero ¿dónde y cuándo? Era lógico que un lanzamiento de paracaidistas coincidiera con un ataque sobre el Ruhr. En opinión de Von Rundstedt, dicho ataque podía producirse en cualquiera de dos zonas clave: detrás de las fortificaciones de la Muralla Occidental, o al este del Rin, para tomar las cabezas de puente. De hecho, el mariscal de campo Model había expresado, varios días antes, el mismo temor en un mensaje dirigido a Hitler, calificando la posibilidad como una «viva amenaza». Igualmente, Von Rundstedt no podía descartar la posibilidad de que todo el Frente Aliado avanzara simultáneamente hacia el Ruhr y el Sarre, empleando, al mismo tiempo, tropas aerotransportadas. El mariscal de campo no veía solución a ninguna de estas inminentes amenazas. Las oportunidades aliadas eran demasiadas y demasiado variadas. Su única opción era tratar de poner orden en el caos y ganar tiempo anticipándose a las intenciones aliadas, si podía.

Von Rundstedt no subestimaba el conocimiento de Eisenhower de la situación alemana. Pero, reflexionaba, ¿estaba realmente el mando aliado al tanto de lo desesperada que era la situación? La verdad era que él estaba luchando, como le dijo a Blumentritt, con «viejos agotados», y los blocaos de la Muralla Occidental serían «absolutamente inútiles contra un violento ataque aliado». «Era una locura —dijo— defender esas ratoneras por razones de prestigio». Sin embargo, era preciso revitalizar la fantasmal Línea Sigfrido, acondicionar y guarnecer sus fortificaciones. Concisamente, Von Rundstedt dijo a su Estado Mayor: «Debemos resistir durante al menos seis semanas».

Estudiando cada uno de los aspectos de la situación con la que se enfrentaba, previendo los posibles movimientos aliados y sopesando cada alternativa, advirtió que los ataques más vigorosos continuaban siendo los hechos por Patton, que avanzaba hacia el Sarre. En el norte, la presión británica y estadounidense era considerablemente menor. Von Rundstedt creyó detectar en esa zona una ausencia de movimientos, casi una pausa. Volviendo su atención al frente de Montgomery, como más tarde recordaría Blumentritt, Von Rundstedt se concentró en la situación imperante en Amberes. Le intrigaban los informes de que, desde hacía ya más de treinta y seis horas, los británicos no habían lanzado ningún ataque al norte de la ciudad, ni habían bloqueado la península de Beveland del Sur. Evidentemente, las instalaciones del gran puerto de Amberes resolverían los problemas de suministro aliados. Pero no podían utilizar el puerto si ambos lados del estuario de setenta kilómetros de largo que conducían a él permanecían en manos alemanas. El mariscal de campo no dudaba que la inactividad que había advertido era real; se había producido una evidente ralentización aliada, particularmente en la zona de Montgomery.

Durante su carrera, Von Rundstedt había estudiado atentamente las tácticas militares británicas; para su propia desgracia, también había podido observar de cerca la forma estadounidense de hacer la guerra. Había encontrado a los americanos más imaginativos y audaces en el uso de los blindados, a los británicos insuperables con la infantería. En ambos casos, sin embargo, los comandantes marcaban la diferencia. Así, Von Rundstedt consideraba a Patton un adversario mucho más peligroso que Montgomery. Según Blumentritt, Von Rundstedt creía que el mariscal de campo Montgomery era «excesivamente cauteloso, rutinario y sistemático». Ahora, el alemán ponderó el significado de la lentitud de Montgomery. Con los demás puertos del Canal todavía en manos alemanas, Von Rundstedt consideraba que Amberes era esencial para el avance de Eisenhower; ¿por qué, entonces, no se había movido Montgomery desde hacía 36 horas y, al parecer, había dejado de afianzar la posesión del segundo puerto en importancia de Europa? Solamente podía haber una razón: Montgomery no se hallaba preparado para continuar el ataque. Von Rundstedt estaba seguro de que no se apartaría de la rutina. Los británicos no atacarían hasta que el meticuloso y detallista Montgomery estuviera plenamente preparado y aprovisionado. La respuesta era, por lo tanto, razonaba Von Rundstedt, que las líneas británicas se habían extendido excesivamente. Aquello no era una pausa, dijo Von Rundstedt a su Estado Mayor. Estaba convencido de que el avance de Montgomery se había detenido.

Rápidamente, Von Rundstedt dirigió su atención a las órdenes de Model de las veinticuatro horas anteriores. Porque ahora, si su teoría era correcta, Von Rundstedt veía una oportunidad no sólo de impedir a los Aliados la utilización del puerto de Amberes, sino, lo que era igualmente importante, de salvar también al atrapado 15.º Ejército del general Von Zangen, una fuerza de más de ochenta mil hombres, los hombres que Von Rundstedt necesitaba desesperadamente.

De las órdenes de Model dedujo que, no sólo se le había dicho a Von Zangen que defendiera la ribera meridional del Escalda y reforzara los puertos del Canal, sino también se le había encargado atacar con el resto de sus tropas en dirección nordeste sobre el flanco del avance británico, ataque que había de tener lugar en la mañana del día 6. Sin dudarlo, Von Rundstedt suspendió ese ataque. Dadas las circunstancias, no le veía ninguna utilidad. Además, tenía otro plan más audaz e imaginativo. Se podía cumplir la primera parte de las órdenes de Model, porque defender los puertos del Canal era ahora más importante que nunca. Pero, en vez de atacar hacia el nordeste, se le ordenó a Von Zangen que evacuara por mar sus restantes tropas, cruzando las aguas del Escalda hasta la isla de Walcheren. Una vez en la orilla septentrional del estuario, las tropas de Von Zangen podrían marchar hacia el este a lo largo de la única carretera que, desde la isla de Walcheren, atravesaba la península de Beveland del Sur hasta llegar a tierra firme holandesa, al norte de Amberes. Debido al poderío aéreo aliado, las operaciones para franquear los cinco kilómetros de anchura de la boca del Escalda, entre los puertos de Breskens y Flesinga, tendrían que realizarse de noche. No obstante, con un poco de suerte, una buena parte del 15.º Ejército podría retirarse sin tropiezos en un par de semanas. Von Rundstedt sabía que el plan era arriesgado, pero no veía otra solución, porque de lograr llevarlo a cabo con éxito, tendría a su disposición casi todo un ejército alemán, por maltrecho que estuviera. Y, lo que era más importante, continuaría —increíblemente— controlando el vital puerto de Amberes. Pero el éxito de la operación dependía por entero del presentimiento de Von Rundstedt de que se había detenido el avance de Montgomery.

Von Rundstedt estaba seguro de ello. Además, contaba con la posibilidad de que la inactividad de Montgomery tuviera un significado más profundo. Albergaba la convicción de que, debido a la excesiva extensión alcanzada por las líneas de comunicaciones y aprovisionamiento, el impetuoso avance aliado había llegado a su límite. Al final de la conferencia, como más tarde recordaría Blumentritt, «Von Rundstedt nos miró y sugirió la increíble posibilidad de que, por una vez, Hitler pudiera tener razón».

Las estimaciones de la situación por parte de Hitler y Von Rundstedt, aunque sólo parcialmente correctas, eran mucho más exactas de lo que ninguno de los dos advertía. El precioso tiempo que Von Rundstedt necesitaba para estabilizar su frente se lo estaban proporcionando los propios Aliados. La verdad era que los alemanes estaban perdiendo más deprisa de lo que los Aliados podían ganar.