Setenta kilómetros más al sur, en las ciudades y pueblos próximos a la frontera belga, los holandeses desbordaban de júbilo. Contemplaban incrédulos los maltrechos restos de los ejércitos de Hitler en el norte de Francia y en Bélgica pasando ante sus ventanas. El derrumbamiento parecía contagioso; junto a las unidades militares se marchaban miles de civiles alemanes y de nazis holandeses. Y para estas fuerzas fugitivas, todos los caminos parecían llevar a la frontera alemana.
Como la retirada empezó tan lentamente —un rosario de automóviles y vehículos de Estado Mayor que cruzaban la frontera belga—, pocos holandeses podían decir exactamente cuándo había comenzado. Unos creían que la retirada había empezado el 2 de septiembre; otros, el 3. Pero el día 4, el movimiento de los alemanes y sus partidarios había adquirido ya las características de una desbandada, de un éxodo frenético que alcanzó su punto culminante el 5 de septiembre, el día que sería más tarde conocido en la historia de Holanda como Dolle Dinsdag, «Martes Loco».
El pánico y la desorganización parecían caracterizar la huida alemana. Se utilizaban todo tipo de transportes. Abarrotando las carreteras desde la frontera norte belga hasta Arnhem, e incluso más allá, había camiones, autobuses, coches oficiales, semiorugas, vehículos blindados, carros de caballos y automóviles civiles (funcionando con carbón o madera). Por todas partes, dispersos en desordenados convoyes, se veían enjambres de fatigados y polvorientos soldados montando bicicletas requisadas a toda prisa.
Había formas de transporte aún más grotescas. En la ciudad de Valkenswaard, situada a pocos kilómetros al norte de la frontera belga, varias personas vieron soldados alemanes pesadamente cargados que avanzaban a duras penas montados en patinetes infantiles. A noventa kilómetros de allí, en Arnhem, la multitud que se alineaba a lo largo de la Amsterdamseweg vio pasar lentamente una gran carroza fúnebre plateada y negra tirada por dos caballos de labranza de andares cansinos. Apiñados en el espacio destinado al ataúd en la parte posterior, había una veintena de alemanes desgreñados y exhaustos.
Arrastrándose en estos desventurados convoyes había soldados alemanes de muchas unidades. Había tanquistas despojados de sus carros de combate y vestidos con sus uniformes negros; hombres de la Luftwaffe, probablemente todo lo que quedaba de las unidades aéreas alemanas que habían sido destrozadas tanto en Francia como en Bélgica; soldados de la Wehrmacht de una veintena de divisiones; y tropas de las Waffen SS cuya insignia del cráneo y las tibias cruzadas constituía una macabra identificación. La joven Wilhelmina Coppens, de St. Oedenrode, al ver caminar erráticamente a estos hombres aturdidos y aparentemente sin jefes, pensó que «la mayoría de ellos no tenían ni idea de dónde estaban ni de adonde se dirigían». Para amargo regocijo de los transeúntes holandeses, algunos soldados estaban tan desorientados que preguntaban por el camino a la frontera alemana.
En la ciudad industrial de Eindhoven, sede de la gigantesca fábrica eléctrica Philips, la población llevaba varios días oyendo el sordo rumor del fuego de artillería procedente de Bélgica. Entonces, viendo los restos del derrotado ejército alemán que abarrotaban las carreteras, la gente esperaba que las tropas aliadas llegasen en cuestión de horas. Lo mismo pensaban los alemanes. A Frans Kortie, de veinticuatro años, empleado en el Departamento de Finanzas municipal, le pareció que estas tropas no tenían intención de detenerse. Desde el aeropuerto cercano llegaba el estruendo de las explosiones conforme los ingenieros volaban pistas, depósitos de municiones, tanques de gasolina y hangares; y, a través de la humareda que el viento empujaba por entre la ciudad, Kortie vio pelotones de soldados trabajando a toda prisa para desmantelar las piezas de artillería pesada instaladas en los tejados de los edificios Philips.
