Cambridge, Inglaterra
Pasaban de las cinco cuando Laila llegó por fin a Cambridge. Era una tarde cálida y brumosa, impropia de la estación, con un cielo caliginoso y aromas de cerezos en flor y césped recién podado en el aire. Había llegado desde Londres en tren, y en otras circunstancias habría recorrido a pie los casi tres kilómetros que separaban la estación del centro de la ciudad; hacía años que no visitaba esta parte del mundo y le habría gustado volver a ver algunos lugares queridos de los tiempos en que había vivido aquí con sus abuelos, después de que su madre y ella huyeran de Palestina. Sin embargo, el tiempo se le echaba encima y estaba ansiosa por localizar al escurridizo profesor Topping.
Al salir de la estación, paró un taxi y diez minutos después atravesaba la entrada en forma de arco del St. John’s College. El conserje le informó de que el estudio del profesor Topping se encontraba en la escalera I del Segundo Patio; después de darle las gracias, Laila cruzó un gran patio silencioso (césped inmaculado, edificios Tudor de ladrillo rojo, capilla ornamentada de ventanas arqueadas) y pasó a otro.
La escalera I se hallaba al fondo a la izquierda. Había un tablón clavado en la pared con casillas que indicaban quiénes de los que ocupaban las habitaciones del edificio se encontraban allí en ese momento. La del profesor Topping indicaba «ausente», lo que hizo que Laila experimentara cierto pánico (joder, pensó, he venido hasta aquí para nada), hasta que bajó por la escalera un corpulento estudiante con una camiseta de rugby roja y blanca, el cual, al preguntar ella por el paradero del profesor, le aseguró que se encontraba en sus aposentos.
—Le he oído gritar —explicó—. No haga caso del tablón. Hace dos años que vivo en el piso situado bajo el que él ocupa y jamás ha puesto «presente».
Aliviada, aunque no muy tranquila (el profesor no parecía el tipo de persona que recibía con alegría a visitantes inesperados), empezó a subir por la escalera. Los peldaños de madera chirriaron y crujieron bajo sus pies, y continuó hasta el último piso, donde encontró una puerta con la inscripción PROFESOR TOPPING pintada al lado en la pared.
Titubeó al imaginar, como había hecho la tarde anterior, a un académico viejo y cascarrabias con gafas de media luna, chaqueta de tweed y mechones de vello sobresaliendo de las orejas, pero avanzó un paso y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar.
—¡Ahora no!
—¿Profesor Topping?
—¡Ahora no!
Su tono era airado y hostil. Laila se preguntó si tal vez debía ir a tomar un café y regresar cuando el hombre estuviera de mejor humor. Sin embargo, no había hecho un viaje tan largo para rendirse ante el primer contratiempo, de modo que apretó los dientes, levantó la mano y llamó con los nudillos por tercera vez.
—Le agradecería que me concediera un momento de su tiempo, profesor Topping —exclamó.
Siguió una pausa breve y amenazadora, la calma que precede a la tempestad, y después se oyó el sonido de unos pasos que se acercaban a toda velocidad. Se abrió una puerta interior, y después la exterior, a la que había llamado.
—¿Es que no entiende el inglés, joder? ¡He dicho que ahora no! ¿Qué coño le pasa?
Por un momento, se quedó demasiado sorprendida para hablar, pues, en lugar del anciano académico que esperaba ver, se encontró ante un hombre alto, apuesto, de cabello oscuro y poco más de cuarenta años, vestido con bermudas y camisa de algodón con el cuello abierto que dejaba ver el vello negro de su pecho. La sorpresa sólo duró un instante; después, enfurecida, le apostrofó.
—¡Que le den por el culo, capullo presuntuoso! He venido desde Jerusalén porque no tiene un puto teléfono como cualquier ser humano normal, de modo que haga el favor de ser un poco respetuoso, joder.
Suponía que le cerraría la puerta en las narices, pero el profesor se limitó a mirarla, un poco impresionado. Después arqueó las cejas, dio media vuelta y volvió al interior. Laila se quedó en el umbral, sin saber qué hacer.
—Entre —gritó el hombre sin volverse—. Puede que sea un capullo presuntuoso, pero al menos sé cuándo debo ceder. Cierre la puerta al entrar. Las dos. No quiero sentar un precedente.
