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Hitler ya había puesto en marcha las medidas para afrontar a crisis. El 4 de septiembre, en el Cuartel General del Führer, situado en las profundidades de la selva de Górlitz, Rastenburg, Prusia Oriental, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt, de sesenta y nueve años, se disponía a marchar en dirección al Frente Occidental. No había esperado que se le diera un nuevo puesto de mando.

Sacado bruscamente de un retiro impuesto, Von Rundstedt había recibido la orden de ir a Rastenburg cuatro días antes. El 2 de julio, dos meses antes, Hitler le había destituido de su cargo de comandante en jefe del Frente Occidental (o, como se le conocía en términos militares alemanes, OB West, Oberbefehdshaber oeste) mientras Von Rundstedt, que jamás había perdido una batalla, trataba de hacer frente a las consecuencias de la mayor crisis alemana de la guerra, la invasión aliada de Normandía.

El Führer y el más distinguido soldado de Alemania nunca se habían puesto de acuerdo sobre la mejor forma de hacer frente a esa amenaza. Antes de la invasión, pidiendo refuerzos, Von Rundstedt había informado claramente al Cuartel General de Hitler (OKW, Oberkommando der Wehrmacht[3]) que los occidentales, superiores en hombres, material y aviones, podían «desembarcar en el lugar que quisieran». No era cierto, declaró Hitler. La Muralla del Atlántico, las fortificaciones costeras parcialmente completadas que, alardeaba Hitler, discurrían a lo largo de casi cinco mil kilómetros desde Kirkenes (en la frontera noruego-finesa) hasta los Pirineos (en la frontera franco-española) harían «este frente inexpugnable contra cualquier enemigo». Von Rundstedt sabía muy bien que las fortificaciones eran más propaganda que realidad. Resumía la Muralla del Atlántico en una sola palabra: «Camelo».

El legendario mariscal de campo Erwin Rommel, famoso por sus victorias en los desiertos norteafricanos durante los primeros años de la guerra y enviado por Hitler para mandar el Grupo de Ejércitos B, a las órdenes de Von Rundstedt, se sentía igualmente aterrado por la tranquilidad del Führer. Para Rommel, las defensas costeras eran una «de las ficciones de la Wolkenkuckkucksheim (la Nefelococugia, o región ideal, de Aristófanes) de Hitler». El aristócrata y tradicionalista Von Rundstedt y el más joven y ambicioso Rommel se encontraban de acuerdo, probablemente por primera vez. Chocaron, sin embargo, en otro punto. Teniendo siempre presente la aplastante derrota de su Afrika Korps frente a Montgomery en El Alamein, en 1942, y conocedor de cómo sería la invasión Aliada, Rommel creía que los invasores debían ser detenidos en las mismas playas. Von Rundstedt disintió tajantemente de su colega, a quien se refería sarcásticamente como el «mariscal Bubi» («mariscal Chiquillo»); sostenía que las tropas Aliadas debían ser destruidas después de que hubieran desembarcado. Hitler apoyó a Rommel. El Día D, pese a las brillantes improvisaciones de Rommel, las tropas Aliadas abrieron brecha en el «inexpugnable» muro en cuestión de horas.

En los terribles días que siguieron, las distendidas líneas de Von Rundstedt se resquebrajaban por todas partes, desbordadas por los Aliados, que ostentaban una supremacía aérea casi total sobre el campo de batalla de Normandía, e inmovilizadas por las órdenes de «no retirarse» de Hitler («Cada hombre debe luchar y caer en el lugar en que se encuentre»). Von Rundstedt taponaba desesperadamente las brechas, pero, por firmemente que lucharan y contraatacaran sus hombres, el resultado siempre estuvo claro. No podía ni «arrojar a los invasores al mar», ni «aniquilarlos» (las palabras eran de Hitler).

La noche del 1 de julio, en los momentos culminantes de la batalla de Normandía, el jefe de Estado Mayor de Hitler, mariscal de campo Wilhelm Keitel, llamó a Von Rundstedt y le preguntó tristemente: «¿Qué debemos hacer?». Con su característica brusquedad, Von Rundstedt replicó: «Poner fin a la guerra, imbéciles. ¿Qué otra cosa podéis hacer?». El comentario de Hitler al conocer su respuesta fue indulgente: «El Viejo ha perdido los nervios y ya no puede dominar la situación. Tendrá que irse». Veinticuatro horas después, en una cortés nota manuscrita, Hitler informaba a Von Rundstedt que «en atención a su salud y a los crecientes esfuerzos que son de esperar en un próximo futuro», quedaba relevado del mando.

