Campo de refugiados de Kalandia,
entre Jerusalén y Ramallah
Laila al-Madani se pasó una mano por el pelo, negro y corto, y miró al joven sentado frente a ella, con pantalones bien planchados y camiseta de la Cúpula de la Roca.
—¿La idea de matar mujeres y niños no le preocupa?
El joven le sostuvo la mirada.
—¿Acaso preocupa a los israelíes asesinar a nuestras mujeres y niños? ¿Deir Yasin? ¿Sabra y Shatila? ¿Rafah? Esto es una guerra, señorita Madani, y en una guerra suceden cosas horribles.
—De modo que si al-Mulatham le abordara…
—Lo consideraría un honor. Convertirme en un shahid, un mártir de mi pueblo, de mi Dios. Me consideraría afortunado.
Era un hombre apuesto, de ojos grandes y castaños, manos de pianista, con dedos largos y delicados. Ella le estaba entrevistando para un artículo sobre el saqueo de antigüedades llevado a cabo por jóvenes palestinos que, debido al estrangulamiento económico de los territorios palestinos por parte de Israel, no habían tenido otro remedio que dedicarse a robar y vender objetos antiguos con el fin de llegar a fin de mes. La conversación, como ocurría siempre en este tipo de entrevistas, había derivado hacia la opresión militar israelí y de ahí al tema de los atentados suicidas.
—Míreme —dijo el hombre meneando la cabeza—. Mire esto.
Describió un círculo con la mano para indicar su hogar: una casa barata de bloques cenicientos con tres habitaciones, sofás a modo de camas y una cocina de camping en un rincón.
—Nuestra familia tenía viñedos cerca de Belén, doscientos dunums. Después los sionistas vinieron, nos expulsaron y sólo nos quedó esto. Soy ingeniero, pero no puedo encontrar empleo porque los israelíes me han retirado el permiso de trabajo, de modo que vendo antigüedades para poder comer. ¿Cree que me siento orgulloso de ello? ¿Cree que albergo grandes esperanzas de futuro? Le aseguro que, si se me presenta la oportunidad del martirio, no la desperdiciaré. Cuantos más mate, mejor. Mujeres, niños, da igual. Todos son culpables. Los odio. A todos.
Sonrió, con una expresión de amargura que agrietó la parte inferior de su rostro y reveló la inmensidad de su furia y desesperación. Se hizo el silencio, roto tan sólo por el alboroto de los niños que jugaban en el callejón. Laila cerró la libreta y la guardó en el bolso.
—Gracias, Yunis.
El hombre se encogió de hombros, pero no dijo nada más.
Se reunió con su chófer, Kamel, y salieron del campamento. El coche traqueteó sobre una carretera sembrada de baches hasta la autopista Ramallah-Jerusalén, donde se unieron a una cola de tráfico detenido ante el punto de control de Kalandia. A su izquierda, las grises y destartaladas construcciones del campamento se extendían sobre la ladera de una colina como un lecho de coral putrefacto. A la derecha, la pista del aeropuerto de Atarot corría lisa y sin vida, como si alguien hubiera pintado una línea de un amarillo sucio sobre el paisaje. Delante, cuatro hileras de tráfico parado se prolongaban como cintas polvorientas hasta confluir en un sólo carril en el puesto de control israelí, doscientos metros más adelante, donde se comprobaban documentos y registraban vehículos. Era un ejercicio inútil (quien careciera de los papeles exigidos podía saltarse a pie el control y pasar al otro lado haciendo autoestop), pero los israelíes insistían en llevarlo a cabo, menos por razones de seguridad que para humillar a los palestinos, para enseñarles quién mandaba. Nadie juega con nosotros, ese era el mensaje. Tenemos el control.
—Kosominumhum kul il-Israeliin —masculló Laila. Echó la cabeza hacia atrás y clavó la vista en el techo del coche—. Malditos israelíes.
Al cabo de veinte minutos la cola no se había movido. Laila abrió la portezuela del coche y bajó. Caminó de un lado a otro para estirar las piernas, después sacó del automóvil su cámara, una Nikkon D1X digital, la extrajo del estuche, la encendió y movió la lente.
—Cuidado —dijo Kamel, que descansaba la cabeza sobre el volante, pues preveía la larga espera que se avecinaba—. Ya sabe lo que pasó la última vez que tomó fotos en un puesto de control.
¿Cómo iba a olvidarlo? Los israelíes le habían confiscado la cámara, dedicaron una hora a desmontar el coche de Kamel, y de propina la desnudaron y registraron con minuciosidad.