Demasiado sorprendida para discutir, Laila obedeció, cerró ambas puertas y le siguió al interior del estudio.
Todo estaba manga por hombro, hasta el último centímetro de espacio disponible (suelo, repisa de chimenea, antepecho de ventana, escritorio) cubierto de montañas tambaleantes de papeles y libros, como si un tornado especialmente violento hubiera arrasado la habitación. Tan absoluto era el caos que tardó un momento en darse cuenta de que dos montículos en forma de butaca cerca de la ventana eran exactamente eso, un par de butacas sepultadas bajo ropas desechadas y volúmenes manoseados de la Historia medieval de Cambridge. Topping se abrió camino hacia ellas y empezó a despejar una para que Laila pudiera sentarse.
—No he oído bien su nombre.
—Laila. Laila al-Madani.
—¿Y es usted…?
—Periodista.
—Ya me parecía que no pertenecía al mundo académico —dijo el hombre, al tiempo que retrocedía e indicaba la butaca, despejada de su camuflaje de libros y ropa sucia—. Demasiado atractiva.
Su tono era tan práctico que logró decirlo sin que sonara como una mala frase de película barata. Laila se sentó, mientras él se habilitaba un espacio en la otra butaca.
—¿Café? —preguntó, y movió la cabeza en dirección a una pequeña puerta que se hallaba en una esquina de la habitación, a través de la cual Laila vio una cocina pequeña y estrecha. Declinó la invitación.
—¿Una copa?
—Es demasiado temprano para mí.
Dio la impresión de que su respuesta sorprendía en cierta manera al hombre, como si la posibilidad de que existiera una relación entre una copa y el momento del día jamás se le hubiera pasado por la cabeza. No insistió. Terminó de despejar su butaca, fue a la cocina, sacó una botella de Budwar de la nevera y la abrió con el borde del aparador.
—¿De veras ha venido desde Jerusalén? —preguntó—. ¿O sólo intentaba hacerme sentir culpable?
Ella le aseguró que había dicho la verdad.
—Supongo que debería sentirme halagado —afirmó el hombre mientras se sentaba frente a ella—. La mitad de mis alumnos ni siquiera se digna venir a mis aposentos desde el otro lado de la universidad.
Bebió un trago de cerveza, estiró las piernas y la miró.
—¿Y bien?
Laila le sostuvo la mirada un momento (vaya si era guapo) y después se agachó para buscar algo en su bolsa.
—Quería preguntarle acerca de una conferencia que dio hace unas semanas —dijo—. El Pequeño Guillermo y el Secreto de Castelombres. —Se enderezó tras coger la libreta, el bolígrafo y la hoja impresa de la página web de la Sociedad Historiográfica del St. John’s College—. He intentado investigar este asunto de Castelombres para un artículo que estoy escribiendo, pero creo que no voy a ningún sitio. He tratado de extraer información de internet, pero… Bien, a juzgar por la descripción de su conferencia, tuve la impresión de que tal vez podría proporcionarme algo más detallado.
El hombre enarcó las cejas, sorprendido.
—¿Y ha venido de tan lejos sólo para esto?
—Bien, es evidente que habría sido mucho más fácil si usted hubiera tenido teléfono o correo electrónico…
El hombre esbozó la sombra de una sonrisa, como dándole la razón, se inclinó y tomó otro trago de cerveza.
—Debo decir sin más dilación que la conferencia fue más un divertimento que una disertación sesuda —aclaró—. El tema que me interesa es la identidad cultural en el Languedoc medieval, en especial los archivos de la Inquisición del siglo XIII, de modo que todo este rollo sobre secretos, tesoros enterrados y actividades misteriosas de los arqueólogos nazis me trae al pairo. —Clavó la vista en la botella de cerveza—. Aunque fue interesante. Muy interesante. Incluso importante.
Siguió una breve pausa, como si el profesor estuviera absorto en sus pensamientos, después meneó la cabeza y tendió la mano.
—¿Qué ha averiguado hasta el momento?
Laila sacó la página con las notas que había tomado el día anterior y se la pasó. El hombre la examinó.
