Templo de Jerusalén.
Agosto, año 70 de la Era Cristiana
Las cabezas volaron sobre la muralla del templo con un siseo, docenas de ellas, como una bandada de aves desmañadas, los ojos y la boca abiertos de par en par, con flecos de carne colgando del punto del cuello por donde se lo habían cercenado. Algunas cayeron en el Patio de las Mujeres; golpearon las losas ennegrecidas de hollín con un tamborileo rítmico, provocando que viejos y niños huyeran a la desbandada. Otras llegaron más lejos, pasaron sobre la puerta de Nicanor y aterrizaron en el Patio de Israel, donde diluviaron alrededor del gran Altar de los Holocaustos como gigantescas piedras de granizo. Unas pocas se estrellaron contra los muros y el techo del mismísimo Mishkan, el santuario situado en el corazón del complejo del templo, que dio la impresión de gemir y gruñir bajo el ataque, como víctima de un dolor físico.
—Miserables —gritó el niño con voz estrangulada, mientras lágrimas de desesperación se agolpaban en sus ojos azul zafiro—. ¡Malditos miserables romanos!
Desde el privilegiado lugar que ocupaba en lo alto de las murallas del templo, contempló la masa de legionarios que se movían como hormigas bajo él. Sus armas y sus corazas brillaban a la luz de los incendios. Sus gritos resonaban en la noche y se mezclaban con el silbido de las catapultas, el batir de los tambores, los chillidos de los agonizantes y, por encima de todo ello, el tronar sordo de los arietes, de modo que el niño tuvo la impresión de que el mundo se estaba partiendo en dos poco a poco.
—Ten piedad de mí, mi Señor —susurró, citando el salmo—, pues estoy angustiado. Mis ojos están devastados por el dolor, y también mi cuerpo y mi alma.
Durante seis meses, el cerco se había cerrado en torno a la ciudad hasta arrebatarle la vida. Desde sus posiciones iniciales en el monte de los Olivos y el monte Scopus, las cuatro legiones romanas, formadas por miles de soldados, habían avanzado de manera inexorable hacia el interior, derribando cada línea defensiva, repeliendo a los judíos, empujándolos hacia el centro. Habían muerto incontables defensores, aniquilados cuando intentaban contener los ataques, crucificados a lo largo de los muros de la ciudad y en todo el valle del Cedrón, donde se habían congregado tantos buitres que ocultaban el sol. El olor de la muerte lo dominaba todo: un hedor corrosivo y omnipresente que quemaba las ventanas de la nariz como una llama.
Nueve días antes había caído la fortaleza Antonia. Seis días después, los patios exteriores y las columnatas del recinto del templo. Ahora sólo permanecía en pie la parte interior fortificada, donde se apretujaban como peces en un barril los que quedaban de la en otro tiempo orgullosa población: sucios, famélicos, forzados a comer ratas y cuero, y a beber su propia orina, tan grande era su sed. Aun así seguían luchando frenéticamente, sin esperanza, arrojando piedras y vigas de madera ardiendo contra los atacantes; en ocasiones hacían una salida para expulsar a los romanos de los patios exteriores y eran rechazados con pérdidas terribles. Los dos hermanos mayores del muchacho habían muerto en la última intentona, despedazados cuando intentaban derribar una máquina de asedio romana. Sus cabezas mutiladas bien podían contarse entre las que eran catapultadas sobre las murallas.
—Vivat Titus! Vincet Roma! Vivat Titus!
Las voces de los romanos ascendieron como una ola sonora, aclamando a su general, Tito, hijo del emperador Vespasiano. A lo largo de los parapetos, los defensores intentaron contrarrestar los cánticos, proclamando a voz en grito los nombres de sus líderes, Juan de Gischala y Simón Bar-Giora. No obstante, sus voces apenas se oían, porque tenían la boca seca y los pulmones, débiles: en todo caso, les costaba vitorear con entusiasmo a unos hombres que, según se rumoreaba, ya habían cerrado un trato con los romanos para salvar la vida. Se mantuvieron firmes medio minuto, y después sus voces se fueron apagando poco a poco.
