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Jerusalén

El joven cruzaba con cautela la obra, sujetando con fuerza una bolsa de deporte en la mano derecha. Se detenía de vez en cuando para comprobar si le vigilaban o seguían, una precaución innecesaria puesto que la obra estaba abandonada desde hacía cinco meses; además, se hallaba en la periferia de la ciudad, lejos de las zonas pobladas. Pasó ante una pila de bovedillas, bordeó una red de zanjas para cimientos demolidos, de las cuales surgían varas de hierro oxidadas como arbolillos arrancados por el viento, hasta que llegó a un gran contenedor de transporte metálico situado justo en el centro de la obra, con la puerta asegurada por un voluminoso candado. Paseó la vista alrededor, extrajo unas tenazas de la bolsa, rompió la cerradura, abrió la puerta y entró. Dentro hacía calor y olía a humedad, polvo y alquitrán. Al fondo había una lona impermeabilizada (el único contenido del interior), se acercó a ella y ocultó debajo la bolsa, alisó el material para que recuperara su forma original, volvió a salir y aseguró la puerta con un candado nuevo. Lanzó una última mirada alrededor, extrajo una sola llave del bolsillo, se agachó y la enterró en la arena, al pie de la esquina izquierda del contenedor. Luego se enderezó y atravesó a toda prisa la obra, mientras las borlas de su tallit katan asomaban por debajo de su camisa, como tentáculos de medusa que remolinearan en una corriente violenta.