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Jerusalén

La Ciudad Vieja de Jerusalén, ese confuso laberinto de calles y plazas, santuarios y lugares sagrados, mercados de especias y tiendas de recuerdos, está de noche tan silenciosa y desierta como una ciudad fantasma. Las multitudes que durante el día invaden sus calles y pasajes (sobre todo en el barrio musulmán, donde es casi imposible moverse, debido a la cantidad de turistas, vendedores de fruta y niños que corretean) desaparecen a toda prisa al ponerse el sol, dejando escaparates abandonados y cerrados a cal y canto, tenebrosos y reverberantes, como venas de piedra de las que se ha extraído toda vida. Las pocas personas que se demoran parecen inquietas, miran alrededor con nerviosismo, caminan con más rapidez y decisión que de día, como amenazadas por el vacío onírico del lugar y el resplandor anaranjado de sus farolas.

Eran casi las tres de la madrugada cuando Baruch Har-Zion y sus dos compañeros atravesaron la puerta de Jaffa y se adentraron en este mundo sombrío, en la hora más inhóspita de la noche, cuando hasta los gatos callejeros ya han buscado refugio y las campanadas que dan los cuartos de hora parecen ahogadas por el silencio reinante. Era un hombre de escasa estatura, corpulento (casi tan alto como ancho), de pelo gris, barba y mandíbula cuadrada, que sujetaba en una mano una metralleta Uzi y una maleta de piel en la otra. Sus acompañantes también iban armados con Uzi. Uno de ellos era flaco y pálido como la leche; las borlas de un tallit katan sobresalían por debajo de su chaqueta. El otro era alto y atezado, llevaba el pelo casi rapado, y tenía los brazos y el cuello muy musculosos. Los tres se cubrían la cabeza con yamulkas.

—¿Y las cámaras? —preguntó el hombre pálido mientras andaban, y señaló las cámaras de seguridad apostadas a intervalos regulares en la calle.

—Olvídate de ellas —contestó Har-Zion, al tiempo que rechazaba sus aprensiones con un gesto algo rígido, como si el jersey de cuello cisne, subido casi hasta la mandíbula, le quedara demasiado ceñido—. Tengo amigos en el centro de control David. Harán la vista gorda.

—Pero ¿y si…?

—Olvídalas —repitió Har-Zion, esta vez con más firmeza—. Todo está controlado.

Miró al hombre con los ojos algo entornados, como diciendo: «No te quiero aquí si estás asustado», y después volvió a clavar la vista al frente.

Los tres continuaron adelante. Bajaron por la pendiente de la calle David hacia el barrio judío, para luego girar a la izquierda y adentrarse en uno de los zocos que se hundían en el corazón de la parte musulmana de la ciudad. Los comercios cerrados se extendían a ambos lados de la calle, grises y uniformes, con sus planchas de metal cubiertas de pintadas en árabe, y de vez en cuando alguna palabra o frase en inglés: fatah, hamas, judíos a la mierda. Se cruzaron con un sacerdote copto que corría a rezar ante el Santo Sepulcro y con un par de turistas borrachos que trataban de encontrar su hostal en el laberinto de callejuelas. Por lo demás, estaban solos. Una campana dio la hora, y el sonido resonó en los tejados.

—Espero que nos vean bien, joder —gruñó el hombre rapado palmeando su Uzi—. Es nuestra ciudad. Que les den por el culo a los árabes.

Har-Zion sonrió apenas, pero no dijo nada, se limitó a señalar una callejuela flanqueada por altos muros de piedra. Pasaron ante un patio sembrado de basura, una puerta de madera tras la cual se oía la tenue cháchara de una televisión y la puerta de una pequeña mezquita, antes de salir a una calle adoquinada desierta que corría perpendicular a la que acababan de dejar. A la derecha desaparecía bajo una serie de arcadas bajas de piedra, que descendían hacia el Muro Oeste; a la izquierda ascendía en dirección a la Vía Dolorosa y la puerta de Damasco. Un letrero que había ante ellos anunciaba CALLE AL-WAD.

Har-Zion miró en ambas direcciones, se acuclilló (una vez más con aquellos movimientos rígidos, como si algo le oprimiera), abrió la maleta, sacó dos palancas que pasó a sus compañeros y un pulverizador de pintura, que guardó para él.

—Empecemos.

Los guio hasta un edificio alto, de aspecto destartalado, la típica casa de la Ciudad Vieja con fachada de piedra, puerta de madera y ventanas en forma de arco protegidas por rejas y postigos.

—¿Estás seguro de que está vacía? —preguntó, nervioso, el hombre pálido.

Har-Zion le dirigió de nuevo una mirada penetrante.