El muchacho extrajo una piedra del bolsillo de su túnica y empezó a chuparla para intentar olvidar la sed. Se llamaba David y era hijo de Judá el vinatero. Antes de la gran revuelta, su familia poseía unos viñedos en las colinas con bancales de las afueras de Belén. Sus uvas de color rubí producían el vino más ligero y dulce jamás saboreado, como la luz del sol en una mañana de primavera, como la brisa fresca que soplaba en los bosquecillos de tamarindos. Cuando llegaba el verano, el muchacho ayudaba en la cosecha y pisaba las uvas; reía al sentir la fruta aplastada bajo sus pies, el zumo que manchaba de rojo sangre sus piernas. Ahora que habían destrozado las prensas de uva, quemado las viñas y matado a su familia, estaba solo en el mundo. Con doce años, ya se sentía embargado por el dolor de un hombre que le quintuplicara la edad.
—¡Ya vuelven! ¡Preparados! ¡Preparados!
El grito recorrió las murallas cuando una nueva oleada de legionarios se precipitó hacia los muros del templo, con escaleras sobre sus cabezas, de manera que, a la luz infernal de los incendios, dio la impresión de que docenas de ciempiés gigantes correteaban por el suelo. Una lluvia desesperada de piedras cayó sobre ellos; la ofensiva vaciló un momento antes de seguir adelante, llegar a las murallas y alzar las escaleras, cada una sujeta por dos hombres en el suelo, mientras una docena más utilizaban pértigas para izarlas y apoyarlas contra las murallas. Enjambres de soldados empezaron a trepar por ellas, cubriendo los costados del templo como una marea de tinta negra.
El muchacho escupió el guijarro, agarró una piedra de una pila que descansaba a sus pies, la colocó en su honda de cuero y se inclinó hacia las murallas, indiferente a la lluvia de flechas que lanzaban los asaltantes. A su lado, una mujer, una de las muchas que contribuían a la defensa de las murallas, se tambaleó hacia atrás, con la garganta atravesada por un pilum con punta de arpón, mientras la sangre resbalaba entre sus manos. El muchacho no hizo caso y continuó examinando las hileras enemigas, hasta localizar a un legionario con la insignia de Apollinaris, la decimoquinta legión. Apretó los dientes y empezó a dar vueltas a la honda sobre su cabeza, con los ojos clavados en el objetivo. Un círculo, dos, tres.
Alguien le agarró del brazo por detrás. Giró en redondo, lanzó hacia delante el puño libre y pataleó.
—¡Soy yo, David! Eleazar. ¡Eleazar el orfebre!
Había un hombre grande y barbudo detrás de él, con un pesado martillo de hierro encajado dentro del cinturón y la cabeza envuelta en un vendaje ensangrentado. El niño dejó de agitar los puños.
—¡Eleazar! Creía que eras un…
—¿Romano? —El hombre rio sin alegría y soltó el brazo del muchacho—. No huelo tan mal, ¿verdad?
—Habría alcanzado al legionario —le reprendió el muchacho—. Era un tiro fácil. ¡Le habría destrozado la cabeza a ese canalla!
El hombre rio de nuevo, esta vez con más entusiasmo.
—Estoy seguro. Todo el mundo sabe que David Bar-Judá es el mejor hondero del país. Pero ahora hay cosas más importantes.
Miró a su alrededor y bajó la voz.
—Matías te quiere ver.
—¡Matías! —Los ojos del niño se abrieron de par en par—. El sumo…
El hombre le tapó la boca con la mano y volvió a pasear la vista en derredor.
—¡Silencio! —masculló—. Hay cosas secretas… A Simón y Juan no les haría ninguna gracia saber que esto se ha hecho sin su consentimiento.
Una mirada de desconcierto apareció en los ojos del niño, pues ignoraba de qué estaba hablando el hombre. El orfebre no hizo el menor esfuerzo por explicarse, sino que se limitó a mirarle para comprobar que sus palabras habían surtido efecto, le tomó del brazo y le condujo por una estrecha escalera hasta el Patio de las Mujeres. La cantería resonó bajo sus pies debido a que los arietes estaban atacando las puertas del templo con renovados bríos.