Von Rundstedt, el más veterano y fiable mariscal de campo de la Wehrmacht, no podía creerlo. Durante los cinco años de guerra su genio militar había servido a la perfección al Tercer Reich. En 1939, cuando Hitler atacó a sangre fría Polonia, encendiendo con ello el conflicto que más tarde involucraría al mundo, Von Rundstedt había demostrado la validez de la fórmula alemana de conquista —Blitzkrieg («guerra relámpago»)— cuando la punta de lanza de su tanque llegó en menos de una semana a las afueras de Varsovia. Un año después, cuando Hitler se volvió hacia el oeste y con devastadora rapidez invadió la mayor parte de la Europa occidental, Von Rundstedt ostentaba el mando de todo un ejército panzer. Y en 1941 estaba de nuevo en primera línea cuando Hitler invadió Rusia. Ahora, irritado por el peligro que corrían su carrera y su reputación, Von Rundstedt dijo al jefe de su Estado Mayor, el general de división Gunther Blumentritt, que había sido «ignominiosamente destituido por un estratega aficionado». Aquel «cabo bohemio», exclamó encolerizado, había utilizado «mi edad y mi mal estado de salud como excusa para relevarme, a fin de tener una cabeza de turco». Si hubiera dispuesto de cierta capacidad de actuación, Von Rundstedt hubiera planeado una lenta retirada hasta la frontera alemana, durante la cual, de acuerdo con los planes que esbozó a Blumentritt, se habría «cobrado un precio terrible por cada palmo de terreno cedido». Pero, como había dicho numerosas veces a su Estado Mayor, dada la constante «tutela desde arriba», prácticamente la única facultad que tenía como OB West era «cambiar la guardia ante la puerta[4]».

Desde el momento en que le hicieron regresar y llegó a la Wolfsschanze («Guarida del Lobo»), tal y como la bautizó Hitler, en Rastenburg, a finales de agosto, Von Rundstedt asistía, a invitación del Führer, a la conferencia diaria sobre el curso de la guerra. Según el adjunto al jefe de operaciones, general Walter Warlimont, Hitler dispensó un cordial recibimiento a su veterano mariscal de campo, tratándole con «suavidad y respeto inusitados». Warlimont observó también que durante las largas sesiones, Von Rundstedt se limitaba a permanecer quieto en su asiento «sin discutir y pronunciando sólo monosílabos[5]». El conciso y práctico mariscal de campo no tenía nada que decir. Estaba sobrecogido por la situación.

Las sesiones informativas pusieron claramente de manifiesto que en el este el Ejército Rojo ocupaba un frente de más de dos mil kilómetros de longitud que se extendía desde Finlandia, al norte, hasta el Vístula, en Polonia, y desde allí hasta los montes Cárpatos en Rumanía y Yugoslavia. De hecho, los blindados rusos habían llegado hasta las fronteras de Prusia Oriental, apenas a 150 kilómetros del Cuartel General del Führer.

En el oeste, Von Rundstedt veía que sus peores temores se hacían realidad. Una división tras otra estaban siendo destruidas y toda la línea alemana había sido obligada a retroceder. Unidades de retaguardia, a pesar de estar cercadas e incomunicadas, se aferraban todavía a puertos vitales tales como Dunkerque, Calais, Boulogne, El Havre, Lorient y St. Nazaire, obligando a los Aliados a continuar llevando suministros desde las lejanas playas de invasión. Pero ahora, con la súbita y sorprendente captura de Amberes, uno de los mayores puertos marítimos de gran calado de Europa, seguramente los Aliados habían resuelto su problema de aprovisionamiento. Von Rundstedt observaba también que la táctica de Blitzkrieg, perfeccionada por él mismo y por otros, estaba siendo utilizada con devastadores efectos por los ejércitos de Eisenhower. Y el mariscal de campo Walter Model, de cincuenta y cuatro años, nuevo comandante en jefe del Frente Oeste (asumió su puesto el 17 de agosto), era claramente incapaz de poner orden en el caos. Su frente se había desmoronado, roto en el norte por los tanques del Segundo Ejército británico y el Primer Ejército estadounidense, que avanzaban a través de Bélgica en dirección a Holanda; y, al sur de las Ardenas, columnas blindadas del Tercer Ejército de Estados Unidos, al mando del general George S. Patton, se dirigían hacia Metz y el Sarre. Para Von Rundstedt la situación no era ya simplemente lamentable. Era catastrófica.

