Aeropuerto Ben Gurion
Cuando hubieron recogido sus pasaportes, recorrido los sesenta kilómetros que distaba el aeropuerto y entrado en el edificio de la terminal, los pasajeros ya estaban subiendo al avión con destino a Viena. Ben Roi exhibió su tarjeta de identificación para saltarse los primeros controles de seguridad de la zona de salidas (la primera y única vez que Laila conseguía pasar sin que la sometieran a un interrogatorio minucioso e interminable) y llegar a la cola de facturación. El segundo control de seguridad, a la entrada de la sala de embarque, fue más difícil, pues uno de los guardias insistió en llevarse a Laila a un cubículo para registrarla, pese a que Ben Roi insistió en que estaba bajo su custodia y no representaba amenaza. Cuando la autorizaron a continuar, sonó la última llamada para abordar el vuelo.
—Ghabee! —masculló, impaciente, Laila cuando le devolvieron la mochila, después de registrar el contenido—. ¡Idiota!
Se colgó la bolsa al hombro y se volvió para seguir a Ben Roi, que ya estaba avanzando hacia la puerta de embarque. En ese momento distinguió, más allá de las cabinas de control de pasaportes, medio oculta tras una columna, una figura alta y musculosa que parecía mirarla directamente. Sus ojos se encontraron una fracción de segundo, y después el hombre retrocedió y desapareció de la vista.
Afuera, Avi Steiner cruzó el aparcamiento y subió al asiento trasero de un Volvo.
—Van a subir.
Har-Zion asintió y se inclinó para dar una palmada en el hombro del conductor. El coche se puso en marcha. Atravesaron una puerta de seguridad situada al final de la terminal y salieron a la pista, dejaron atrás una fila de bodegas de carga y pararon al lado de un hangar que albergaba un Cessna Citation negro. Cuatro hombres (altos, delgados, inexpresivos) los esperaban junto a la escalerilla, todos tocados con una yamulka negra y provistos de una bolsa de viaje de lona. Har-Zion y Steiner bajaron y, tras un silencioso saludo, los seis desaparecieron en el interior del avión. La puerta se cerró a su espalda y los motores empezaron a chirriar y ronronear.