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Berchtesgaden

Jalifa entró en Berchtesgaden procedente del norte, por la carretera de Bad Riechenhall. El interior del Polo estaba invadido de humo de tabaco, y el cenicero del salpicadero rebosaba de colillas. Frenó delante de la estación de tren para consultar el plano y, cuando volvió a ponerse en marcha, lanzó una mirada burlona a un grupo de hombres que caminaban por la acera de enfrente vestidos con pantalones cortos de cuero (¡Dios mío, con este tiempo!), antes de girar a la derecha para cruzar el río Berchtesgadener Ache y dirigirse hacia las montañas.

Según el plano que los alemanes habían enviado por fax a Sariya, se accedía a la mina Berg-Ulmewerk por una especie de senda o pista forestal que nacía en la Rossfeld-Hohen-Ringstrasse, la carretera por la que ahora circulaba. Sin embargo, ni en el plano enviado por fax ni en el que había comprado en el aeropuerto, quedaba claro dónde comenzaba la senda, o si estaba señalizada, y cuanto más ascendía, más espesa se hacía la nieve y más densos eran los bosques de pinos, mayor era su preocupación, pues a menos que encontrara un letrero que indicara «A la mina» no iba a ser capaz de localizarla.

Empezaba a preguntarse si no sería mejor dar media vuelta y dirigirse al pueblo más cercano, para que le proporcionaran indicaciones más detalladas, cuando, al salir de una curva en el que parecía el punto más elevado de la carretera, sus faros delanteros iluminaron la fachada de un edificio de piedra en ruinas, a la derecha de un claro. Al otro lado había un coche estacionado en la cuneta, y un rastro de huellas se internaba en el bosque. Ben Roi. Tenía que ser él. Paró, apagó el motor y bajó.

Si pensaba que hacía frío en las tierras bajas, no era nada comparado con la atmósfera helada que le envolvió. Dio la impresión de que el aire gélido de las montañas le despojaba de la ropa, como si estuviera desnudo dentro de una gigantesca nevera. Por un momento, se quedó literalmente sin respiración, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, y si bien se recuperó lo bastante para encajarse un cigarrillo en la boca y encenderlo, le castañeteaban tanto los dientes que le costó un gran esfuerzo dar una calada.

Pateó el suelo un rato con el fin de entrar en calor y después se metió en los bolsillos de la chaqueta todos los papeles que pudo encontrar (planos, documentación del coche alquilado, hasta el libro de instrucciones del Volkswagen), cerró la portezuela con llave y se internó en el bosque. Sus zapatos crujieron sobre la nieve y los pinos se cerraron a su alrededor como los barrotes de una enorme jaula.

Consiguieron apartar un par de piedras pequeñas de lo alto del montón de escombros producidos por el derrumbe, confiando contra toda esperanza en que podrían pasar al otro lado. Ni por asomo. Detrás de las rocas más pequeñas había otras más grandes, mucho más grandes, enormes losas dentadas que habría costado mover con diez personas y el equipo adecuado. Sólos los dos, y sin más ayuda que las manos desnudas, era una causa perdida. Se esforzaron durante media hora, con las linternas en precario equilibrio sobre un viejo cubo de hojalata, y después tiraron la toalla.

—Estamos perdiendo el tiempo —jadeó Laila, con el rostro perlado de sudor pese al frío—. Pasar al otro lado es imposible.

Ben Roi no dijo nada. Se limitó a recostarse contra la pared con la respiración agitada, y después de mascullar un «joder» cogió una linterna y retrocedió hacia el rectángulo gris de la entrada de la mina. Laila aguardó un momento antes de coger la segunda linterna, cuyo haz rodó un momento sobre el suelo e iluminó lo que parecía un leve surco en la roca, a sus pies, de tan sólo unos centímetros de longitud y apenas visible bajo el polvo y la tierra. Bajó la linterna, con el ceño fruncido, después se agachó y la sostuvo con una mano mientras barría el suelo con la otra. La prolongación del surco se hizo visible, y aparecieron otros. Daba la impresión de que discurrían en líneas paralelas: un par seguía la dirección del pasillo desde la entrada hasta el derrumbe, y el otro se curvaba en el punto donde ella estaba acuclillada y penetraba en la pared entre dos puntales del techo.

—Mira esto —exclamó, sin dejar de barrer el suelo con la mano.

Ben Roi casi había llegado a la entrada de la mina. Se detuvo y dio media vuelta.

—Aquí había raíles —gritó Laila—. En el suelo. Se internaban en la mina. Y aquí hay otro ramal.

El israelí vaciló antes de encaminarse hacia donde la joven estaba agachada. La luz de su linterna se unió a la de ella para iluminar los surcos paralelos que se desviaban del eje principal del túnel. Los miró, luego retrocedió e iluminó la zona de la pared en la que desaparecían los surcos. Laila le imitó. Aunque estaba mugrienta y su superficie era irregular, ahora que miraban con detenimiento repararon en que allí la roca era de un tono más claro que la del resto del túnel, y también de una textura algo diferente. Ben Roi se acercó, pasó la mano sobre la superficie y la golpeó con un puño.

—¡Es cemento! —masculló—. Aquí había una abertura. Alguien la cerró, intentó que tuviera el mismo aspecto que el resto del túnel.

—¿Crees…?

El hombre asestó otro puñetazo en la pared, esta vez más fuerte. Laila no estaba segura, pero creyó percibir un tenue sonido a hueco. Había una vieja punta de zapapico en el suelo, de modo que la cogió y golpeó con ella la pared. De nuevo el sonido a hueco, ahora más claro. Se miraron y entonces Ben Roi cogió la punta, pasó la linterna a Laila y empezó a picar. Un golpe, dos, tres, y se abrió una pequeña rendija. Cambió de posición, se concedió más espacio para asestar los golpes y reanudó el trabajo. La grieta se ensanchó y amplió, nacieron grietas complementarias como radios de una rueda, el sonido a hueco aumentó de intensidad a cada golpe, hasta que por fin un pesado fragmento de cemento se desprendió y cayó al suelo revelando un tosco muro detrás. Las palabras «Mein Ehre…» estaban trazadas en él con pintura blanca.

—… Heisst Treue —susurró Laila, completando la frase, cuya última parte se había perdido bajo el cemento. Miró a Ben Roi—. El lema de las SS.

—Hoth, asqueroso cabrón —murmuró el detective—. ¡Asqueroso cabrón nazi!

Dio manotazos sobre los bloques para comprobar su solidez, y después utilizó la punta del pico para rascar alrededor de uno, con el fin de aflojar los gruesos grumos de cemento que lo sujetaban. Salieron con facilidad, se derrumbaron casi en el momento en que la punta del pico los atacó y, al cabo de un minuto, casi habían liberado el bloque de sus vecinos. Ben Roi tiró la punta y dio una patada a la pared. El bloque tembló, pero resistió. Le propinó otra patada con todas sus fuerzas, y esta vez el bloque voló hacia atrás y desapareció con un golpe sordo, como un tapón al salir de una botella, dejando una oscura cavidad rectangular. El israelí recuperó la linterna y se inclinó al tiempo que dirigía el haz hacia el hueco.

—Oy vey!

—¿Qué ves?

—Oy vey!

—¿Qué?

Ben Roi retrocedió para dejar pasar a Laila, la cual alzó su linterna, acercó la cara a la cavidad y escudriñó las tinieblas, mientras el vapor de su aliento remolineaba a la luz del rayo.

Otro túnel se extendía delante de ella, más estrecho que el principal y en ángulo recto con este. A lo largo de las paredes se materializaron un instante a la luz de la linterna, para luego replegarse de nuevo en la oscuridad, cuando la joven movió el haz de un lado a otro, docenas y docenas de cajas y cajones apilados, algunos de madera, otros de metal, unos grandes, otros pequeños, la mayoría, por lo que pudo distinguir, marcados con una esvástica y la insignia de las SS.

—Dios Todopoderoso —susurró.

Contempló la escena durante medio minuto, hipnotizada, inquieta de repente por dar la espalda a Ben Roi, y se volvió. El israelí estaba justo detrás de ella, y en la mano sostenía un cincel de hierro oxidado que debía de haber recogido mientras ella miraba por la cavidad. Se puso tensa un momento, pensando que iba a atacarla. No obstante, el detective se limitó a tendérselo y levantó la punta de zapapico que había dejado caer antes.

—Manos a la obra —dijo.

Tardaron menos de cinco minutos en ensanchar el hueco hasta convertirlo en una auténtica abertura. En cuanto fue lo bastante grande, arrojaron al suelo las herramientas y penetraron en el túnel, con Ben Roi al frente. El sonido entrecortado de su respiración dio la impresión de llenar el pasadizo, como si estuvieran en el interior de un inmenso pulmón de piedra.

Movieron de un lado a otro las linternas, con la vana intención de ver hasta dónde se extendía el corredor. Luego avanzaron hacia la caja más cercana y se acuclillaron delante de ella. Era cuadrada, de metal, y en la tapa había, pintada en negro, una calavera con dos tibias cruzadas. Ben Roi la abrió.

Chara! —gruñó—. ¡Mierda!

Dentro, envueltos en papel parafinado, como trozos de queso, había dos docenas de bloques de goma dos. Ben Roi y Laila los miraron, nerviosos, y luego se desplazaron hasta la siguiente caja, que era de madera y rectangular. Había una palanca encima. Ben Roi la tomó, abrió la tapa y apartó una capa de paja, la cual dejó al descubierto una colección de fusiles Mauser relucientes. En el fondo había un compartimiento lleno de cargadores.

—Es un arsenal —murmuró Laila—. Es un puto arsenal.

Cogieron un fusil y lo examinaron (parecía en perfecto estado, incólume después de casi sesenta años enterrado en la oscuridad de la mina), luego lo dejaron en su sitio y empezaron a internarse en el túnel, parando cada pocos metros para abrir más cajas. La mayoría contenían armas y utensilios de demolición. También había otras cosas. Una caja estaba repleta de cientos de Cruces de Hierro, otra de fajos de billetes de banco, otra de botellas de vino polvorientas (Château d’Yquem 1847, Château Lafite 1870). Una caja plana apoyada contra la pared, a unos veinte metros de la entrada del túnel, tenía una etiqueta pegada en la que se leía: «1 Vermeer, 1 Breughel (Altere), 2 Rembrandt».

—Dios Todopoderoso —seguía murmurando Laila—. Dios Todopoderoso.

Pese a que la colección era espectacular, no había ni rastro de la Menorah, de manera que siguieron avanzando por el túnel, internándose cada vez más en la montaña hasta que al fin, tras recorrer unos cincuenta metros, vieron que el túnel parecía ensancharse más adelante y que los esperaba una negrura todavía más impenetrable que la que habían encontrado hasta el momento. Movieron de un lado a otro los haces de las linternas para ver qué les aguardaba, y luego siguieron adelante. Recorrieron unos veinte metros más, hasta que las paredes del túnel desaparecieron de repente y se encontraron en un saliente ancho y liso que desembocaba en la nada.

—Es una caverna —susurró Laila.

Caminaron hasta el borde del saliente, donde había una especie de montacargas rudimentario que permitía descender hasta el suelo de la cueva; era una sencilla plataforma de madera rectangular con una barandilla en cada extremo, que corría sobre dos carriles verticales clavados en la pared rocosa. Lo probaron con los pies, para asegurarse de que la madera no estaba podrida, después subieron y enfocaron sus linternas al vacío.