—Aquí no hay sitio para nebbish, Schmuely.

El otro parpadeó y bajó la cabeza, avergonzado.

—Pongámonos a trabajar —dijo Har-Zion.

Agitó el pulverizador —el golpeteo de las bolitas que contenía resonó en la calle— y empezó a dibujar una tosca menorah de siete brazos a cada lado de la puerta. La pintura goteó en algunos lugares, y a la luz incierta dio la impresión de que una gigantesca garra estuviera arañando la piedra hasta hacerla sangrar. Sus compañeros empezaron a aplicar las palancas en el hueco que separaba la puerta de la jamba, hasta que el pestillo cedió con un crujido. Miraron a ambos lados de la calle y luego entraron. Har-Zion terminó de dibujar la segunda menorah, recogió la maleta de piel, los siguió al interior y cerró la puerta tras de sí.

Un amigo de la policía de Jerusalén les había hablado de la vivienda. Sus propietarios árabes estaban ausentes, en umra, no quedaba nadie en la casa, de modo que era un objetivo perfecto Para ser ocupado. Har-Zion habría preferido algo más cercano al monte del Templo, algo más ofensivo, más insultante para los musulmanes, pero de momento esto servía a sus propósitos.

Rebuscó en la maleta y extrajo una pesada linterna metálica, la encendió y paseó el haz de luz a su alrededor. Estaban en una sala amplia, apenas amueblada, había una escalera de piedra al fondo y el aire olía a cera y tabaco. Sobre uno de los sofás colgaba un cartel con nueve líneas en árabe, blanco sobre fondo verde, versos del Corán. Har-Zion lo iluminó con la linterna, avanzó y lo rompió en pedazos.

—Avi, echa un vistazo a la parte de atrás. Yo me encargaré de los pisos de arriba. Schmuely, acompáñame.

Entregó una segunda linterna al hombre del pelo rapado y subió por la escalera, cargado con la maleta, examinando las habitaciones frente a las que pasaban, seguido por el hombre pálido. Al llegar al final, abrió una puerta de metal y salió a la azotea, un laberinto de cuerdas para tender la ropa, antenas de televisión, parabólicas y paneles solares. Enfrente se elevaban las cúpulas del Santo Sepulcro y la aguja de la iglesia del Salvador. Detrás se extendía la inmensa explanada pavimentada del monte del Templo, en cuyo centro, iluminado por focos, se veía la corona bulbosa dorada de la Cúpula de la Roca.

—Porque os esparciréis por doquier —murmuró Har-Zion—, y vuestros descendientes poseerán las naciones, y poblarán las ciudades desiertas.

Con frecuencia había imaginado este momento: durante los días oscuros de persecución en su nativa Ucrania, en el hospital del ejército, donde las quemaduras le habían dolido como si le estuvieran arrancando el alma. Durante los últimos años se habían apoderado de tierras (en las afueras de Nazaret, cerca de Hebrón, a lo largo de la orilla de Gaza), pero eso no significaba nada si Jerusalén no podía ser suyo. El monte Moria, el Even Shetiyah, donde Abraham había ido a sacrificar a su único hijo, Isaac, donde Jacob había soñado con la escalera que ascendía al cielo, donde Salomón había erigido el primer templo… que este, de entre todos los lugares, estuviera en poder de los musulmanes era algo que le mortificaba, de una manera física, como una herida supurante.

Y ahora, por fin, lo iban a recuperar. Iban a reclamar lo que les pertenecía por derecho propio. Yerushalym la Dorada, capital de Eretz Israel Ha-Shlema, la patria del pueblo judío. Era lo único que pedían. Tener una patria. Pero los árabes y los antisemitas hasta eso les negaban. Escoria, todos ellos. Cucarachas. Eran ellos quienes deberían ir a parar a las cámaras de gas.

Dio media vuelta, contempló el paisaje y después sacó de la maleta un rollo de tela con dos trozos de cuerda sujetos.

—Hazlo —dijo, y entregó el rollo a su compañero.

El hombre avanzó hacia el borde delantero de la azotea, donde se arrodilló y empezó a atar los extremos de la cuerda a un par de varillas de acero que sobresalían del suelo de cemento. Har-Zion sacó un móvil del bolsillo y tecleó un número.

—Estamos dentro —anunció cuando contestaron—. Empezad a enviar a los demás.

Colgó y devolvió el teléfono al bolsillo. Su compañero terminó de asegurar las cuerdas y lanzó el bulto por el costado del edificio. Se desplegó con un silbido apagado y dejó una bandera blanca y azul colgada delante del edificio, como una cascada, con la estrella de David en el centro.

—Alabado sea Dios —dijo sonriendo.

—Aleluya —susurró Har-Zion.