—Para ser sincero, no estoy seguro de que pueda añadir gran cosa a esto. Como ya le he dicho, no es mi especialidad. Y aunque lo fuera… —Se encogió de hombros y le devolvió la hoja. Sin embargo, debió de reparar en la expresión decepcionada de la joven, porque se apresuró a añadir—: De todos modos, me atrevería a decir que puedo proporcionarle información general, sobre el contexto y todo eso. Es lo menos que puedo hacer, teniendo en cuenta que ha venido de tan lejos. Si le sirve o no…, bien, será usted quien lo juzgue.
Se levantó y caminó hacia su escritorio, donde empezó a buscar en una enorme montaña de papeles apilados.
—¿Ha estado alguna vez en Castelombres? —preguntó.
Ella admitió que no.
—Vale la pena ir. Aunque no hay mucho que ver. Una ventana de piedra, algunos muros derruidos. Todo invadido de malas hierbas. Pero resulta evocador. Te invade una sensación de melancolía. El castillo de las sombras. Eso es lo que el nombre significa. Muy apropiado. ¡Ajá! —Extrajo un fajo de papeles de la pila—. Las notas de mi conferencia —explicó.
Pasó las páginas, apoyado sobre el borde del escritorio; el movimiento provocó que la montaña de papeles tras él, ya en precario equilibrio, se viniera abajo. No hizo caso.
—Muy bien —dijo—, empecemos por el principio. Por lo que podemos deducir de las fuentes contemporáneas, tan escasas que casi podríamos calificarlas de inexistentes (un par de genealogías incompletas, algunos títulos de propiedad, testamentos, ese tipo de cosas), Castelombres no tenía nada de extraordinario, al menos hasta finales del siglo XI. Era el típico señorío de escasa importancia del Languedoc. Sus señores eran propietarios de tierras e inmuebles, se casaban con otros nobles de la región, hacían donaciones a instituciones religiosas, juraban fidelidad a los condes de Foie. De lo más normal. Después, alrededor de 1100, las cosas empezaron a cambiar de repente. Un cambio muy drástico.
Laila se inclinó hacia delante, y un estremecimiento recorrió su espina dorsal. Si el resultado de sus investigaciones era correcto, y no tenía motivos para pensar que no fuera así, había sido alrededor de 1100 cuando Guillermo de Relincourt descubrió el misterioso tesoro bajo la iglesia del Santo Sepulcro y lo envió a su hermana en Castelombres.
—Una vez más, las fuentes son escasísimas —continuó Topping—. Algunos poemas trovadorescos, un par de fugaces referencias en crónicas contemporáneas y, lo más importante, dos fragmentos de cartas escritas por el erudito judío contemporáneo Rashi. El caso es que todas parecen coincidir en que, a partir de principios del siglo XII, Castelombres empieza a atraer una atención creciente. El motivo es que comienzan a propagarse rumores de que es el lugar donde se guarda un tesoro extraordinario, de poder y belleza sin parangón.
—¿Se sabe qué era? —preguntó Laila, procurando mantener la voz serena.
Topping negó con la cabeza.
—Ni idea. Ni siquiera las fuentes parecen muy seguras. Algunas se refieren a él como «Lo Tresor», otras se limitan a llamarlo secreto o misterio, lo cual implica una especie de significado alegórico o simbólico. No queda claro.
Acabó su cerveza y arrojó la botella a una papelera que se hallaba a un metro y medio de distancia, donde aterrizó con un sonido metálico.
—Aunque no contemos con detalles precisos, sabemos dos cosas con seguridad. En primer lugar, fuera cual fuese este misterioso objeto o secreto, estaba íntimamente relacionado con Esclarmonde de Castelombres, esposa del conde Raimundo III, a quien desde el primer momento parece que se consideró un guardián o figura protectora. En segundo lugar, al parecer poseía un profundo significado para la fe judía. En fecha tan temprana como 1104, según Rashi, los jefes de las principales comunidades judías del Languedoc (Toulouse, Béziers, Narbona y Carcasona) visitan el castillo. Hacia 1120 llegan judíos de lugares tan lejanos como Córdoba y Sicilia. Y hacia 1150 da la impresión de que el lugar había sido consagrado como centro de peregrinación judío y de estudio de la Cábala. Una vez más, debo insistir en la escasez de las fuentes. Aun así, está claro que algo muy extraño estaba ocurriendo en Castelombres durante ese período.