Con todo envuelto en la oscuridad, era imposible hacerse una idea de las dimensiones de la caverna. Dado que los rayos de sus linternas ya estaban debilitados cuando llegaban al techo, y que ni siquiera podían iluminar la pared del fondo, dedujeron que era grande. Muy grande. Abajo (diez, quince metros) distinguieron más cajas. Muchísimas más.

—¿Cuánta mierda de esta hay aquí? —murmuró Ben Roi.

Movieron las linternas alrededor durante casi un minuto con la intención de hacerse una idea de su entorno, y después empezaron a buscar una forma de poner en marcha el montacargas. Había una caja de control sujeta a una de las barandillas, con un largo cable eléctrico que colgaba de la parte inferior y una palanca en la parte frontal. Ben Roi tiró de esta. Nada.

—No hay corriente —dijo.

Soltó la palanca que aún sostenía en la mano y se inclinó sobre la barandilla. Apuntó la luz de la linterna hacia la negrura, con la intención de localizar la fuente de electricidad. Había más cables enrollados en el suelo de la caverna, algunos serpenteaban entre las cajas, y uno, el más grueso, trepaba por la pared rocosa junto al montacargas. Lo siguió con el haz de la linterna por encima del borde del saliente, a lo largo de la galería de piedra y a través de una puerta baja que se hallaba unos metros a la izquierda de la abertura del túnel. Se acercaron y entraron en una cámara pequeña labrada en la roca, donde el cable alimentaba un enorme generador. Una manivela oxidada colgaba de un lado como un brazo retorcido.

—¿Crees que aún funcionará, después de tanto tiempo? —preguntó Laila.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —contestó Ben Roi, al tiempo que le entregaba su linterna.

Se agachó, agarró la manivela con las dos manos y tiró hasta que dio medio giro. Nada. Lo intentó de nuevo. Nada. Movió los hombros, se acuclilló para poder imprimir más fuerza y tiró. El generador emitió una tosecilla y se estremeció levemente.

—Venga —masculló Laila.

El detective tiró de la manivela una y otra vez, y cada giro producía un chisporroteo más fuerte, hasta que, en el noveno intento, una explosión de luz iluminó la caverna a su espalda. Salieron corriendo hacia el saliente.

—Joder —exclamó Laila, sin aliento.

Como ya habían deducido, se encontraban en un balcón natural situado en un extremo de una inmensa caverna, grande como un hangar, de unos treinta metros de alto, cuarenta de ancho y setenta de largo, con las paredes y el techo recorridos por vetas onduladas de roca gris y naranja. No era la caverna en sí lo que los dejó estupefactos, sino su contenido, porque si en el túnel había docenas de cajas, aquí (iluminadas por el resplandor helado de ocho gigantescas lámparas voltaicas) había cientos: fila tras fila, hilera tras hilera, pila tras pila, divididas en bloques por estrechas avenidas que estaban invadidas por un espeso tráfico de objetos diversos, estatuas, ametralladoras, cuadros, bidones de petróleo, hasta un par de motos. Era asombroso, increíble. Y también siniestro, porque en el otro lado de la caverna, colgada del techo y cubriendo casi toda la pared del fondo, había una gigantesca bandera, roja, blanca y negra, con una esvástica en el centro.

—Joder —repitió Laila.

Subieron de nuevo a la plataforma del montacargas, con las linternas en la mano, mientras el generador gemía a su espalda.

—Nunca la encontraremos —murmuró Laila—. Es imposible. Tardaremos días, semanas.

Ben Roi no dijo nada. Sus ojos pasearon alrededor de la caverna. Al cabo de diez segundos, alzó la linterna y señaló hacia el suelo.

—Ni hablar.

Debajo de ellos había un amplio pasillo central que recorría la caverna de punta a punta, desde el montacargas hasta la pared del fondo; era la única parte del suelo suficientemente libre de obstáculos. Al final, sola bajo la bandera nazi, como si la hubieran dejado aparte a propósito, había una caja cuadrada, de la altura de un hombre.

—Esa es —dijo Ben Roi.

—Sí —susurró Laila—. Sí.

Tras mirar la caja unos momentos, Ben Roi cogió la palanca y movió hacia delante la palanca de control del montacargas. Se oyó un fuerte crujido, y la plataforma de madera descendió poco a poco, con movimientos temblorosos, hasta detenerse a escasos centímetros del suelo de la caverna. Bajaron de un salto y echaron a andar, sin que sus pies hicieran ruido sobre la piedra lisa, entre las pilas de cajas que se alzaban como muros a cada lado de ellos.

La caverna se les antojó aún más imponente e inmensa ahora que la veían desde el suelo. A mitad de camino, el gruñido del generador desfalleció unos momentos y quedaron sumidos en la oscuridad, pero al cabo de pocos segundos el motor se recuperó y una luz helada volvió a bañar la cueva. Aguardaron para ver si el fallo se repetía y después siguieron adelante, la bandera nazi cada vez más grande, la caja cada vez más cercana, hasta que se detuvieron a un par de metros de ella, con la respiración acelerada y entrecortada, la frente perlada de sudor. Ben Roi entregó la palanca a Laila.

—Las damas primero.

La joven vaciló al ver que las pupilas del detective se habían dilatado, e intuyó que se acercaba el desenlace de lo que llevaba días maquinando, pero aceptó la palanca, dejó a un lado la linterna y se acercó a la caja.

—El momento de la verdad —dijo, al tiempo que forzaba una sonrisa nerviosa.

—Oh, sí —susurró Ben Roi.

En la esquina posterior izquierda de la caja la madera estaba astillada y agrietada, de modo que Laila introdujo la barra en el hueco y empezó a levantar la tapa. Estaba muy bien clavada, y tuvo que esforzarse para moverla. Ben Roi la observaba.

—Galia —dijo al cabo de un momento.

—¿Qué dices?

—Se llamaba Galia.

Laila sacó la barra, volvió a introducirla y la movió con todas sus fuerzas.

—¿Quién?

—En mi sala de estar. La fotografía. De la mujer. Me preguntaste quién era. Se llamaba Galia.

Ella le miró. ¿De qué coño estaba hablando?

—Bien —dijo.

—Mi prometida.

—Bien —repitió Laila.

La tapa empezaba a levantarse, los clavos gemían y rechinaban a medida que salían de sus sitios. Laila se desplazó al costado de la caja, después a la parte delantera, de forma que dio la espalda a Ben Roi. El israelí empezó a pasarse la linterna de una mano a la otra, con la vista fija en la nuca de la joven.

—Íbamos a casarnos.

Ya sólo quedaban un par de clavos. Bajo la tapa, Laila distinguió una masa de paja amarillenta.

—Junto al mar de Galilea —añadió Ben Roi—. Al amanecer. Es muy hermoso a esa hora del día.

—¿Qué pasó? —preguntó ella—. ¿Te plantó?

La linterna se inmovilizó en la mano derecha de Ben Roi.

—Voló por los aires.

Los hombros de Laila se tensaron.

—Una semana antes de la boda. En Jerusalén. Plaza Hagar. Al-Mulatham.

Se oyó un fuerte crujido cuando el último clavo cedió. La tapa resbaló hacia atrás y cayó al suelo con estrépito. Laila apenas se dio cuenta. Oh, Dios, pensó, esa es la cuestión. Mataron a su novia. Y ahora… Notó que Ben Roi avanzaba con la mano alzada. Giró en redondo con un furioso y desesperado estallido de energía, y trató de golpearle con la palanca para protegerse. Él ya esperaba su reacción, porque se agachó y la golpeó en la mejilla con la linterna. Laila cayó al suelo.

—Has de creerme —dijo con voz estrangulada, aturdida, confusa, mientras notaba cómo las rodillas del detective se hundían en su región lumbar—. Yo no soy…

Ben Roi abrió la cremallera de la mochila de la joven y rebuscó en el interior. Después le puso una mano bajo la barbilla y le echó la cabeza hacia atrás. Rugía como un animal.

—¡Yo uso Manio, puta árabe asesina! —escupió—. ¿Entiendes? ¡Yo uso Manio! ¿Dónde coño está él? ¡Dímelo! ¡Dímelo o te rompo el puto cuello!

Al final, la ascensión a la mina no fue tan dificultosa como Jalifa esperaba, aunque sí bastante dura, sobre todo en el último tramo, cuando el frío empezó a encarnizarse con sus manos y pies. El hecho de que Ben Roi y Laila ya hubieran abierto un sendero a través de la nieve facilitó su avance, y a base de detenerse cada cien metros más o menos para prender fuego a algunos de los papeles que llevaba encima y frotarse frenéticamente las manos sobre la fogata de planos, hojas de fax y páginas de libretas, consiguió, si no entrar en calor, al menos evitar una muerte segura por congelación.

Una vez arriba, se detuvo en la linde del bosque para orientarse, envuelto en un silencio absoluto, salvo por el sonido de su respiración y el ruido de las ramitas heladas al romperse, y se encaminó hacia la mina. Mientras atravesaba el claro, reparó en otro sonido, una especie de retumbo vibrante, apenas audible, pero que aumentaba de intensidad a medida que avanzaba. Cuando llegó a la entrada de la mina se había definido en el gemido lejano, pero inconfundible, del motor de un generador.

Entró en la mina, se detuvo y escuchó. No cabía la menor duda de que el ruido procedía del interior, aunque no sabía muy bien de dónde. Escudriñó las tinieblas pero, aparte de un trozo de pared y el suelo que tenía delante, iluminado por la luna, no logró ver nada, tan sólo una negrura aterciopelada e impenetrable. Encendió el mechero, lo levantó sobre su cabeza y empezó a avanzar. El ruido del generador era cada vez más fuerte, así como los latidos de su corazón.

Recorrió veinte metros y se detuvo. Había algo más adelante, apenas definido, una especie de neblina fantasmal que flotaba en el aire pegada a la pared de la derecha, como un fuego fatuo. Se frotó los ojos, con la sospecha de que eran imaginaciones suyas, y luego siguió caminando. Tuvo la impresión de que la neblina se expandía y espesaba cuanto más se acercaba a ella; luego cayó en la cuenta de que no estaba viendo una aparición paranormal, sino una tenue corona de luz que brotaba de una abertura practicada en la pared de la derecha. Se acercó y miró por ella el túnel que había al otro lado.

Allahu akbar! —murmuró, mientras contemplaba las hileras de cajas y cajones, la caverna iluminada al final del túnel.

Pasó a través de la abertura. En ese momento, oyó el chillido de una mujer. Se irguió, aguzó el oído (sí, se trataba de un chillido) y avanzó. Dos metros más adelante encontró una caja abierta llena de fusiles. Mauser, el mismo que había utilizado en la escuela de policía. Sacó uno y lo examinó, a continuación lo cargó, guardó un cargador en el bolsillo de la chaqueta y siguió andando. El resplandor que se veía al final del túnel aumentó de intensidad, así como el ruido del generador, hasta que salió a la ancha plataforma de piedra en la que Ben Roi y Laila habían desembocado un cuarto de hora antes.