Tuvo tiempo para meditar en el carácter inevitable del fin. Transcurrieron casi cuatro días antes de que Hitler concediera a Von Rundstedt una audiencia privada. Durante su espera, el mariscal de campo se hospedó en el antiguo hotel de campo reservado para oficiales de alta graduación en el centro del inmenso Cuartel General, un enclave rodeado de alambre de espino en el que se alzaban cabañas de madera y búnkers de cemento construidos sobre una red de instalaciones subterráneas. Von Rundstedt manifestó a Keitel, el jefe del Estado Mayor, su impaciencia por la demora. «¿Por qué me han mandado llamar? —preguntó—. ¿A qué clase de juego estamos jugando?». Keitel no pudo contestarle. Hitler no había dado a Keitel ninguna razón especial, aparte de una inocua mención a la salud del mariscal de campo. Parecía haberse convencido a sí mismo de su propia versión de la destitución de Von Rundstedt por «motivos de salud» en julio y se había limitado a decirle a Keitel: «Quiero ver si la salud del Viejo ha mejorado».

Keitel tuvo que recordarle dos veces al Führer que el mariscal de campo estaba esperando. Finalmente, en la tarde del 4 de septiembre, Von Rundstedt fue llamado a presencia de Hitler, y, en contra de su costumbre, el Führer fue inmediatamente al grano. «Quisiera confiarle de nuevo a usted el Frente Occidental».

Con la espalda bien erguida y ambas manos en su bastón de oro, Von Rundstedt se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Pese a sus conocimientos y su experiencia, su aversión hacia Hitler y los nazis, Von Rundstedt, en quien había arraigado la tradición militar prusiana de entrega al servicio, no declinó el nombramiento. Como diría más tarde, «de todas formas, habría sido inútil protestar[6]».

Hitler explicó sólo a grandes rasgos la tarea de Von Rundstedt. Una vez más, Hitler estaba improvisando. Antes del Día D, habría insistido en que la Muralla del Atlántico era invulnerable. Ahora, para consternación de Von Rundstedt, el Führer hizo hincapié en la inexpugnabilidad de la muralla occidental, que aunque había estado largo tiempo olvidada y desguarnecida, seguía siendo una formidable serie de fortificaciones fronterizas, más conocida por los Aliados como la Línea Sigfrido. Hitler ordenó a Von Rundstedt no sólo detener a los Aliados lo más al oeste posible, sino también contraatacar, pues, tal como el Führer lo veía, las amenazas Aliadas más peligrosas no eran más que simples «puntas de lanza blindadas». Sin embargo estaba clara la contrariedad de Hitler por la captura de Amberes. Su vital puerto debía arrebatarse a los Aliados a toda costa. Así, dado que el resto de los puertos continuaba en manos alemanas, dijo Hitler, era de suponer que el ataque aliado se detendría a causa de la excesiva extensión de sus líneas de aprovisionamiento. Confiaba en que el Frente Occidental pudiera ser estabilizado y en que, con la llegada del invierno, se recuperaría la iniciativa. Hitler aseguró a Von Rundstedt que «no estaba excesivamente preocupado por la situación en el oeste».

Se trataba de una variación de un monólogo que Von Rundstedt había oído muchas veces en el pasado. El muro occidental se había convertido ahora para Hitler en una idea fija, y de nuevo se le estaba ordenando a Von Rundstedt «no ceder un palmo» y «resistir en todas las circunstancias».

