62

Jerusalén

Pasaban de las once de la mañana cuando Laila llegó por fin a su apartamento de Jerusalén Oriental. El calor era asfixiante, anormal para la época del año, el cielo estaba nublado y la atmósfera, que envolvía la ciudad como una gasa pegajosa, era pesada y soporífera. Tiró el móvil y la bolsa de viaje sobre el sofá, escuchó los mensajes del contestador (la habitual sarta de insultos, amenazas de muerte y preguntas sobre su último artículo), se desnudó y entró en el cuarto de baño para darse una ducha.

¿Qué hago ahora?, pensó, mientras el agua le caía sobre la cabeza y la cara. ¿Qué hago a continuación?

Lo que Hoth había descubierto en Castelombres (pese al escepticismo de la campesina francesa de la cesta de setas, Laila estaba segura de que Hoth había descubierto algo) parecía haber desaparecido de nuevo en el caos desencadenado al final de la Segunda Guerra Mundial. Si quedaba alguna documentación escrita sobre su paradero, no se había hecho pública. Y si bien, según Jean-Michel Dupont, todavía había miles de páginas de documentos y expedientes nazis que debían examinarse con detenimiento (decenas de miles), podría tardar meses, incluso años, en encontrar la información que buscaba. Eso en el caso de que dicha información existiera, cosa que no era segura.

¿Qué más? Estaba el chico palestino, el que le había entregado la misteriosa carta. Suponía que era factible hacer indagaciones sobre su identidad, seguirle el rastro, que la encaminaría hacia la persona que había escrito la carta. También podía volver a la iglesia del Santo Sepulcro y hablar otra vez con el padre Sergio, para comprobar si había pasado algo por alto en el primer encuentro, alguna pista sobre lo que Guillermo de Relincourt había desenterrado del suelo enlosado de la iglesia.

Ambas opciones se le antojaron inútiles. El padre Sergio había insistido en que no existían pruebas de lo que De Relincourt había encontrado, y tratar de localizar al chico palestino sería como buscar una aguja en un pajar. En un campo lleno de pajares. En un país lleno de malditos pajares. Todos los caminos parecían desembocar en un callejón sin salida.

Cerró el grifo del agua caliente con un suspiro de desaliento y abrió el del agua fría, para refrescarse y despejar la cabeza. En ese momento algo destelló en su mente, un recuerdo fugaz, algo relacionado con el problema que la atormentaba. Se desvaneció casi al instante, como una estrella fugaz que se disipa nada más aparecer, y la dejó con la sensación frustrante de que había pasado por alto algo importante, un rayo de luz infinitesimal. Giró el grifo y cerró los ojos, con la intención de rastrear el curso de sus pensamientos hacia atrás: el chico palestino, el padre Sergio, la iglesia, el suelo enlosado. Eso era, el suelo. El suelo enlosado de la iglesia. ¿Por qué era tan importante? ¿Qué intentaba recordar?

Yalla —masculló—. Vamos. ¿En qué estoy pensando? ¿Qué es? ¿Qué?

Por un momento, su mente siguió en blanco, y después oyó un sonido muy tenue. Un golpecito seco. Un golpecito seco que resonaba de una manera extraña, como algo que repiqueteara sobre la piedra. Clac clac clac. ¿Qué coño era? ¿Un martillo? ¿Un escoplo? No lograba identificarlo. Abrió los ojos, volvió a cerrarlos, se obligó a pensar en otra cosa y luego volvió a desviar su mente, como si intentara sorprender al sonido por detrás, pillarlo desprevenido antes de que pudiera escapar. Tuvo éxito. ¡Por supuesto! Era el sonido de un bastón, el del viejo judío que el padre Sergio le había señalado. «Viene cada día, puntual como un reloj. Convencido de que De Relincourt descubrió los Diez Mandamientos, el Arca de la Alianza o la espada del rey David. He olvidado qué. Algún objeto judío antiguo».

En aquel momento había supuesto que el hombre era uno de los chiflados que revoloteaban alrededor de la historia de De Relincourt como polillas en torno a la llama de una vela. De hecho, era lo más probable. No obstante, después de lo que había descubierto sobre el Secreto de Castelombres, y sobre todo su relación con el judaismo y la historia de los judíos, no podía dejar de preguntarse si el viejo sabía algo que pudiera ayudarla. Era un tiro a ciegas. Sin embargo, puesto que las demás líneas de investigación parecían haber llegado a un callejón sin salida, sólo le quedaban tiros a ciegas. Al menos, valía la pena seguir la pista, aunque no diera ningún fruto, que parecía lo más probable.