En ese instante, el generador falló por segunda vez, las luces de la caverna parpadearon y se apagaron, de manera que apenas habían reparado sus ojos en el alto techo abovedado, la masa de cajas y cajones y la gigantesca bandera nazi que colgaba de la pared del fondo, cuando todo quedó sumido en la negrura. Se quedó petrificado, desorientado, y permaneció así durante lo que se le antojó una eternidad, aunque en realidad fueron unos pocos segundos, hasta que el motor volvió a la vida y, con la misma rapidez que había invadido la caverna, la oscuridad fue expulsada por un estallido de luz blanca. Jalifa se acercó al borde del saliente, dobló una rodilla, levantó el fusil y movió el cañón sobre el mar de cajas.

—¡Ben Roi!

No hubo respuesta.

—¡Ben Roi! ¿Estás ahí?

Tampoco obtuvo respuesta. Estaba a punto de gritar por tercera vez cuando, como un lobo que rugiera desde la maleza, la voz del israelí resonó desde abajo.

—¡Jalifa, cabrón de mierda! ¿Qué coño estás haciendo aquí?

Se produjo un movimiento en la galería inferior, y Ben Roi apareció entre dos cajas, con una metralleta Schmeisser en una mano y la otra cerrada sobre el cuello de la chaqueta de Laila. La arrastró hasta la mitad del pasillo central y la obligó a ponerse de rodillas. La joven tenía sangre coagulada alrededor de la nariz y un moratón en la mejilla izquierda, como una mancha de nacimiento.

Animal, pensó Jalifa. Sucio animal judío.

Amartilló el fusil y bajó el cañón.

—¡Tira el arma, Ben Roi!

El israelí no dejaba de torcer la boca y tenía los ojos desencajados e inyectados en sangre. Parecía enloquecido, perturbado.

—¡Escúchame, Jalifa!

—Era el mejor tirador de mi clase y te estoy apuntando entre los ojos —gritó el egipcio, mientras su dedo se tensaba sobre el gatillo—. Tira el arma.

—¡Escucha, idiota de mierda!

—¡Tira el arma!

—¡Va a venir! ¿Lo entiendes? Al-Mulatham. Va a venir. ¡En busca de la Menorah! Ella trabaja para él, la muy puta.

Laila miraba a Jalifa, frenética, implorante. Meneó la cabeza con un gesto débil y esbozó con los labios la palabra «la», no. Jalifa trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro en un intento de mantener el fusil inmóvil pese al temblor de sus manos.

—¡No te lo voy a repetir, Ben Roi! ¡Tira el arma y apártate!

—No me jodas, Jalifa —aulló el israelí—. Lo ha admitido. Trabaja para él. ¡Va a venir! ¡Mató a Galia y ahora va a venir!

Su voz se había alzado hasta convertirse casi en un chillido. Se ha vuelto loco, pensó Jalifa.

—Tira el arma y hablaremos —gritó.

—¡No hay tiempo, cabronazo! ¡Va a venir! ¡Al-Mulatham va a venir!

Agarró a Laila del pelo y apoyó el arma contra su nuca.

—¡Díselo! —exclamó—. ¡Dile lo que me has contado!

—¡Déjala en paz, Ben Roi!

—¡Díselo, puta!

—¡Ben Roi!

—¡Que reclutas terroristas! ¡Que todo el artículo era mentira! ¡Díselo, puta asesina árabe!

La estaba zarandeando como una muñeca de trapo, agitando su cabeza de un lado a otro.

—¡Por favor! —chilló la joven.

Jalifa aumentó la presión sobre el gatillo, gritó otra advertencia y, al ver que el israelí no daba muestras de calmarse, disparó al suelo, a su izquierda. El proyectil rebotó en la piedra, saltó hacia la pared del fondo y se hundió entre las pilas de cajas. Ben Roi se quedó petrificado, con la respiración entrecortada y un brillo de locura en los ojos. Permaneció así un segundo; luego lanzó un rugido de furia impotente, soltó el pelo de Laila y retrocedió un paso, con la metralleta en la mano. Jalifa amartilló el arma para depositar otra bala en la recámara. Laila cayó al suelo.

—Gracias a Dios —masculló, al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza. Respiró hondo dos veces y miró a Jalifa—. Trabaja para Har-Zion —dijo con voz ronca—. Los Guerreros de David. Están enterados de la existencia de la Menorah. Nos están siguiendo.

El israelí lanzó una carcajada de incredulidad, mientras paseaba la vista entre Laila y el egipcio.

—¡Paparruchas! —chilló—. ¡Está mintiendo!

—¡Es la verdad! Los he visto. En Jerusalén, en el aeropuerto. Les está pasando información.

—¡Está mintiendo, Jalifa! ¡Está mintiendo, joder!

—Nos ha engañado a todos —explicó Laila, mientras se ponía en pie para apoyarse contra una caja—. A usted, a mí, a todos. Es un Chayalei David. Van a venir a por la Lámpara. Van a desencadenar una guerra.

—¡No le creas!

—Hemos de sacarla. Antes de que sea demasiado tarde.

—Árabe mentirosa…

Avanzó un paso hacia ella y levantó la Schmeisser. Jalifa disparó otro tiro. La bala volvió a rebotar de un extremo a otro de la caverna antes de desaparecer entre las columnas de cajas.

—¡Es el último aviso, Ben Roi! —exclamó el egipcio—. ¡Tira el arma!

—¡No sabes lo que haces! —gritó el israelí dejando escapar gotas de saliva entre sus labios—. Por favor, Jalifa, has de creerme. La he estado vigilando, la he seguido. ¡Trabaja para al-Mulatham!

Estaba empezando a farfullar. Se controló con un esfuerzo sobrehumano y habló con más parsimonia.

—Escucha —añadió, tras aspirar grandes bocanadas de aire; su voz sonaba tensa debido al esfuerzo que le representaba contenerse—. Escribió un artículo. Hace un año. Justo después de la muerte de Galia. Una entrevista con al-Mulatham. Dijo que llevaba loción para después del afeitado Manio. Dijo que la había reconocido. Pero yo uso Manio, Jalifa, y ella no la reconoció. Uso Manio y me preguntó qué loción utilizaba. No lo sabía. ¡No lo sabía, joder!

Jalifa miró perplejo a Laila, que enarcó las cejas como diciendo: «Yo tampoco lo entiendo». Ben Roi advirtió el intercambio de miradas y agitó la cabeza, frustrado.

—¡Tienes que entenderlo, por el amor de Dios! —gritó—. Era ficticio. Ella lo inventó. La loción para después del afeitado, el encuentro, todo el puto artículo. Lo inventó. Para desorientar al personal. Para proteger al verdadero al-Mulatham. Para proteger a su jefe.

Su voz se estaba acelerando de nuevo. Luchó por controlarse, alzó una mano y la cerró alrededor de la menorah que llevaba al cuello.

—La he investigado. Desde aquel artículo. Un año entero. Todos los terroristas, Jalifa. Todos los putos terroristas suicidas de al-Mulatham. Los ha entrevistado a todos. Hasta el último. Así los recluta. Por mediación de ella. Los entrevista, anuncia que están disponibles, pasa sus nombres. Así va el rollo. Ese es el sistema. ¡Está hundida en la mierda hasta el cuello!

—¡Está loco!

—¡Explícalo, pues! —gritó el israelí, con los ojos tan desorbitados como si fueran a salir disparados de su cabeza—. ¡Explica por qué has entrevistado a todos los terroristas de al-Mulatham!

—¡No puedo explicarlo! —exclamó la joven negando con la cabeza, impotente—. Una coincidencia, una trampa… ¡No lo sé! Ya me interrogó el Shin Bet después de escribir el artículo.

—¡Llevaba un rastreador encima, por el amor de Dios! —Ben Roi rebuscó en su bolsillo, extrajo un pequeño objeto metálico del tamaño de una cajetilla de cigarrillos y lo blandió en el aire con expresión triunfal—. ¡Lo llevaba en el bolso, Jalifa! ¡Al-Mulatham nos está siguiendo, joder!

—Me registraron el bolso en el aeropuerto —gritó Laila—. Jamás habría podido pasar nada por el estilo.

—Entonces, ¿cómo? ¿Cómo?

—No lo sé —respondió la joven, y se llevó una mano a la frente, confusa y desorientada—. Alguien me lo habrá colocado para inculparme. ¡No lo sé!

—¡Puta mentirosa! —aulló el israelí, que ya no se molestaba en fingir calma o sensatez—. No te creas ni una palabra de lo que dice, Jalifa. Está fingiendo. Trabaja para al-Mulatham. Siempre ha trabajado para al-Mulatham. ¡Es una asesina! ¡Asesinó a mi Galia!

—¡Para él, todos somos asesinos! —gritó Laila—. Todos los palestinos, todos los árabes. Al-Mulatham mató a su novia y todos somos culpables. Por eso se vendió a Har-Zion.

—¡Chorradas, puta!

—¡Nos están siguiendo!

—¡No le creas, Jalifa! Es una asquerosa…

Sonó un tercer disparo, el cual los hizo callar, y la bala desapareció en un montón de lonas impermeabilizadas. La detonación del fusil resonó en la caverna. Laila se recostó contra una caja, Ben Roi se quedó con las manos caídas a los costados, los dos con la vista alzada hacia la plataforma de piedra, inmóviles, como acusados que esperaran el veredicto en la sala de un tribunal. Jalifa se mordió el labio, pestañeó para desembarazarse de una gota de sudor que le había caído sobre un párpado, intentó ordenar sus pensamientos. No dudaba de que Laila estaba en lo cierto respecto a Ben Roi. No obstante, algo en los ojos del israelí, su forma de argumentar… Le recordaba a Mohammed Yamal durante el interrogarorio del caso Schlegel, muchos años antes: la misma furia desesperada, las mismas afirmaciones de inocencia. Resultó que Yamal había dicho la verdad. Pero Ben Roi… Las palabras de su padre resonaron en el fondo de su mente: «Cuídate de ellos, Yusuf. Cuídate siempre de los judíos». Parpadeó para liberarse de otra gota de sudor, paseó la vista entre Laila y Ben Roi, y luego amartilló el fusil.

—Suelta el arma, Ben Roi.

—¡No!

—¡Suéltala y ponte de rodillas!

—¡No sabes lo que estás haciendo! No sabes lo que estás haciendo, estúpido árabe…

Sonó un cuarto disparo, y la bala rozó el suelo a menos de dos centímetros del pie derecho de Ben Roi. El israelí bajó la vista, la alzó, miró a un lado; sus ojos parecieron lanzar chispas de acero fundido, con la boca tan retorcida en una mueca de rabia que dio la impresión de que se le iba a desprender la mandíbula. Después emitió un aullido de desesperación e impotencia, tiró a un lado la Schmeisser y cayó de rodillas. Laila se apresuró a coger el arma, retrocedió y le indicó por señas que se tendiera boca abajo.

—¿Cuánto tardarán esos Guerreros de David en…? —empezó Jalifa.

Enmudeció cuando el frío cañón de una pistola se apoyó en su nuca.

—Creo que esto contesta a tu pregunta. Deja el fusil en el suelo y levanta las manos.

Durante una fracción de segundo Jalifa pensó en dar un grito para avisar a Laila. Era una idea suicida, y la desechó incluso antes de formularla por completo. Dejó el Mauser en el suelo y enlazó los dedos sobre su cabeza. Retiraron el cañón de la pistola y una mano ruda le retorció un brazo a la espalda para obligarle a ponerse en pie y darse la vuelta.