Al ordenar a Von Rundstedt que reemplazara al mariscal de campo Model, Hitler estaba efectuando su tercer cambio de mando de OB West en el plazo de dos meses: de Von Rundstedt al mariscal de campo Gunther von Kluge, a Model, y ahora de nuevo a Von Rundstedt. Model, que había estado en el cargo dieciocho días, ahora solamente mandaría el Grupo de Ejércitos B a las órdenes de Von Rundstedt, dijo Hitler. Hacía tiempo que a Von Rundstedt no le entusiasmaba Model. Creía que no se había ganado el ascenso por el camino difícil; había sido elevado demasiado rápidamente por Hitler al rango de mariscal de campo. Von Rundstedt pensaba que le quedaría mejor un puesto de «buen sargento mayor de regimiento». Sin embargo, el mariscal de campo tampoco le daba demasiada importancia al puesto que ocupara Model en esas circunstancias. La situación era casi desesperada, la derrota inevitable. La tarde del 4 de septiembre, mientras se dirigía a su Cuartel General en las proximidades de Coblenza, Von Rundstedt no veía nada que pudiera impedir a los Aliados invadir Alemania, atravesar el Rin y terminar la guerra en cuestión de semanas.

Ese mismo día, en Wannsee, Berlín, el coronel general Kurt Student, de cincuenta y cuatro años, fundador de las fuerzas aerotransportadas de Alemania, volvía del vacío al que había sido relegado durante tres largos años. Para él, la guerra había empezado con buen pie. Student consideraba que sus paracaidistas habían sido los principales responsables de la captura de Holanda en 1940, cuando unos cuatro mil de ellos se arrojaron sobre los vitales puentes de Rotterdam, Dordrecht y Moerdijk, manteniéndolos abiertos para el paso de las fuerzas de invasión alemanas. Las bajas de Student habían sido increíblemente pequeñas —sólo había perdido 180 hombres—. Pero la situación fue diferente en el ataque aerotransportado de 1941 sobre Creta. Allí, las pérdidas fueron tan elevadas —más de la tercera parte de los 22 000 hombres de los alemanes— que Hitler prohibió que se volvieran a llevar a cabo operaciones aerotransportadas. «Ha terminado el tiempo de los paracaidistas», dijo el Führer y el futuro de Student se oscureció. Desde entonces, el ambicioso oficial se había visto confinado a un trabajo burocrático al mando de un centro de adiestramiento, mientras sus preparadísimos paracaidistas eran utilizados exclusivamente como infantería. Con desconcertante brusquedad, exactamente a las 15.00 horas de aquel crítico 4 de septiembre, Student salió de nuevo a la superficie. En una breve llamada telefónica, el coronel general Alfred Jodl, jefe de operaciones de Hitler, le ordenó que organizara inmediatamente un ejército, que el Führer había designado con el nombre de «Primer Ejército Paracaidista». Mientras el estupefacto Student escuchaba, no pudo evitar pensar que «era un título un tanto altisonante para una fuerza que no existía».

Los paracaidistas de Student se encontraban dispersos por toda Alemania, y, aparte de unas cuantas unidades expertas y bien equipadas, eran reclutas bisoños provistos solamente de armas de entrenamiento. Su fuerza, compuesta por unos diez mil hombres, carecía casi por completo de medios de transporte, blindados y artillería. Student ni siquiera tenía un jefe de estado mayor.

Sin embargo, le explicó Jodl, en el oeste necesitaban con urgencia a los hombres de Student. Debían «cerrar un gigantesco agujero» entre Amberes y la zona de Lieja-Maastricht, «manteniendo una línea a lo largo del Canal Albert». Se ordenó a Student que, con la mayor rapidez posible, llevara sus fuerzas a Holanda y Bélgica. Se expedirían armas y equipo a los puntos de destino. Además de sus paracaidistas, se habían designado dos divisiones para su nuevo «ejército». Student no tardó en saber que una de ellas, la 719.a estaba «compuesta de hombres de avanzada edad inmovilizados a lo largo de la costa holandesa que no habían disparado aún un solo tiro». Su otra división, la 176.a, era todavía peor. Se componía de «semiinválidos y convalecientes que, por razones de conveniencia, habían sido agrupados en batallones distintos según sus diversas dolencias». Tenían incluso cocinas especiales «de régimen» para los que sufrían del estómago. Además de estas unidades, recibiría parte de otras fuerzas esparcidas por Holanda y Bélgica —soldados de la Luftwaffe, marineros y dotaciones antiaéreas— y 25 carros de combate. Para Student, el experto en paracaidistas y perfectamente adiestradas tropas de choque aerotransportadas, su heterogéneo ejército era una «grotesca improvisación a gran escala». Pero al menos, volvía a estar en la guerra.