Salió de la ducha, cogió una toalla, se secó y fue a su dormitorio. Se puso bragas, sujetador y una camisa, antes de que alguien empezara a aporrear la puerta.

—Espere —gritó.

El que llamaba no la oyó, o bien no estaba dispuesto a esperar, porque los golpes continuaron, cada vez más fuertes e insistentes, de modo que todo el piso parecía vibrar. Irritada, y de repente recelosa (los golpes eran demasiado persistentes para que se tratara de Fathi, el portero, o de algún conocido), se puso tejanos y zapatillas de deporte, agarró una toalla para secarse el pelo empapado, se acercó de puntillas a la puerta y aplicó el ojo a la mirilla.

En el rellano había un hombre corpulento y ancho de espaldas, un israelí, de nariz grande y rostro hosco, con una pistola Jericho encajada de forma amenazadora bajo el cinturón de sus tejanos. Por algún motivo, a Laila le dio mala espina al instante, como si presagiara peligro.

—¿Sí?

El hombre se detuvo cuando estaba a punto de llamar de nuevo y luego se inclinó hacia la puerta, de manera que su ojo aumentó de tamaño en la mirilla.

—Policía de Jerusalén —gruñó—. Abra.

Ben Roi había subido a su coche nada más terminar de hablar con Jalifa y había recorrido la distancia que separaba la comisaría de la calle Nablus en menos de tres minutos, para lo cual había sido preciso saltarse dos semáforos en rojo. Además había estado a punto de atropellar a un anciano haredim que había empezado a cruzar la calle sin molestarse en mirar a ambos lados.

Hoth, Gratz, Schlegel, la comunidad nazi fugitiva… Una historia extraordinaria, fascinante. Por otro lado, en cierto sentido resultaba decepcionante que al final el egipcio pareciera haber solucionado el caso sin su ayuda. Que su propia contribución a la investigación, al final, no hubiera resultado fundamental para la resolución del caso.

No obstante, no eran ni la fascinación ni la decepción lo que le espoleaba ahora, sobre todo después de lo que Jalifa le había dicho al final de la conversación, casi a modo de despedida, acerca de Laila al-Madani y la carta que Hoth le había enviado para pedirle que le ayudara a ponerse en contacto con al-Mulatham. Ahora experimentaba una descarga de adrenalina, la adrenalina feroz, en estado puro, de un boxeador que, tras meses de entrenamiento, está a punto de subir al cuadrilátero para enfrentarse a un contrincante largo tiempo anhelado.

Siempre había sabido que al final se enfrentaría con ella. O al menos durante el último año, después de leer el artículo escrito por al-Madani. No podía explicarse muy bien su obsesión por la periodista, y tampoco existían explicaciones racionales para el intenso dolor de estómago que le había provocado. Desde luego, si uno se fijaba bien, muy bien (cosa que él había hecho durante los últimos doce meses), se captaban indicios, taras imprecisas en la tela de la vida y obra de al-Madani, como las entrevistas que había hecho (¡a casi todos los terroristas suicidas, por el amor de Dios, a casi todos los terroristas suicidas!). Nada manifiesto, no obstante. Nada concluyente. Nada que explicara el grado de desconfianza y odio que había despertado en él. Sólo sabía que, con aquel artículo, la periodista había quedado grabada en su mente como el único vínculo humano y tangible con el hombre que había asesinado a su amada Galia, y en ese sentido no había dudado jamás que sus caminos llegarían a cruzarse. Que hubiera sucedido como consecuencia de este caso era inesperado. O quizá no. Tal vez era el motivo de que se hubiera visto arrastrado a la investigación, una certeza subconsciente de que eso sería lo que los reuniría. No sabía decirlo, y tampoco le importaba. Lo único importante era que, después de un año de vigilar y esperar, de investigar, seguir pistas, obsesionarse y padecer el dolor de estómago, por fin había llegado el momento de encontrarse cara a cara, de mirarla a los ojos y averiguar qué veía en ellos.

—Vamos —repitió, al tiempo que asestaba otro puñetazo a la puerta—. Abra.

—Primero la placa —dijo la voz de Laila desde el otro lado.

Ben Roi blasfemó, introdujo la mano en el bolsillo y sacó la placa, que acercó a la mirilla. Siguió una larga pausa, mucho más larga de lo necesario para que ella leyera los datos de la tarjeta, como si le hiciera esperar a propósito, para subrayar el hecho de que no se sentía intimidada por él, hasta que se oyó un chasquido y la puerta se abrió.