Había seis hombres, incluido el que le sujetaba el brazo: implacables, serios, inexpresivos, todos con anoraks de esquí y, aunque pareciera incongruente, casquetes negros en la cabeza. Cinco iban armados con Uzi. El sexto, el mayor del grupo, y al parecer el que había hablado (un individuo regordete y corpulento, con las manos enguantadas y pálido rostro barbudo), empuñaba una pistola Heckler & Koch. Con la clarividencia que presta el miedo, Jalifa le reconoció al instante por la foto de la portada de Time que había visto en la sala de estar de Piet Jansen: Baruch Har-Zion.

Eres un hijo de puta, Ben Roi, pensó. Un mentiroso judío hijo de puta.

Se intercambiaron palabras en un idioma que no entendió, hebreo seguramente, y cuando uno de los individuos avanzó hacia la parte delantera del saliente, el hombre que sujetaba el brazo de Jalifa le obligó a volverse de nuevo hacia el mar de cajas. A estas alturas, Laila había barruntado que algo estaba sucediendo arriba y se había aplastado contra una de las cajas, pálida, apuntando todavía con la Schmeisser a Ben Roi, que yacía de bruces en el suelo. Por un momento, Jalifa temió que los israelíes empezaran a disparar, pero se limitaron a mirar a la joven, inexpresivos, las Uzi preparadas en el costado, mientras uno de ellos, un hombre alto de pelo cortado al cero que parecía ser el lugarteniente de Har-Zion, avanzaba hasta el borde de la galería de piedra, se asomaba y miraba el montacargas parado abajo.

Se produjo otro intercambio de murmullos y después el hombre pelado al rape se colgó la Uzi al hombro, se puso de rodillas, pasó por encima del borde y empezó a bajar utilizando como escalerilla una de las vías verticales del montacargas. Al cabo de medio minuto, se oyó un zumbido de maquinaria cuando el montacargas empezó a subir, de forma que el hombre se alzó poco a poco ante ellos como si levitara. Cuando llegó a la altura del saliente paró el motor y, a una señal de Har-Zion, todos subieron a la plataforma. Jalifa aún tenía sujeto el brazo a la espalda, y el cañón de la Uzi estaba apretado contra su oído. Otra señal, y empezaron a descender entre ruidos metálicos y sacudidas, hasta que el montacargas paró al llegar abajo.

Tendido en el suelo, Ben Roi intentaba doblar el cuello para ver qué estaba pasando. Laila había salido al centro del pasillo, con la Schmeisser levantada como para impedirles el paso. Cuando llegaron ante ella, Jalifa intentó atraer su atención, advertirle de que debía conservar la calma, de que no cometiera ninguna estupidez, pero la periodista estaba pendiente de Har-Zion; ambos se estaban mirando, los ojos de él grises y duros como el granito, los de ella verde esmeralda y feroces, con un rictus desafiante en la boca. A continuación, Laila asintió y entregó el arma a uno de los hombres de Har-Zion, se pasó el dorso de la mano por la nariz ensangrentada y se apartó a un lado.

—Ya era hora de que llegarais.

Fue tan inesperado que Jalifa tardó en comprender lo que Laila había dicho. Cuando lo hizo, se quedó boquiabierto. Ben Roi, en el suelo, con la cabeza inclinada en un ángulo anormal para poder mirar por encima del hombro, tampoco parecía entender lo que estaba presenciando. Toda una gama de expresiones apareció en su rostro, hasta que por fin se petrificó en una mueca de incredulidad y horror.

—Oh, Dios —susurró, con la frente pegada al frío suelo de piedra—. Oh, Dios mío, no, por favor.

Por un momento, todo el mundo permaneció inmóvil, como el plano congelado de una película. A continuación, Ben Roi se puso de rodillas y luego de pie, aturdido, como un boxeador que se levantara de la lona tras recibir una paliza. Laila retrocedió para acercarse a los israelíes y sus ojos se posaron un momento en Jalifa. Un tenue rubor cubrió sus mejillas, tal vez por vergüenza o a causa de alguna otra emoción que el egipcio no pudo identificar. Ben Roi parecía haberse olvidado de ella, pues tenía la vista clavada en Har-Zion.

—Los palestinos no son tan buenos —murmuró con voz estrangulada por la furia—. La forma de operar de la hermandad es demasiado compleja para que se trate de una célula palestina renegada. El incentivo ha de ser externo.

Jalifa intentaba poner en orden sus pensamientos, averiguar qué estaba sucediendo.

—No lo entiendo —susurró, mientras paseaba la vista entre Ben Roi, Laila y Har-Zion. La cara de este último había perdido todo color; su piel era de un blanco sucio translúcido, como alabastro manchado.

—Es lo que te he dicho, Jalifa —repuso Ben Roi—. Ella trabaja para al-Mulatham. Recluta a sus terroristas, escribe artículos falsos sobre él, todo lo que te he dicho. Sólo me equivoqué en una cosa. —Apretó los puños, sin dejar de mirar a Har-Zion—. Resulta que al-Mulatham está asesinando a su propio pueblo.

Una vez más, el egipcio intentó procesar la información, ordenar sus pensamientos.

—¿Quieres decir…?

Todo el cuerpo de Ben Roi empezó a temblar.

—Él es al-Mulatham —rugió—. Él es quien controla todo, los terroristas árabes, el jefe israelí. Mata a su propio pueblo. ¡A su puto pueblo!

Jalifa estaba estupefacto. Tenía la sensación de que toda la caverna se estrechaba alrededor de él, como un globo al que hubieran extraído el aire. Se hizo el silencio por un momento, y después, con un aullido animal de odio y furia, Ben Roi se lanzó hacia delante. Era un hombre fuerte, pero también obeso, agotado y enfrentado a profesionales. Antes de que alcanzara su objetivo, dos hombres de Har-Zion intervinieron y, con fría precisión coreográfica, le pararon en seco. Uno le golpeó en el estómago con su Uzi, mientras el otro, colocado detrás de él, le hacía una llave y le enderezaba. Jalifa se puso en tensión, con los puños apretados, pero no podía hacer nada con una pistola apoyada en la sien. Laila tenía la vista clavada en el suelo, mientras el rubor de sus mejillas se esparcía y aumentaba de intensidad.

—¿Por qué? —gritó con voz estrangulada Ben Roi, pugnando por soltarse—. ¿Por qué, en nombre de Dios?

Har-Zion movió los hombros para aliviar la tirantez de su piel quemada, que cada vez le picaba más debajo de la chaqueta.

—Para salvar a nuestro pueblo —contestó con voz fría y serena, en contraste con la de Ben Roi.

—¡Aniquilándolo!

—Demostrándole de una vez por todas que nunca podrá haber paz con los árabes. Que su propósito es, y siempre ha sido, destruirnos, y que para sobrevivir no nos queda otra elección que hacerles lo mismo.

Ben Roi se revolvió, luchó, escupió.

—¡Tú la mataste! —gritó—. ¡Tú la mataste, asqueroso animal!

Har-Zion volvió a mover los hombros, con rostro impenetrable.

—De haber existido otra forma, la habría aceptado. Pero no hay otra forma. Nuestro pueblo ha de comprender cómo son los árabes.

—¿Acaso Hamas no está haciendo un buen trabajo? —chilló Ben Roi—. ¿El Yihad Islámico tampoco?

—Por desgracia no.

—¿Por desgracia?

—Sí, por desgracia —respondió Har-Zion en tono más severo, y por primera vez sus ojos revelaron una sombra de irritación—. Porque, por muchos de los nuestros que maten, seguimos intentando convencernos de que sólo si negociamos, si cedemos un poco, la situación mejorará y nos dejarán criar a nuestros hijos en un clima de paz y seguridad.

—Estás loco de atar.

—No —espetó Har-Zion, y esta vez la exasperación que reveló su mirada fue inconfundible—. ¡Son los que hablan de concesiones y retirada los que están locos! Fueron las concesiones lo que encendió los hornos de Auschwitz, la retirada lo que cavó los pozos de la muerte de Babi Yar. Y ahora nos empeñamos en cometer de nuevo la misma equivocación, la que siempre hemos cometido, año tras año, siglo tras siglo, el error fundamental del pueblo judío: ¡creer por un solo momento que podemos confiar en los goyim, que pueden ser amigos nuestros, desear otra cosa que no sea conducirnos a las cámaras de gas y barrernos de la faz de la tierra!

Empezaba a levantar la voz, las palabras surgían de su boca como balas del cañón de un fusil.

—No necesitamos procesos de paz —continuó—. Tratados, acuerdos, hojas de ruta, conferencias. Nada de eso. Si deseamos sobrevivir, sólo necesitamos una cosa, y es la furia. La misma furia que ha sido dirigida contra nosotros durante toda la larga noche de nuestra historia. Sólo esto nos protegerá, nos proporcionará la fuerza necesaria para sobrevivir. Y esto es lo que al-Mulatham ha aportado. Por eso lo hemos creado. Por eso existe.

Se interrumpió, con la frente, amplia y pálida, perlada de sudor, mientras el picor de la piel, cada vez más insoportable, como ocurría cuando no se aplicaba la pomada a la hora que tocaba, le provocaba escalofríos. Ben Roi le miró, sin molestarse ya en forcejear para soltarse, con los ojos apagados y vidriosos, abriendo y cerrando la boca como si no encontrara palabras adecuadas para comunicar la magnitud de su odio.

—Moser —susurró al fin—. Rodef.

Los labios de Har-Zion se tensaron. Sostuvo la mirada del detective, luego alzó una mano enguantada para hacer una señal al hombre del pelo cortado al rape. Este avanzó y, sin que diera la impresión de echar el brazo hacia atrás, descargó su puño en la base de la pelvis de Ben Roi, unos pocos centímetros por encima de la ingle.

Allahu akhar —murmuró Jalifa, con una mueca de dolor y los puños en los costados, en un gesto de impotencia.

Ben Roi emitió un grito estrangulado y se derrumbó. Le alzaron de nuevo y recibió otro golpe, esta vez en lo alto del pecho, justo debajo de la garganta. Cayó a cuatro patas y vomitó sobre el suelo de piedra.

—Aquí sólo hay un traidor, y eres tú —dijo Har-Zion, de pie junto a él. Su voz había recuperado el tono sereno y contenido—. Tú y, por lo que sé de ella, tu novia también. Lamento algunas muertes, pero la de ella no.

Ben Roi murmuró algo y trató de extender un brazo, pero todavía estaba aturdido por los golpes y su movimiento carecía de energía. Har-Zion hizo otra seña y el hombre rapado al cero levantó un pie y descargó el talón contra la sien de Ben Roi, que salió despedido contra una caja, con la parte superior de la oreja partida.

—¡Basta! —gritó Jalifa, incapaz de contenerse, olvidando la presión de la Uzi en su nuca debido al asco que sentía por lo que estaba presenciando—. ¡Basta, en el nombre de Dios!

Har-Zion se volvió despacio hacia él, con movimientos rígidos, le dirigió una mirada dura y desagradable, y luego dijo algo en hebreo. La Uzi bajó y de pronto Jalifa notó que le agarraban por el cuello. Ben Roi había conseguido sentarse, y manaba sangre de su oreja destrozada.

—Déjale marchar, Har-Zion —dijo con voz ronca—. Él no tiene nada que ver con esto.

Har-Zion lanzó una risita desdeñosa.

—¿Habéis oído eso? Nos condena por defender a nuestro pueblo, mientras él suplica por su amigo árabe. No sé lo que será, pero os aseguro que este pedazo de mierda no es judío.

