69

Desierto del Sinaí, cerca de la frontera con Israel

Jalifa parpadeó. Se hallaba en una habitación espartana de techo bajo (paredes de piedra, suelo de cemento, cubierta de hojalata acanalada). En cada extremo había una mesa de campamento plegable con un par de lámparas de aceite que arrojaban una luz anaranjada, viscosa y trémula. Delante de él había tres hombres sentados en butacas desgastadas. Un cuarto hombre se hallaba de pie al fondo de la habitación, apoyado contra la pared, la cara semioculta en las sombras. El aire estaba impregnado de olor a queroseno y humo de puro.

Alivio. Esa fue su reacción inmediata. Le embargó una repentina euforia al comprender que, fuera cual fuese la causa de su presencia en aquel lugar, no iban a matarle. Casi al instante la alegría dio paso al asombro, pues la persona que le había hablado, uno de los hombres sentados en las butacas, inconfundible con las gruesas gafas cuadradas y el cabello plateado, no era otro que Ahmed Gulami, el ministro de Asuntos Exteriores de su país. Jalifa abrió la boca para decir algo, preguntar qué demonios estaba pasando, pero su sorpresa y estupor eran tales que fue incapaz de pronunciar palabra y, al cabo de un momento, volvió a cerrarla. Siguió un prolongado silencio, durante el cual los cuatro hombres le miraron y sólo se oyó el suave siseo de las lámparas, y en el exterior, el crujido oxidado de los postigos de hierro de las ventanas. Después Gulami señaló un termo que había sobre la mesa más cercana a él.

—Por favor, inspector, tome un poco de té —repitió—. Supongo que le hará falta después del viaje. Y si fuera tan amable de cerrar la puerta… La noche es fría.

Jalifa, aturdido, cerró la puerta y se acercó a la mesa, donde llenó un vaso de porexpán con el contenido del termo. A continuación, Gulami le indicó que tomara asiento en una silla de tijera de lona baja, a su lado. El hombre que estaba de pie siguió inmóvil, pero los otros dos movieron sus butacas para mirar a Jalifa.

El detective ya había reconocido al más joven, un hombre apuesto de casi cuarenta años y pelo negro, con una kefía de cuadros rojos y blancos sobre el hombro. Saeb Marsudi, el activista palestino convertido en político, un héroe no sólo para su pueblo sino, tras liderar la Primera Intifada a finales de los ochenta, para todo el mundo árabe (Jalifa todavía recordaba las míticas imágenes televisivas de Marsudi envuelto en la bandera palestina, arrodillado y rezando ante una hilera de tanques israelíes que avanzaban). El otro hombre, de mayor edad, estatura mediana, flaco, con un casquete blanco en la cabeza, un puro sujeto entre los dientes y, en la mejilla derecha, una cicatriz dentada en forma de hoz que descendía desde la altura del ojo a la barbilla… Jalifa le había visto antes, aunque al principio fue incapaz de precisar dónde. Sólo al cabo de unos segundos recordó que había sido en la villa de Piet Jansen, la primera noche que había ido, en la foto de la portada de Time. Masan, Maban, algo así. Un político. ¿O era un soldado? Israelí, en cualquier caso.

No consiguió identificar al cuarto hombre, el que estaba de pie, aunque había algo en él (el cuerpo recio, como el de un oso, el rostro hosco, la forma en que bebía sin parar de la petaca que sostenía en la mano) que no le gustó. Rufianesco, fue su impresión inmediata. Y también borrachín, a juzgar por el aspecto. Repugnante. Le miró un momento, luego bajó la vista y tomó un sorbo de té.

—Bien —dijo Gulami, al tiempo que sacaba una ristra de cuentas de ámbar del bolsillo de la chaqueta y empezaba a pasarlas entre el índice y el pulgar de la mano izquierda—. Ahora que estamos todos, pongamos manos a la obra.

Se volvió hacia Jalifa.