Durante toda la tarde, por teléfono y teletipo, Student reunió e hizo marchar a sus hombres. Calculaba que tardaría por lo menos cuatro días en trasladar todas sus fuerzas hasta la frontera. Pero sus mejores y más endurecidas tropas, enviadas en trenes especiales a Holanda en lo que Student denominó una «acción relámpago» como parte del Grupo de Ejércitos B de Model, se encontrarían a orillas del Canal Albert en el plazo de veinticuatro horas.

La llamada de Jodl y la información que él mismo había reunido desde ese momento alarmaron a Student. Parecía evidente que su grupo más preparado —el 6.º Regimiento de Paracaidistas y otro batallón— unos tres mil hombres, constituía probablemente la única reserva lista para el combate de toda Alemania. Encontraba la situación lamentable.

El mariscal de campo Walter Model, comandante en jefe del Oeste, trataba frenéticamente de taponar la amplia brecha abierta al este de Amberes y detener la desordenada retirada de Bélgica a Holanda. Todavía no le había llegado la noticia del nombramiento de Von Rundstedt como sucesor suyo. Sus fuerzas estaban tan desordenadas, tan desorganizadas, que Model había perdido casi por completo el control. Ya no tenía contacto con la segunda mitad de sus tropas, el Grupo de Ejércitos G en el sur. ¿Había logrado retirarse de Francia el general Johannes Blaskowitz, su comandante? Model no estaba seguro. Para el hostilizado mariscal de campo, la situación del Grupo de Ejércitos G era secundaria. La crisis estaba, evidentemente, en el norte.

Con rapidez y ferocidad, columnas blindadas británicas y americanas habían partido en dos el Grupo de Ejércitos B. De los dos ejércitos que componían el Grupo de Ejércitos B, el 15º estaba acorralado contra el Mar del Norte, aproximadamente entre Calais y un punto situado al noroeste de Amberes. El 7.º Ejército había sido casi totalmente destruido y obligado a retroceder hacia Maastricht y Aquisgrán. Entre los dos ejércitos se abría una brecha de cien kilómetros, y los británicos habían penetrado por ella directamente hasta Amberes. A lo largo de la misma ruta, se precipitaban las desmoralizadas fuerzas de Model, batiéndose en retirada.

En un desesperado esfuerzo por detener su huida, Model hizo pública una emotiva apelación a sus tropas.

… Con el avance del enemigo y la retirada de nuestro frente, están retrocediendo varios centenares de miles de soldados —de tierra, aire y unidades blindadas—, tropas que deben reorganizarse conforme a los planes y resistir en nuevas líneas.

En este torrente circulan los restos de unidades desbaratadas que, por el momento, carecen de objetivos fijos y ni siquiera se hallan en situación de recibir órdenes claras. En el momento en que algunas columnas ordenadas se apartan de la carretera para reorganizarse, ocupan su puesto oleadas de elementos desorganizados. Hacen circular rumores y habladurías y provocan precipitación, desorden continuo y ruin egoísmo. Ésta es la atmósfera que llevan a las zonas de retaguardia, contagiando unidades todavía intactas, y, en este momento de extrema tensión, debe ser atajada por los medios más enérgicos.

Apelo a vuestro honor de soldados. Hemos perdido una batalla, pero os aseguro una cosa: ¡Ganaremos esta guerra! No puedo deciros más por el momento, aunque sé que hay preguntas que os queman los labios. Con independencia de lo que haya sucedido, jamás perdáis vuestra fe en el futuro de Alemania. Al mismo tiempo, debéis tener conciencia de la gravedad de la situación. Este momento separará a los hombres fuertes de los débiles. Cada soldado tiene ahora la misma responsabilidad. Cuando su comandante caiga, debe estar dispuesto a ocupar su puesto y continuar…

Seguía una larga serie de instrucciones en las que Model exigía «categóricamente» que las tropas en retirada «se presentaran sin demora en el punto de mando más próximo», infundieran a otras «confianza, seguridad en sí mismas, autocontrol y optimismo», y rechazaran «habladurías estúpidas, rumores e informaciones irresponsables». El enemigo, decía, no estaba «en todas partes a la vez», y, de hecho, «si se contaran todos los tanques de los que han hablado los fabricantes de rumores, debería haber más de cien mil». Rogaba a sus hombres que no cedieran posiciones importantes ni destruyeran equipo, armas o instalaciones «antes de que sea necesario». El sorprendente documento terminaba haciendo hincapié en que todo dependía de «ganar el tiempo que el Führer necesita para poner en marcha nuevas armas y nuevas tropas».