Hizo un gesto con la cabeza al hombre del cráneo rasurado, que volvió a levantar la bota y la hundió en la ingle de Ben Roi. Mientras el detective se retorcía de dolor, el lugarteniente dio media vuelta, se acercó a Jalifa y le asestó un puñetazo en el plexo solar, con la precisión controlada y meticulosa de un cirujano que diseccionara un cadáver. Jalifa había recibido golpes antes, en numerosas ocasiones (tenía la impresión de que había pasado la mitad de su juventud enredado en peleas a puñetazos en las callejuelas de Giza, donde se había criado), pero ninguno como ese. Fue como si el puño se hundiera hasta la mitad de su cavidad estomacal, interesara sus órganos vitales y expulsara todo el aire de sus pulmones. Un batiburrillo de pensamientos e imágenes remolinearon en su mente (Zainab, la mancha de nieve en la gasolinera de la autopista, el extraño hombre de ojos azules de la sinagoga de El Cairo), antes de que, inesperada, repentinamente, la niebla de dolor se evaporara y se descubriera mirando a los ojos de Laila al-Madani.

—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué?

Si la mujer respondió, no la oyó, porque aquel momento de lucidez se desvaneció con la misma rapidez que había aparecido. Su mente se nubló, su cabeza cayó hacia atrás y todo se oscureció.

No estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero debía de ser un buen rato, porque cuando recobró el conocimiento dos de los israelíes le arrastraban por el pasillo central y sus pies resbalaban sobre el suelo (¡Me van a destrozar los zapatos!, fue su primer pensamiento). Ben Roi avanzaba cojeando delante de él, con una Uzi apoyada en la nuca, el cuello y la chaqueta manchados de una capa de sangre coagulada procedente de la oreja partida. Al fondo de la caverna, Har-Zion y Laila observaban cómo el hombre del cráneo rasurado atacaba la caja de la Menorah con una palanca. Mientras se acercaban, el panel frontal de la caja se desgajó con un crujido de madera y dejó al descubierto un espeso bloque de paja de cuyo interior surgían tentadores destellos dorados.

Al darse cuenta de que el prisionero había recobrado el conocimiento, los israelíes lo enderezaron y empujaron con rudeza contra una pila de cajas. Jalifa sintió náuseas y todo pareció girar a su alrededor, hasta que poco a poco la sensación desapareció. Ben Roi estaba a su lado, y por un momento sus ojos se encontraron. Ambos asintieron levemente con la cabeza para indicar que se encontraban bien, antes de volver a dedicar su atención a la escena que se desarrollaba ante ellos.

Hubo una pausa, la atmósfera cambió de improviso, se llenó de expectación. Después Har-Zion y su lugarteniente avanzaron y empezaron a retirar la paja protectora. Sus cuerpos tapaban la abertura, de modo que Jalifa sólo vislumbraba vagos destellos del objeto que estaban liberando: un brazo curvo, la esquina de un pedestal, fugaces centelleos dorados. No vio bien el objeto hasta que quedó al descubierto por completo y los dos hombres se apartaron a un lado.

La había visto antes, por supuesto, en la fotografía hallada en la caja de seguridad de Dieter Hoth. Sin embargo, la foto era en blanco y negro, y no lograba transmitir cabalmente la magnificencia estremecedora de la obra de arte que ahora estaba contemplando. Era de la altura de un hombre, con la base compuesta por dos escalones hexagonales de cuyo centro, como si fuera un jarro decorativo, brotaba un tallo vertical, con seis brazos que surgían de sus costados, tres a la derecha y tres a la izquierda, uno encima del otro, cada uno coronado, al igual que el tallo, por una lamparilla en forma de címbalo pequeño. Esa era la forma de la Menorah, pero su belleza era muchísimo más extraordinaria. Los brazos estaban adornados del modo más exquisito, con protuberancias, bulbos y cálices en forma de la flor del almendro. Alrededor de la base había imágenes maravillosamente trabajadas en relieve de frutas, hojas, parras y flores, tan realistas que casi podía olerse su fragancia. El oro era de un tono tan intenso que casi parecía rojo. Su simetría poseía un equilibrio tan perfecto, un porte tan sinuoso y grácil, que no parecía algo metálico, sino vivo, algo que crecía, respiraba y estaba recorrido por savia. Aturdido, dolorido, y tal vez a punto de morir, Jalifa no pudo contener su asombro, y meneó la cabeza mientras admiraba el esplendor resplandeciente del objeto. La reacción de los israelíes fue más exagerada todavía. Ben Roi murmuraba sin parar «Oyvey». La cara granítica de Har-Zion adquirió una expresión casi infantil de embeleso.

—Y Dios dijo: Hágase la luz —susurró—. Y la luz se hizo. Y Dios vio que la luz era buena.

Sólo una persona parecía indiferente al objeto; era Laila. Se mantenía algo apartada de los demás, atrincherada en sí misma, sin traicionar la menor emoción, salvo por el leve rubor que aún teñía sus mejillas y por el movimiento de sus manos, que se abrían y cerraban de manera involuntaria. Por un brevísimo instante posó la vista en los ojos de Jalifa, pero enseguida la desvió, incapaz de sostener su mirada.

Transcurrieron varios minutos mientras contemplaban la Lámpara, cuya belleza, lejos de disminuir, aumentaba a medida que se hacían más patentes la riqueza y sutileza de sus adornos, hasta que el hombre del pelo rapado rompió el hechizo.

—Deberíamos sacarla de aquí —dijo con voz áspera y tosca, como una piedra arrojada a un estanque de agua calma.

Har-Zion no dijo nada. Continuó mirando la Menorah, con los ojos húmedos de emoción, y después hizo una señal a tres de sus hombres. Avanzaron, con las Uzi colgadas al cuello, agarraron la Lámpara, contaron echat, shtayim, shalosh (uno, dos, tres) y empezaron a levantarla. Aunque eran fuertes y musculosos, el peso era demasiado para ellos, y sólo lograron cargarla al hombro cuando se les sumó un cuarto hombre, los rostros desfigurados por el esfuerzo, las rodillas dobladas.

Steiner apuntó con su arma a Jalifa y Ben Roi, y el grupo, como un solo hombre, empezó a avanzar por el pasillo, deteniéndose cada veinte metros para que los porteadores de la Lámpara recuperaran el aliento, hasta que llegaron al final de la caverna y depositaron el preciado objeto sobre la plataforma del montacargas. Las planchas de madera crujieron bajo su peso. Los israelíes subieron, acompañados de Laila, y accionaron la palanca de control. Los detectives se quedaron en el suelo de la caverna, mientras la plataforma ascendía poco a poco. Se detuvo al cabo de tres metros, y una hilera de Uzi les apuntó.

—Caballeros, aquí nos separamos —dijo Har-Zion, con la boca curvada en una sonrisa de triunfo—. Nosotros, por la providencia de Dios, para reconstruir el templo e inaugurar una nueva edad de oro para nuestro pueblo. Vosotros…

Los miró de hito en hito y movió de nuevo los hombros para intentar aflojar el guante asfixiante de piel quemada en que su cuerpo estaba encerrado. Después indicó a sus hombres que abrieran fuego.

—¡No!

La voz de Laila resonó en la caverna.

—No —repitió—. No.

Los hombres de Har-Zion miraron a su jefe, pero este no hizo la menor seña, de manera que se quedaron inmóviles, con el dedo apoyado en el gatillo de sus Uzi. En el suelo de la caverna, Ben Roi y Jalifa intercambiaron una mirada.

—No —gritó la mujer por cuarta vez, en tono desesperado, casi histérico, sin dejar de abrir y cerrar las manos.

Había querido hablar antes, cuando golpearon a los dos hombres, pero no se había atrevido, abrumada por la vergüenza y el desprecio a sí misma. Ahora, sin embargo, no pudo contenerse. Apenas era consciente de lo que decía, simplemente intuía que toda su existencia se había concentrado en este momento y que, pese a todo, pese a los años de mentiras y traiciones, no podía permanecer callada mientras mataban a dos hombres a sangre fría delante de ella. Era absurdo, desde luego, teniendo en cuenta la cantidad de gente que había muerto a lo largo de los años por culpa de sus actos, sabiendo hasta qué punto tenía las manos manchadas de sangre. Nunca podría redimir sus actos. Tampoco lo buscaba. Sólo sabía que, mientras miraba a los dos detectives (pálidos y resignados), la voz de su padre había resonado de pronto en su cabeza como una campana, más fuerte que nunca, con las palabras que pronunció la noche de su muerte: «No puedo permitir que nadie muera en el polvo como un perro, Laila. Sea quien sea». Al oírlas había experimentado un anhelo desesperado e incontrolable de saber que incluso ahora, después de todas las mentiras, el horror y la carnicería, incluso entre la negrura que la envolvía, aún quedaba algo de su padre en su interior, un último vestigio de su hermosa luz. Aún era su hija, por oscuro que fuera el mundo que se había construido.

Avanzó hasta la parte delantera del montacargas. Sus ojos se encontraron con los de Jalifa una fracción de segundo, antes de volverse hacia los israelíes y situar su delgado cuerpo ante los fusiles.

—Has ganado —gritó a Har-Zion—. ¿No te das cuenta? Has ganado, por el amor de Dios. Perdónales la vida. Por una vez, deja de matar y perdónales la vida.

Siguió una pausa. El rugido del generador hacía temblar las paredes de la caverna, la Menorah centelleaba bajo la luz gélida de las lámparas. Har-Zion asintió por fin.

—La mujer tiene razón. Es hora de dejar de matar.

Dio la impresión de que el cuerpo de Laila se relajaba un poco. Casi al instante, se puso en tensión de nuevo, cuando se fijó en la fría sonrisa que aparecía en el rostro de Har-Zion.

—Al menos un poco. Estos… —Movió la mano en dirección a Jalifa y Ben Roi—. Sus vidas no significan nada. Sin embargo, al-Mulatham ha logrado su propósito. Como dice la señorita al-Madani, hemos ganado. Con la Menorah a nuestro lado, nadie podrá detener nuestra causa. Un último esfuerzo, y nos libraremos por completo de la Hermandad Palestina. Y todo lo que la acompaña. Todo lo que la acompaña.

Al pronunciar la última frase, miró al hombre del pelo rapado, al tiempo que movía la cabeza en dirección a Laila. El otro asintió para indicar que había comprendido y, con una calma pasmosa, avanzó y estampó la palma de su mano sobre el pecho derecho de Laila con tal fuerza que la lanzó al vacío. Por un instante dio la impresión de que colgaba en el aire, como suspendida del techo de la caverna por un cable invisible, para luego desplomarse en silencio y estrellarse contra el suelo con un ruido estremecedor.

—Gracias, señorita al-Madani —gritó Har-Zion—. El Estado de Israel agradecerá eternamente sus esfuerzos. Árabe o no, se ha ganado el título de Eshet Hayil. Una mujer valerosa.

Supo al instante que se había roto la columna, y seguramente muchas más cosas, aunque, como no sentía nada desde el cuello hacia abajo, no estaba segura. De todos modos, no tardaría mucho en morir. Lo cual no le importaba. Lo curioso era que, como para compensar el hecho de que ya no sentía nada, sus demás sentidos parecían haberse agudizado. Percibió el olor intenso y resinoso de las tablas de madera de pino de que estaban hechas las cajas. Sus oídos captaban sonidos en los que, en circunstancias normales, jamás habría reparado.

