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Cambridge

Laila se levantó a las cinco de la madrugada, cuando Topping aún dormía, recogió en silencio sus cosas, salió de puntillas del dormitorio y se fue de la casa.

No estaba segura de por qué se había acostado con él. Había sido un buen compañero (ingenioso, encantador, atento), y el polvo había sido fantástico, uno de los mejores de su vida. Pese a ello, en ningún momento se había abandonado a la experiencia. Sólo se había permitido desaparecer en el torbellino del sexo. Incluso cuando le había cabalgado, con sus pequeños y prietos pechos perlados de sudor, se había mantenido en parte al margen de la experiencia, encerrada en sus pensamientos, dándole vueltas a lo que había averiguado, a los acontecimientos de Oriente Próximo, como si su cuerpo fuera un simple vehículo inanimado, programado en piloto automático, mientras ella, el conductor, iba sentada dentro concentrada en algo muy diferente.

Cerró la puerta principal y salió a la calle desierta, con hileras de pulcras casas victorianas a cada lado, el mundo que la rodeaba todavía gris y silencioso, ya no oscuro, pero tampoco luminoso, esa tierra de nadie que separa la noche de la aurora.

La noche anterior había llamado a Jean-Michel Dupont, el contacto de Topping en Toulouse, y le había explicado que estaba interesada en Dieter Hoth y sus excavaciones en Castelombres. Se había citado con él en la tienda de antigüedades a la una y media de la tarde, y luego había reservado un pasaje en el vuelo de British Airways que despegaba de Heathrow a las diez. De pronto se le ocurrió que, con tanto tiempo por delante, podía ir andando hasta Grantchester, echar un vistazo a la vieja casa donde había ido a vivir después de la muerte de su padre. Hacía mucho tiempo que sus abuelos habían fallecido, pero su madre, por lo que ella sabía, aún residía allí con su segundo marido. Un abogado. ¿O era banquero? Laila no estaba segura. No hablaba con ella desde que había vuelto a casarse, seis años antes, incapaz de perdonar lo que consideraba una grotesca traición a la memoria de su padre.

Sí, pensó, sería estupendo volver a ver la casa, con su tejado cubierto de musgo, el jardín lleno de ciruelos y manzanos, lo más lejos posible del polvo y el horror de Palestina. Incluso estuvo a punto de cruzar la calle en dirección a la vía peatonal que, si la memoria no la engañaba, conducía a través de las vegas que bordeaban los límites orientales de la ciudad. No obstante, se detuvo después de recorrer unos pocos metros, meneó la cabeza como diciendo: «¿Qué coño vas a hacer allí?», dio media vuelta y se alejó en dirección contraria, hacia la estación, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos al pensar en lo sola que estaba en el mundo, una soledad absoluta e irrevocable.