Laila estaba sentada en el borde de la butaca.
—Continúe.
Topping meneó la cabeza.
—Por desgracia, a partir de mediados del siglo XII las fuentes enmudecen por completo. Lo siguiente que sabemos acerca de Castelombres, y lo último, aparece en la llamada Crónica de Guillaume de Pelhisson, que documenta que en 1243, durante la cruzada cátara, el castillo fue arrasado por fuerzas de la Iglesia católica, sus tierras repartidas y la casa de Castelombres borrada de la faz de la tierra. Del misterioso secreto o tesoro, fuera lo que fuese, no se vuelve a hablar nunca más.
Hizo una pausa y miró a Laila por encima de sus notas.
—Al menos hasta que encontré una curiosa referencia hace unos meses, en un documento de la Inquisición que estaba estudiando en la Bibliothéque Nationale de París. El motivo de que todo volviera a empezar.
Se oyó un sonido metálico apagado cuando una campana dio la media hora en el exterior.
—¿Sabe algo acerca de los cátaros? —preguntó.
Laila había leído por encima un libro sobre el tema durante el viaje, de manera que, junto con el material que ya había encontrado en internet, se había hecho una idea básica de la secta.
—Un poco —contestó—. Sé que era una secta herética cristiana que floreció en el Languedoc durante los siglos XII y XIII. Creían… —Echó un vistazo a las breves notas que había garabateado en el avión—. Creían que el universo estaba regido por un Dios de la Luz y un Dios de las Tinieblas, y que todo el mundo material era obra del Dios malo. La Iglesia católica emprendió una cruzada contra ellos. Se atrincheraron en el castillo de Montségur y, justo antes de que este cayera, lograron sacar un fabuloso tesoro burlando a los sitiadores. —Le miró—. Eso es todo lo que sé, me temo.
El hombre asintió con la cabeza, impresionado.
—Es mucho más de lo que la mayoría de la gente sabe, se lo aseguro.
Siguió un breve silencio y los dos se miraron. Después Topping se levantó, fue a la cocina de nuevo y se procuró otra cerveza.
—¿Está segura de que no le apetece una? —preguntó.
—Venga.
El hombre abrió dos botellas, tendió una a Laila y se sentó frente a ella. Estiró las piernas (largas, blancas, delgadas), de modo que sus pies quedaron a escasos centímetros de la butaca que ocupaba Laila.
—Desde hace mucho tiempo el tesoro de los cátaros ha sido objeto de especulaciones —dijo, retomando el hilo de su relato—. Algunas académicas, la mayoría fantasías desbocadas. Ha dado pie a toda clase de teorías acerca de su naturaleza, desde sacos de oro hasta el Santo Grial, pasando por textos religiosos cátaros. La verdad es que, al igual que con el secreto de Castelombres, las fuentes no aclaran nada.
Tomó un trago de cerveza.
—Conocemos la existencia del tesoro gracias a los testimonios que ofrecieron ante la Inquisición los supervivientes del asedio a Montségur. Cuando el castillo se rindió a los cruzados católicos en marzo de 1244, unos doscientos defensores se negaron a renunciar a sus creencias y fueron quemados en la hoguera. A los demás se les concedió la libertad con la condición de que entregaran una confesión completa a los interrogadores de la Inquisición. Han sobrevivido veintidós de estas declaraciones, que suman unas cuatrocientas páginas, y de ellas cuatro mencionan la historia del misterioso tesoro salvado in extremis.
Laila levantó la botella para beber un trago, pero la bajó de nuevo y tomó una nota.
—El pasado diciembre, me topé con lo que parece ser parte de la confesión de un vigesimotercer superviviente de Montségur. También habla del tesoro de los cátaros, pero aporta otros detalles bastante interesantes.
El profesor parecía muy tranquilo, repantigado en la butaca con la botella en la mano. Pese a todo, Laila adivinó por el brillo de sus ojos y la leve aceleración de sus frases que estaba tan entusiasmado como ella por la historia.