Lo más extraño de todo era que parecía haber desarrollado la capacidad sobrenatural de ver cuatro o cinco cosas diferentes a la vez, sin siquiera mover la cabeza. Har-Zion estaba de pie sobre el montacargas, riendo con sus seguidores. A su izquierda, Ben Roi parecía conmovido, pese a lo mucho que había deseado para ella un final semejante. Y arrodillado a su lado, sosteniéndole la mano (¿cómo había podido moverse con tal celeridad?), estaba Jalifa. Hasta vio su propio rostro, como si estuviera mirándose, la sombra de una sonrisa aleteando en las comisuras de su boca, aunque no transmitía alegría o satisfacción, sino más bien una especie de infinita soledad desesperada que no podía encontrar otra expresión para manifestarse.

Siempre había sabido que terminaría así. Desde que regresó de Inglaterra y empezó a trabajar como delatora para Har-Zion y la inteligencia militar israelí. Las circunstancias constituían una sorpresa (¡en una cueva gigantesca llena de tesoros saqueados por los nazis, por el amor de Dios!), pero la violencia no. Siempre lo había dado por sentado. La verdad era que estaba sorprendida de haber durado tanto.

Jalifa le estaba diciendo algo, pero Laila no podía oír su voz, algo extraño dado que captaba otros muchos sonidos menos definidos. De todos modos, no necesitaba oír, porque sabía lo que decía por el movimiento de sus labios. Era una sola palabra, repetida una y otra vez, una pregunta, la misma que le había hecho antes.

Ley? ¿Por qué?

¿Qué podía decir? Nada, en realidad. Le habría gustado explicarse, de veras. Que al menos una persona se enterara. Confesiones en el lecho de muerte. Pero ¿cómo podía explicárselo para que lo comprendiera? Para que alguien comprendiera. Que había hecho lo que había hecho no por los motivos habituales que impelían a la gente a colaborar (dinero, coacción, ideología). No, lo había hecho porque la noche en que cumplió quince años, en un sucio vertedero de las afueras del campo de refugiados de Jabaliya, bajo un cielo tachonado de estrellas, mientras los perros ladraban a lo lejos, había visto cómo la persona a la que más amaba en el mundo, su padre, apuesto, valiente y cariñoso, el hombre más grande que había existido, moría apaleado con un bate de béisbol. A manos de su propio pueblo. La escena observada por su propio pueblo. Por eso se había puesto en contacto con Har-Zion y había ofrecido sus servicios. Por eso había colaborado en la patraña de al-Mulatham. Por eso, en cuanto se enteró de la existencia de la Menorah, había llamado a Har-Zion desde la iglesia del Santo Sepulcro y hecho todo cuanto estaba en sus manos para entregarle la Lámpara. Porque habían matado a la única persona que quería y desde aquel momento los había odiado a todos, había jurado que les haría pagar por ello, hasta el último palestino. Ese era el motivo. Esa era la respuesta. Pero ¿cómo podía explicarlo, hacerse comprender? ¿Cómo comunicar siquiera un átomo de la desdicha y la soledad y el odio y la desesperación que la habían consumido durante estos últimos diecisiete años? No podía. Era imposible. Siempre lo había estado y siempre lo estaría. Estaba desesperadamente sola.

Contempló la cara de Jalifa (una cara bondadosa, valiente, hermosa, como la de su padre en muchos aspectos) y trató de apretarle la mano. En ese momento, con el curioso don de la visión múltiple que parecía haber adquirido a consecuencia de la caída, vio que Har-Zion extendía el brazo y le apuntaba a la cabeza con la pistola. Adelante, pensó, hazlo. Ya es hora. Al menos he intentado hacer una buena acción antes del fin. Algo de lo que mi padre se habría sentido orgulloso.

Cerró los ojos y se encontró de nuevo en el fondo de la zanja, aferrando la mano de su padre, con el cabello oscuro empapado de sangre.

—Oh, Dios, mi papá. Oh, Dios, mi pobre papá. Entonces sonó el disparo.

La cabeza de la mujer dio una sacudida y un limpio agujero negro se abrió justo encima de su ceja izquierda, un hilillo de sangre resbaló sobre su mejilla y cayó al suelo, donde formó un charco viscoso del tamaño de un plato. Por un momento Jalifa se quedó demasiado conmocionado para moverse, con la mano inerte de la periodista todavía en la suya, mientras el eco del disparo resonaba en toda la caverna. Meneó la cabeza, soltó la mano con dulzura, se levantó y retrocedió hasta donde se encontraba Ben Roi, y los dos miraron la hilera de Uzi que les apuntaban.

Tendría que haberse sentido asustado. Más asustado de lo que estaba, teniendo en cuenta lo que iba a suceder. Ya fuera porque estaba debilitado a causa de los golpes, o porque su muerte era tan inevitable que su cuerpo se negaba a reaccionar, experimentaba una curiosa sensación de calma. Zainab y los niños constituían su única preocupación. Eso, y el hecho casi seguro de que no recibiría un entierro digno de un musulmán. Aunque tenía la certeza de que Alá lo comprendería. Alá lo comprendía todo. Por eso era…, bien, Alá.

Miró a Ben Roi y sus ojos se encontraron. Habría preferido morir en compañía de otras personas, pero tal vez había sido demasiado duro con el tipo. Era grosero, sí. Arrogante, beligerante. No era la clase de persona que habría elegido como amigo. No obstante, era un buen policía, daba la impresión de que había hecho una excelente investigación. Y quién sabe, si su esposa hubiera muerto así, asesinada sin motivo alguno, tal vez él, Jalifa, habría terminado igual. Nunca se sabe. Intentó murmurar algo, disculparse, admitir que su decisión de confiar en la palabra de Laila antes que en la de Ben Roi no se había debido a un análisis objetivo de la situación, sino a ciegos prejuicios, al hecho de que no podía creer a un judío antes que a una hermana árabe. Sin embargo, no logró encontrar las palabras apropiadas, de modo que calló. Continuaron mirándose un momento más, luego asintieron con la cabeza y alzaron la vista hacia el montacargas, con los puños apretados, a la espera de las balas.

La negrura invadió la caverna.

Durante un breve instante de confusión, Jalifa pensó que estaba muerto. Casi de inmediato, los gritos de los hombres de Har-Zion le hicieron comprender que el generador debía de haber fallado de nuevo y las luces se habían apagado. Tan inesperada fue la circunstancia, y tan desconcertante, que no reaccionó, sino que se quedó petrificado. Los instintos de Ben Roi se dispararon antes, de modo que agarró a Jalifa por el cuello de la chaqueta, le hizo girar y ambos echaron a correr por el pasillo central. Una fracción de segundo después, las Uzi dispararon, estallidos rojos y blancos perforaron la oscuridad, las balas acribillaron el suelo y se hundieron en las pilas de cajas con un ra-ta-ta-ta de madera agujereada. Los detectives tropezaron, cayeron de bruces, volvieron a levantarse y continuaron hacia delante dando tumbos, hasta estrellarse contra la pared rocosa situada bajo la plataforma del montacargas. Se oyeron más gritos, y el tiroteo cesó con tanta brusquedad como había empezado. Se quedaron inmóviles y escudriñaron la oscuridad.

Cuando el generador había fallado antes, había vuelto a ponerse en marcha casi de inmediato. Esta vez, siguió en silencio. Oyeron susurros, se encendió una linterna, luego otra, a continuación se produjo un tenue crujido cuando alguien empezó a trepar por el raíl vertical del montacargas hacia el saliente, con la intención de poner en marcha el generador. Una linterna iluminaba al que subía, y otro haz de luz empezó a pasearse sobre las pilas de cajas para localizarlos. Por lo visto, a los hombres de Har-Zion no se les había ocurrido que podían estar justo debajo de ellos. De momento.

—Hay que moverse —susurró Ben Roi al oído de Jalifa, con voz apenas audible—. Hemos de escondernos entre las cajas.

Jalifa le apretó el brazo para hacerle saber que le había entendido. Un grito procedente de arriba indicó que el escalador había llegado al balcón y se encaminaba hacia la cámara del generador.

—Hay que moverse —repitió Ben Roi—. No hay tiempo.

Transcurrieron veinte segundos, mientras intentaban pensar en una estrategia adecuada, conscientes de que, en cuanto salieran de debajo de la plataforma, los oirían o el haz de la linterna los descubriría. Por fin, desesperado, Jalifa introdujo una mano en el bolsillo, sacó el cargador de cinco balas que había guardado antes y lo apretó contra el brazo de Ben Roi. El israelí comprendió enseguida en qué estaba pensando.

—Tíralo hacia la izquierda —susurró—. Nosotros iremos en línea recta. Cógeme la mano.

—¿Qué?

—¡Para no perdernos, idiota!

Arriba sonó un chisporroteo mecánico cuando el hombre de Har-Zion empezó a girar la manivela del generador. En ese instante, la luz de la linterna se desvió de súbito de las cajas y empezó a trazar círculos sobre el suelo, poco más allá del montacargas. Se detuvo un momento en el cuerpo de Laila y luego empezó a retroceder hacia el escondite de los detectives. Era cuestión de segundos que los descubrieran, de modo que Jalifa agarró la mano de Ben Roi y arrojó el cargador hacia la otra punta de la caverna. Dio la impresión de que flotaba en el aire una cantidad de tiempo imposible y, cuando el rayo de la linterna paseaba justo delante de sus pies, el cargador se estrelló en el suelo con una fuerte detonación.

El efecto fue instantáneo. El haz de luz se alejó, oyeron correr a los israelíes hacia el lado izquierdo del ascensor y sonó una salva de disparos ensordecedores. En cuanto empezó, Jalifa y Ben Roi echaron a correr cogidos de la mano, siguiendo en la oscuridad lo que suponían era, y esperaban que fuera, el pasillo central. Se encogían a cada paso por temor a darse de bruces con una caja o algún otro obstáculo. No fue así y, espoleados por el miedo y la adrenalina, recorrieron la mitad de la longitud de la caverna antes de aflojar el paso, soltarse las manos e internarse a tientas en uno de los estrechos pasillos laterales que formaban las pilas de cajas, tropezando con los objetos de que estaba sembrado. Los disparos fueron aminorando, hasta cesar por completo.

Jalifa y Ben Roi se quedaron donde estaban, intentando recuperar el aliento. La oscuridad los envolvía como un sudario de terciopelo negro y la caverna estaba sumida en el silencio, salvo por el ruido insistente de la manivela del generador y el parloteo de voces israelíes, casi inaudibles al principio, pero cada vez más apremiantes. Ben Roi estiró el cuello y escuchó.

—Mierda.

—¿Qué?

—Fuego.

—¿Qué?

—Los disparos. Deben de haber hecho arder las cajas.

Mientras hablaba, su nariz percibió el olor a madera quemada.

—Este lugar es un puto polvorín —rugió Ben Roi—. ¡Va a estallar!

No era necesario que se lo dijera a Jalifa. Este había visto la caverna con sus propios ojos: barriles de petróleo, cajas de municiones, explosivos, pilas de madera seca.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Maldita sea!

Encendió el mechero, protegió la llama con una mano para ocultar la luz y empezó a mirar a su alrededor en busca de algo que pudieran utilizar para defenderse y salir de la cueva. Los hombres de Har-Zion estaban gritando; el pánico se traslucía cada vez más en sus voces, a medida que el fuego se esparcía. El chirrido de la manivela del generador se hizo más insistente.