—Para empezar, inspector, debo subrayar la absoluta confidencialidad de lo que va a oír esta noche. La absoluta confidencialidad. Usted no ha estado en este lugar. No ha visto a esta gente. Esta reunión no ha tenido lugar. ¿Me he expresado con claridad?

El detective deseaba formular numerosas preguntas, además de toda una serie de comentarios sobre la forma en que le habían tratado. Sin embargo, no pensaba hacerlo ante alguien tan poderoso como el ministro de Asuntos Exteriores de su país, de modo que se limitó a murmurar un «sí». Gulami sostuvo su mirada, mientras las cuentas pasaban entre sus dedos con un suave chasquido; después asintió, se reclinó en la butaca y cruzó las piernas.

—Creo que Saeb Marsudi no necesita presentaciones.

Señaló al hombre de la kefía, que inclinó la cabeza en dirección a Jalifa. El detective observó que sus manos estaban enlazadas con tal fuerza que daba la impresión de que la piel de los nudillos iba a reventar.

—El general de división Yehuda Milan —continuó Gulami señalando con la cabeza al hombre del puro—. Fue uno de los soldados más notables de su país y ahora es uno de sus políticos más respetados. Además de uno de sus políticos más esclarecidos y valientes, debería añadir.

Milan también saludó con la cabeza a Jalifa, al tiempo que daba una lenta chupada a su puro.

—El inspector detective Arieh Ben Roi. —Gulami movió la ristra de cuentas hacia la figura que estaba de pie en un rincón—. Creo que ya se conocen.

Por pura educación, Jalifa alzó una mano a modo de saludo, irritado consigo mismo por no haber adivinado antes la identidad del hombre. Ben Roi no hizo ningún esfuerzo por devolverle el saludo; se limitó a mirarle desde las sombras, con una expresión claramente hostil.

—Se lo voy a repetir, inspector —continuó Gulami—. Lo que oiga esta noche no debe salir de estas cuatro paredes y el interior de su cabeza. Hay mucho en juego, más de lo que usted cree, y no quiero que se frustre porque alguien se vaya de la lengua. ¿Me ha entendido?

Jalifa murmuró otro «Sí, señor». Ansiaba saber qué estaba pasando, pero intuía que no le tocaba a él preguntar, que fuera cual fuese el motivo de su presencia, se le revelaría cuando Gulami lo considerara pertinente. El ministro de Asuntos Exteriores le miró a través de sus gruesas gafas de montura negra y después se volvió hacia Milan y Marsudi, los cuales inclinaron apenas la cabeza, como diciendo: «De acuerdo, dígaselo».

—Muy bien. —Gulami se reclinó en la butaca y contempló sus cuentas. Cuando habló de nuevo, bajó la voz, como si a pesar de estar en un lugar remoto y aislado tuviera miedo de que le oyeran—. Durante los últimos catorce meses, el gobierno de la República Árabe de Egipto ha brindado este edificio al sais Marsudi y al general de división Milan como un lugar seguro y neutral en el que poder reunirse y hablar, lejos de los focos de los medios y las presiones de sus situaciones políticas nacionales. Ambos han dedicado su vida a luchar por sus respectivos pueblos, ambos han sufrido grandes pérdidas personales en nombre de esos pueblos…

Milan se removió en su asiento, al tiempo que miraba a Ben Roi.

—… y ambos, cada uno por su cuenta, han llegado a la conclusión de que esos mismos pueblos están condenados a la catástrofe hasta que sean capaces de encontrar una forma nueva de relacionarse, un camino diferente. Su propósito es intentar abrir ese otro camino, desarrollar propuestas para un acuerdo viable, inshallah, y duradero que acabe con el conflicto que ha asolado su tierra durante tanto tiempo.

Jalifa no se esperaba eso. Se mordió el labio, mientras paseaba la vista entre los tres hombres sentados, con una vaga sensación de miedo que empezaba a insinuarse entre sus costillas, como un nadador que, consciente ya de que está demasiado lejos de la orilla, empieza a darse cuenta de que se halla en aguas más profundas de lo que había imaginado.