—Deprisa —le apremió—. Las murallas no resistirán mucho tiempo.
Cruzaron el patio a toda velocidad, esquivando las cabezas diseminadas sobre las losas, mientras las flechas caían a su alrededor. Al llegar al otro lado subieron los quince escalones que conducían a la puerta de Nicanor y entraron en un segundo espacio, donde multitudes de kohenim estaban celebrando frenéticos sacrificios en el gran Altar de los Holocaustos, con las túnicas sucias de hollín. Sus voces atronadoras casi lograban apagar el fragor de la batalla.
Oh, Dios, Tú que nos has rechazado, roto nuestras defensas;
Tú que estás enojado,
¡ten piedad de nosotros!
Tú que has hecho temblar la tierra, que la has desgarrado,
¡cierra sus grietas, pues se tambalea!
Cruzaron también este patio y subieron los doce escalones que daban acceso al soportal del Mishkan. Su enorme fachada se erguía ante ellos como un risco, cien codos de altura con una magnífica enredadera labrada en oro puro. Eleazar paró y se acuclilló ante el chico para que sus ojos estuvieran a la misma altura.
—No puedo pasar de aquí. Sólo los kohenim y el sumo sacerdote pueden entrar en el santuario.
—¿Y yo?
La voz del muchacho era vacilante.
—Tú tienes permiso. En este momento, ante esta calamidad. Así lo ha dicho Matías. El Señor lo comprenderá.
Posó las manos sobre los hombros del niño y le dio un apretón.
—No temas, David. Tu corazón es puro. No sufrirás mal alguno.
Escudriñó los ojos del niño y después le empujó hacia el gran portal, con sus columnas de plata gemelas y la cortina bordada de seda roja, azul y púrpura.
—Ve. Que Dios sea contigo.
El chico miró al orfebre, una enorme figura recortada contra el cielo flamígero, se volvió, apartó a un lado la cortina y entró en una sala larga adornada con columnas, con el suelo de mármol pulido y un techo tan alto que se perdía en las sombras. El lugar era fresco y silencioso, y una fragancia dulzona y embriagadora impregnaba el aire. La batalla dio la impresión de desvanecerse, como si ocurriera en otro mundo.
—Shema Yisrael, adonai elohenu, adonai ehud —susurró—. Escucha, oh, Israel, el Señor es nuestro Dios, y sólo hay un Señor.
Hizo una pausa, sobrecogido. Después caminó despacio hacia el fondo de la sala. Sus pies no despertaron ningún sonido en el suelo de mármol. Ante él se alzaban los sagrados objetos del templo, la mesa del pan de proposición, el altar dorado del incienso, la gran Menorah de siete brazos, y detrás de todo ello un diáfano velo de seda, la entrada al debir, el sanctasanctórum, donde ningún hombre podía entrar salvo el sumo sacerdote, y tan sólo una vez al año, el Día de la Expiación.
—Bienvenido, David —dijo una voz—. Te estaba esperando.
Matías, el sumo sacerdote, salió de las sombras a la izquierda del muchacho. Llevaba una vestidura azul cielo ceñida con un mandil rojo y dorado, una delgada diadema en la cabeza y sobre el pecho el efod, el pectoral sagrado, con sus doce piedras preciosas, cada una de las cuales representa a una tribu de Israel. Tenía profundas arrugas en la cara y la barba blanca.
—Por fin nos conocemos, hijo de Judá —dijo sin alzar la voz, al tiempo que se acercaba al muchacho y le miraba, el movimiento acompañado por el tintineo de las docenas de campanillas cosidas alrededor del dobladillo de la vestidura—. Eleazar el orfebre me ha hablado mucho de ti. De todos los que defienden los santos lugares, dice, tú eres de los más osados. Y el de más confianza. Como el David de los viejos tiempos. Eso dice él.
Miró al muchacho, le cogió de la mano y le condujo hacia el fondo de la sala, donde se detuvieron ante la Menorah dorada, con sus brazos curvos y el tallo ornamentado, hecha en un solo bloque de oro puro siguiendo un diseño del Todopoderoso. El muchacho contempló sobrecogido sus lamparillas parpadeantes, con los ojos brillando como agua bañada por el sol.