—¡Vamos! —gruñó Ben Roi—. ¡Necesitamos pistolas!

—¡No hay!

Jalifa se internó más en el pasillo, sin preocuparse ya por el ruido que hacía, al tiempo que movía el encendedor de un lado a otro. Descubrió cuadros, esculturas, parte de una araña. Ningún arma, no obstante, y empezaba a desesperar cuando, por fin, al apartar un saco lleno de billetes de banco, dio con una caja larga de metal, la abrió y vio que contenía una docena de metralletas Schmeisser nuevas. Al lado, había otra caja idéntica llena de cargadores.

Hamdu-lillah, alabado sea Dios —murmuró.

Sacó una metralleta y se la entregó a Ben Roi, junto con un par de cargadores. Cogió otra para sí, y se estaba familiarizando con el mecanismo desconocido cuando se produjo una ráfaga de disparos. Se tiraron al suelo, suponiendo que iba dirigida contra ellos, pero los gritos alarmados de los hombres de Har-Zion revelaron que había estallado una caja de municiones.

—Esto se va a convertir en un puto volcán —masculló Ben Roi.

Se pusieron en pie y, mientras avanzaban por el pasillo, una corona naranja invadió la parte de la caverna que quedaba a su derecha. Cuando llegaron al final del pasillo, se oyó una fuerte explosión (un barril de petróleo, supuso Jalifa, o varios), seguida casi de inmediato por el rugido del generador cuando cobró vida al fin; la gélida luz blanca barrió la caverna, de forma que todo adquirió definición. Los hombres de Har-Zion lanzaron un grito de alegría y el montacargas reanudó su lento ascenso con un gemido y un fragor metálico. Ben Roi asomó la cabeza y volvió a ocultarla.

—Están a mitad de camino —susurró—. Hay uno en el saliente. Yo me ocuparé de él. Contaré hasta tres. ¿De acuerdo?

Amartillaron las Schmeisser.

—Uno… Dos…

Otra fuerte explosión, y toda la caverna pareció estremecerse y temblar.

—¡Tres!

Salieron al pasillo central.

El incendio era peor de lo que el egipcio había supuesto. En cuestión de minutos había prendido un buen montón de cajas de la derecha, unas fauces de fuego que devoraban todo cuanto estaba a la vista y hacían estragos en el material apilado. Columnas de llamas lamían las paredes de la cueva, fragmentos de escombros al rojo vivo surcaban el aire como luciérnagas y una espuma sucia de humo gris rodaba poco a poco a lo largo del techo.

Captó todo esto en una fracción de segundo, antes de apoyar una rodilla en el suelo y abrir fuego; la Schmeisser tembló y se agitó en sus manos. A su lado, Ben Roi le imitó, y roció la pared de la caverna con una lluvia de balas.

Por lo visto, el ataque pilló por sorpresa a Har-Zion y sus seguidores. Ben Roi consiguió abatir al del saliente, Jalifa eliminó a otros dos del montacargas; el segundo se derrumbó sobre la palanca de control del ascensor e invirtió el sentido de la marcha. La plataforma se detuvo y, con un chirrido indignado, empezó a descender de nuevo, con la Menorah impasible en el centro, sus brazos dorados resplandecientes a la luz del incendio. Sin embargo, la ventaja de que gozaban fue breve. Los israelíes eran soldados profesionales y, tras un momento de confusión, los tres que quedaban en pie (Har-Zion, Steiner y otro) se arrojaron al suelo del montacargas y se pusieron a disparar con suma precisión. Jalifa retrocedió al interior de un pasadizo formado por dos hileras de cajas. Ben Roi resistió un momento sin moverse, pero luego se refugió al otro lado del pasillo central.

—¡No deben llegar a los controles! —gritó.

Era lo que uno de los israelíes estaba intentando. Har-Zion y Steiner le cubrían mientras rodaba sobre la plataforma y tiraba del cadáver derrumbado sobre la palanca. Jalifa lanzó una andanada de balas contra él, pero se vio obligado a retroceder casi al instante. Ben Roi tuvo más éxito, pues consiguió alcanzar al israelí en el costado. El hombre se desplomó junto a la base de la Menorah.

El ascensor casi había llegado al suelo de la caverna. En un último y desesperado esfuerzo por hacerlo subir, Steiner vació su Uzi en el pasillo, gritó algo a Har-Zion y, mientras este le cubría con su pistola Heckler & Koch, gateó sobre la plataforma, apartó el cuerpo de su compañero abatido y dio un manotazo a la palanca de control con el fin de que cambiara de dirección. El montacargas se detuvo un momento como si tomara aliento, y después empezó a subir a regañadientes.

Har-Zion emitió un grito de triunfo, que se desvaneció tan pronto como salió de su boca al darse cuenta de que su pistola se había quedado sin munición. Un hombre con libertad de movimientos habría tardado escasos segundos en introducir un nuevo cargador en la recámara pero, debido a la tirantez de su piel quemada, no pudo proceder con rapidez. Gritó algo, y Steiner contestó que él también se había quedado sin munición; Ben Roi decidió aprovechar la oportunidad que le brindaba ese momento de confusión. Gritó a Jalifa que le siguiera, saltó de su escondite y corrió hacia el montacargas. Se tambaleó un momento cuando una potente explosión sacudió toda la caverna, pero recuperó el equilibrio y continuó corriendo, con el dedo apoyado en el gatillo de su Schmeisser.

Sus primeros disparos salieron muy desviados y desaparecieron en el infierno de su derecha. Los siguientes rebotaron en la pared de roca que se alzaba sobre el montacargas. La tercera salva, en cambio, encontró su objetivo: perforó el torso y el cuello de Steiner, que se estampó contra uno de los raíles verticales del ascensor. Se quedó inmóvil un momento, mientras de su boca surgían burbujas de sangre, con una expresión de leve sorpresa en el rostro; después, poco a poco, mientras la plataforma ascendía bajo él, su cuerpo resbaló por el raíl y quedó atrapado bajo las robustas ruedas metálicas que se deslizaban por él. Se oyó un chirrido cuando el montacargas intentó superar el obstáculo y las ruedas machacaron y redujeron a pulpa el cadáver, hasta que al fin, incapaz de resistir más la tensión, el motor estalló en una lluvia de chispas y el ascensor se detuvo a un metro y medio del suelo.

Har-Zion estaba buscando todavía un nuevo cargador, chillando de dolor cuando sus movimientos provocaban que la carne seca se partiera y se rasgara bajo su ropa. Al ver que estaba indefenso, Ben Roi dejó de correr. Llegó hasta él, levantó la Schmeisser y apoyó el cañón contra la cabeza de Har-Zion; la furia de sus ojos parecía reflejarse en las columnas de llamas que saltaban alrededor, como si el fuego no fuera más que una proyección de su rabia interna.

—Esto es por Galia, cabrón —susurró.

Cuando ya estaba a punto de disparar, se contuvo. Había soñado con ese momento tanto tiempo, cada día del año anterior… Apoyar una pistola contra la cabeza del hombre que había asesinado a su novia, acabar con él como habían acabado con Galia. Sin embargo, ahora que había llegado el momento, ahora que la pistola estaba donde debía y le bastaba con mover el dedo, no se decidía. Así no, a sangre fría no. Se mordió el labio, ansioso por disparar, por dar rienda suelta a su odio, pero una vocecita en su interior, la voz de ella, le decía que eso no estaba bien, que no le serviría de nada, que más que curarle le haría daño. Har-Zion intuyó su conflicto interior.

—Ayúdame —dijo con voz ronca, al tiempo que volvía la cabeza hacia Ben Roi—. Haz lo que quieras conmigo una vez fuera, pero ayúdame a salvar la Menorah, por el amor de Dios.

Ben Roi le miró, con la mano temblorosa, la cara cubierta de sudor por el creciente calor provocado por el incendio. Después, con un gruñido de desesperación, apartó la pistola. De inmediato, Har-Zion empezó a ponerse en pie, dolorido.

—Tendremos que izarla —añadió—. Necesitamos un cable o una cuerda. ¿Dónde está el árabe?

Ben Roi miró alrededor. Suponía que Jalifa estaba detrás de él, que le había seguido cuando corría hacia el ascensor. En realidad, el egipcio lo había intentado. Sin embargo, al salir de su escondite, una fortísima explosión, la misma que casi había derribado a Ben Roi, había hecho caer media docena de cajas sobre él, y el impacto le había dejado inconsciente. Estaba tendido de bruces en medio del pasillo, y una caja grande le inmovilizaba las piernas. Ben Roi corrió hacia él, se puso de rodillas y apartó la caja.

Al principio pensó que estaba muerto. No obstante, consiguió encontrarle el pulso y, sin tiempo para pensar si podía tener algún hueso roto, se inclinó, lo cargó al hombro y volvió hacia el ascensor, tosiendo a causa del humo. Har-Zion había encontrado una cuerda y la estaba enrollando alrededor del tallo de la Menorah.

—Sacaremos la Lámpara y volveremos a por él —gritó—. Ayúdame.

Ben Roi negó con la cabeza.

—Primero le sacaré.

—¡No! ¡Hemos de salvar la Menorah!

—Primero le sacaré —repitió Ben Roi. Después de depositar a Jalifa sobre la plataforma, subió y volvió a cargarlo al hombro. En ese momento, notó el cañón de una pistola en la nuca.

—La he vuelto a cargar —dijo con voz ronca Har-Zion—. Déjale en el suelo. La Menorah es lo primero.

Tras un breve silencio, otro barril de petróleo estalló al fondo de la caverna, un géiser de llamas se elevó casi hasta el techo, y envolvió y consumió la gigantesca bandera nazi. Ben Roi, sin hacer caso de la pistola, avanzó hacia el raíl más cercano del montacargas. Har-Zion levantó la pistola y disparó al aire.

—¡Déjale! —gritó—. ¿No lo entiendes? Hemos de salvar la Lámpara. ¡Déjale y ayúdame!

—Si me matas, nunca la sacarás —replicó Ben Roi mientras examinaba el raíl—. Le subiré y volveré.

—¡No! —chilló Har-Zion, y lanzó otro tiro de advertencia—. ¿Lo has comprendido ahora?

El detective, sin hacerle caso, pasó sobre el cuerpo ensangrentado de Steiner, agarró una de las barras horizontales dispuestas entre los raíles como los peldaños de una escalerilla y empezó a trepar. El cuerpo de Jalifa colgaba sobre su hombro como una gigantesca muñeca de trapo. Har-Zion seguía gritando y agitando la pistola.

—¡Hemos de salvarla! ¿No lo entiendes? ¡Es tu fe! ¡Tu fe!

Ben Roi siguió adelante, concentrado en lo que estaba haciendo, subiendo peldaño a peldaño, con los ojos desencajados por el esfuerzo, mientras chorros de cenizas al rojo vivo remolineaban alrededor y le quemaban los brazos y las mejillas. El primer cuarto del trayecto fue bien, pero a mitad de camino le flaquearon las fuerzas y empezó a tener calambres en los músculos de los brazos y las piernas. Cada vez subía con mayor lentitud; la carga le debilitaba cada vez más. Intentó pensar en Galia, en su familia, en Al Pacino, cualquier cosa con tal de olvidar el dolor de sus miembros, engañar a su cuerpo y hacerle creer que no estaba tan agotado. Consiguió salvar tres cuartas partes de la distancia, se hallaba a tres metros del saliente, pero se detuvo y supo que no iba a llegar más allá, que no quedaba más gasolina en el depósito, ni siquiera la suficiente para volver a bajar.