Prácticamente sin comunicaciones, dependiendo en forma casi exclusiva de la radio, Model no podía tener la seguridad de que su Orden del Día llegara a todas sus tropas. La confusión le impedía siquiera estar seguro de la última posición de sus desorganizadas y dispersas unidades y no sabía tampoco con exactitud hasta dónde habían avanzado las tropas y los tanques aliados. ¿Y dónde estaba el Schwerpunkt (punto principal) del avance aliado, si los británicos y los estadounidenses se dirigían por el norte hacia la Línea Sigfrido y, desde allí, podían llegar a través del Rin hasta el Ruhr? ¿El impresionante Tercer Ejército estadounidense de Patton se estaría dirigiendo hacia el Sarre, la Línea Sigfrido y, a través del Rin, hacia Frankfurt?

El dilema de Model era consecuencia de la situación que se había producido casi dos meses antes, en el momento en el que Hitler destituyó a Von Rundstedt y nombró precipitadamente a Von Kluge como sucesor del viejo mariscal de campo. Dio la casualidad de que Von Kluge, que llevaba varios meses de permiso por enfermedad tras haber ostentado un puesto de mando en el frente ruso, se encontraba efectuando una visita de cortesía al Führer en el preciso momento en que Hitler decidió destituir a Von Rundstedt. Sin preámbulos, y posiblemente porque Kluge era el único oficial de alta graduación presente, Hitler había nombrado al asombrado Von Kluge comandante en jefe del Oeste.

Von Kluge, veterano comandante con experiencia en el frente, asumió el mando el 4 de julio. Duraría 44 días en el cargo. La irrupción Aliada se produjo exactamente como había predicho Von Rundstedt. «Ha quedado roto todo el frente occidental», informó Von Kluge a Hitler. Desbordado por la incontenible marea Aliada que iba ocupando toda Francia, Von Kluge, igual que le ocurriera antes a Von Rundstedt, se encontró con las manos atadas por la insistente orden de Hitler de «no retirarse». Los ejércitos alemanes en Francia fueron rodeados y destruidos casi por completo. Precisamente durante este período se produjo otro hecho trascendental que conmocionó al Tercer Reich: un frustrado intento de asesinato de Hitler.

Durante una de las interminables conferencias que se celebraban en el Cuartel General del Führer, hizo explosión una bomba de relojería colocada en una maleta que el coronel Claus Graf von Stauffenberg había dejado bajo una mesa próxima a Hitler, matando e hiriendo a muchos de los que se encontraban en la habitación. El Führer solamente sufrió lesiones leves. Aunque únicamente un pequeño grupo de oficiales se hallaban implicados en la conjura, la venganza de Hitler fue terrible. Se procedió a la detención de todo el que tuviera relación con los conjurados o con sus familias; y muchas personas, inocentes o no, fueron sumariamente ejecutadas[7]. Perdieron la vida unas cinco mil personas. Von Kluge había estado implicado indirectamente, y Hitler sospechaba también que estaba intentando negociar una rendición con el enemigo. Von Kluge fue sustituido por Model y recibió la orden de presentarse inmediatamente ante el Führer. Antes de ponerse en marcha hacia su Cuartel General, el desesperado Von Kluge escribió una carta a Hitler, y, camino de Alemania, se envenenó.

Cuando reciba usted estas líneas, yo ya no existiré [escribió al Führer]… He hecho todo lo que estaba a mi alcance para hacer frente a la situación… Tanto Rommel como yo, y probablemente todos los demás comandantes del Frente Oeste que tienen experiencia de combate contra los angloamericanos, sabíamos de su superioridad en medios materiales y habíamos previsto los acontecimientos actuales. No se nos escuchó. Nuestras apreciaciones no estaban dictadas por el pesimismo, sino por un sereno conocimiento de los hechos. Ignoro si el mariscal de campo Model, que ha sido puesto a prueba en todas las esferas, dominará la situación. Así lo deseo con todo mi corazón. Si, no obstante, no ocurriera así, y sus nuevas armas… no tuvieran éxito, entonces, mi Führer, decídase y ponga fin a la guerra. Ha llegado el momento de terminar este horror… Siempre he admirado su grandeza… Y su voluntad de hierro… Muéstrese ahora lo bastante grande como para poner fin a esta lucha sin esperanza…

Hitler no tenía intención de conceder la victoria a los Aliados, aun cuando el Tercer Reich que él había proclamado que duraría mil años se hallaba ya socavado y tambaleante. Estaba intentando conjurar la derrota en todos los frentes, pero cada acción del Führer parecía más desesperada que la anterior.