—La habían archivado, supongo que por error, con documentos muy posteriores —continuó el profesor—. Era una transcripción del interrogatorio de un superviviente de Montségur llamado Berenger d’Ussat, llevado a cabo por un inquisidor que respondía al nombre de Guillaume Lepetit, Guillermo el Pequeño, o el Pequeño Guillermo, como yo prefiero llamarle. Berenger describe cómo, hacia la Navidad de 1243, unos tres meses antes de que Montségur cayera, cuatro dirigentes cátaros… —consultó sus notas—… Amiel Aicart, Petari Laurent, Pierre Sabatier y un hombre llamado Hugon, lograron escapar del castillo al amparo de la noche, cargados con un importante tesoro. En sí, no era particularmente impresionante. Las otras cuatro confesiones acerca del «tesoro» dicen exactamente lo mismo. Lo que viene a continuación, no obstante, sí es fascinante, porque cuando Guillermo, el interrogador, presiona a Berenger para que proporcione más información sobre este misterioso tesoro, dice… —De nuevo bajó la vista hacia sus notas—… «Credo ut is Castelombrium relatam est unde venerit et ibi sepultara est ut nemo eam invenire posset».
Lo cual, traducido, más o menos significa: «Creo que fue devuelto a Castelombres, de donde procedía, y fue enterrado allí para que nadie lo encontrara».
Laila se quedó boquiabierta.
—¡Dios mío! ¡El tesoro de Montségur y el Secreto de Castelombres son la misma cosa!
Topping se enderezó en su butaca y bebió un trago de cerveza.
—Hemos de reconocer que no es más que un testimonio sin corroborar —afirmó—. Es más que posible que Berenger estuviera intentando confundir a sus inquisidores, darles pistas falsas. Aun así, se trata de una idea enigmática. Muy enigmática. Y quizá no debería resultar tan sorprendente. Al fin y al cabo, Castelombres se encuentra a menos de diez kilómetros en línea recta de Montségur, por lo que es lógico deducir que existía cierta relación entre los dos castillos. Además, la amistad de los cátaros con los judíos era bien conocida, de modo que también es lógico deducir que, ante una fuerza invasora católica y antisemita, los defensores de Montségur ofrecieran refugio al secreto o tesoro alojado en Castelombres. En cuanto a si los señores de Castelombres adoptaron el credo cátaro… —Se encogió de hombros—. Dudo que lleguemos a saberlo algún día, si bien, teniendo en cuenta su relación con los judíos y el hecho de que su castillo fuera destruido por los cruzados, no me extrañaría nada. Para ser sincero, no existen argumentos sólidos. Lo importante es que hay motivos fundados para pensar que lo que hasta ahora parecían ser dos misterios, son en realidad uno solo.
Laila aún no había probado la cerveza. Levantó la botella y tomó un trago rápido mientras se esforzaba por analizar todo cuanto había oído y relacionarlo con lo que sabía: Guillermo de Relincourt descubre un objeto bajo la iglesia del Santo Sepulcro y lo envía a su hermana Esclarmonde en Castelombres; Castelombres se convierte en el foco de un misterioso culto judío; el objeto se traslada a Montségur para protegerlo durante el cataclismo de la cruzada cátara y, cuando Montségur cae, es devuelto a Castelombres y enterrado.
Todo parecía encajar pero, por fascinante que fuera, no la ayudaba a avanzar. Todavía ignoraba muchas cosas, todavía quedaban muchas preguntas por contestar: ¿qué era el misterioso objeto? ¿Por qué era tan importante para los judíos? ¿Cuál era su utilidad para al-Mulatham? ¿Qué había sido de él?
—En la reseña de su conferencia se decía algo acerca de arqueólogos nazis —dijo. Bebió otro trago y cruzó el pie izquierdo bajo la rodilla derecha—. ¿Cómo encajan en la historia?
Topping sonrió.
—Me estaba preguntando cuándo llegaría a esa parte. Es la más curiosa de toda la historia.
Se levantó y caminó hacia la ventana. Miró el patio de abajo. Aparte del sonido apagado de música procedente de una habitación contigua, reinaba un silencio absoluto.
—Las transcripciones de la Inquisición constituyen un tema de estudio muy oscuro —añadió el profesor tras una breve pausa—. No hay mucha gente interesada en ellas. Hay algunos documentos de la Bibliothéque Nationale que no se examinan desde hace años, incluso décadas. En una ocasión me topé con uno que no se había abierto desde mediados del siglo XIX.