Por toda la zona, desde el norte de Eindhoven hasta la ciudad de Nimega, los ingenieros alemanes trabajaban intensamente. En el Zuid Willemsvaart Canal, que discurre en la ciudad de Veghel, Comelis de Visser, maestro de escuela, vio saltar por los aires una barcaza pesadamente cargada, esparciendo pedazos de motor de avión como una mortal lluvia de metralla. No lejos de allí, en el pueblo de Uden, Johannes De Groot, de cuarenta y cinco años, carrocero, se encontraba contemplando la retirada en compañía de su familia cuando los alemanes prendieron fuego a un antiguo cuartel holandés apenas a trescientos metros de su casa. Minutos después, las bombas almacenadas en el edificio hicieron explosión, matando a cuatro de los hijos de De Groot, cuyas edades oscilaban entre los cinco y los dieciocho años.
En lugares como Eindhoven, en los que prendieron fuego a las escuelas, se impidió entrar a los bomberos a apagar los incendios, y manzanas enteras quedaron reducidas a cenizas. En cualquier caso, los zapadores, a diferencia de las veloces columnas de las carreteras, daban muestras de seguir algún plan definido.
Los más frenéticos y confusos de los fugitivos eran los civiles, nazis alemanes, holandeses, belgas y franceses. No gozaban de las simpatías de los holandeses. Según el granjero Johannes Hulsen, de St. Oedenrode, parecían «mortalmente asustados»; y tenían razón para estarlo, pensó con satisfacción, pues, con los Aliados «pisándoles los talones, estos traidores sabían que había llegado el Bijltjesdag (“Día del Hacha”)».
La frenética huida de los nazis holandeses y los civiles alemanes había sido puesta en marcha por el Reinchskommissar en Holanda, el famoso doctor Arthur Seyss-Inquart, de cincuenta y dos años, y por el ambicioso y brutal dirigente del Partido Nazi holandés, Antón Mussert. Velando apresuradamente por la suerte de los alemanes en Francia y en Bélgica, Seyss-Inquart ordenó el 1 de septiembre la evacuación de los civiles alemanes al este de Holanda, en las proximidades de la frontera del Reich. Mussert, de cincuenta años, siguió su ejemplo alertando a los miembros del Partido Nazi holandés. Seyss-Inquart y Mussert fueron ellos mismos de los primeros en marcharse: se dirigieron desde La Haya hacia el este, hasta Apeldoorn, a veinticinco kilómetros al norte de Arnhem[1]. Mussert envió a su familia más cerca aún del Reich, trasladándola a la región fronteriza de Twente, en la provincia de Overijssel. Al principio, la mayoría de los civiles alemanes y holandeses se movían con calma. Luego, una sucesión de acontecimientos desató el pánico. El 3 de septiembre, los ingleses capturaron Bruselas. Al día siguiente, cayó Amberes. Los blindados y los soldados británicos estaban ahora sólo a unos kilómetros de la frontera holandesa.
Habida cuenta de estas asombrosas victorias, la anciana reina de Holanda, Guillermina, dijo a su pueblo en un mensaje radiofónico transmitido desde Londres que la liberación estaba próxima. Anunció que su yerno, Su Alteza Real el príncipe Bernardo, había sido nombrado comandante en jefe de las fuerzas holandesas y asumiría también el mando de todos los grupos de resistencia clandestina. Estas facciones, que comprendían tres organizaciones distintas alineadas políticamente desde la izquierda hasta la extrema derecha, quedarían ahora unificadas y conocidas oficialmente por el nombre de Binnenlandse Strijdkrachten (Fuerzas del Interior). El príncipe Bernardo, de treinta y tres años, esposo de la princesa Juliana, heredera al trono, pronunció después del mensaje de la Reina el suyo propio. Pidió a las fuerzas clandestinas que tuvieran preparados brazaletes «en los que figurara con letras claras la palabra Orange», pero que no los usaran «sin orden mía». Les exhortaba a «refrenar el entusiasmo momentáneo por acciones prematuras e independientes, porque ello podría comprometeros a vosotros mismos y a las operaciones militares en marcha».