Siguió una pausa, y las palabras de Gulami parecieron pender en el aire como un eco que perdurara en el fondo de una gran caverna. Después, el ministro de Asuntos Exteriores extendió una mano hacia Marsudi para invitarle a hablar. El palestino se inclinó en su asiento.

—No le haré perder el tiempo con detalles, inspector —empezó. Sus ojos castaños brillaban a la luz de las lámparas de queroseno—. Para los propósitos actuales, le bastará saber que, durante los encuentros celebrados aquí en los últimos catorce meses, y no sin algunas palabras agrias, se lo puedo asegurar —dijo lanzando una mirada a Milan—, hemos elaborado algunas propuestas que, en el nombre de la paz, van más allá, aceptan riesgos mayores y ceden más de lo que se había contemplado antes en cualquiera de los dos bandos.

Había una taza de agua en el suelo, a su lado. La levantó y bebió un sorbo.

—Somos simples particulares, compréndalo, no representamos a nuestros gobiernos, no existe respaldo oficial a estas conversaciones, no poseemos autoridad legislativa para llevar a la práctica las propuestas que hemos desarrollado. Lo que sí tenemos, precisamente porque, como ha explicado el sais Gulami, hemos dedicado tanto tiempo a luchar por nuestras causas —añadió desviando de nuevo la vista hacia el israelí—, es fe y confianza en la mayoría de nuestros pueblos. Fe y confianza suficientes, creo, para que escuchen y, con la ayuda de Dios, apoyen ideas que, viniendo de otros compatriotas, serían desechadas en el mejor de los casos como una utopía imposible y, en el peor, como alta traición.

A su lado, Milan expulsó una nube de humo de habano. La cicatriz de su mejilla pareció brillar a la tenue luz como una delgada vena de cristal.

—No nos hacemos ilusiones —dijo, recogiendo el testigo, con voz profunda, ronca y lenta, como una serie de notas tocadas en los pistones más bajos de un oboe—. Las propuestas que hemos formulado son muy controvertidas, exigirán inmensos sacrificios por ambas partes. Su puesta en práctica comportará dolor, conflictos y recelos. Hará falta una generación, dos, tal vez tres, para que las heridas empiecen a cicatrizar. Incluso entonces, habrá muchos de ambos bandos que se nieguen a apoyarnos.

—Y pese a eso —intervino de nuevo Marsudi—, creemos que, si somos capaces de persuadir a la mayoría de nuestro pueblo de que las acepte, estas propuestas ofrecen la mejor, tal vez la única, posibilidad de dar una solución realista y duradera a los problemas de nuestra tierra. También creemos que, cuando los dos aparezcamos en público juntos, enemigos implacables durante tanto tiempo, unidos en la causa de la paz, una buena parte de nuestro pueblo se convencerá. Hay que convencerlos, la verdad. Porque, tal como están las cosas ahora…

Se encogió de hombros y guardó silencio. Milan dio una chupada al puro, Gulami siguió acariciando sus cuentas, en el rincón Ben Roi manoseaba su petaca, con el ceño fruncido; Jalifa ignoraba si se debía a que desaprobaba lo que acababa de oír, o porque algún otro pensamiento ocupaba su gigantesca cabeza. Bebió un poco de té, que ya empezaba a enfriarse, sacó sus cigarrillos y encendió uno. Transcurrieron quince segundos, veinte.

—No lo entiendo —dijo. Su voz era débil, reflejaba que estaba intimidado, la voz de un niño sentado en una habitación llena de adultos—. ¿Qué tiene que ver todo eso con al-Hakim?

Por un momento, Gulami pareció no comprender el comentario. Después emitió un gruñido jocoso al darse cuenta de lo que estaba pensando Jalifa.

—¿Pensaba…? —Chasqueó la lengua y meneó la cabeza—. Faruk al-Hakim era un pedazo de mierda. Una desgracia para su profesión y su país. Usted nos ha hecho un favor a todos al revelar lo que era en realidad. Tenga la seguridad de que no le hemos traído hasta aquí para castigarle por descubrir sus sórdidos secretillos.

