El Cairo
Después de salir del bloque de apartamentos de los Gratz, Jalifa paseó un rato por el-Maadi. Admiró las casas lujosas, se detuvo en un puesto callejero donde tuvo el capricho de comprar una estatuilla de madera tallada del dios halcón Horus, convencido de que sería un buen regalo para su esposa Zainab. Después, con casi cuatro horas por delante, regresó a la estación de metro y tomó un tren al centro de la ciudad.
Siempre que se encontraba en El Cairo con tiempo libre, acababa en el Museo de Antigüedades Egipcias de Midan Tahrir, y ahí era donde pensaba ir ahora, con la esperanza de perderse, al menos por un rato, en su prodigiosa colección de objetos antiguos. Su viejo amigo y mentor el profesor Mohammed al-Habibi, conservador jefe del museo, estaba dando conferencias en Europa, lo cual era una pena, porque pocas cosas le gustaban más en el mundo que pasear por las galerías del museo en compañía del profesor. Incluso sin él, no obstante, era un lugar mágico, y mientras el tren traqueteaba en dirección norte a través de los barrios polvorientos, experimentó una punzada de emoción e impaciencia al pensar en los prodigios que le aguardaban.
Había ocho estaciones entre el-Maadi y Sadat, la estación más cercana al museo. Por qué bajó cuatro antes de su destino, no tenía ni idea. En un momento dado estaba oscilando de un lado a otro en el vagón abarrotado, contemplando los edificios apiñados que desfilaban ante la ventana, y al siguiente, sin ser consciente de que se había apeado, se hallaba en una calle desierta, ante la estación de Mar Girgus, con la estatuilla de Horus en una mano, mirando un muro de piedra muy bien cuidado, el cual cercaba un amasijo asimétrico de casas, monasterios e iglesias: el Masr al-Qadimah, la Ciudad Vieja de El Cairo.
Aunque conocía la capital casi como la palma de su mano, nunca había visitado ese barrio, una laguna curiosa en sus incursiones geográficas, teniendo en cuenta su fascinación por la historia, puesto que, como indicaba su nombre, era la parte más antigua de la metrópoli, con edificios, o partes de edificios, que databan de la época romana (la ciudad no existía en los tiempos del antiguo Egipto, cuando la capital, Menfis, se hallaba más al sur).
Se quedó parado durante casi un minuto, parpadeando, desorientado, como si acabara de despertar de un sueño profundo y se encontrara en un lugar muy diferente de aquel en que se había acostado. Después, empujado por un impulso que era incapaz de explicar ni resistir, cruzó la calle y bajó por un tramo de escalones de piedra desgastados, los cuales le condujeron bajo el muro que rodeaba el recinto hasta la colmena de edificios que encerraba.
Reinaba un silencio sobrenatural, y todo estaba muy quieto, la atmósfera espesa y húmeda, intemporal, como si las leyes físicas que imperaban en el resto de la ciudad estuvieran en suspenso en ese rincón concreto y todo se hallara sumido en una especie de vacío silencioso e inmutable. Se detuvo, sin saber muy bien qué demonios hacía allí, pero al mismo tiempo imbuido de la curiosa sensación de que su presencia tal vez no se debía al azar, sino que existía un propósito definido. Avanzó de nuevo para enfilar una estrecha calle pavimentada que se extendía ante él como un corte de escalpelo efectuado en las entrañas enmarañadas del barrio. Edificios de piedra y ladrillo ruinosos formaban paredes a ambos lados, salpicadas aquí y allá por gruesas puertas de madera, como bocas correosas, la mayoría cerradas a cal y canto, pero algunas entreabiertas, lo cual permitía vislumbres fugaces de los mundos secretos que custodiaban: un huerto bien cuidado, una habitación llena hasta el techo de leña, una capilla copta invadida por las sombras, con sus columnas estriadas envueltas por la luz de las velas.
De vez en cuando se abrían travesías a derecha o izquierda, silenciosas, desiertas, que le invitaban a desviarse a otra parte del barrio. Siguió su camino por la calle pavimentada que serpenteaba de un lado a otro, hasta que al fin, como un río que desembocara en un estanque, accedió a un polvoriento espacio abierto, en el centro del cual se alzaba un edificio cuadrado de dos pisos construido en piedra amarilla, con ventanas en forma de arco y una cornisa tallada que seguía el borde de su tejado plano. Un cartel plantado en el exterior rezaba: SINAGOGA BEN ESDRAS. PROPIEDAD DE LA COMUNIDAD JUDÍA DE EL CAIRO.
