Luxor
—A las siete y media, las ocho como mucho. En cuanto termine aquí. Yo también te quiero. Más que a nada en el mundo.
Jalifa se llevó el teléfono a los labios y envió una lluvia de besos por la línea, con los ojos entornados, como si pudiera sentir la boca de Zainab en lugar del plástico frío e impersonal del auricular. Siguió así un momento y, con un último «te quiero», colgó y se reclinó en la silla, con la vista clavada en la estatuilla de Horus que había comprado en El Cairo, los ojos enrojecidos e hinchados de agotamiento.
Casi había terminado, gracias a Dios. Ya había informado de todo a Ben Roi, con quien se había puesto en contacto nada más regresar de El Cairo. Ya sólo quedaba mecanografiar un informe para el jefe Hasani y poner en movimiento algunas ruedas burocráticas (solicitar que trasladaran los objetos del sótano de Jansen al museo de Luxor, llenar un formulario para solicitar el perdón postumo para Mohammed Yamal), tras lo cual podría lavarse las manos de todo el maldito caso y recuperar alguna apariencia de vida normal.
Unas vacaciones, eso era lo que deseaba. Tiempo a solas con su familia, sin pensar en muertes, asesinatos y odio. Tal vez podrían viajar a Asuán, visitar a su amigo Shaaban, que trabajaba en el hotel Old Cataract; o bien ir a Hurgada unos días, algo de lo que hablaban desde hacía años, pero nunca se llevaba a la práctica. Sí, eso haría: llevar a la familia a la playa. No se lo podían permitir, pero a la mierda. Conseguiría reunir el dinero. Sonrió al pensar en las caras de Ali y Batha cuando les hablara del viaje. Después, con un suspiro, encendió un Cleopatra y se inclinó hacia el escritorio.
Porque antes de empezar a pensar en vacaciones, cerrar el caso de una vez por todas y relegarlo al infierno de los archivos de la comisaría, quedaba un último detalle por resolver: la naturaleza de la misteriosa «arma» que Piet Jansen había intentado entregar al activista palestino al-Mulatham.
Era un fleco secundario del caso y, francamente, bien podía hacer la vista gorda. Al fin y al cabo, había logrado su objetivo: demostrar que Jansen había asesinado a Hannah Schlegel, el móvil y por qué al-Hakim le había protegido con tanto ahínco. La cuestión del arma sólo tenía importancia para los israelíes, no para su investigación. Pese a eso, y pese al dolor sordo en la boca del estómago, el cual le advertía de que continuar profundizando sólo causaría más problemas, confusión y penalidades, una parte de él (la parte «contumaz, testaruda y capulla», como la describía el jefe Hasani) era incapaz de tirar la toalla.
Dio una calada al cigarrillo y recogió el fajo de notas que había tomado después de su entrevista con Inga Gratz. En una caja de seguridad. Eso había dicho la anciana cuando le había preguntado al respecto. «Creo que en una ocasión habló de una caja de seguridad, pero en otra dijo que había confiado todos los detalles a un viejo amigo, así que quién sabe».
En cuanto a cajas de seguridad, ya sabía por indagaciones efectuadas al principio de la investigación que ningún banco egipcio importante guardaba en su cámara acorazada una caja a nombre de Piet Jansen. Una rápida ronda de llamadas tras haber hablado con Ben Roi había bastado para confirmar que tampoco constaba un tal Dieter Hoth en sus registros, y eso fue antes de empezar a husmear en bancos extranjeros. De todos modos, aunque llamara a todos los bancos de Egipto, a todos los bancos del mundo, intuía que no iba a servirle de nada. Todo cuanto sabía sobre Piet Jansen, todo cuanto había descubierto durante estas dos últimas semanas, le decía que había obrado con mucha cautela, con grandes dosis de astucia e inteligencia para borrar su rastro, sobre todo en lo tocante a algo tan importante como esto. Si tenía una caja de seguridad, estaría bien escondida. Demasiado bien escondida para que él la localizara sin una búsqueda larga y complicada.
De modo que sólo quedaba el otro comentario de la mujer acerca de que había confiado todos los detalles a un viejo amigo. ¿Qué amigo?
Durante todo el trayecto de vuelta desde El Cairo no había dejado de pensar en esto, dando vueltas en su mente a las palabras de la anciana, repasando y analizando cada aspecto del caso, intentando descubrir a quién podría haberse referido Jansen, en quién habría confiado lo bastante para entregarle ese tipo de información. Estaba claro que los Gratz no lo sabían. Al-Hakim era una posibilidad, pero estaba muerto, así como los otros miembros del círculo de fugitivos al que había pertenecido Jansen. Tal vez se trataba de alguien con el que ni siquiera se había topado en sus investigaciones. Alguien de la época en que Jansen trabajaba para las SS, por ejemplo, o como arqueólogo. O quizá de más atrás aún. Alguien sepultado en las arenas del tiempo. Alguien más difícil de rastrear todavía que la caja de seguridad de Jansen. Parecía una perspectiva desprovista de toda esperanza.
Revisó sus notas una, dos, tres veces y después, con un suspiro de agotamiento, se levantó y caminó hacia la ventana del despacho.
—Déjalo estar —murmuró para sí—. Por una vez en tu puta vida, deja de ser contumaz, testarudo y capullo, y déjalo estar.
Terminó el cigarrillo y, con los codos apoyados en el antepecho de la ventana, contempló las escenas que se desarrollaban en la calle: un turista que regateaba con el propietario de un comercio; dos viejos sentados en el borde del pavimento jugando a siga en el polvo; un niño mimando a un esquelético perro lobo, que agitaba las patas y meneaba la cola, disfrutando de sus atenciones. Esta última imagen le evocó algo, una escena que había presenciado antes, aunque no lograba recordarla. Después de pensar un rato, se encogió de hombros y desistió, volvió al escritorio y empezó a ordenar sus notas.
Bajo una pila de papeles encontró una bolsa de pruebas que contenía la pistola de Jansen; debajo de otra, el llavero y la cartera del fallecido. Cogió la cartera, la miró, volvió a dejarla y siguió ordenando. Al cabo de unos momentos, no obstante, se detuvo y la cogió de nuevo, con el ceño fruncido. Le dio vueltas en la mano, echó un vistazo a la ventana y después la abrió, introdujo los dedos en uno de los bolsillos interiores y sacó la arrugada fotografía en blanco y negro del perro lobo de Jansen. En ese instante, las palabras de Carla Shaw resonaron en su mente, el comentario que había hecho cuando la interrogó en el Menna-Ra: «Arminius. Piet siempre hablaba de él. Decía con frecuencia que era el único amigo de verdad que había tenido. La única persona en la que había confiado. Hablaba de él como si fuera humano».
Caja de seguridad, viejo amigo.
—Maldición —susurró, mientras una curiosa expresión de desconcierto aparecía en su rostro, en parte emoción, en parte renuencia.
Vaciló. Luego se inclinó y descolgó el teléfono.
Bastaron dos llamadas. Banco de Alejandría, sucursal de Luxor, caja de seguridad a nombre del señor Arminius.
—No te jode.