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Jerusalén

—¿Por qué coño no nos lo dijo antes?

—Porque no lo preguntaron —contestó la doctora Gilda Nissim, que caminaba delante de ellos por el pasillo, en dirección a la habitación de Isaac Schlegel—. ¡Soy psiquiatra, pero eso no significa que pueda leer en la mente de la gente! ¡Y haga el favor de cuidar su vocabulario!

Ben Roi abrió la boca, al parecer con la intención de gritar a la mujer, pero logró contenerse y emitió un gruñido de exasperación. Laila aceleró el paso y alcanzó a la doctora.

—¿Dice que su hermana se lo dio antes de ir a Egipto?

Nissim asintió, mientras intentaba no perder los estribos.

—La señora Schlegel pasó por aquí camino del aeropuerto. Estuvo un cuarto de hora con él, le dio el libro y volvió a marcharse. Fue la última vez que la vio. No lo ha perdido de vista desde entonces.

—¡Mecagüen la leche! —masculló Ben Roi mirando con expresión ceñuda la nuca de la mujer.

Llegaron a la habitación de Schlegel pero, en lugar de detenerse, Nissim siguió andando y atravesó unas puertas de cristal que había al final de la unidad, mientras explicaba que, a esa hora del día, al paciente le gustaba sentarse al sol. Subieron por un tramo de escalones que cruzaban una zona rocosa plantada con geranios en flor y matas de lavanda con la espiga púrpura, y luego enfilaron un estrecho sendero de piedra blanca hasta el punto más alto del recinto hospitalario, donde había una loma herbosa rodeada de pinos, muy tranquila, muy plácida, con el aire impregnado del olor penetrante de las agujas de pino. El brumoso mar forestal de las Judean Hills se extendía alrededor. Nissim indicó con un gesto de la cabeza la figura solitaria sentada en un banco de cemento y, tras dirigir una mirada severa a Ben Roi, se rezagó. El detective y Laila continuaron adelante hasta llegar al banco. Él se puso detrás y ella se sentó al lado del anciano, que, como siempre, aferraba con fuerza el libro. La joven apoyó una mano sobre su brazo.

—Hola otra vez, Isaac. —Siguió un breve silencio—. Nos gustaría ver tu libro. El que Hannah te regaló. ¿Podemos echarle un vistazo? ¿Te parece bien?

Había temido que el anciano no les dejara verlo, que su petición le asustara. Lejos de ello. Con un tenue suspiro, como aliviado por la petición, Schlegel apartó poco a poco las manos y dejó que Laila lo cogiera. Ben Roi se inclinó y estiró el cuello para verlo.

Era un volumen delgado, de bolsillo, muy arrugado, con una sencilla portada verde en la que estaba impresa la silueta en tinta negra de un pino. Debajo, en inglés, estaba el título: Paseos veraniegos en el Parque Nacional de Berchtesgaden. Laila miró a Ben Roi, enarcó las cejas y abrió el libro por el índice.

Había diez paseos listados, cada uno con un nombre (la Senda de Konigsee, la Senda de Watzmann, la Senda de Weiss-Tanne…), y también un código de color, que al parecer correspondía al de las marcas que servían para señalizarlos. Al último del libro, la Senda del Hoher Goll, le correspondía el amarillo.

—Mira el amarillo —susurró Laila, con el corazón acelerado.

Ben Roi no dijo nada y se sentó a su lado. Ella empezó a hojear el libro a toda prisa, en busca de la sección que les interesaba.

—La Senda del Hoher Goll —anunció al cabo de un momento, y alisó el libro sobre el regazo.

Como los otros nueve capítulos, este empezaba con una sencilla silueta a tinta negra, en este caso de una montaña de cumbre plana y peñascosa; un largo cerro escarpado descendía hacia la derecha hasta terminar en un despeñadero abrupto, sobre cuyo borde se alzaba lo que parecía una casita. A continuación, se reseñaban datos básicos sobre el paseo (longitud: 19 km; tiempo: 5-6 horas; dificultad: nivel 3, sobre 5), seguidos de un plano a escala en que el sendero estaba indicado con una línea de puntos zigzagueante y seis páginas de texto que describían el paseo en detalle, con recuadros intercalados que proporcionaban información adicional acerca de la flora y fauna locales, puntos de interés histórico, etcétera. En el último tercio del texto, al final de una página, había un párrafo resaltado con rotulador rojo:

Cruzad la carretera y tomad la senda que hay justo enfrente, detrás de la gasolinera abandonada. Tras una ascensión de treinta minutos, empinada en algunos puntos, llegaréis a un espacio abierto frente a la entrada de la mina de sal abandonada de Berg-Ulwemerk (para más información sobre la tradición de las minas de sal de la región, véase introducción, p. 4). Sobre vuestras cabezas, si el tiempo lo permite, veréis la cumbre del majestuoso Hoher Goll (2522 m), a la derecha el tejado y la torre de radio del Kelsteinhaus o Nido de Águilas, el antiguo salón de té de Hitler (véase recuadro). Debajo hay vistas maravillosas de Obersalzburg, Berchtesgaden y el río Berchtesgadener Ache. La senda continúa a la izquierda, junto al pequeño túmulo de piedra (véase recuadro al dorso).