El nombramiento de Model como OB West no había ayudado mucho. A diferencia de Von Rundstedt o de Von Kluge, Model no contaba con el apoyo del genio combativo de Rommel. Rommel había resultado gravemente herido por las balas de un avión aliado el 17 de julio y no se había enviado nadie para sustituirle[8]. En la confianza de poder enderezar la situación, asumió también el mando de Rommel, convirtiéndose no sólo en OB West, sino también en comandante del Grupo de Ejércitos B. No obstante la destreza de Model, la situación era demasiado grave para cualquier comandante.

Por entonces, el Grupo de Ejércitos B luchaba por su supervivencia a lo largo de una línea que se extendía aproximadamente entre la costa belga y la frontera franco-luxemburguesa. Desde allí hasta Suiza, al sur, el resto de las tropas de Model —el Grupo de Ejércitos G, bajo las órdenes del general Blaskowitz— ya había sido aniquilado. Tras la segunda invasión Aliada realizada el 15 de agosto por fuerzas francesas y estadounidenses en la zona de Marsella, los hombres de Blaskowitz habían abandonado apresuradamente el sur de Francia. En ese momento, retrocedían desordenadamente hacia la frontera alemana bajo una continua presión.

El frente septentrional de Model se estaba derrumbando y los blindados de los Aliados habían perforado una brecha de cien kilómetros de anchura, con lo que quedaba abierto e indefenso el camino que iba desde Bélgica a Holanda y desde allí, a Alemania, a través de la vulnerable frontera noroccidental. Las fuerzas Aliadas que presionaban sobre Holanda podían superar por la retaguardia la Línea Sigfrido, el impresionante cinturón de fortificaciones que se extendía desde Suiza a lo largo de las fronteras de Alemania y que terminaba en Cléveris, en la frontera germano-holandesa. Contorneando este extremo septentrional del Muralla Occidental de Hitler y cruzando el Rin, los Aliados podían penetrar en el Ruhr, el corazón industrial del Reich. Esa maniobra podía provocar el derrumbamiento total de Alemania.

Por segunda vez en 72 horas, Model pidió desesperadamente refuerzos a Hitler. La situación de sus fuerzas en la brecha desprovista de defensa era caótica. Había que restablecer el orden y cerrar la brecha. El último informe de Model, enviado a Hitler en las primeras horas de la mañana del 4 de septiembre, advertía que se estaba acercando la crisis y que, a menos que recibiese un mínimo de «veinticinco divisiones de refresco y de cinco a seis divisiones Panzer, podía derrumbarse el frente entero, abriéndose entonces “la puerta de entrada al noroeste de Alemania”».

Lo que más preocupaba a Model era la entrada de los británicos en Amberes. No sabía si el gran puerto, el segundo de Europa por sus dimensiones, había sido capturado intacto o había sido destruido por la guarnición alemana. La ciudad de Amberes propiamente dicha, situada tierra adentro, no era un enclave crucial. Para utilizar el puerto, los Aliados necesitaban controlar su acceso por mar, un canal de 75 kilómetros de largo y cinco de ancho en su boca, que penetraba en Holanda desde el Mar del Norte pasando ante la isla de Walcheren y bordeando la península de Beveland del Sur. Mientras los cañones alemanes dominasen el estuario del Escalda, el puerto de Amberes no caería en manos de los Aliados.

Desgraciadamente para Model, aparte de las baterías antiaéreas y de los poderosos cañones costeros instalados en la isla de Walcheren, carecía casi por completo de fuerzas a lo largo de la orilla septentrional. Pero al otro lado del Escalda, prácticamente aislado en el Paso de Calais, estaba el 15.º Ejército del general Gustav von Zangen, una fuerza de más de ochenta mil hombres. Aunque acorralados —el mar se extendía tras ellos al norte y al oeste, y británicos y canadienses presionaban desde el sur y el este—, seguían controlando la mayor parte de la orilla meridional del estuario.