Seguidamente se transmitió un mensaje especial del general Dwight D. Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas Aliadas, confirmando que la liberación era inminente. «La hora de la liberación que los Países Bajos han estado esperando durante tanto tiempo, ya está muy próxima», prometió. Y, a las pocas horas, a estas emisiones les siguió la declaración más optimista de todas, la del primer ministro del Gobierno holandés en el exilio, Pieter S. Gerbrandy. Dijo a sus oyentes: «Ahora que los ejércitos Aliados, en su irresistible avance, han cruzado la frontera holandesa… quiero que todos vosotros brindéis a nuestros aliados una calurosa bienvenida a nuestra tierra natal…».
La alegría de los holandeses rayaba en la histeria, y los nazis holandeses huían para salvar su vida. Antón Mussert había alardeado durante mucho tiempo de que en su partido se agrupaban más de cincuenta mil nazis. Debía ser así, y les parecía a los holandeses que todos ellos se habían lanzado a las carreteras al mismo tiempo. En decenas de ciudades y pueblos de toda Holanda, alcaldes y funcionarios nombrados por los nazis huyeron súbitamente a menudo, no sin antes pedir el pago de sus atrasos. El alcalde de Eindhoven y algunos de sus funcionarios insistían en reclamar sus salarios. El secretario del Ayuntamiento, Gerardus Legius, consideraba ridícula su postura, pero no le parecía tan mal que se les indemnizara. Viéndoles escapar precipitadamente de la ciudad «sobre todo lo que tuviera ruedas», se preguntó: «¿Hasta dónde podrán llegar? ¿Dónde irán?». Las oficinas bancarias también se veían asediadas. Cuando Nicolaas van de Weerd, empleado bancario de veinticuatro años, acudió a su trabajo en la ciudad de Wageningen el lunes, 4 de septiembre, vio una cola de nazis holandeses esperando ante el banco. Cuando se abrieron las puertas, se apresuraron a cancelar cuentas y vaciar cajas fuertes.
Las estaciones ferroviarias fueron invadidas por civiles aterrorizados. Los trenes que se dirigían a Alemania circulaban al límite de su capacidad. Al descender de su tren a su llegada a Arnhem, el joven Frans Wiessing fue engullido por una marea de gente que pugnaba por subir. Era tanta la desbandada que, cuando el tren partió, Wiessing vio una montaña de equipajes que habían quedado abandonados en el andén. En el pueblo de Zetten, al oeste de Nimega, el estudiante Paul van Wely vio muchos nazis holandeses que abarrotaban la estación de ferrocarril, esperando todo el día un tren con destino a Alemania, que nunca llegó. Las mujeres y los niños lloraban y, en opinión de Van Wely, «la sala de espera tenía el aspecto de una chatarrería llena de vagabundos». En todas las ciudades se producían incidentes similares. Los colaboracionistas holandeses huían en cualquier cosa que se pudiera mover. El arquitecto municipal Willem Tiemans vio desde la ventana de su despacho, cercano al gran puente de Arnhem, un grupo de nazis holandeses «forcejeando como locos» para subir a bordo de una barcaza que seguía el curso del Rin hasta el Reich.
Hora tras hora, el tráfico aumentaba, e incluso lo siguió haciendo en la oscuridad de la noche. Tan desesperados estaban los alemanes por ponerse a salvo que las noches del 3 y 4 de septiembre, despreciando absolutamente los ataques aéreos Aliados, los soldados instalaron reflectores en algunos cruces de carretera, y numerosos vehículos sobrecargados se arrastraban por ellas con los faros encendidos. Los oficiales alemanes parecían haber perdido el control. El doctor Antón Laterveer, médico de Arnhem, vio soldados arrojando sus fusiles… algunos, incluso, intentaron vender sus armas a los holandeses. Joop Muselaars, un adolescente en esa época, vio a un teniente intentar detener un vehículo militar que no iba completamente lleno, pero el conductor, ignorando la orden, continuó su marcha. Furioso, el oficial disparó irracionalmente su pistola contra los adoquines.