Laila y Ben Roi intercambiaron una mirada de desconcierto, sin saber muy bien qué tenía que ver aquello con Dieter Hoth o la Menorah. La periodista pasó la página. El recuadro mencionado también estaba resaltado. Se titulaba «Los esqueletos de Hoher Goll». Volvieron a mirarse, y luego empezaron a leer.

En mayo de 1961, en el punto indicado por este túmulo, unos excursionistas de paso descubrieron seis esqueletos, después de que, por la noche, cayera una tormenta de una violencia inusitada y barriera el mantillo de la tumba poco profunda en que estaban enterrados. Todos eran varones, todos presentaban heridas de bala. Los restos de tela inducen a pensar que eran víctimas de un campo de concentración, aunque no ha podido establecerse su identidad ni el motivo de su presencia en las estribaciones del Hoher Goll. Ahora están enterrados en el cementerio de Berchtesgaden. Quienes pasan suelen añadir una piedra a la pila en señal de respeto.

Guardaron silencio mientras asimilaban la información, y después los dos dijeron a la vez:

—Los prisioneros de Dachau.

Su tono era nervioso, emocionado. Laila entregó el libro a Ben Roi y empezó a buscar en su bolso, sacó la libreta y pasó las páginas. El papel emitió un sonido áspero bajo sus dedos.

—Jean-Michel Dupont —murmuró—. Dijo algo acerca de los nazis, la forma en que…

Encontró la página que buscaba, la recorrió con un dedo y empezó a leer.

—«Al final de la guerra, los nazis enviaron al extranjero tesoros saqueados, o bien los ocultaron en lugares secretos de Alemania, por lo general en minas abandonadas».

Alzó la vista para mirar a Ben Roi y luego ambos se pusieron en acción. Laila cogió el libro y empezó a anotar detalles de la mina y su emplazamiento, con una caligrafía tan nerviosa que, tras escribir unas cuantas palabras, tuvo que arrancar la página y empezar de nuevo. Ben Roi se puso en pie y habló con rapidez en su móvil, paseando de un lado a otro, acuchillando el aire con la mano como si intentara acelerar las cosas.

Cinco minutos después, todo estaba arreglado: dos plazas en el vuelo de las once y cuarto de Ben Gurion a Viena, después enlace con Salzburgo, el aeropuerto más cercano a Berchtesgaden, donde los esperaría un coche de alquiler. Dejando aparte posibles retrasos inesperados, estarían en Alemania a última hora de la tarde.

—Démonos prisa —dijo Ben Roi, mientras empezaba a bajar por la ladera de la loma—. Si perdemos ese vuelo, no hay otro hasta mañana.

—¿YJalifa?

—Que le den por saco. Ahora sabemos dónde está lo que nos interesa. Ese tipo no pinta nada.

Desapareció bajo la cresta de la loma. Laila se volvió hacia Schlegel, que durante todo el rato había permanecido silencioso e inmóvil, mirando hacia las colinas arboladas. Tomó sus manos y depositó el libro en ellas.

—Gracias, Isaac —susurró—. No decepcionaremos a Hannah. Te lo prometo.

Vaciló un instante antes de inclinarse hacia él para besarle en la mejilla. El anciano movió levemente la cabeza y pareció murmurar algo, aunque en voz demasiado baja para que Laila captara lo que decía. «Mi hermana», tal vez, no estaba segura. Le apretó el brazo, se levantó y siguió a Ben Roi. Los dos llegaron corriendo a la parte inferior del recinto hospitalario y salieron a la calle. Laila aún tenía en la mano la bola de papel arrugado que antes había arrancado de la libreta y, cuando llegaron al coche, la arrojó a una papelera antes de subir y cerrar la portezuela.

Apostado al otro lado de calle, Avi Steiner los vio alejarse y desaparecer entre el tráfico. Después murmuró algo en su walkie-talkie, puso en marcha el motor de su Saab, se alejó despacio del garaje, dobló la esquina, se detuvo ante la papelera y bajó.