Jalifa dio otra nerviosa calada al cigarrillo y exhaló el humo antes de que hubiera tenido tiempo de penetrar en sus pulmones.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me están contando todo esto?

Gulami sostuvo su mirada un momento y después desvió la vista hacia Milan. El israelí se reclinó en su asiento y miró a Jalifa. Siguió una pausa interminable.

—¿Qué sabe acerca de la Menorah, inspector? —preguntó por fin.

Una vez más, el detective se mostró sorprendido. Vaciló, desconcertado. La mirada de Milan parecía quemarle.

—No veo que tiene…

La mano de Gulami se posó sobre su brazo, suave pero firme, y le indicó con un apretón que debía contestar a la pregunta. Jalifa se encogió de hombros, impotente.

—No sé… Es… Estaba en el templo de Jerusalén. Se perdió cuando la ciudad cayó en manos de los romanos…

Refirió en un murmullo todo lo que había averiguado durante los dos últimos días, lo cual no era mucho. Milan escuchaba en silencio, sin dejar de mirarle ni un solo momento. Cuando terminó, el israelí se levantó despacio de su asiento, se acercó al termo y se sirvió una taza de té, mientras la luz de la llama oscilante de la lámpara de queroseno teñía de naranja el humo de su puro, de modo que parecía envuelto en una capa de fuego. Siguió otra larga pausa antes de que Milan empezara a hablar, y su voz de barítono pareció más profunda y grave todavía, apenas audible.

—Toda fe, inspector, posee algo, un objeto, un símbolo, que es sagrado por encima de los demás y más que ningún otro encierra su esencia. Para los cristianos es la Cruz, para los musulmanes la Kaaba de La Meca. Para el pueblo judío, mi pueblo, es la Lámpara Sagrada. «Y el Señor os dará una luz eterna», como dijo el profeta Isaías, y esto es lo que la Lámpara siempre ha representado para nosotros: la luz de la creación, de la fe, del ser. Por eso, de todos los objetos que contenía el antiguo templo, era el más venerado y el más querido. Por eso, en nuestros tiempos, fue elegido como el emblema del Estado de Israel. Porque no hay nada más precioso para nosotros, ningún símbolo más puro de lo que somos y nos esforzamos por ser como pueblo. Porque, en pocas palabras, la luz de la Sagrada Menorah revela nada menos que el rostro de Dios nuestro Señor. No puedo exagerar su poder y significado.

Dio una larga y lenta calada al puro y dejó que la frase flotara en el aire unos momentos, mientras su rostro desaparecía tras una espesa cortina de humo.

—Y ahora, inspector… —Se volvió hacia Jalifa lentamente. Su sombra se proyectó y osciló en la pared que tenía detras—. Gracias a usted, la Menorah original, la primera Menorah, la Menorah de las menorahs, la que Bezalel forjó en la antigüedad y se creía perdida para siempre, ahora, de repente, después de tantos siglos, ha vuelto. Una vez más, no puedo exagerar la importancia de esto. Ni, lo más importante, del peligro.

Alzó un poco la voz al pronunciar la última palabra, cuyas sílabas parecieron hincharse y resonar, llenar la habitación. La sensación de miedo que había embargado a Jalifa durante los últimos diez minutos, la sensación de que, en contra de su voluntad, se estaba enredando cada vez más en algo que no acababa de comprender, se hizo más intensa de repente.

—Esto no es mi…

Gulami le apretó el brazo de nuevo para indicar que callara, que escuchara. Milan dio una calada al puro, sin dejar de mirar a Jalifa.