—Es hermosa, ¿verdad? —dijo el anciano al reparar en el asombro que expresaba el rostro del chico, y apoyó una mano sobre su hombro—. No existe ningún objeto en la tierra más sagrado para nosotros, más preciado para nuestro pueblo, pues la luz de la sagrada Menorah es la luz del propio Dios. Si alguna vez la perdiéramos… —Suspiró y se tocó el pectoral.
—Eleazar es un buen hombre —añadió, como si se le hubiera ocurrido de repente—. Un segundo Bezalel.
Durante un largo momento siguieron en silencio, contemplando el gran candelabro. Su resplandor los rodeaba y envolvía. Después, el sumo sacerdote asintió con la cabeza y se volvió hacia el niño.
—Hoy el Señor ha decretado que su sagrado templo caerá —dijo en voz baja—. Como ocurrió antes, tal día como hoy, el Tish B’Av, hace más de seiscientos años, cuando los babilonios acabaron con la casa de Salomón. Las piedras sagradas se convertirán en polvo, las vigas del techo quedarán reducidas a astillas y nuestro pueblo será empujado al exilio y se dispersará a los cuatro vientos.
Escudriñó los ojos del chico.
—Sólo nos queda una esperanza, David, sólo una. Un secreto, un gran secreto, que sólo conocemos unos pocos. Ahora, en esta hora final, tú también lo conocerás.
Se inclinó hacia el chico, bajó la voz y habló con rapidez, como temeroso de que alguien le oyera, aunque estaban solos. Los ojos del muchacho se abrieron de par en par mientras escuchaba, paseando la vista entre el suelo y la Menorah, con los hombros temblorosos. Cuando el sacerdote terminó, se enderezó y retrocedió un paso.
—¿Entiendes? —dijo, y una pálida sonrisa se insinuó en sus labios—. Aun en la derrota habrá victoria. Aun en la oscuridad habrá luz.
El chico no dijo nada, desgarrado entre el asombro y la incredulidad. El sacerdote le acarició el pelo.
—Ya ha salido de la ciudad, más allá de las empalizadas romanas. Ahora ha de abandonar esta tierra, pues nuestro final se acerca y ya no podemos garantizar su seguridad. Todo ha sido planificado. Sólo queda una cosa, y es nombrar a un guardián, el que llevará el objeto hasta su destino final, donde deberá aguardar hasta que lleguen tiempos mejores. Se te ha encomendado esta tarea, David hijo de Judá. ¿Aceptarás la responsabilidad?
El niño sintió que su mirada se alzaba hacia el sacerdote, como si cuerdas invisibles tiraran de ella. Los ojos del anciano eran grises, pero con una extraña luminosidad hipnótica al fondo de ellos, como nubes que flotaran en un inmenso cielo despejado. Intuyó una enorme carga en su interior, pero también cierta levedad, como si estuviera volando.
—¿Qué debo hacer? —preguntó con voz ronca.
El anciano le miró, escudriñó su rostro, estudió sus facciones como si fueran palabras de un libro. Después asintió, introdujo la mano en la vestidura y sacó un rollo de pergamino que entregó al chico.
—Esto te guiará —dijo—. Haz lo que dice y todo saldrá bien. Tomó la cara del niño entre sus manos.
—Eres nuestra última esperanza, David hijo de Judá. Sólo contigo la llama arderá. No cuentes este secreto a nadie. Defiéndelo con tu vida. Transmítelo a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, y a sus hijos después, hasta que llegue el día de la revelación.
El niño le miró.
—Pero ¿cuándo, maestro? —susurró—. ¿Cómo sabré que ha llegado el momento?
El sacerdote sostuvo su mirada un momento más, luego se enderezó y se volvió hacia la Menorah. Contempló las lamparillas parpadeantes, y sus ojos se cerraron poco a poco, como si hubiera caído en trance. El silencio se espesó a su alrededor. Dio la impresión de que las gemas de su pectoral ardían con una luz interior.
