Luxor
—¿Qué es? ¿Qué han encontrado?
Jalifa se inclinó sobre la barandilla de la galería, nervioso y agitado.
—El armazón de una bicicleta, inspector —contestó una voz.
—¡Maldición! ¿Estás seguro?
—Creo que mis hombres saben reconocer una bicicleta.
—¡Maldita sea!
El detective escupió su cigarrillo a medio consumir y lo pisó, al tiempo que mascullaba frustrado por la última falsa alarma. Delante de él, inclinados con sus turias entre los restos del jardín de Dieter Hoth, cuyos pulcros arriates y césped inmaculado se veían ahora surcados por una serie de zanjas y montones de arena y barro, se hallaban cuatro docenas de trabajadores con chilabas manchadas de tierra. Habían estado cavando tres días con sus noches. Gurnawis fellahin, peones agrícolas de las aldeas de la orilla occidental del río Nilo, los mejores excavadores de Egipto. Si había algo enterrado en el jardín, serían ellos quienes lo desenterraran. Pero no habían encontrado nada, sólo un par de tuberías de cemento, los restos podridos de un antiguo shaduf de madera, y ahora, parte de una bicicleta. Era evidente que Dieter Hoth no había ocultado la Menorah allí. En el fondo, Jalifa siempre lo había sabido.
Cansado, desalentado, contempló el caos desplegado ante él, encendió otro cigarrillo e indicó al rais de la cuadrilla que sus hombres dieran por concluida la jornada laboral y guardaran sus herramientas, dio media vuelta y entró en la villa. Aquí también la devastación era absoluta: la mitad de las tablas del suelo levantadas, montones de libros y papeles esparcidos por todas partes, agujeros dentados abiertos en las paredes encaladas y los techos, los escombros de tres días de búsqueda frenética. Tres días de búsqueda vana, porque el resultado había sido el mismo: ni rastro de la Menorah, ni la menor pista sobre su paradero, ni siquiera una mención del maldito objeto.
Parado en el vestíbulo, con el cigarrillo entre los labios, en medio del caos, reconoció que había llegado al final del camino. Habían registrado a fondo el despacho de Jansen en el hotel Menna-Ra (un juego con la palabra menorah, se dio cuenta ahora), su antigua casa en Alejandría, incluso su Mercedes azul. Resultado: mafish haga, nada. La otra posibilidad, que Inga Gratz, la amiga de Hoth, le hubiera ocultado algo la noche en que la interrogó, era de momento imposible de verificar, pues la anciana había entrado en coma a las pocas horas de que la hubiera dejado, un estado del que, según los médicos, tardaría un tiempo en salir, si es que lo hacía. No había nadie más con quien hablar, ningún lugar que registrar, ninguna piedra que remover. Con independencia de lo que Hoth hubiera hecho con la Lámpara, daba la impresión de que las respuestas no iban a encontrarse en Egipto.
Se quedó en la villa otros veinte minutos, paseando de habitación en habitación, sin saber si debía sentirse aliviado por haber hecho todo lo posible y poder abandonar la cacería con el honor intacto, o decepcionado por no haber obtenido más resultados. Después cerró con llave la casa y se dirigió a la comisaría para telefonear a Ben Roi, con el fin de comunicarle que su búsqueda había fracasado. El israelí no iba a alegrarse. A juzgar por las conversaciones que habían mantenido durante los últimos días (breves, tensas, monosilábicas), estaba claro que las cosas no le iban mejor que a Jalifa. El tiempo y las opciones se estaban agotando, y la Lámpara continuaba oculta.