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Campo de refugiados de Kalandia,

entre Jerusalén y Ramallah

Yunis Abu Jish se levantó antes del alba, tras un par de horas de sueño inquieto. Después de lavarse en el grifo que había frente a su casa, una construcción provisional de ladrillos de ceniza, volvió a su dormitorio y empezó sus oraciones matutinas, en voz baja para no despertar a los cuatro hermanos menores con los que compartía la habitación.

Habían transcurrido tres días desde que recibió la llamada de al-Mulatham, y durante ese tiempo sus familiares habían percibido un cambio radical en el joven. Su rostro, ya de por sí demacrado y pálido, daba la impresión de haberse hundido todavía más en la catacumba ósea de su cráneo, como si lo hubieran chupado desde dentro, al tiempo que sus ojos de espesas pestañas parecían haberse hecho más grandes y oscuros, hasta adquirir una negrura insondable y opalescente, como agua de turbera.

Su comportamiento también había sufrido una transformación pasmosa. Si antes era hablador y extravertido, ahora se mostraba retraído, esquivaba la compañía de los demás, pasaba todo el tiempo solo, abismado en la oración y la contemplación solitaria.

«¿Qué pasa, Yunis? —le había preguntado su madre en más de una ocasión, alarmada por el súbito cambio que habían experimentado el aspecto y el comportamiento de su hijo—. ¿Estás enfermo? ¿Quieres que llame al médico?».

Le habría gustado dar explicaciones, compartir la carga que llevaba encima, una carga que aumentaba con cada día que pasaba, pues, por más que creía en la justicia de su causa, no era fácil afrontar la propia muerte. Le habían prohibido de manera expresa hablar del asunto, y en consecuencia había tranquilizado a su madre, y a todos los que se interesaban por su estado de salud, explicando que se encontraba bien, que estaba preocupado por algunas cosas y que no debían sufrir por él. Que con el tiempo lo comprenderían.

Terminó sus oraciones, recitó la rekah final y la shahada, y se quedó un momento mirando al menor de sus cuatro hermanos, Salim, de tan sólo seis años, que dormía en el colchón dispuesto sobre el suelo, con un brazo esquelético estirado al costado, como si estuviera buscando algo. No por primera vez durante los dos últimos días experimentó una punzada de horror al pensar en lo que le habían pedido, en el hecho de que se separaría para siempre de sus seres más queridos. Sólo duró unos segundos, para dar paso a la convicción de que era por amar tanto a estos seres que había tomado su trascendental decisión. Se inclinó y acarició el pelo del niño, susurrando palabras de afecto, explicando cuánto lamentaba el dolor que le causaría. Después se enderezó, tomó el Corán de la estantería situada junto a la cama y salió al amanecer gris y frío para continuar sus solitarios preparativos.