—Tres señales te guiarán —dijo con voz repentinamente distante, como si estuviera hablando desde una gran altura—. La primera, el menor de los doce vendrá con un halcón en la mano; la segunda, un hijo de Ismael y un hijo de Isaac entrarán como amigos en la Casa de Dios; la tercera, el león y el pastor serán uno, y una lámpara colgará de su cuello. Cuando estas cosas ocurran, habrá llegado el momento.
Pareció que, delante de ellos, el velo del sanctasanctórum se agitaba un poco, y el muchacho sintió que una brisa fresca le acariciaba la cara. Tuvo la impresión de que voces extrañas resonaban en sus oídos, notó un hormigueo en la piel, percibió un olor peculiar, húmedo e intenso, como el mismísimo Tiempo, si el Tiempo oliera. Duró apenas un momento; de repente, se oyó un gran estrépito en el exterior, junto al grito de un millar de voces preñadas de terror y desesperación. El sacerdote abrió los ojos al instante.
—Es el fin —dijo—. ¡Repíteme las señales!
El niño obedeció, tartamudeando. El anciano le obligó a repetirlas dos veces más, hasta quedar satisfecho. El fragor de la batalla estaba penetrando en el santuario como una inundación: chillidos de dolor, el ruido metálico de las armas, el estruendo de los escombros al caer. Matías atravesó corriendo la sala, se asomó a la entrada y volvió a retroceder.
—¡Han atravesado la puerta de Nicanor! —gritó—. No puedes volver por ahí. ¡Ven a ayudarme!
Aferró el tallo de la Menorah y empezó a tirar hasta que se movió. El chico le ayudó, y ambos la movieron un metro a la izquierda, hasta dejar al descubierto una losa de mármol cuadrada con dos asas. El sacerdote las agarró y alzó la losa; quedó a la vista una cavidad oscura, en cuyo interior descendía hacia las tinieblas una estrecha escalera de piedra.
—El templo posee muchos pasadizos secretos —dijo, al tiempo que tomaba al niño del brazo y le guiaba hacia la abertura—. Y este es el más secreto de todos. Baja por la escalera y sigue el túnel. No te desvíes ni a la izquierda ni a la derecha. Te conducirá lejos de la ciudad, al sur, mucho más allá de las empalizadas romanas.
—Pero ¿qué hay de…?
—¡No hay tiempo! ¡Márchate! Eres la única esperanza de nuestro pueblo. Te pongo por nombre Shomer Ha-Or. Acepta este nombre. Consérvalo. Llévalo con orgullo. Transmítelo. Dios te protegerá. Y también te juzgará.
Se inclinó y besó al niño en cada mejilla; después apoyó las manos sobre su cabeza y le empujó hacia abajo. Encajó la losa de mármol en la abertura, aferró la Menorah y la arrastró sobre el suelo, gruñendo a causa del esfuerzo. Apenas había tenido tiempo de colocarla en su sitio cuando sonaron gritos al final de la sala y se oyó el estrépito metálico de las espadas al entrechocar. Eleazar el orfebre se tambaleó hacia atrás, con un brazo caído al costado y un muñón sanguinolento donde había tenido la mano, mientras con la otra sujetaba el martillo, que hacía remolinear como enloquecido ante la muralla de legionarios que le acosaban. Por un momento, consiguió mantenerlos a raya. Después se abalanzaron sobre él con un rugido y cayó al suelo, donde le cercenaron los miembros y pisotearon su cuerpo.
—¡Yahvé! —chilló—. ¡Yahvé!
El sumo sacerdote contempló la escena con semblante inexpresivo, dio media vuelta, tomó un puñado de incienso y lo arrojó a los carbones del altar dorado. Una nube de vapor perfumado ascendió hacia el techo. Oyó que los romanos se acercaban por detrás; sus botas con suela de hierro repiquetearon sobre el suelo y el ruido metálico de sus armaduras despertó ecos en las paredes.
—El Señor se ha convertido en nuestro enemigo —susurró, repitiendo las palabras del profeta Jeremías—. Ha destruido a Israel. Ha destruido todos sus palacios, reducido a escombros sus fortalezas.
