Francia
Laila desvió el coche alquilado, un Renault Clio color morado, hacia la cuneta, dejó el motor en marcha y se inclinó para mirar a través del parabrisas las murallas del castillo de Montségur en lo alto. Se quedó así un momento contemplando los muros grises desnudos, la cumbre rocosa en forma de cráneo sobre la que se alzaba el castillo, como un barco sobre la cresta de una ola. Después se reclinó en el asiento y echó un vistazo al plano desplegado sobre el asiento del pasajero, volvió a la carretera y continuó su camino.
Tardó otros veinte minutos en llegar a Castelombres. Había comprado un par de guías en Toulouse, lo cual fue una suerte porque sin ellas le habría costado encontrar el pueblo de Castelombres (apenas una hilera de casas y granjas dispersas que ni siquiera aparecía en el plano), y no habría tenido la menor esperanza de localizar su castillo en ruinas, que se hallaba a tres kilómetros de la aldea y lejos de la pista forestal. Incluso con las guías, las ruinas no eran fáciles de encontrar, pues había que ascender por una pista empinada que serpenteaba hasta lo alto de las colinas, después cruzar a pie dos campos cenagosos y seguir subiendo a través de un espeso bosque de espinos y boj gigantesco, por un sendero difícil que en otro tiempo debía de estar bien conservado, pero que ahora se hallaba tan invadido de malas hierbas que no se distinguía de la vegetación circundante. Tan lejos se hallaba el castillo, tan escondido, que Laila estaba a punto de volver sobre sus pasos, convencida de que se había equivocado de camino, cuando el bosque dio paso de repente a una amplia terraza herbosa cortada en la ladera, con vistas espectaculares de las colinas circundantes y, al fondo, el valle. Un letrero de madera roto a su izquierda anunciaba: …ÂTEAU DE CASTELOMBRES.
Quien había destruido el castillo hizo un buen trabajo, porque apenas quedaba nada de él, sólo algunos bloques dispersos de piedra, un par de paredes desmoronadas, la más alta de las cuales le llegaba a la rodilla, y una sola columna agujereada caída de costado en una masa de hierba, como un tronco podrido. Sólo una cosa daba idea del edificio monumental que debió de ser: un magnífico arco al final de la terraza, muy alto, muy estrecho; sus piedras estaban rodeadas de zarcillos serpenteantes de hiedra negra y su vértice formaba una punta afilada que parecía arañar el cielo, como una plumilla que escribiera en una hoja de pergamino gris.
Laila caminó hacia allí, pues supuso que debía de ser una puerta, y al llegar se dio cuenta de que eran los restos de una ventana, de hermosa construcción, con una delicada tracería de lazos, espirales y, en algunos puntos, apenas visibles bajo la gruesa capa de hiedra, flores diminutas talladas en la piedra. El lugar producía una sensación de melancolía casi insoportable, un ojo solitario que contemplaba las colinas, y después de echar un vistazo, Laila dio media vuelta, se ciñó la chaqueta para protegerse del viento frío que había empezado a soplar de repente desde el sur y caminó entre las ruinas.
Con independencia de lo que hubieran hecho allí, los alemanes no habían dejado huella de su presencia, y al cabo de veinte minutos Laila se aburrió del lugar y se encaminó hacia el sendero por el que había subido. En ese momento, oyó un crujido de ramas algo más abajo, acompañado por el lento sonido de unas pisadas, que fue aumentando de intensidad hasta que una mujer de edad avanzada y cara encarnada salió del follaje a la terraza, calzada con botas Wellington y cubierta con una pesada chaqueta marrón. Llevaba en la mano una gran cesta de mimbre llena en sus tres cuartas partes de setas.
—Bonjour —dijo cuando vio a Laila. Su pronunciado acento del Languedoc alargó y desfiguró la palabra, que sonó algo así como «bangyur».
Laila le devolvió el saludo en francés y añadió, por pura educación, un par de comentarios elogiosos sobre la cosecha de setas de la mujer.
—Ah, no está mal —dijo la campesina, sonriente—. Ya no es temporada, pero todavía se pueden encontrar si se sabe buscar. ¿Es usted española?
—Palestina.
La mujer enarcó las cejas, algo sorprendida.
—¿Está de vacaciones?
—Soy periodista.
—Ah.
Se encaminó hacia el bloque de piedra más cercano, dejó la cesta encima y empezó a examinar su contenido.
—Supongo que ha venido para escribir un artículo sobre los alemanes —aventuró la mujer tras un breve silencio.
Laila se encogió de hombros y hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿Se acuerda de ellos? —preguntó.
La mujer negó con la cabeza.