—Siempre es un placer dar la bienvenida a la Policía Nacional israelí —dijo Laila, mientras se secaba el pelo con una toalla.

Era más baja de lo que él esperaba, más delgada, casi de adolescente los pequeños montículos de los pechos, las caderas estrechas, detalles que no se captaban en las fotografías que le había hecho mientras estaba sentado, noche tras noche, frente a su apartamento, mirando sus ventanas, viéndola entrar y salir. También existía cierta dureza en ella, sobre todo en los ojos color esmeralda, la forma en que le miraban sin parpadear, sin arredrarse por su corpulencia, por el hecho de que habría podido volverla del revés con una sola mano.

—¿Y bien? —preguntó ella.

Estaba tan absorto observando cada detalle del físico de la joven, que no captó al instante la pregunta, y ella tuvo que repetirla.

—¿Y bien?

Él meneó la cabeza.

—He de hacerle algunas preguntas —contestó, y avanzó un paso para entrar en el piso. Ella extendió una mano ante la puerta y le cortó el paso.

—No sin un mandamiento judicial. ¿Tiene un mandamiento judicial?

Ben Roi no lo había pedido.

—Puedo ir a buscar uno —rugió—. Y cuando vuelva, no seré tan cordial.

Laila resopló.

—Ya estoy temblando. O me enseña el mandamiento judicial, o haga las preguntas que le dé la gana desde ahí. Y deprisa. Llego tarde a una cita.

La actitud de la periodista era serena, segura, despectiva, y por un breve instante Ben Roi se descubrió pensando en su primer encuentro con Galia, cuando la había detenido en la manifestación antiasentamientos y le había tratado con similar desdén. Hizo una mueca, asombrado por la analogía, y avanzó otro paso, hasta que su cuerpo ocupó todo el marco de la puerta.

—Hace poco le enviaron una carta. Una carta en la que le pedían ayuda para ponerse en contacto con al-Mulatham.

Laila no dijo nada.

—¿Sabe de qué estoy hablando?

Siguió una brevísima pausa, como si Laila estuviera sopesando la posibilidad de contestar. A continuación se echó la toalla al hombro y reconoció que sí, que había recibido dicha carta.

—¿Y?

Otra pausa, de nuevo para sopesar las posibilidades.

—Y nada. La leí, la rompí, la tiré a la papelera. Como hago con todas las tonterías que me envían.

Ben Roi examinó sus facciones en busca de pistas reveladoras de que estaba mintiendo: la tensión de la boca, la dilatación de las pupilas, un temblor sudoroso. Nada. O estaba diciendo la verdad, o era mejor, mucho mejor, que cualquiera con quien se había topado hasta el momento.

—No le creo —dijo, para ponerla a prueba.

Ella rio, sin bajar la vista.

—Me importa una mierda lo que crea. Recibí la carta, la leí y la tiré. Y antes de que lo pregunte, ya no está en la papelera, aunque estoy segura de que, si va al vertedero municipal, sólo tardará un par de semanas en localizarla.

Ben Roi apretó los puños intentando resistir el ansia de abofetearla.

—¿Qué decía la carta?

—Parece que ya lo sabe —contestó ella.

—¿Qué decía exactamente?

Ella se cruzó de brazos y suspiró, como una maestra que estuviera hablando con un alumno retrasado en los estudios.

—No sé qué decía exactamente, pues no me molesté en memorizarla. «Estoy intentando ponerme en contacto con al-Mulatham, creo que usted podría ayudarme, le pagaré lo que quiera», algo por el estilo. Chorradas, a fin de cuentas. Sólo le eché un vistazo. Si quiere la versión completa, tendrá que ponerse en contacto con sus colegas del Shin Bet. Imagino que fueron ellos quienes la enviaron.

Una vez más, aunque tenía la vista clavada en ella y el oído aguzado, Ben Roi no captó el menor indicio de que estuviera mintiendo, el menor atisbo de falsedad en sus facciones o su voz. Lo cual era inquietante, porque todos sus instintos le decían que estaba mintiendo, de manera que, o sus instintos se equivocaban, su radar estaba averiado sin remedio, o la mujer poseía un grado de autocontrol casi sobrehumano. Sólo en el fondo de su mirada se insinuaba algo diferente de lo que estaba verbalizando, una especie de tenue neblina, como lodo removido en el fondo del mar. Si traducía doblez u otro aspecto de su psique, no sabía decirlo. Tal vez era un simple efecto de la luz.

—¿La carta hablaba de un arma? —insistió—. ¿Algo que pudiera utilizarse para perjudicar al Estado de Israel?