—Es una curiosa peculiaridad de la región en que vivimos, inspector, que los símbolos siempre hayan importado más que las vidas humanas. La muerte de un individuo puede ser trágica, pero con el tiempo la tristeza se desvanece. En cambio, la profanación de algo sagrado nunca se olvida ni perdona. Imagine la reacción de su pueblo si, por ejemplo, la Kaaba fuera destruida por cazas israelíes. A nosotros nos pasa lo mismo con la Menorah. Si un objeto tan mítico como ese cayera en malas manos, las manos de alguien como al-Mulatham, y fuera mancillado, destruido por él… créame, la herida colectiva que tal sacrilegio infligiría sería más profunda que mil atentados suicidas. Diez mil. Las pérdidas humanas pueden ser compensadas. Sin embargo, cuando se pierde algo sagrado, el dolor jamás remite. Ni en una generación, ni en dos, ni en tres. Nunca. Y tampoco la furia.

Dio unos golpecitos al puro para dejar caer la ceniza, levantó una mano y se frotó los ojos, con el rostro de pronto demacrado y los hombros hundidos como si hubieran de soportar un gran peso.

—Nuestros dos pueblos se hallan al borde del abismo, inspector. Saeb y yo creemos que podemos alejarlos de él, incluso ahora, incluso después de tanta sangre derramada. Sin embargo, si al-Mulatham encontrara la verdadera Menorah, o si la encontrara cualquier lunático fundamentalista de nuestro bando, y le aseguro que hay muchos, todos esperando una bandera así tras la cual agrupar a las fuerzas del fanatismo…

En el rincón de la habitación, Ben Roi se removió incómodo, mientras sus dedos acariciaban el colgante que portaba alrededor del cuello.

—Si eso sucediera, créame, nos lanzaríamos de cabeza al vacío y ningún proceso de paz conseguiría rescatarnos.

El cigarrillo de Jalifa se había consumido en su mano y una tenue excrecencia de ceniza colgaba del extremo. Algo se avecinaba, lo presentía. Algo que no quería oír.

—Al-Mulatham desconoce la existencia de la Menorah —murmuró—. Hoth murió antes de que pudiera decírselo.

Marsudi negó con la cabeza.

—No estamos seguros. Sabemos que Hoth hizo todo cuanto pudo por ponerse en contacto con al-Mulatham. Tal vez fracasó, pero tal vez no. Tal vez al-Mulatham está buscando la Menorah en este mismo momento. Tal vez otros la estén buscando. No podemos correr ese riesgo.

Jalifa tenía la garganta seca y el estómago encogido. Intuía que le estaban manipulando. Se sentía acorralado, como cuando era niño y una pandilla de chicos mayores le perseguía por las calles apartadas de Giza y al final siempre le alcanzaban y apaleaban.

—¿Por qué me cuentan todo esto? —repitió.

Se oyó un resoplido en el fondo de la habitación.

—¿Por qué cojones cree que se lo están contando?

Era la primera vez que Ben Roi hablaba.

—Fue usted quien empezó este rollo. Ahora, ayude a concluirlo.

Jalifa paseó la mirada alrededor. Sentía un latido en la frente, como si hubiera algo vivo en su interior que estuviera golpeándole las sienes.

—¿Qué quiere decir «ayude a concluirlo»? ¿Por qué me han traído aquí? ¿Qué está pasando?

Habló en tono desesperado. Gulami se quitó las gafas, las miró y volvió a ponérselas. Como Milan, su rostro adquirió de repente una expresión cansada y tensa.

—Hay que encontrar la Menorah, inspector —dijo en voz baja—. Y deprisa. Hay que encontrarla sin que nadie más se entere de que todavía existe.

Siguió una pausa, mientras Jalifa asimilaba las palabras. Después se levantó.

—No.

Fue casi un grito, que le sorprendió por su vehemencia, pero fue incapaz de contenerse, incluso delante de alguien tan poderoso como Gulami. No quería participar en esto. No quería saber nada de Israel, el judaismo, las menorahs… Desde el primer momento no había querido saber nada, pese a lo que Zainab había dicho acerca de investigar lo que no se comprende, madurar y convertirse en una persona mejor. Lo único que deseaba, lo único que siempre había deseado, era llevar una vida discreta, normal, vulgar, estar con su familia, seguir trabajando, ir ascendiendo. Pero esto… Era demasiado grande, demasiado grande para él.

