Jerusalén
Era una multitud, varios miles de personas, formando unas quince filas a lo largo de la calle Sultan Suleiman, apretujadas en el semicírculo de peldaños de piedra que bajaban hasta la puerta de Damasco. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, israelíes y palestinos, algunos con velas encendidas, otros con pancartas y carteles, otros con fotografías enmarcadas de los seres queridos que habían muerto debido a la violencia desatada entre ambos pueblos, todos con la vista clavada en el escenario improvisado delante de la puerta, donde dos figuras (una tocada con una yamulka blanca, la otra con una kefía de cuadros) se hallaban de pie ante un solo micrófono. De vez en cuando estallaba una salva de aplausos, pero en general la muchedumbre guardaba silencio, atenta a lo que decían aquellos dos.
En el centro de esta multitud, Yunis Abu Jish se abría paso lentamente, con el chaleco provisto de explosivos ceñido alrededor del estómago, el rostro ceniciento y perlado de sudor. Tal como le habían indicado, había ido a la cabina telefónica de la esquina de Abu Taleb con Ibn Jaldún, donde la gente de Al-Mulatham le había dado las últimas órdenes: recoger el chaleco en la obra abandonada, dirigirse a la puerta de Damasco, acercarse lo máximo posible a la tarima y tirar del cable detonador.
—Allahu akbar —musitó, avanzando muy despacio para evitar que los explosivos se movieran—. Allahu akbar, Allahu akbar, Allahu akbar.
Delante, los dos hombres hablaban por turnos, inclinados sobre el micrófono.
—… final de la violencia… sacrificios en nombre de la paz… odio o esperanza… nuestra última oportunidad…
Apenas oía sus voces, perdido en el maelstrom de su propia mente. Llegó al pie de la escalera, atravesó la explanada que había ante la puerta, se acercó a la tarima y se colocó justo en el medio, debajo de los oradores.
—… retirada incondicional de Cisjordania y la Franja de Gaza… reconocimiento del derecho de Israel a existir… abandono del Derecho al Regreso… compensación para los refugiados… Jerusalén será nuestra capital compartida… respeto y comprensión.
—Allahu akbar. Allahu akbar. Allahu akbar.
Mareado, presa de náuseas, muerto de miedo, obligó a su maro derecha a introducirse en la chaqueta, asió el primer cable que armaba los explosivos, tiró de él y agarró el segundo.
—… un mundo nuevo… juntos como amigos… esperanza en lugar de desesperación… luz en lugar de oscuridad…
—Allahu akbar. Allahu akbar. Allahu akbar.
Dio un pequeño tirón. Paró. Tiró de nuevo. Permaneció inmóvil. Y así se quedó, aferrando el detonador, mientras encima de él los dos hombres se abrazaban y la muchedumbre empezaba a cantar.