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Jerusalén

Har-Zion enrolló en sentido contrario a las agujas del reloj las correas de cuero de los tefilin alrededor del bíceps de su brazo izquierdo y de sus dedos enguantados, con cuidado de que el estuche que contenía los pasajes sagrados quedara justo al lado de su corazón, sin dejar de recitar las palabras sagradas:

—Bendito seas, oh, Señor nuestro Dios, Rey del Universo, que nos has santificado con Tus leyes y ordenado que nos pusiéramos las filacterias.

El bíceps y la mano tendrían que haber estado desnudos, pues así lo prescribía la Torá. No obstante, debido a su piel delicada, le resultaba incómodo dejarlos al descubierto y había conseguido una dispensa rabínica que le permitía mantener cubiertas esas partes de su cuerpo.

Terminó de enrollar las siete tiras y sujetó la segunda tefillah a su frente, colocando el estuche de las escrituras entre los ojos. Después movió la cabeza en dirección a Avi para indicarle: «Espérame», se echó un chal de plegarias sobre los hombros y atravesó la explanada iluminada por focos en dirección al HaKotel Ha-Ma’aravi, el Muro Occidental, último vestigio del antiguo templo, el lugar más sagrado del mundo judío.

Hacía tiempo que no iba allí, más de una semana. Le habría gustado ir más a menudo, cada día si fuera posible, pero debido a sus múltiples compromisos no tenía tiempo. Esa noche, sin embargo, había encontrado un rato. Había cosas que no podía delegar.

Llegó al Muro y se situó en el extremo de la izquierda, alzó la vista hacia la pared de veintitrés metros de altura, hecha de gigantescos bloques de piedra, que se cernía sobre su cabeza como un intrincado tablero de juego, con todas las grietas de la parte inferior llenas de una caspa de papeles doblados en que estaban escritas las oraciones y súplicas de visitantes anteriores. De día, la zona estaba abarrotada de turistas con yamulkas de cartón improvisadas, judíos haredim con chaquetas y sombreros negros, niños que realizaban la ceremonia de su bar mitzvah. Ahora no había nadie en el Muro, aparte de él y un solitario devoto hasídico a su derecha, que se inclinaba una y otra vez mientras rezaba, como un cuervo que recogiera granos de comida. Echó una rápida ojeada alrededor, después apoyó una mano sobre la piedra, bajó la cabeza y empezó a recitar la shema.

«Como un cuento que ha cobrado vida». Así había descrito el Muro su hermano Benjamín, cuando los dos llegaron allí por primera vez muchos años antes, después de su épico viaje desde las tinieblas de la Unión Soviética. «Como algo salido de un libro o una canción». Har-Zion había guardado aquella imagen en su corazón, la había pulido y embellecido con el tiempo, de manera que ahora, erguido bajo la altísima matriz de piedra amarilla, se sentía en presencia no de algo muerto e inanimado, una reliquia petrificada de un mundo olvidado hacía mucho tiempo, sino de algo vibrante, vivo e importante. Una voz. Así lo imaginaba en su mente. Una voz profunda y sonora que le cantaba desde el vacío sobre cosas que habían existido en otros tiempos (reyes y profetas, el Arca y la Menorah, Moisés, David, Salomón y Esdras), pero también, lo más importante, de cosas futuras: el pueblo de Dios reunido de nuevo, el templo reconstruido, el Sagrado Candelabro vuelto a fundir y lleno de luz. Algunos lo llamaban el Muro de las Lamentaciones y acudían allí a llorar, a mesarse los cabellos, obsesionados con los siglos de exilio y pérdida. Har-Zion no. Para él, era el Muro de los Cánticos; no era un lugar de dolor y nostalgia, sino de esperanza, de dicha y esperanza, un recordatorio tangible y material de que Dios estaba con ellos, de que no los había abandonado, de que eran Su pueblo elegido, precioso por encima de todos los demás. De que perdurarían, al igual que el Muro había perdurado, con independencia de lo que la naturaleza y los hombres intentaran contra ellos.

Continuó recitando. Las palabras de la oración ascendían y remolineaban en el suave zumbido musical de su voz, hasta que llegó al final y enmudeció. En ese momento, una figura alta de hombros anchos se detuvo a su lado, jadeando como si hubiera estado corriendo. Se refugió en un profundo charco de sombras en el extremo izquierdo del Muro, de modo que la oscuridad ocultaba su rostro. El solitario hasídico ya se había marchado, los dos hombres estaban solos.

—Llegas tarde —observó Har-Zion, con voz apenas audible.

El hombre se hundió aún más en las sombras y murmuró una disculpa.

Har-Zion metió la mano en el bolsillo y extrajo una hoja de papel doblada, que deslizó en el hueco entre dos bloques de mampostería.

—Todos los detalles están aquí. El nombre del chico, su dirección de contacto. Limítate a seguir las instrucciones. Será…

Se oyeron pasos que se acercaban y un joven soldado se dirigió al Muro, hasta detenerse a unos metros a su derecha. Har-Zion movió un dedo para indicar a su compañero que la conversación había terminado. Se inclinó para besar el Muro, después dio media vuelta y, sin mirar atrás, atravesó la explanada hacia el punto donde le esperaba su guardaespaldas Avi.

Cinco minutos después, cuando el joven soldado terminó de rezar sus oraciones y se marchó, el hombre sacó de la grieta la hoja doblada y la guardó en el bolsillo de los pantalones.