Model creía que, para entonces, los blindados británicos, aprovechando la situación, estarían avanzando a lo largo de la orilla septentrional y despejando el paso. Antes de que pasara mucho tiempo, toda la península de Beveland del Sur podía quedar en sus manos e incomunicada con el resto de Holanda en su estrecha base al norte de la frontera belga, apenas a 25 kilómetros de Amberes. Luego, para abrir el puerto, los británicos se volverían contra el copado 15.º Ejército y despejarían la orilla meridional. Era preciso liberar a las fuerzas de Von Zangen.

A la caída de la tarde del 4 de septiembre, en el Cuartel General del Grupo de Ejércitos B, en el pueblo de La Chaude Fontaine, al sudeste de Lieja, Model dictó una serie de órdenes. Instruyó por radio a Von Zangen para que defendiera la orilla meridional del Escalda y reforzara los puertos de Dunkerque, Boulogne y Calais, los que Hitler había ordenado defender «con fanática determinación como fortalezas». Con el resto de sus tropas, el desamparado Von Zangen debía atacar al nordeste enfrentándose a la avalancha de blindados británicos. Era una acción desesperada, pero Model no veía otra solución. Si el ataque de Von Zangen tenía éxito, podría aislar a los británicos en Amberes e impedir el avance de las vanguardias blindadas de Montgomery que se dirigían hacia el norte. Aun cuando el ataque fracasase, el esfuerzo de Von Zangen podría ganar tiempo, frenando el avance aliado durante el tiempo suficiente para que llegaran reservas y se estableciese un nuevo frente a lo largo del Canal Albert.

Model no sabía con exactitud qué refuerzos estaban en camino. Al anochecer, recibió finalmente la respuesta de Hitler a su petición de nuevas divisiones para estabilizar el frente. Era la sucinta noticia de su sustitución como comandante en jefe del oeste por el mariscal de campo Von Rundstedt. Von Kluge había durado 44 días como OB West, Model, apenas 18. Normalmente Model se mostraba temperamental y ambicioso, pero en esta ocasión reaccionó con calma. Era más consciente de sus deficiencias como administrador de lo que creían sus críticos[9]. Ahora, podía dedicarse a la labor que mejor conocía: estar al mando en primera línea del frente, encargándose exclusivamente del Grupo de Ejércitos B. Pero, entre el torrente de frenéticas órdenes que Model dictó aquel último día como OB West, una resultaría trascendental. Se refería al emplazamiento de su II Cuerpo Panzer de las SS.

El comandante del Cuerpo, Obergruppenführer (teniente general) Wilhelm Bittrich, de cincuenta años, no había tenido ningún contacto con Model durante más de setenta y dos horas. Sus fuerzas, luchando casi continuamente desde Normandía, se hallaban gravemente maltrechas. Bittrich había perdido muchísimos tanques y sus hombres se estaban quedando sin municiones ni combustible. Además, debido a la interrupción de las comunicaciones, las pocas órdenes que había recibido por radio estaban ya anticuadas cuando llegaron a conocimiento de Bittrich. Desconocedor de los movimientos del enemigo y necesitado de orientación, Bittrich se puso en marcha a pie para encontrar a Model. Finalmente, localizó al mariscal de campo en el Cuartel General del Grupo de Ejércitos B, cerca de Lieja. «No le había visto desde el Frente Ruso en 1941 —comentó más tarde Bittrich—. Con su monóculo en un ojo, vestido con su habitual cazadora de cuero, Model se hallaba mirando un mapa y lanzando una orden tras otra. Había poco tiempo para conversar. En espera de las órdenes oficiales, que llegarían después, se me dijo que trasladara el cuartel general de mi Cuerpo hacia el norte, a Holanda». Con la mayor rapidez posible, Bittrich debía «supervisar la recuperación y rehabilitación de las 9.a y 10.a Divisiones Panzer de las SS». Las maltrechas unidades, le dijo Model, debían «apartarse lentamente de la batalla y dirigirse sin demora hacia el norte[10]».

El casi desconocido Bittrich difícilmente podía prever el crítico papel que sus 9.a y 10.a Divisiones Panzer de las SS habrían de desempeñar al cabo de dos semanas. La posición que Model eligió para Bittrich se encontraba en una zona tranquila, que distaba en aquel momento unos cien kilómetros del frente. Por pura casualidad, la zona incluía la ciudad de Arnhem.