Nunca había visto una sinagoga, y mucho menos entrado, así que por un momento vaciló, pues una parte de él deseaba dar media vuelta y regresar sobre sus pasos. Sin embargo, la sensación de que era ahí donde debía estar, de que de alguna manera inexplicable e involuntaria le habían llamado, era tan intensa que venció todas sus dudas, de modo que, con la estatuilla en la mano, se acercó al edificio y atravesó la entrada arqueada.
El interior estaba fresco y bien iluminado, ornamentado, silencioso. El suelo era de mármol blancogrisáceo, una hilera de lámparas de latón colgaba del techo y, a cada lado, una fila de columnas sustentaban una galería baja de madera. Las paredes estaban pintadas con dibujos geométricos en verde, oro, rojo y blanco, y al fondo de la sala, más allá de un púlpito de mármol octogonal, un tramo de cinco peldaños ascendía a un santuario de madera adornado con exquisitez, con la superficie incrustada de marfil y nácar, y líneas de escritura hebrea grabadas en sus puertas.
Vaciló una vez más, embargado por una curiosa sensación de expectación, después avanzó con parsimonia y atravesó toda la sinagoga hasta detenerse al pie de los escalones que conducían al santuario. Un par de lámparas de latón de forma peculiar, casi tan altas como él, se alzaban a ambos lados, cada una con un largo tallo vertical del que surgían seis brazos que se curvaban con gracia hacia fuera y arriba, tres a un lado, tres al otro, cada uno rematado, al igual que el pie, por una bombilla en forma de llama. Pese a la magnificencia de los demás adornos del edificio, por algún motivo fueron estas lámparas lo que más le llamaron la atención, como si fueran el motivo de su expectación. Se acercó a una, tendió una mano y la cerró alrededor del liso tallo.
—«Harás un candelabro de oro puro, y seis brazos saldrán de sus costados, y sus capiteles, sus cálices y sus flores formarán una sola pieza con él».
Jalifa giró en redondo, sobresaltado. Creía que estaba solo, tenía la certeza de estar solo. Ahora, no obstante, vio que a su derecha, lejos, semioculto en la penumbra bajo la galería, había un hombre sentado en uno de los bancos de madera dispuestos a lo largo de las paredes de la sinagoga. Llevaba una vestidura azul oscuro y un gorro que parecían fundirse con las sombras (la razón de que no hubiera reparado antes en él, probablemente), y una barba blanca que le llegaba casi hasta la mitad del pecho. Sus ojos eran de un azul extraordinario y parecían refulgir en la oscuridad como estrellas en un cielo nocturno.
—Se llama menorah —dijo el desconocido con voz suave y musical.
—¿Cómo dice?
—La lámpara que sujeta. Se llama menorah.
Jalifa cayó en la cuenta de que su mano todavía aferraba el tallo del candelabro. La retiró, avergonzado, como si le hubieran sorprendido tocando algo que no debía.
—Lo siento —dijo—. No tendría que haber…
El desconocido agitó una mano y sonrió.
—Es bueno que le interese. La mayoría de la gente pasa de largo sin fijarse. Si quiere tocar, adelante, se lo ruego.
Miró fijamente a Jalifa (el detective no había visto jamás unos ojos tan azules y brillantes) y después se levantó y caminó hacia él, con movimientos curiosamente ágiles y dinámicos, casi como si estuviera flotando. Si bien el pelo y la barba eran blancos como el hielo, cuando se acercó a la luz Jalifa vio que su piel era suave y tersa, sin arrugas, y el cuerpo bien recto, de modo que era imposible adivinar su edad. Producía una sensación desconcertante. No amenazadora, sólo… extraña. Como si no fuera de este mundo, como si no existiera en el tiempo real, sino que formara parte de un sueño.
—¿Es usted el… imam de aquí? —preguntó el detective; apenas reconoció su propia voz, que sonó extrañamente apagada, como si estuviera hablando bajo el agua.
—¿El rabino? —El hombre sonrió de nuevo, mientras su mirada se posaba en la estatuilla de Horus que Jalifa sujetaba en la mano izquierda—. No, no. Aquí no hay rabino desde hace más de treinta años. Yo soy un simple… guardián. Como mi padre antes que yo, y su padre antes que él, y el suyo antes que él. Cuidamos de… las cosas.