En todas partes, los soldados intentaban desertar. En el pueblo de Eerde, Adrianus Marinus, un oficinista de dieciocho años, vio un soldado que saltaba de un camión, corría hacia una granja y desaparecía. Más tarde, Marinus se enteró de que el soldado era un prisionero de guerra ruso que había sido alistado en la Wehrmacht. A tres kilómetros de Nimega, en el pueblo de Lent, situado en la orilla septentrional del Waal, cuando el doctor Frans Huygen se encontraba realizando sus visitas, vio varios soldados mendigando ropas civiles, que les eran negadas por los aldeanos. En Nimega los desertores no se humillaban de este modo. En muchos casos, reclamaban la ropa a punta de pistola. El reverendo Wilhelmus Peterse, carmelita de cuarenta años, vio soldados que se despojaban apresuradamente de sus uniformes, los cambiaban por trajes civiles y emprendían a pie la marcha hacia la frontera alemana. «Los alemanes estaban completamente hartos de la guerra —recordaría Garrit Memelink, inspector forestal jefe de Arnhem—. Estaban haciendo cuanto podían por burlar a la Policía Militar».
Cuando los oficiales perdieron el control, la disciplina desapareció. Grupos descontrolados de soldados robaban caballos, carros, automóviles y bicicletas. Amenazaban a los granjeros con sus armas, para obligarles a que les llevaran hacia Alemania en sus carromatos. A todo lo largo de los convoyes, los holandeses podían ver camiones, carretas, carretillas de mano —incluso cochecitos de niño empujados por soldados fugitivos— en los que amontonaba el botín obtenido en Francia, Bélgica y Luxemburgo. Se llevaban desde estatuas y muebles hasta ropa blanca. En Nimega, los soldados intentaron vender máquinas de coser, rollos de tela, cuadros, máquinas de escribir y un soldado ofreció incluso un loro metido en una gran jaula.
Entre los alemanes que se retiraban no escaseaba el alcohol. En la ciudad de Groesbeek, apenas a ocho kilómetros de la frontera alemana, el padre Herman Hoek presenció el paso de carros de caballos cargados hasta arriba con grandes cantidades de vinos y licores. En Arnhem, el reverendo Reinhold Dijker vio varios bulliciosos soldados de la Wehrmacht montados en un camión y bebiendo de una enorme barrica de vino que, al parecer, habían acarreado todo el camino desde Francia. Agatha Schulte, de dieciséis años, hija del farmacéutico jefe del hospital municipal de Arnhem, estaba convencida de que la mayoría de los soldados que veía se hallaban borrachos. Iban arrojando puñados de monedas francesas y belgas a los chiquillos y trataban de vender botellas de vino, champaña y coñac a los adultos. Su madre, Hendrina Schulte, recordaría vividamente haber visto un camión alemán que transportaba otra clase de botín. Se trataba de una amplia cama de matrimonio, y en la cama había una mujer[2].
Además de las columnas procedentes del sur, llegaba desde la zona occidental de Holanda y desde la costa una intensa riada de alemanes y civiles. Atravesaba Arnhem y se dirigía hacia el este, hacia Alemania. En el próspero suburbio de Oosterbeek, en Arnhem, Jan Voskuil, ingeniero químico de treinta y ocho años, se hallaba escondido en la casa de su suegro. Al saber que figuraba en una lista de rehenes holandeses que iban a ser detenidos por los alemanes, había huido de su casa en la ciudad de Geldermalsen, a treinta kilómetros de distancia, llevándose consigo a su mujer, Bertha, y su hijo de nueve años. Había llegado a Oosterbeek a tiempo de ver la evacuación. El suegro de Jan le dijo que no «se preocupara más por los alemanes; desde ahora ya no tendrás que esconderte». Al contemplar la calle principal de Oosterbeek, Voskuil vio una «absoluta confusión». Había docenas de camiones atestados de alemanes, «todos peligrosamente sobrecargados». Vio soldados «montados en bicicletas, pedaleando enérgicamente, con maletas y maletines colgando de los manillares». Voskuil tuvo la seguridad de que la guerra terminaría en cuestión de días.