Los romanos se habían detenido detrás de él. Cerró los ojos. Se oyeron risas y el siseo de una espada que se alzaba en el aire. Por un momento, dio la impresión de que el tiempo se detenía. Después, la espada descendió, se clavó entre los omóplatos del sumo sacerdote y atravesó su cuerpo. Se tambaleó hacia delante y cayó de rodillas.
—¡Que descanse en Babilonia! —Tosió y brotó sangre por las comisuras de su boca—. En Babilonia, en la casa de Abner.
Inmediatamente cayó de bruces al pie de la gran Menorah, muerto. Los legionarios apartaron a patadas su cadáver, cargaron a hombros los tesoros del templo y los sacaron del santuario.
—Vicerunt romani! Victi iudaei! Vivat Titus! —gritaron—. ¡Los romanos han vencido! ¡Los judíos han sido derrotados! ¡Viva Tito!
Sur de Alemania, diciembre de 1944
Yitzhak Edelstein se ciñó al cuerpo su uniforme de trabajo a rayas y se sopló en las manos, amoratadas a causa del frío. Se inclinó para atisbar por la parte posterior del camión, pero poco logró ver tras el faldón de lona, aparte del asfalto húmedo, troncos de árboles y el parachoques del camión que estaba detrás. Se volvió y apretó la cara contra un desgarrón lateral de la lona; vislumbró pendientes empinadas cubiertas de árboles, blancas de nieve, antes de que la culata de un fusil le golpeara el tobillo.
—Mira al frente. Estate quieto.
Se enderezó y clavó la vista en sus pies sin calcetines embutidos en botas destrozadas, escasa protección contra el frío del invierno. A su lado, el rabino se puso a toser de nuevo, y su cuerpo frágil tembló como si alguien lo estuviera sacudiendo. Yitzhak tomó las manos del anciano entre las suyas y las frotó con la intención de proporcionarle un poco de calor.
—Déjalo —ordenó el guardia.
—Pero es que…
—¿Estás sordo? He dicho que pares.
Apuntó a Yitzhak con el fusil. El anciano retiró las manos.
—No te preocupes por mí, mi joven amigo. —Volvió a toser—. Los rabinos somos mucho más duros de lo que imaginas.
Sonrió débilmente y se sumieron en el silencio, con la vista fija en el suelo, entrechocando cuando el camión tomaba las curvas.
Eran seis, sin contar a los guardias: cuatro judíos, un homosexual y un comunista. Los habían sacado del campo y obligado a subir al camión al amanecer; desde entonces no habían parado de viajar, en dirección sudeste, creía Yitzhak, aunque no estaba seguro. Al principio, el terreno había sido liso y húmedo, y la carretera recta. Sin embargo, durante la última hora, habían ido ascendiendo por un camino sinuoso, y los pastos y bosques se habían ido cubriendo de nieve. Los seguía otro camión, con un conductor y otro hombre en la cabina. No había prisioneros en la parte de atrás, creía Yitzhak.
Se pasó la mano por la cabeza afeitada (ni siquiera después de cuatro años se había acostumbrado al tacto), entrelazó los dedos entre las piernas y hundió los hombros. Dejó vagar sus pensamientos, para combatir el frío y el hambre con imágenes de tiempos mejores. Cenas familiares en su casa de Dresde. Estudios de Mishná en la vieja yeshiva. La alegría de los días santos, sobre todo Hannukah, la festividad de las luces, su favorita de todas las fiestas conmemorativas. Y, por supuesto, Rivka, la hermosa Rivka, su hermana pequeña.
«Yitzi, schmitzy, itzy bitzy! —cantaba mientras le daba un capirotazo en la barba y tiraba de las borlas de su tallit katan—. Yitzi, witzy, mitzy, ditzy!».
¡Qué simpática estaba con su pelo negro como el carbón alborotado y los ojos llameantes! ¡Qué terca y traviesa era!