Su tono era prosaico, distendido. No obstante, la elección de las palabras, la forma en que su mirada escrutaba y envolvía a Jalifa, penetraba en su interior, parecían insinuar un significado más profundo, cierto grado de mutua comprensión que trascendía lo que se verbalizaba. Si bien siempre había desdeñado a quienes creían en lo paranormal (hunkum-funkum, como decía el profesor al-Habibi), el detective no podía escapar a la inquietante convicción de que el hombre no sólo sabía muy bien quién era él, sino que era, de una manera indefinible, el responsable de su presencia allí. Meneó la cabeza, desconcertado, y retrocedió medio paso. Siguió un largo silencio.
—¿Significa algo la palabra «menorah»? —preguntó por fin, con la intención de entablar conversación, de aligerar la atmósfera de gravedad que parecía rodearlos.
El desconocido bajó la mirada hacia Jalifa (le sacaba casi una cabeza). Después, con una leve sonrisa de complicidad, como si hubiera estado esperando la pregunta, se volvió hacia la lámpara, y sus ojos color zafiro centellearon a la luz de sus bombillas en forma de llama.
—En hebreo quiere decir «candelabro» —contestó con voz queda—. La lámpara de Dios. Un símbolo de grandísimo poder para mi pueblo. El Símbolo. El signo de los signos.
Lejos de aligerar la atmósfera, Jalifa intuyó que su pregunta sólo había servido para espesarla más. Pese a eso, a pesar de sí mismo, no pudo evitar sentirse atraído por las palabras del hombre, como si estuviera escuchando una especie de encantamiento.
—Es… bonita —murmuró, mientras recorría con los ojos el tallo de la lámpara y la suave curva de sus brazos.
—A su manera —repuso el hombre—. Aunque, como todas las reproducciones, no es más que una sombra del original; la primera lámpara, la verdadera, la que el gran orfebre Bezalel forjó en los albores del tiempo, en los días de Moisés y el Éxodo de Egipto. —Tocó con la yema de los dedos el brazo exterior de la lámpara—. Esa sí era muy bonita —añadió, y sus ojos destellaron como si un par de mariposas azul eléctrico se hubieran posado a cada lado del puente de su nariz—. Siete brazos, capiteles en forma de flores, cálices como almendras, toda ella forjada con un solo bloque de oro macizo: el objeto más bello de la historia. Se alzaba en el tabernáculo desierto y en el primer templo que Salomón construyó, y en el segundo templo también, hasta que llegaron los romanos y se perdió para el mundo. Sucedió hace casi dos mil años. Tal vez alguna vez volverá a ser vista… —Se encogió de hombros—. Quién sabe. Quizá algún día. —Guardó silencio un momento, mientras contemplaba el candelabro con una expresión extraña y distante en los ojos, como si estuviera recordando tiempos pretéritos. Después bajó la mano y se volvió hacia Jalifa.
—En Babilonia —prosiguió—. Es lo que dice la profecía. En Babilonia se encontrará la verdadera menorah, en la casa de Ab-ner. Cuando llegue el momento.
Una vez más, por alguna razón que no pudo explicar, el detective tuvo la inquietante sensación de que las palabras del hombre decían más de lo que parecían expresar, de que, aunque no comprendía muy bien su significado, no por ello dejaba de ser importante. Sostuvo un momento su mirada y después apartó la vista. Sus ojos vagaron por el interior de la sinagoga, hasta que se posaron en el reloj que colgaba sobre la entrada.
—¡Maldita sea!
Estaba seguro de que sólo llevaba quince minutos dentro, veinte a lo sumo. No obstante, según el reloj, pasaban de las cinco, lo cual significaba que había estado en la sinagoga más de tres horas. Consultó su reloj, que confirmó sus temores, y meneando la cabeza con perplejidad dijo que debía irse.
—He perdido por completo la noción del tiempo.
El hombre sonrió.
—La menorah puede provocar ese efecto. Es una fuerza muy… misteriosa.
Los dos hombres se miraron, y Jalifa experimentó la fugaz sensación de que caía, como si se precipitara desde una gran altura a un charco de agua azul. Movió la cabeza en un gesto de despedida y se dirigió hacia la entrada de la sinagoga.
—¿Puedo preguntarle su nombre? —dijo el hombre antes de que saliera.
Jalifa se volvió.
—Yusuf —contestó. Después, más por educación que por verdadero interés, preguntó—: ¿Y usted?
El hombre sonrió.
—Soy Shomer Ha-Or. Como mi padre antes que yo, y su padre antes que él. Espero volver a verle, Yusuf. De hecho, sé que lo haré.
Antes de que el detective pudiera preguntar qué quería decir, el hombre agitó la mano a modo de despedida y se encaminó de nuevo hacia las sombras del lateral de la sinagoga, con aquellos peculiares movimientos ágiles, hasta que desapareció de la vista como si hubiera partido de este mundo.