—No —repitió al tiempo que negaba con la cabeza.

—¿Qué coño quiere decir «no»?

Ben Roi había avanzado un paso, con los ojos encendidos. Jalifa no le hizo caso y habló a Gulami.

—Soy un policía. Esto… ¡no tiene nada que ver conmigo!

—Todo lo contrario —replicó, airado, Ben Roi—. ¿Es que no ha escuchado?

Jalifa siguió sin hacerle caso.

—No es mi responsabilidad. No quiero mezclarme en esto. No quiero implicarme.

—¿Qué coño le importa a nadie lo que quiera usted? —gritó Ben Roi, con la cara congestionada—. Hay cosas más importantes en juego.

—Por favor, Arieh. —Milan intentó apoyar una mano sobre el hombro de Ben Roi, pero este se zafó.

—¡Quién coño se cree que es!

—¡Arieh!

—«No quiero implicarme». ¿Quién se cree que es este moraco? ¡Vaya morro!

Jalifa giró en redondo, con los puños apretados. No solía perder los estribos, sólo le había ocurrido dos, tal vez tres veces en su vida, pero esta vez los perdió por completo.

—¡Cómo te atreves! —replicó enfurecido, sin importarle ya dónde ni con quién estaba—. ¡Cómo te atreves, arrogante hijo de puta judío!

—¡Jalifa!

Tanto Gulami como Marsudi se pusieron en pie.

Ben Zohna! —rugió Ben Roi, y se lanzó hacia delante agitando los brazos—. ¡Hijo de puta! ¡Voy a matar a este cabrón!

Milan consiguió agarrarle de la chaqueta y retenerle. Marsudi se plantó ante Jalifa, que también estaba avanzando, y le sujetó por los hombros.

Lech tiezdayen, zayin! —gritó con desprecio Ben Roi, al tiempo que hacía un corte de mangas al egipcio—. ¡Que te den por el culo, capullo!

Enta ghebee, koos! —espetó Jalifa, quien también hizo un corte de mangas—. ¡Que te den por el culo, maricón!

Hubo más insultos e imprecaciones, mientras los dos hombres pugnaban por lanzarse el uno contra el otro, hasta que al final Gulami exclamó: «Halas! ¡Basta!», y ambos enmudecieron, con la respiración entrecortada. Gulami, Marsudi y Milan se miraron con los labios apretados, y a continuación el ministro de Asuntos Exteriores ordenó a Jalifa que saliera de la casa y se calmara. Después de lanzar una mirada asesina a Ben Roi, el detective se encaminó hacia la puerta, la abrió y salió a la noche tras cerrar con un portazo. Dio dos profundas bocanadas de aire, limpio, fresco, reconfortante, y se dirigió a una fila de rocas negras dentadas que se hallaban a treinta metros, donde se sentó y encendió un cigarrillo.

Transcurrieron varios minutos. El mundo estaba sumido en el silencio, aparte del leve susurro de la brisa, el cielo sembrado de una número increíble de estrellas, como salpicaduras de pintura blancoazulada. Luego se oyó el crujido de la puerta al abrirse y el ruido de pasos sobre la grava. Alguien se detuvo detrás de él. Marsudi.

Ezayek? —preguntó el palestino al tiempo que apoyaba una mano sobre el hombro de Jalifa—. ¿Se encuentra bien?

El detective asintió.

Ana asif —murmuró—. Lo siento. No tendría que haber…

La mano de Marsudi le dio un apretón tranquilizador.

—Créame, eso no ha sido nada comparado con algunas de las cosas que este lugar ha oído en los últimos catorce meses. Vivimos tiempos difíciles. Es inevitable que se crucen palabras fuertes.