«¡Cerdos! —había gritado cuando sacaron a su padre a la calle y le cortaron los tirabuzones de las patillas—. ¡Sucios cerdos!». Por lo cual le habían arrancado el pelo a puñados, empujado contra una pared y acabado con su vida a tiros. Trece años, y tan bonita. Pobre Rivka. Pobre pequeña Rivka.
El camión pisó una rodada y traqueteó con violencia, lo que le devolvió al presente. Vio por la parte de atrás que estaban atravesando una población grande. Estiró el cuello y, a través del desgarrón de la lona, vio un letrero junto a la carretera: Berchtesgaden. El nombre le sonaba vagamente, pero no pudo identificarlo.
—Mira al frente —gruñó el guardia—. No te lo volveré a repetir.
Siguieron viajando durante media hora más por una carretera cada vez más empinada y de curvas más cerradas, hasta que el camión de atrás tocó la bocina y se detuvieron.
—¡Fuera! —gritaron los guardias al tiempo que los golpeaban con los fusiles.
Cuando bajaron del vehículo, les salió vapor de la boca. Estaban en medio de un espeso bosque de pinos, junto a un edificio antiguo de ventanas sin vidrios y techo hundido. Muy abajo, entre ramas cargadas de nieve, se veían manchas de hierba verde y algunas casas diseminadas, pequeñas como juguetes, de cuyas chimeneas escapaban columnas de humo. Arriba, las abruptas laderas arboladas desaparecían en un manto de niebla y nubes, en cuyo interior una oscuridad más pronunciada insinuaba altas montañas. Reinaba el silencio y hacía mucho frío. Yitzhak pateó el suelo para impedir que los pies se le entumecieran.
El segundo camión había aparcado detrás del suyo. El hombre que ocupaba el asiento del acompañante, vestido con una chaqueta de cuero de cuello alto, y que parecía llevar la voz cantante, se asomó por la ventanilla y dijo algo a uno de los guardias, al tiempo que hacía un ademán.
—Muy bien —gritó el guardia—. Venid aquí.
Los condujeron a la parte posterior del segundo camión. Levantaron el faldón de lona y dejaron al descubierto una enorme caja de madera.
—¡Sacadla! ¡Vamos! ¡Daos prisa!
Yitzhak y el comunista, un hombre demacrado de mediana edad, con un triángulo rojo cosido en la pernera de sus pantalones (Yitzhak llevaba un triángulo amarillo rematado por uno verde, lo cual quería decir «delincuente judío»), subieron al camión y agarraron los lados de la caja. Pesaba mucho, y tuvieron que arrastrarla por el suelo metálico hasta la compuerta posterior. Los otros la sujetaron desde fuera y la depositaron despacio sobre la carretera helada.
—¡No, no, no! —gritó el hombre de la chaqueta—. Que la lleven allí. —Señaló al otro lado del edificio, donde un camino de nieve virgen se internaba entre los árboles. Era una especie de pista forestal—. ¡Y que vayan con cuidado!
Los prisioneros se miraron entre sí, para comunicarse en silencio su miedo y agotamiento; se situaron uno en cada esquina y dos en el centro y luego se agacharon y levantaron de nuevo la caja, gruñendo a causa del esfuerzo.
—Esto tiene mala pinta —murmuró el comunista—. Esto tiene muy mala pinta.
Se adentraron en el bosque y se hundieron en la nieve hasta los tobillos. Los guardias y el hombre de la chaqueta los siguieron, aunque Yitzhak no se atrevió a mirar atrás por temor a perder el equilibrio. Delante de él, el rabino tosía con violencia.
—Deje que cargue con un poco del peso —susurró Yitzhak—. Soy fuerte. A mí no me cuesta.
—Eres un mentiroso, Yitzhak —dijo el viejo con voz ronca—. Y muy malo.
—¡Silencio! —gritó uno de los guardias desde atrás—. No habléis.
Siguieron avanzando a duras penas entre gruñidos, con la piel abrasada por el frío. El camino, que al principio ascendía suavemente siguiendo un pliegue del terreno, se volvió más abrupto mientras serpenteaba entre los árboles y la nieve era cada vez más profunda. En un tramo muy empinado, el homosexual perdió pie y se tambaleó, de modo que la caja se deslizó hacia delante y se estrelló contra el tronco de un árbol. La esquina superior izquierda se astilló.
