Munich
Aunque su avión aterrizó veinte minutos antes de lo previsto, Jalifa perdió todo ese tiempo y más en el control de pasaportes, donde incluso con su identificación oficial de policía de Egipto tardó en convencer a la agente de servicio (una mujer robusta, con cara de amargada, pelo muy corto y los pechos más grandes que Jalifa había visto en su vida) de que no era un inmigrante ilegal que intentaba colarse en el país para aprovecharse del sistema de seguridad social (el hecho de que tuviera un billete de vuelta abierto y no hablara alemán tampoco contribuyó a solucionar las cosas). Cuando consiguió convencerla, comprar un plano, recoger el Volkswagen Polo que había alquilado, salir del aeropuerto y tomar la autopista que iba hacia el este, ya empezaba a anochecer y las últimas bocanadas de luz diurna se disolvían rápidamente en la bruma espesa e indefinida del ocaso.
En otras circunstancias se habría tomado las cosas con más calma, se habría concedido tiempo para contemplar el nuevo entorno: las verdes praderas, las onduladas colinas cubiertas de bosques, los pueblos, muy bonitos con sus iglesias con cúpula de bulbo y pulcras casas de tejado rojo. Todo le resultaba extraño, completamente distinto del desierto abrasado por el sol que constituía su mundo. Sin embargo, dada la ventaja que le llevaba Ben Roi, no quedaba tiempo para esos lujos, y tampoco estaba de humor para disfrutar de ellos. Después de lanzar una rápida mirada al paisaje, pasó al carril más rápido de la autopista y pisando el acelerador avanzó en dirección al crepúsculo, sin hacer caso de los letreros que indicaban que la velocidad máxima era de cien kilómetros por hora.
Tan sólo en un momento del viaje se permitió unos instantes de distracción. Había entrado en una estación de servicio Dea para llenar el depósito y comprar cigarrillos, y estaba a punto de subir al coche cuando, en un terraplén herboso que había al otro lado de la gasolinera, vio una pequeña mancha de nieve, no más grande que la manta de la cunita de un niño, un recuerdo de lo que había sido una capa más extensa. Nunca había visto la nieve, al menos de verdad, y mucho menos la había tocado. Aunque oía cómo los minutos se desgranaban en su cabeza, fue incapaz de resistir la tentación de acercarse y apoyar la mano sobre la superficie helada, donde la retuvo un momento como si acariciara un animal desconocido, antes de volver corriendo al coche y proseguir su camino.
Ya verás cuando se lo diga a Zainab, pensó, con la palma todavía fría. No me creerá. ¡Nieve! Allahu akbar!