En el propio Arnhem, Jan Mijnhart, sacristán de la Grote Kerk —la imponente iglesia de San Eusebio, del siglo XV, con su famosa torre de cien metros de altura—, vio a los Moffen (apodo holandés de los alemanes, equivalente al Jerry inglés) cruzando la ciudad «en fila de a cuatro en dirección a Alemania». Algunos parecían viejos y enfermos. En el cercano pueblo de Ede, un alemán de avanzada edad rogó al joven Rudolph van der Aa que comunicara a su familia en Alemania que le había visto. «Sufro del corazón —añadió—, y probablemente no viviré mucho más». Lucianus Vroemen, un adolescente de Arnhem, advirtió que los alemanes estaban exhaustos y que no «exhibían nada de su orgullo y su espíritu de lucha». Vio oficiales intentando, con poco o ningún éxito, restablecer el orden entre los desorganizados soldados. Ni siquiera reaccionaban ante los gritos que les dirigían los holandeses: «¡Marchaos! Los ingleses y los americanos estarán aquí dentro de unas horas».
Viendo a los alemanes trasladándose hacia el este desde Arnhem, el doctor Pieter de Graaff, cirujano de cuarenta y cuatro años, estaba seguro de estar presenciando «el fin, el evidente derrumbamiento del Ejército alemán». Y Suze van Zweden, profesora de matemáticas en un instituto, tendría una razón especial para recordar aquel día. Su marido Johan, respetado y conocido escultor, había sido confinado en el campo de concentración de Dachau en 1942 por ocultar a judíos holandeses. Puede que estuviera próxima su liberación dado que, evidentemente, la guerra estaba casi terminada. Suze estaba decidida a ser testigo de este histórico momento: la partida de los alemanes y la llegada de los liberadores aliados. Su hijo Robert era demasiado pequeño para comprender lo que estaba sucediendo, pero decidió llevar a su hija Sonja, de nueve años, a la ciudad. Mientras vestía a Sonja, Suze dijo: «Esto es algo que tienes que ver. Quiero que procures recordarlo toda tu vida».
Por todas partes, se ponía de manifiesto la alegría de los holandeses. Las banderas holandesas hicieron su aparición. Comerciantes emprendedores vendían chapas color naranja y grandes cantidades de cintas a las muchedumbres ávidas. En el pueblo de Renkum, la gente hizo cola ante la mercería local, donde el dueño, Johannes Snoek, vendió cinta anaranjada a toda la velocidad con que podía cortarla. Para su asombro, los habitantes del pueblo confeccionaron lazos con las cintas y se los prendieron orgullosamente. Johannes, que era miembro de la resistencia, pensó que «esto era ir demasiado lejos». Para proteger a sus paisanos de sus propios excesos, dejó de vender la cinta. Su hermana Marta, contagiada de la excitación, anotó alegremente en su Diario que «el ambiente que había en las calles recordaba al del Koninginnedag, el cumpleaños de la reina». Vitoreantes multitudes se apiñaban en las aceras gritando: «¡Viva la Reina!». La gente cantaba el Wilhelmus (el himno nacional holandés) y Oranje Boven! («¡Orange sobre todo!»). Con sus capas revoloteando al viento, la Hermana Antonia Stranzky y la Hermana Christine van Dijk, del Hospital de Santa Isabel de Arnhem, pedalearon hasta la plaza mayor, la Velperplein, donde se unieron a la multitud congregada en las terrazas de las cafeterías tomando café y comiendo pastel de patata, mientras pasaban los alemanes y los nazis holandeses.