Tendré que dejarle caer, pensó, con las manos temblorosas a causa del esfuerzo de sujetarse al peldaño, las piernas a punto de ceder. Tendré que dejarle caer, de lo contrario caeré yo.

No supo por qué, en ese momento de desesperación, de pronto empezó a recitar la shema. Ni siquiera fue consciente de que lo estaba haciendo hasta que ya había pronunciado unos versos. Se diría que había surgido de su interior, como agua burbujeante de un arroyo seco. Antes de la muerte de Galia la rezaba cada día. Durante el último año no había brotado de sus labios. No obstante, ahora la estaba murmurando para sí, la gran oración del pueblo judío, su pueblo, la proclamación de su fe en Dios: «Escucha, oh, Israel, el Señor es nuestro Dios, el único Señor…».

Fue alzando la voz, el murmullo se transformó en cántico y el cántico en canción, tal como el viejo rabino Gishman le había enseñado en las clases de hebreo años antes: «Y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus posesiones, y estas palabras que hoy te enseño las llevarás en tu corazón».

Mientras cantaba sintió que la fuerza regresaba a sus miembros, con lentitud al principio, apenas perceptible; luego con más intensidad, hasta fluir por todo su cuerpo como la savia de un árbol, de forma que, sin siquiera darse cuenta, había ascendido un peldaño, y después otro, y otro, y de pronto se encontraba en el saliente y corría por el primer túnel en dirección al mundo exterior. Atravesó el hueco de la pared, se internó por el túnel principal, con Jalifa oscilando sobre su hombro, mientras el eco de las explosiones resonaba a sus espaldas, hasta que atravesó la puerta de la mina y salió a la noche. Sus pies pisaron nieve prístina, y vio el cielo tachonado de estrellas.

Aspiró profundas bocanadas de aire, deliciosamente frío, limpio y puro después del interior de la caverna lleno de humo, se encaminó hacia el pequeño túmulo y depositó a Jalifa al lado. El egipcio gruñó y murmuró algo, pero Ben Roi no tenía tiempo para quedarse a su lado; se limitó a frotarle un poco de nieve en la cara para intentar reanimarle, y luego corrió de vuelta a la mina.

Cuando llegó al saliente de piedra, toda la caverna parecía ser presa de las llamas, que devoraban las pilas de cajas, se aferraban a las paredes y el techo. En su ausencia, Har-Zion había subido hasta el saliente y dejado allí un cabo de la cuerda, antes de volver a descender por la razón que fuera. Ahora se hallaba de pie sobre la plataforma del montacargas —una isla diminuta en un mar de fuego— y miraba con ojos desorbitados la muralla de fuego que se acercaba a toda velocidad. Ben Roi le llamó.

—¡He intentado subirla yo solo, pero pesa demasiado! —gritó Har-Zion en cuanto oyó la voz del detective—. Tú tira. Yo la sostendré desde abajo.

Ben Roi se protegió la cara del calor, que era casi insoportable, agarró la cuerda, retrocedió unos metros y empezó a tirar. La Menorah subió centímetro a centímetro, mientras Har-Zion la sujetaba por la base. Cuando estuvo a suficiente altura, el hombre se puso debajo, la sostuvo sobre los hombros y empezó a trepar por el raíl del montacargas, peldaño a peldaño, lanzando chillidos de dolor cuando debajo de su chaqueta la piel se cuarteaba y rasgaba como una camisa de papel. Ríos de sangre le resbalaban por los brazos y las piernas, se introducían en los guantes y los zapatos.

—Oh, Dios —exclamaba—. ¡Oh, Dios, por favor!

Habían levantado la Lámpara unos tres metros por encima del suelo de la caverna, cuando una enorme explosión envió una ola de calor al rostro de Ben Roi, que cayó hacia atrás y soltó la cuerda. La Menorah se estrelló en la plataforma. El detective permaneció inmóvil un momento, aturdido, luego se puso en pie y caminó hasta el borde.

Oy vey —susurró.

Har-Zion yacía de bruces bajo el tallo de la Lámpara, mirando entre sus brazos como si fueran los barrotes de una jaula. Un hilillo de sangre brotaba de la comisura de su boca, aunque era evidente que estaba vivo porque sus labios se movían, sus manos enguantadas se cerraban y abrían alrededor del brazo curvo más exterior de la Menorah. Las llamas estaban lamiendo la plataforma y, mientras Ben Roi contemplaba la escena horrorizado, avanzaron poco a poco y la envolvieron. La Menorah se retorció a causa del calor, sus brazos se doblaron y dio la impresión de que el oro se desprendía como escamillas de piel para dejar al descubierto algo opaco y negro, hasta que todo se fundió sobre el cuerpo de Har-Zion.

Ben Roi miró hasta que todo desapareció y después, incapaz de soportar por más tiempo el calor, regresó hacia el túnel. En ese momento, una fuerte explosión hizo estremecer la caverna, y luego otra, y otra, las detonaciones se transformaron en un rugido atronador y un puño de fuego invadió el pasillo a su espalda. Se puso a correr, atravesó el hueco de la pared, avanzó por el túnel principal de la mina y salió de nuevo a la noche. Apenas tuvo tiempo de levantar a Jalifa y arrastrarle al otro lado del túmulo, cuando se produjo un estallido ensordecedor y, como un tren expreso al surgir de un túnel, una lengua de fuego brotó de la entrada de la mina, cruzó el claro e incendió los árboles que había en el borde del pinar. Dio la impresión de que la explosión duraba una eternidad, mientras el suelo temblaba y llovían escombros a su alrededor. Al fin empezó a calmarse y las llamas fueron menguando hasta convertirse en destellos vacilantes cerca de la destrozada entrada de la mina.

Detrás del túmulo, Jalifa, consciente de nuevo, agarró el brazo de Ben Roi.

—Gracias —dijo con voz ronca—. Gracias.

El israelí meneaba la cabeza, con los brazos extendidos a ambos lados como si flotara en una piscina.

—Era de plomo —susurró—. Estaba hecha de plomo. Una capa de oro, plomo debajo.

Resopló, cogió un puñado de nieve y se la aplicó a la oreja cortada.

—Muy típico de los putos judíos, ¿eh? Nunca desperdician la oportunidad de ahorrar dinero.

Decidieron que lo mejor era salir de Alemania lo antes posible. Ben Roi hizo unas cuantas llamadas por el móvil, no encontró ningún vuelo a Israel, pero sí un chárter a El Cairo directo desde Salzburgo, que partía a las seis de la mañana. Faltaban cinco horas. Reservó dos plazas.

—Desde allí habrá un enlace con Ben Gurion —dijo—. Mejor eso que esperar aquí.

Fueron al aeropuerto, devolvieron los coches alquilados, se lavaron y, tras dormir un rato, despegaron a la hora prevista. En cuanto estuvieron en el aire, Ben Roi volvió a dormirse. Jalifa intentó hacer lo mismo, pero no lo consiguió porque estaba agotado, de manera que bebió café y miró por la ventanilla. Vio que, hacia el este, un pálido reborde rojo se insinuaba en el cielo, para luego esparcirse y alargarse, hasta que la luz invadió todo el horizonte.

Algo le estaba atormentando. No tendría que ser así. Los acontecimientos de la noche habían conducido el caso Schlegel a la conclusión más definitiva a la que una investigación podía aspirar. Pese a ello, no podía quitarse de encima la molesta sensación (en realidad, ni siquiera se trataba de una sensación, sino más bien de un vago destello en el fondo de su mente) de que quedaba un cabo suelto, un último detalle para dar por terminado el caso.

Terminó su café, reprimió las ansias de refugiarse en el lavabo para fumar un cigarrillo y, mientras contemplaba la aurora, su mente repasó de forma desordenada lo ocurrido durante las últimas semanas, la confusión de personas, lugares y acontecimientos, hasta terminar en el Valle de los Reyes, donde todo había empezado: Pelirrojo, Amenhotep II, el pequeño Ali hablando de faraones y tesoros y trampas ocultas. ¿Qué nombre se le había ocurrido? El horrible Orangután. Sonrió. ¡El horrible Orangután, nada menos! Bordado.

—¿Café?

La azafata se había inclinado hacia él con una cafetera. Jalifa levantó la taza, se reclinó en el asiento y volvió a sumirse en sus pensamientos.

El horrible Orangután. Hor-anj-amun. Visir del faraón Tutmosis II. Habían descubierto su tumba tan sólo unos meses antes, en Saqqara, con la cámara sepulcral todavía intacta, atestada hasta las vigas de una fabulosa colección de objetos funerarios, entre ellos un magnífico sarcófago de piedra arenisca. Sólo por eso era uno de los descubrimientos más importantes de los últimos años. Lo que la convertía en única era que, debajo de la cámara principal, el equipo de excavación había topado con una cámara secundaria, cuidadosamente oculta, que contenía una serie de objetos todavía más extraordinarios, y un sarcófago aún más espectacular, el cual albergaba el cadáver del propietario de la tumba. Resultó, pues, que el recinto superior era una fachada, un facsímil perfecto para invitar a los ladrones a pensar que habían encontrado su objetivo, cuando en realidad se hallaba bajo sus pies. Extraordinario.

Sopló sobre el café y miró por la ventanilla (todo el cielo era una banda resplandeciente roja y dorada), mientras sus pensamientos zigzagueaban de nuevo, hasta que al fin se centraron en el extraño encuentro que había tenido en la Ciudad Vieja, en la sinagoga de Ben Esdras. ¿Cómo se llamaba tipo? Shobu Ha-Or. ¿Shobu? No, Shomu. Shomer. Eso era. Shomer Ha-Or. Un hombre raro, misterioso. Como si le hubiera estado esperando para hablarle de la menorah de la sinagoga.

«Como todas las reproducciones, no es más que una sombra del original. Era muy bonita. Siete brazos, capiteles en forma de flores, cálices como almendras, toda ella forjada con un solo bloque de oro macizo: el objeto más bello de la historia».

Podía dar fe de ello. Había sido hermosa. Una obra de arte fabulosa, aunque hubiera plomo debajo.

«En Babilonia. Es lo que dice la profecía. En Babilonia se encontrará la verdadera menorah, en la casa de Abner».

Detrás de él empezaban a servir el desayuno, y la voz de la azafata flotaba por el pasillo mientras preguntaba a los pasajeros si querían desayuno inglés o continental.

«Babilonia. Un solo bloque de oro macizo».

Algo le estaba atormentando.

«Hor-anj-amun. Cámara falsa. Engañar a los ladrones».

Le estaba atormentando mucho.

El carrito del desayuno se detuvo junto a su fila y la mujer empezó a servir. Ben Roi se despertó y pidió el desayuno inglés. Jalifa se decantó por el continental.

—Shomer Ha-Or.

—¿Qué?

—¿Significa algo el nombre Shomer Ha-Or? —preguntó Jalifa—. En hebreo.

Ben Roi estaba quitando el papel de aluminio de su bandeja de plástico. Sacó los cubiertos de su envoltorio de celofán.

—Guardián de la luz —contestó—. Guardián, protector. Algo por el estilo. ¿Por qué?

El egipcio no contestó, se limitó a mirar su bandeja. Hacía un momento se moría de hambre. Ahora, de pronto, había perdido el apetito.