—La verdad es que no. Sólo tenía cinco años en aquel tiempo. Recuerdo que se alojaban en una casa que había al final del pueblo, y que mi padre nos decía que no habláramos con ellos, que no nos acercáramos al castillo, pero aparte de eso…
Se encogió de hombros, alzó una gran seta amarilla, la olió, asintió con la cabeza en un gesto de satisfacción y la tendió hacia Laila.
—Girolle —explicó.
Laila se inclinó y percibió el aroma de la seta, un olor orgánico e intenso.
—Preciosa —dijo—. ¿Qué cree que encontraron aquí arriba?
La mujer gruñó y devolvió la seta a la cesta.
—No creo que encontraran nada. Imagino que es una buena historia, pero la verdad es que la gente había estado cavando aquí durante siglos, en busca de un tesoro enterrado. Si había algo que encontrar, lo habrían descubierto mucho antes de que llegaran los alemanes. Eso creo yo, al menos. Habrá otros que no estarán de acuerdo.
A lo lejos se oyó el retumbar de un trueno.
—¿Ha oído hablar de la caja que se llevaron? —preguntó Laila.
La mujer desechó la idea con un ademán.
—Sí, pero yo nunca la vi. Además, aunque se llevaran una caja, eso no significa que contuviera nada. Igual estaba llena de piedras, por lo que sabemos. O vacía. No, creo que todo es un cuento. Tonterías.
Alzó otra seta, la examinó, chasqueó la lengua y la arrojó entre la maleza.
—Si quiere un buen artículo sobre Castelombres, escriba acerca de los niños.
Laila frunció el ceño.
—¿Los niños?
—Los niños judíos. Los gemelos. A veces, creo que es el motivo de que todo el mundo en el pueblo dedique tanto tiempo a hablar de tesoros, cajas y todo eso. Para intentar olvidar lo que les pasó. Para distraer la atención.
Laila volvió a fruncir el ceño, sin comprender.
—¿Qué gemelos?
La mujer dejó a un lado la cesta y se sentó sobre la piedra. Se oyó otro trueno distante, los árboles susurraron y sisearon cuando el viento estremeció sus ramas.
—Sus padres los enviaron aquí desde París —explicó la mujer mientras observaba las colinas boscosas—. Después de la invasión alemana. Pagaron a una familia de la localidad para que cuidara de ellos. Pensaban que aquí, en el sur, lejos de la zona ocupada, estarían a salvo, porque eran judíos. Como ya he dicho, yo sólo tenía cinco años entonces, pero los recuerdo muy bien, sobre todo a la niña. Jugábamos juntas, aunque ella era mayor que yo. Diez u once años. Hannah. Así se llamaba. Y su hermano, Isaac. Gemelos idénticos. —Suspiró y meneó la cabeza—. Fue algo terrible. Terrible. —Miró a Laila—. Los alemanes los descubrieron. Aquí, en el castillo. Estaban jugando, no pretendían hacer ningún daño, sólo eran unos niños, pero a los alemanes les dio igual. Nadie debía acercarse a las ruinas. El hombre que estaba al mando, un hombre horrible, perverso, los bajó al pueblo y los plantó en medio de la calle. Nunca lo olvidaré, por más que viva, los dos inmóviles uno al lado del otro, aterrorizados, tan pequeños, y el hombre chillando que si alguien desobedecía sus órdenes otra vez le haría lo que iba a hacer a aquellas sabandijas judías. Así los llamó. Sabandijas judías. Y entonces les pegó, delante de todos nosotros, con sus propias manos. Niños pequeños. Les pegó hasta dejarlos inconscientes. Y nadie en el pueblo, ni una sola persona, hizo nada por ayudarlos. Ni una sola voz se alzó, ni siquiera cuando los arrojaron dentro de un camión y se los llevaron. Meneó la cabeza con tristeza.
—Isaac y Hannah, así se llamaban. A veces me pregunto qué fue de ellos. Supongo que murieron en las cámaras de gas. Sobre ellos debería escribir. Es el verdadero secreto de Castelombres, no toda esa basura sobre tesoros enterrados. Pero, siendo palestina, ese tipo de cosas quizá no le interesen.
Desvió la vista de nuevo hacia las colinas y a continuación, con un suspiro, se levantó, cogió la cesta, echó un vistazo al cielo, que se había teñido de un tétrico gris, y dijo que debía marcharse.
—Ha sido un placer conocerla —añadió—. Espero que disfrute el resto de su estancia.
Sonrió, alzó una mano a modo de despedida, dio media vuelta y tras cruzar la terraza, con la cesta de setas oscilando en su mano, desapareció en un bosquecillo de abetos que había pendiente arriba. Se oyó un tercer trueno, esta vez más cercano, y empezó a llover, gotas pesadas como lágrimas que cayeron como si el cielo estuviera llorando.