En el Hospital de San Canisius, en Nimega, la Hermana M. Dosithée Symons vio a varias enfermeras bailar de alegría en los pasillos del convento. La gente sacaba aparatos de radio escondidos desde hacía mucho tiempo y, contemplando la retirada desde sus ventanas, escuchaba abiertamente por primera vez en largos meses el servicio especial para Holanda de la BBC de Londres, Radio Orange. Estaba tan excitado por las emisiones el cultivador de frutas Joannes Hurkx, de St. Oedenrode, que no vio a un grupo de alemanes robar las bicicletas de la familia en la parte trasera de su casa.
En decenas de lugares cerraron las escuelas y se declaró fiesta laboral. Los empleados de las fábricas de cigarrillos de Valkenswaard no tardaron en abandonar sus máquinas y lanzarse a las calles. En La Haya, sede del Gobierno, dejaron de circular los tranvías. En la capital, Amsterdam, la atmósfera era tensa e irreal. Cerraron las oficinas y se suspendieron las transacciones en la Bolsa. Las unidades militares desaparecieron súbitamente de las principales vías públicas, y la estación central se vio atestada de nazis alemanes y holandeses. En las afueras de Amsterdam, Rotterdam y La Haya, multitudes portadoras de banderas y flores flanqueaban las carreteras que conducían a las ciudades para ser los primeros en ver los tanques ingleses llegando desde el sur.
Los rumores aumentaban cada hora que pasaba. En Amsterdam muchos creían que las tropas británicas habían liberado ya La Haya, cerca de la costa, a unos 45 kilómetros al sudoeste. En La Haya, la gente pensaba que había sido liberado el gran puerto de Rotterdam, a 25 kilómetros de distancia. Los que viajaban en los trenes oían un relato diferente en cada estación en la que paraban. Uno de ellos, Henri Peijnenburg, dirigente de la Resistencia, de veinticinco años de edad, que se dirigía desde La Haya a su casa de Nimega, una distancia inferior a 120 kilómetros, oyó decir al comienzo de su viaje que los ingleses habían entrado en la antigua ciudad fronteriza de Maastricht. En Utrecht, le dijeron que habían llegado a Roermond. Luego, en Arnhem, le aseguraron que los ingleses habían tomado Venlo, a pocos kilómetros de la frontera alemana. «Cuando finalmente llegué a casa —explicaría más tarde—, esperaba ver a los Aliados por las calles, paro todo lo que vi fue a los alemanes que se batían en retirada». Peijnenburg se sentía confuso e inquieto.
Otras personas compartían también su preocupación, especialmente los miembros del alto mando de la Resistencia, reunidos secretamente en La Haya. Para ellos, que observaban nerviosamente la situación, Holanda parecía encontrarse en el umbral de la libertad. Los tanques aliados podían atravesar fácilmente el país desde la frontera belga hasta el Zuider Zee. La Resistencia tenía la seguridad de que la «puerta» —a través de Holanda, sobre el Rin y a Alemania— estaba abierta de par en par.
Los líderes de la Resistencia sabían que los alemanes carecían prácticamente de fuerzas capaces de detener un decidido ataque aliado. Casi sentían desprecio hacia la única, débil y escasamente dotada división compuesta de hombres ancianos que protegía las defensas costeras (habían permanecido en búnkers de cemento desde 1940 sin disparar un solo tiro), y hacia unos cuantos soldados de baja graduación, cuya capacidad de combate era sumamente dudosa, entre los que se encontraban los SS holandeses, heterogéneas tropas de guarnición, convalecientes y los declarados no aptos por razones médicas, agrupados estos últimos en unidades acertadamente conocidas con el nombre de batallones «estómago» y «oído», porque la mayoría de los hombres padecían úlceras o eran duros de oído.
A los holandeses les parecía obvio que el próximo movimiento de los Aliados era la inminente invasión. Pero su éxito dependía de la velocidad de las fuerzas británicas que avanzaban desde el sur y era precisamente esto lo que desconcertaba al alto mando de la Resistencia porque le era imposible determinar la extensión exacta del avance aliado.