Laila se dio unos golpecitos con el bolígrafo sobre la rodilla, mientras se preguntaba adonde quería ir a parar.
—Según los registros de la Bibliothéque —continuó el profesor, al tiempo que se volvía hacia ella—, la última vez que alguien miró el archivo en el que encontré la transcripción de Berenger d’Ussat fue a principios de septiembre de 1943, durante la ocupación alemana de París, cuando la examinó un estudioso alemán llamado Dieter Hoth.
El nombre pareció inspirar una tenue relación en las profundidades de la mente de Laila. Estaba tan saturada de información que no pudo pensar de inmediato en el motivo.
—Continúe.
—Bien, al principio pensé que este tal Hoth, del cual no había oído hablar nunca, lo cual es extraño, dado lo limitado del campo de estudio, debía de haber pasado por alto la transcripción de Berenger, porque no había datos de que hubiera publicado algo al respecto. De todos modos, por pura curiosidad, consulté a un contacto que tengo en Toulouse, un especialista en nazismo, ¿y a que no lo adivina? Menos de una semana después de echar un vistazo al archivo, el mismo Dieter Hoth aparece en pleno Languedoc y se hospeda en el pueblo moderno de Castelombres, esta vez acompañado de una unidad de la guardia de asalto de las SS. ¿Qué cree que hacían allí?
Laila meneó la cabeza. Topping tomó un trago de cerveza y se apoyó contra el antepecho de la ventana, al tiempo que sonreía con ironía.
—Excavar.
La joven lanzó una exclamación ahogada.
—¡No hablará en serio!
—Eso me dijeron.
—¿Encontraron algo?
De nuevo la sonrisa irónica.
—Por lo visto sí, aunque no puedo decirle exactamente qué. Como ya he dicho, los arqueólogos nazis no son mi especialidad.
Miró un momento a Laila, fue a la cocina y empezó a buscar en una alacena. Ella se reclinó en la butaca y bebió su cerveza. La cabeza le daba vueltas; había tanto que investigar, tantos caminos que explorar…
—¿Quién es su amigo? —preguntó al cabo de un momento—. El de Toulouse.
—Yo no le llamaría amigo —contestó Topping—. Es un simple conocido. Le conocí hace un par de años, cuando pasaba un año sabático en la Universidad de Toulouse. Es el propietario de una tienda de antigüedades cerca de St. Sernin. Un hombre raro. Excéntrico. Sabe todo lo que hay saber acerca de los nazis. Se llama Jean-Michel Dupont.
Al igual que Dieter Hoth, dio la impresión de que el nombre pulsaba un lejano timbre en la mente de Laila. Cerró los ojos para concentrarse. Dieter Hoth, Jean-Michel Dupont, Dieter Hoth, Jean-Michel Dupont. ¿De qué le sonaban esos nombres?
De repente, lo recordó. ¡Por supuesto! De la web, la otra noche. El artículo sobre arqueólogos nazis, con la nota a pie de página que contenía las iniciales DH que no había logrado identificar. Abrió los ojos de par en par, buscó entre sus notas y sacó la hoja impresa.
13 de noviembre de 1938
Soc. Thule, cena, Wewelsburg. Moral alta después acontecimientos 9-10, WvS hace una broma sobre la «destrucción de las esperanzas judías». DH dijo que estarían aún más destruidas si lo de De Relincourt saliera bien, tras lo cual larga discusión sobre los cátaros, etc. Faisán, champán, coñac. Disculpas de FK y WW.
—Dios mío —susurró—. Él lo sabía. De Relincourt y Castelombres. Estableció la relación.
—¿Cómo? —preguntó Topping.
Ella no le hizo caso.
—¿Qué fue de ese tal Dieter Hoth?
Topping entró en la sala mordisqueando una manzana.
—Al parecer, murió a finales de la guerra. Un proyectil de la artillería rusa le voló la cabeza. Justo lo que merecía, según el sentir general.
Dio otro mordisco a la manzana y se apoyó contra la puerta de la cocina.
—¿No le apetece comer algo? Conozco una taberna griega muy agradable en Trumpington Street.
Ella le miró distraída.
—¿Me está tirando los tejos, profesor Topping?
Él sonrió.
—Por supuesto.