No que ella recordara, fue la respuesta. En ese caso, tal vez le habría prestado más atención.

—¿Significa algo para usted el nombre de Dieter Hoth?

No.

—¿Piet Jansen?

La misma respuesta.

—He oído hablar de David Beckham, si eso le sirve de algo.

Y así continuaron. Ben Roi hacía preguntas, Laila las contestaba con desdén burlón, hasta que el policía se quedó sin preguntas y guardó silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó ella, con los brazos en jarras—. Porque, a pesar de que me lo estoy pasando muy bien, tengo cosas que hacer.

Detrás de ella el teléfono empezó a sonar.

—¿Es todo? —repitió.

El hombre la fulminó con la mirada, los puños apretados, consciente de que la entrevista no había dado los frutos apetecidos. Ella había ganado. Al menos, el primer asalto.

—De momento —contestó.

—Bien, ya sabe dónde vivo. Como ya he dicho, siempre es un placer dar la bienvenida a la Policía Nacional israelí.

Hizo un gesto con la cabeza para indicar al detective que debía retroceder y empezó a empujar la puerta. Cuando estaba medio cerrada, le miró a través de la abertura, mientras el teléfono seguía sonando.

—Que conste que no tengo ni puta idea de quién es al-Mulatham, dónde está o cómo encontrarle. Estoy segura de que eso no le disuadirá de seguir acosándome, pero quería decirlo por si alguna vez me hacen caso.

El contestador automático se conectó y la voz grabada resonó en el piso: «En este momento no puedo contestar. Deje un mensaje y me pondré en contacto con usted».

—Y una observación personal —añadió—. No tengo ni idea de qué loción para después del afeitado usa usted, pero apesta. Debería cambiar de marca.

Ben Roi entornó los ojos. Se oyó un pitido agudo y otra voz flotó hasta el pasillo, profunda y grave.

«¡Laila! Magnus Topping. Te llamo para saber si has llegado bien y decirte… ejem…, bien, que fue un placer conocerte. Además, olvidé mencionarte algo cuando estuviste aquí, un dato interesante para tu artículo. Al parecer, el arqueólogo alemán, el que estuvo excavando en Castelombres, Dieter Hoth, tenía los pies palmeados. He pensado que eso te gustaría, un toque de color. En cualquier caso, llámame si quieres. Que te vaya bien». Otro pitido, luego silencio.

Laila miró a Ben Roi, Ben Roi miró a Laila. Siguió una pausa, la calma que precede a la tempestad, y después, con un rugido, el israelí extendió una mano para entrar por la fuerza en el piso. Ella fue más rápida. Le cerró la puerta en las narices, se oyó el chasquido de cerraduras, el sonido apagado de unos pies que corrían.

—¡Puta mentirosa! —gritó el policía.

Sacó la pistola Jericho del cinturón y cargó contra la puerta. Esta resistió. Probó de nuevo, tomando carrerilla desde más lejos. Se oyó un crujido, pero la puerta no cedió.

—¡Puta árabe mentirosa!

Probó por tercera vez, resoplando como un toro herido. Esta vez, la puerta se vino abajo. Ben Roi se tambaleó, recuperó el equilibrio y miró alrededor. El bolso y el móvil de la mujer estaban sobre el sofá. Ni rastro de ella. Se precipitó al estudio, al cuarto de baño; tampoco estaba allí. En el cuarto de baño vio la escalera de cemento que subía, la puerta abierta al final. Subió de tres en tres los peldaños y salió a la azotea, con el cielo inmenso y blanco sobre él, la ciudad extendida alrededor. Nada. Dio media vuelta, pensando que tal vez no la había visto en el piso, y entonces oyó un bocinazo en la calle, corrió hacia el borde de la azotea, se aferró a la barandilla de hierro oxidada y miró hacia la calle Nablus. La vio de inmediato; corría entre el tráfico, demasiado lejos para poder alcanzarla.

—¡Puta! —chilló, impotente—. ¡Puta mentirosa!

Si la joven le oyó, no lo demostró, porque siguió corriendo, cruzó la calle Sultan Suleiman y desapareció entre la multitud que se apretujaba frente a la entrada de la puerta de Damasco. Ben Roi maldijo, sacó el móvil del bolsillo, tecleó un número y se llevó el aparato al oído.

—¿Puesto de guardia? Ben Roi. Necesito una alerta inmediata sobre Laila al-Madani. Laila al-Madani. Sí, la periodista. Máxima prioridad. Está en la Ciudad Vieja. Repito, máxima prioridad.