Comprobar la validez de la afirmación del primer ministro Gerbrandy de que las tropas Aliadas habían cruzado ya la frontera no era asunto sencillo. Holanda era pequeña —aproximadamente, sólo las dos terceras partes del territorio de Irlanda—, pero tenía una densa población de más de nueve millones de habitantes, y, a consecuencia de ello, los alemanes tenían grandes dificultades para controlar la actividad subversiva. En todas las ciudades y pueblos había células clandestinas. Sin embargo, era arriesgado transmitir información. El método principal, y más peligroso, era el teléfono. En un caso de emergencia, utilizando complicados circuitos, líneas secretas e información cifrada, los líderes de la Resistencia podían establecer comunicación con todo el país. De ahí que, en esta ocasión, los mandos clandestinos supieran a los pocos minutos que el anuncio de Gerbrandy era prematuro: las tropas británicas no habían cruzado la frontera.
Otras emisiones de Radio Orange alimentaron la confusión. Por dos veces en poco más de doce horas (a las 23.45 horas del 4 de septiembre y, de nuevo, en la mañana del 5 de septiembre), el Servicio Holandés de la BBC anunció la liberación de la ciudad fuerte de Breda, a diez kilómetros de la frontera belga. La noticia se difundió rápidamente. Periódicos ilegales, que se editaban en secreto, prepararon rápidamente ediciones anunciando con grandes titulares: «La caída de Breda». Pero el jefe de la Resistencia regional de Arnhem, Pieter Kruyff, de treinta y ocho años, cuyo grupo era uno de los más hábiles y disciplinados de la nación, albergaba serias dudas respecto a la veracidad del boletín de Radio Orange. Hizo que su experto de comunicaciones, Johannes Steinfort, joven técnico de la Compañía Telefónica, comprobara la información. Conectando rápidamente con un circuito secreto que le ponía en contacto directo con la Resistencia de Breda, Steinfort fue uno de los primeros en saber la amarga verdad: la ciudad continuaba en manos de los alemanes. Nadie había visto tropas aliadas, ni americanas ni británicas.
Debido al torrente de rumores, numerosos grupos de la Resistencia se reunieron apresuradamente para discutir lo que debía hacerse. Aunque el príncipe Bernardo y el SHAEF (Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas) habían prevenido contra una sublevación general, algunos miembros de la Resistencia habían perdido la paciencia. Había llegado el momento, creían, de enfrentarse directamente al enemigo y colaborar en el avance aliado. Era evidente que los alemanes temían una revuelta general. La Resistencia ya había notado que en los vehículos de las columnas que se retiraban había ahora centinelas sentados en los guardabarros con fusiles y subfusiles listos para disparar. Sin dejarse intimidar por ello, muchos resistentes estaban ansiosos por luchar.
En el pueblo de Ede, pocos kilómetros al noroeste de Oosterbeek, Menno Tony de Nooy, de veinticinco años, trató de convencer al jefe de su grupo, Bill Wildeboer, de lanzarse al ataque. Estaba planeado desde hacía mucho tiempo, alegaba Tony, que el grupo se apoderara de Ede en el caso de una invasión aliada. Los cuarteles de Ede, que se habían utilizado para la instrucción de los infantes de Marina alemanes, se encontraban ahora prácticamente vacíos. Nooy quería ocupar los edificios. El veterano Wildeboer, antiguo sargento mayor del Ejército holandés, no estaba de acuerdo. «No me inspira confianza esta situación —les dijo—. Aún no ha llegado el momento adecuado. Debemos esperar».
No todos los movimientos de Resistencia conseguían reprimirse. En Rotterdam, miembros de las fuerzas clandestinas ocuparon las oficinas de la compañía suministradora de agua. En el pueblo de Axel, en la frontera entre Bélgica y Holanda, fue tomado el Ayuntamiento con sus antiguas murallas, y centenares de soldados alemanes se rindieron a los combatientes civiles. En muchas ciudades funcionarios nazis holandeses fueron capturados cuando trataban de huir. Al oeste de Arnhem, en el pueblo de Wolfheze, famoso sobre todo por su hospital para enfermos mentales, el comisario de policía del distrito fue apresado en su automóvil y encerrado temporalmente en el lugar disponible más próximo, el asilo, para entregarlo a los ingleses «cuando llegaran».