—Iré con cuidado —dijo—. Confía en mí.
Un ojo castaño fijó la mirada en ella.
—Señorita Madani, es usted la persona menos digna de confianza que conozco. Sus labios dicen una cosa, pero…
—Sí, sí, pero mis ojos dicen otra.
La mujer suspiró, y le dirigió una mirada de irritación. Sus ojos se encontraron un momento; después Laila meneó la cabeza, se colgó al cuello la cámara, dio media vuelta y avanzó entre las filas de vehículos hacia el control.
Habían salido de Jerusalén a última hora de la tarde anterior, con el fin de ir a Ramallah para cubrir una noticia sobre un colaboracionista palestino cuyo cuerpo mutilado había sido encontrado flotando en la fuente del centro de la ciudad, la excusa perfecta para un reportaje más amplio sobre los colaboracionistas que estaba haciendo para The Guardian. La investigación sólo le había exigido dos horas. No obstante, mientras se encontraban allí, se había producido otro atentado suicida de al-Mulatham, en una boda celebrada en Tel Aviv, y los israelíes habían cerrado Cisjordania, de modo que no le quedó otro remedio que dormir con una antigua amiga de la universidad, mientras los helicópteros de combate Apache AH-64 de fabricación norteamericana bombardeaban diversos edificios de la Autoridad Palestina, los cuales todavía se hallaban medio en ruinas desde la última vez que los habían volado.
De todos modos, no había sido una estancia inútil. Había pergeñado el artículo sobre el saqueo de antigüedades y logrado entrevistar a Saeb Marsudi, uno de los líderes de la Primera Intifada y estrella en ascenso de la política palestina. Era un hombre carismático (joven, apasionado, apuesto, con una mata de pelo negro como el azabache y una kefía de cuadros anudada alrededor del cuello), que, como siempre, le había proporcionado unas declaraciones que podría citar en sus artículos. Ahora, sin embargo, estaba ansiosa por regresar a Jerusalén. Chayalei David, los Guerreros de David, se habían apoderado de un edificio de la Ciudad Vieja, lo cual presagiaba un buen artículo. Y otro artículo para al-Ahram sobre la desnutrición entre los niños palestinos llevaba ya una semana de retraso. Más que nada, deseaba volver a su apartamento para darse una ducha. El ejército israelí había cortado el suministro de agua en Ramallah, de modo que no se lavaba bien desde la mañana anterior. Un olor acre escapaba de su camisa y pantalones de pana.
Cuando estuvo a unos veinte metros del punto de control se detuvo. Una camioneta cargada de sandías recibió órdenes de dar media vuelta. El conductor gritó y gesticuló a un soldado, que le miraba con sus gafas oscuras, indiferente, y de vez en cuando mascullaba la palabra limia, «vuelve». También había una cola de vehículos en dirección contraria, procedentes de Jerusalén, aunque no tantos. A la izquierda, una ambulancia de la Media Luna Roja estaba detenida; su luz roja giraba en vano.
Como periodista, había escrito sobre escenas semejantes desde hacía más de una década, tanto en árabe como en inglés, y había publicado en muchos diarios, desde The Guardian al al-Ahram, desde el Palestinian Times hasta el New Internationalist. Después de lo ocurrido a su padre no le había resultado fácil establecerse, sobre todo en los primeros años tras su regreso de Inglaterra, cuando había tenido que aguantar toda clase de cabronadas. Había trabajado con ahínco para ganarse la confianza de la gente, para demostrar que era una verdadera palestina, y si bien siempre habría personas como Kamel que nunca se convencerían del todo, al final la mayoría la había aceptado, conquistada por su franqueza a la hora de hablar en nombre de la causa palestina. Ahora la llamaban Assadiqa, la que dice la verdad. Los israelíes se mostraban algo menos entusiastas. «Mentirosa», «antisemita», «terrorista» y «perra entrometida» eran algunos de los epítetos que había acumulado a lo largo de los años. Y esos eran los amables.
Sacó un chicle del bolsillo y se lo metió en la boca, mientras se preguntaba si debería acercarse al control y mostrar su tarjeta de identificación con el fin de acelerar algo los trámites. No obstante, sería una pérdida de tiempo: con carnet de prensa o sin él seguiría siendo una palestina. Observó la escena un rato más, dio media vuelta y regresó al coche, meneando la cabeza. El suelo tembló bajo sus pies cuando un par de tanques Merkaba pasaron con gran estruendo por el otro lado de la carretera, con banderas blancas y azules israelíes ondeando en sus torretas.
—Kosominumhum kul il-Israeliin —masculló—. Malditos israelíes.