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Jerusalén

En el corazón del barrio judío de la Ciudad Vieja, en el extremo sur del Cardo, se exhibe al público dentro de una vitrina de plexiglás grueso una menorah de oro: seis sinuosos brazos se curvan hacia fuera desde un tallo central, tres a un lado y tres al otro; el conjunto se eleva como un árbol desde una base hexagonal. La inscripción acompañante explica que es la réplica exacta de la Menorah original, la verdadera Menorah, la Menorah fabricada por el gran orfebre Bezalel, la primera réplica fundida desde la caída del templo, acaecida dos mil años antes.

Mientras el día moría y la noche caía lentamente, Baruch Har-Zion se detuvo ante la reproducción, echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada de alegría y satisfacción profundas, larga y vibrante, como jamás había pensado en lanzar de nuevo. Tan sólo la noche anterior había rezado para recibir una señal, una confirmación de que estaba haciendo lo que debía, de que toda la sangre y el horror eran necesarios. Y ahora había llegado. Clara, definida, sin medias tintas. La verdadera Menorah. Después de tantos siglos. Y a él se le había revelado. A él, de entre todos los mortales. No podía dejar de reír.

Detrás de él, Avi, el guardaespaldas, avanzó un paso.

—¿Qué hacemos?

Har-Zion alzó una mano enguantada y apoyó un dedo sobre la pantalla de plexiglás, mientras el eco de su carcajada se desvanecía.

—Nada —contestó—. Aún no. Esperaremos, vigilaremos. Ellos no han de saber que nosotros lo sabemos. Aún no.

Avi meneó la cabeza.

—No puedo creerlo. Aún no puedo creerlo.

—Eso es lo que dicen todos, Avi, todos los que reciben la llamada de Dios. Abraham, Moisés, Elías, Jonás… todos dudaron al principio. Pero es Su voz. Él ha revelado este prodigio. Y no lo habría hecho de no haber querido que lo supiéramos. Es la señal. Benditos somos, porque en vida veremos alzarse de nuevo el templo.

Movió los hombros, con la piel tensa bajo la camisa, y se acercó todavía más a la pantalla. ¿Quién lo habría pensado? ¿Quién lo habría imaginado? No obstante, él siempre lo había sabido. Era el elegido. El salvador de su pueblo. Y ahora sólo tenía que esperar. Ben Roi seguiría la pista. Y cuando la encontrara…

—Gracias, Señor —susurró—. No te fallaré. Ani mavtiach. Te lo prometo. No te fallaré.