Volvió a apretarle el hombro y se sentó al lado de Jalifa. Siguió una larga pausa. El silencio que los rodeaba era absoluto, ese silencio que sólo se encuentra en los desiertos y en las cumbres de las montañas. Luego Marsudi señaló el cielo.

—¿Ve esa constelación de las cuatro estrellas brillantes? —preguntó—. Allí no. Sí, esa. La llamamos tanque. Esa línea de estrellas que hay debajo son las orugas, después está la torreta, y allí, el cañón.

Jalifa siguió el movimiento del dedo del palestino, que trazaba la forma poco a poco, y se dio cuenta de que recordaba vagamente la silueta de un tanque.

—Y allí… —añadió Marsudi moviendo la mano hacia otra constelación—… el Kalashnikov. Fíjese, la culata, el cañón, el gatillo. Y allí… —Tomó el codo de Jalifa y le hizo girar—. Eso es la granada: cuerpo, brazo, espoleta. Todos los demás pueblos del mundo miran el cielo y ven belleza. Sólo en Palestina alzamos la vista y vemos objetos de guerra.

A lo lejos, un chacal empezó a aullar, pero el sonido se interrumpió apenas iniciado. Jalifa dio una calada al cigarrillo y se ciñó la chaqueta para protegerse del frío.

—No puedo hacerlo —susurró—. Lo siento, pero no puedo trabajar con ellos.

Marsudi sonrió con tristeza, echó hacia atrás la cabeza y escudriñó la noche.

—¿Cree que yo no siento lo mismo? Mi padre murió en una prisión israelí. Cuando tenía nueve años, vi volar por los aires a mi hermano, alcanzado por el proyectil de un tanque, justo delante de mí. ¿Cree que después de eso deseaba hablar con ellos, venir aquí y negociar? Créame, tengo más motivos para odiarlos que usted.

Siguió con la vista clavada en el cielo, la cara pálida como la de un muerto a la luz de la luna.

—Pero vine aquí —añadió con voz queda— y hablé con ellos. ¿Y sabe una cosa? Durante estos últimos catorce meses, Yehuda y yo nos hemos hecho amigos. Nosotros, que hemos dedicado toda la vida a luchar el uno contra el otro. Buenos amigos.

Jalifa terminó el cigarrillo y lo lanzó a las sombras. La colilla siguió ardiendo un momento, como la punta del cuerpo de una luciérnaga antes de fundirse con la oscuridad.

—Es Ben Roi —murmuró—. Si fuera otro… Pero Ben Roi… es peligroso. Lo veo en sus ojos. En sus movimientos. No puedo trabajar con él.

Marsudi asintió y hundió las manos en los bolsillos de los pantalones.

—¿Tiene mujer, inspector?

Jalifa asintió.

—Por lo visto Ben Roi iba a casarse.

—¿Y?

Siguió un breve silencio.

—Un mes antes de la boda, su prometida fue asesinada. Un atentado suicida. Al-Mulatham.

Allahu akbar. —Jalifa agachó la cabeza—. No lo sabía.

Marsudi se encogió de hombros, sacó las manos de los bolsillos y se dio unos golpecitos en los labios con el índice y el dedo corazón para pedir un cigarrillo a Jalifa. Este sacó uno del paquete, se lo entregó y encendió. La llama del mechero iluminó por un momento el rostro delgado y hermoso del palestino, antes de que se sumiera en las tinieblas de nuevo.

—Dentro de seis días habrá un mitin en el centro de Jerusalén —dijo en voz baja—. Yehuda y yo hemos elegido ese mitin para dar a conocer lo que hemos estado haciendo aquí este último año. Presentaremos nuestras propuestas y anunciaremos la formación de un nuevo partido político, un partido mixto de israelíes y palestinos que buscará la cooperación y la paz, y que trabajará para llevar a la práctica nuestras propuestas. Como dijo Yehuda, las cosas tardarán años, generaciones en cambiar, pero creo que podemos conseguirlo, lo creo con sinceridad, a menos que la Menorah caiga en malas manos. Si eso sucede, todo nuestro trabajo, todas nuestras esperanzas, todos nuestros sueños…

Dio otra larga calada y clavó la vista en el suelo.

