Jerusalén
Har-Zion estaba al lado del teléfono cuando empezó a sonar, mirando por la ventana de su apartamento mientras se aplicaba crema a los brazos y el torso desnudos. Al inclinarse para levantar el auricular hizo una mueca de dolor; incluso con la crema, daba la impresión de que su piel se volvía cada vez más tirante desde hacía unos meses. Contestó con un breve «Ken» y escuchó en silencio. Poco a poco, la expresión de dolor que había torcido su boca se transformó en una sonrisa.
—Prepara el Cessna —dijo al fin—. Habla con nuestra gente del aeropuerto. Tendremos que plantar un rastreador, sólo para estar seguros. Espérame abajo dentro de veinte minutos. Ah, sí, Avi, yo voy, claro que voy.
Colgó el teléfono, se puso más pomada en la palma de la mano y la aplicó lentamente sobre el estómago, mientras contemplaba la Ciudad Vieja, sus cúpulas, torres y, apenas visible, el largo mosaico rectangular del Muro Occidental. Por un momento, sólo por un breve momento, se permitió fantasear: un ejército, un gran ejército, todos los hijos de Israel unidos, desfilando ante el Muro con la Menorah a la cabeza, antes de subir al monte del Templo y destruir los lugares de culto árabes. Después enroscó el tapón del frasco, entró en el dormitorio y empezó a prepararse.