—¡Idiota! —gritó el hombre de la chaqueta de cuero—. ¡Levantadle!
Los guardias pusieron al hombre en pie y le obligaron a apoyar la caja sobre sus hombros.
—Mi zapato —suplicó, al tiempo que indicaba la bota izquierda, que se había soltado y estaba medio enterrada en la nieve. Los guardias rieron, dieron una patada a la bota y les ordenaron que continuaran.
—Que Dios le ayude —susurró el rabino—. Que Dios ayude al pobre muchacho.
Continuaron la ascensión, entre jadeos y gruñidos. Cada paso que daban parecía arrebatarles un poco más de vida, hasta que al fin, en un momento en que Yitzhak pensaba que iba a derrumbarse y morir, el camino se aplanó y dejó atrás los árboles para entrar en lo que parecía una cantera abandonada, excavada en la ladera de la colina. En ese instante las nubes se abrieron y revelaron una gigantesca montaña que se alzaba ante ellos; muy lejos, a la derecha, había un pequeño edificio encaramado en el borde de un risco. La visión duró apenas unos segundos y volvió a desaparecer tras una espesa cortina de niebla, con tal rapidez que Yitzhak se preguntó si lo habría imaginado a causa del agotamiento y la desesperación.
—Allí —gritó el hombre de la chaqueta de cuero—. ¡Al interior de la mina!
Al fondo de la cantera se elevaba una pared vertical, en el centro de la cual se abría una puerta, ancha y negra, como una boca gritando. Se encaminaron hacia ella dando tumbos; dejaron atrás montones de rocas cubiertos de nieve y escoria, un torno roto, un carro volcado con una sola rueda, oxidada, y avanzaron con cautela por el terreno irregular. Cuando llegaron a la abertura, Yitzhak reparó en las palabras GLÜCK AUF grabadas toscamente en la roca sobre el dintel; al lado, garabateada con pintura blanca, de un tamaño aproximado de medio pulgar, la leyenda SW16.
—¡Adentro! ¡Llevadla dentro!
Obedecieron, doblaron rodillas y espaldas para que la caja no chocara con el bajo techo. Un guardia sacó una linterna y la apuntó a la oscuridad; la luz reveló un largo corredor que se adentraba en la ladera, sostenido a intervalos regulares por puntales de madera. Raíles de hierro corrían por el suelo de piedra, las paredes eran ásperas e irregulares, cortadas en la roca gris desnuda, con gruesas venas de cristal rosa anaranjado que estallaban en la piedra como rayos en un cielo oscuro. Había herramientas diseminadas por el suelo (una lámpara de aceite oxidada, una cabeza de hacha, un viejo cubo de hojalata), que daban al lugar una siniestra apariencia de abandono.
Avanzaron unos cincuenta metros, hasta el punto donde se bifurcaban los raíles: una vía seguía recta y la otra se desviaba a la derecha, hasta entrar en otro túnel que corría perpendicular al pozo principal y contra cuyas paredes se alineaban pilas de cajas. Había una carreta cerca de la entrada, sobre la que les ordenaron que depositaran su carga.
—Ya está —dijo una voz en la oscuridad, a su espalda—. Fuera. ¡Que salgan!
Volvieron sobre sus pasos, con la respiración entrecortada, aliviados de que su odisea hubiera terminado. Un judío sostenía al homosexual, cuyo pie descalzo se había teñido de negro. Oyeron una conversación sostenida en voz baja a su espalda, y después salieron los guardias. El hombre de la chaqueta de cuero se quedó en el interior de la mina.
—Id hacia allí —ordenó un guardia cuando salieron al aire libre—. Paraos junto a ese montón de rocas.
Obedecieron y dieron media vuelta. Los guardias les apuntaron con sus fusiles.
—Oy vey —susurró Yitzhak cuando comprendió lo que iba a pasar—. Oh, Dios.
Los guardias rieron y el sonido de los disparos rompió el silencio invernal.