—Ayúdenos, inspector. De musulmán a musulmán, de hombre a hombre, de ser humano a ser humano… haga el favor de ayudarnos.

¿Qué podía decir Jalifa? Nada. Exhaló un profundo suspiro, restregó el suelo con el pie y asintió. Marsudi le tocó el hombro, enlazó un brazo en el suyo y le condujo de vuelta al edificio.

La reunión se prolongó una hora más. Casi toda la conversación corrió a cargo de Jalifa y Ben Roi, fría y formal, sin mirarse a los ojos, aportando toda la información que poseían sobre Hoth y la Menorah, con la intención de estrechar la búsqueda, desarrollar posibles líneas de acción. Los demás hombres intercalaron algún comentario, pero por lo demás escucharon en silencio mientras los dos detectives hablaban. Era pasada la medianoche cuando callaron por fin.

—Deberíamos abordar una última cuestión —dijo Milan, mientras apagaba su puro—. Esa mujer, al-Madani. ¿Qué hacemos con ella?

Gulami vació el contenido del vaso que sostenía en la mano.

—¿No puede permanecer detenida hasta que esto esté solucionado? —preguntó.

Marsudi negó con la cabeza.

—Es muy popular entre mi pueblo. Y muy querida. Mantenerla detenida atraería demasiada atención. Algo que no necesitamos en la actual situación.

—¿Entonces? —inquirió Gulami, que estrujó el vaso y lo arrojó al otro lado de la sala.

Nadie contestó. Tenían la vista perdida, absortos en sus pensamientos, mientras la estancia se llenaba de cuñas aterciopeladas de sombras a medida que las lámparas de queroseno se iban apagando. Transcurrió un minuto.

—Podría trabajar conmigo.

Era Ben Roi. Todos levantaron la vista.

—Sabe tanto como nosotros —añadió—. Lo de Hoth, el descubrimiento de la Menorah, tal vez más. Y comprende lo que ocurriría si al-Mulatham le pone las manos encima. Deberíamos utilizarla.

Parecía una propuesta razonable, de modo que Gulami, Marsudi y Milan asintieron. Sólo Jalifa parecía dudar; con el ceño fruncido, escrutaba el rostro de Ben Roi, observaba cómo se humedecía los labios con la lengua una y otra vez, un tic que había visto a menudo durante los interrogatorios policiales, cuando el interrogado estaba nervioso e intentaba ocultar algo. Aquí hay algo más, se dijo. Algo que no nos estás diciendo. No se trata de una mentira, pero… algo te llevas entre manos. ¿O acaso el hombre le desagradaba tanto que no podía aceptar la sinceridad de nada de lo que decía? Antes de que se decidiera, Gulami se puso en pie y dio por terminada la reunión.

Cuando se encaminaron hacia los helicópteros, Jalifa se descubrió andando detrás de Ben Roi, el cual le sacaba una cabeza y era casi el doble de ancho. Después de todo lo sucedido aquella noche, no sentía grandes deseos de hablarle, de tener el menor contacto con él, salvo lo absolutamente necesario para terminar el trabajo. No obstante, sus buenos modales se impusieron, de modo que se colocó a su lado y le dijo que, pese a lo ocurrido antes, lamentaba lo sucedido a su novia, pues él tenía mujer e hijos y no podía imaginar cómo sería perder a un ser querido. Ben Roi le miró, masculló un «Que te den por el culo» y se alejó.

—Una extraña coincidencia, ¿verdad? —La voz de Gulami les llegó desde la cabeza del grupo—. Un egipcio, un israelí y un palestino iniciaron todo este proceso. Ahora, su supervivencia depende de un egipcio, un israelí y un palestino. Me gusta pensar que se trata de una buena señal.

—Dios lo quiera —dijo Milan.

—Dios lo quiera —dijo Marsudi.