Éstas eran las excepciones. En general, las unidades de resistencia permanecieron tranquilas. Eso sí, se aprovecharon en todas partes de la confusión para preparar la llegada de las fuerzas Aliadas. En Arnhem, Charles Labouchére, de cuarenta y dos años, descendiente de una antigua familia francesa y destinado a una unidad de información, se hallaba demasiado ocupado para preocuparse de los rumores. Permanecía sentado, hora tras hora, tras las ventanas de una oficina situada en las proximidades del puente de Arnhem y, con varios ayudantes, observaba las unidades alemanas que se dirigían hacia el este y el nordeste a lo largo de las carreteras de Zevenaar y Zutphen que llevaban hacia Alemania. El trabajo de Labouchére consistía en calcular el número de las tropas y, en la medida de lo posible, identificar las unidades. La vital información que anotó fue enviada a Amsterdam por correo y desde allí, a través de una red secreta, a Londres.
En el barrio residencial de Oosterbeek, el joven Jan Eijkelhoff, abriéndose paso discretamente por entre la multitud, recorrió en bicicleta toda la zona entregando tarjetas de racionamiento falsas a los holandeses que se ocultaban de los alemanes. Y el jefe de un grupo de Arnhem, Johannes Penseel, de cincuenta y siete años, llamado el Viejo, reaccionó con la astucia que le había hecho legendario entre sus hombres. Decidió que había llegado el momento de trasladar su arsenal de armas. Abiertamente, rodeados de tropas alemanas por todas partes, él y unos cuantos ayudantes apresuradamente elegidos se dirigieron tranquilamente en la camioneta de una panadería al Hospital Municipal, donde estaban escondidas las armas. Envolviendo rápidamente las armas en papel de estraza, transportaron todo el material a casa de Penseel, cuyas ventanas de la planta baja dominaban convenientemente la plaza principal. Penseel y su colega, Toon van Daalen, consideraban que era una posición perfecta desde la que abrir fuego sobre los alemanes cuando llegara el momento. Estaban decididos a hacer honor al nombre de su subdivisión, Landelyke Knokploegen («Los muchachos de brazos fuertes»).
En todas partes, hombres y mujeres del vasto ejército clandestino se preparaban para la batalla; y en ciudades y pueblos del sur, gentes que creían que otras partes de Holanda se hallaban ya liberadas salían de sus casas para dar la bienvenida a los liberadores. Había en el aire una especie de locura, pensó el padre carmelita Tiburtius Noordermeer, mientras observaba a las jubilosas multitudes del pueblo de Oss, al sudeste de Nimega. Vio a las gentes felicitarse mutuamente dándose palmadas en la espalda. Comparando los desmoralizados alemanes de las carreteras con los alegres espectadores holandeses, sintió el «miedo terrible por una parte y la loca e ilimitada alegría por la otra». «Nadie actuaba con normalidad», recordaría el imperturbable sacerdote holandés.
Eran muchos los que sentían crecer su inquietud a medida que pasaba el tiempo. En la farmacia de la calle mayor de Oosterbeek, Karel de Wit estaba preocupado. Le dijo a su mujer y titular de la farmacia, Johanna, que no podía comprender por qué los aviones aliados no habían atacado al tráfico alemán. Frans Schulte, comandante holandés retirado, pensaba que el entusiasmo general era prematuro. Aunque su hermano y su cuñada desbordaban de alegría ante lo que parecía ser el hundimiento alemán, Schulte no estaba convencido. «Las cosas pueden empeorar», advertía. «Los alemanes distan mucho de estar derrotados. Si los Aliados intentan cruzar el Rin, creedme, seguramente veremos una gran batalla».