Luxor
Los dos policías cruzaron el Nilo en el transbordador, un trasto voluminoso y oxidado que surcaba el agua entre una neblina de gases de escape diesel y repetidos bocinazos. Sariya comía altramuces mientras Jalifa, sentado, contemplaba el templo de Luxor iluminado por focos, perdido en sus pensamientos, con la chaqueta de piel de imitación subida hasta la barbilla para protegerse del frío nocturno. En la orilla este subieron unos escalones hasta la Corniche, donde Jalifa pidió a su ayudante las llaves de la casa del muerto.
—¿Va a ir esta noche? —preguntó Sariya, sorprendido.
—Me gustaría echar un vistazo. Para ver si hay algo… raro.
Sariya entornó los ojos.
—¿Qué quiere decir?
—Sólo… raro. Vamos, dame las llaves.
Sariya se encogió de hombros, introdujo la mano en la chaqueta y sacó la bolsa de plástico que contenía las llaves de Jansen. A continuación sacó una libreta, arrancó la hoja donde había anotado las señas del difunto y se la tendió también.
—¿Quiere que le acompañe?
—No, vete a casa —respondió Jalifa, que miró la dirección antes de doblar el papel y guardárselo en el bolsillo—. No tardaré mucho. Sólo quiero comprobar unas cosas. Nos veremos mañana en la comisaría.
Dio una palmada en el hombro de su ayudante, se volvió y llamó a un taxi, que paró en el bordillo. El conductor, un hombre regordete con una imma alrededor de la cabeza y un cigarrillo en la boca, abrió la portezuela de atrás.
—¿Adónde, inspector? —preguntó.
Como la mayoría de los taxistas de Luxor, conocía a Jalifa en persona, pues le había detenido al menos en una ocasión por no llevar la documentación en regla.
—A Karnak —dijo Jalifa—. Sigue recto por la Corniche. Ya te diré dónde debes parar.
Se dirigieron hacia el norte, dejaron atrás el hotel Mercure, el museo de Luxor, el antiguo hospital y la Chicago House, sorteando el tráfico, mientras los edificios de la ciudad se fragmentaban de manera gradual en casas destartaladas rodeadas de matorrales. Medio kilómetro después de haber atravesado el borde norte de la ciudad, Jalifa indicó al conductor que parara frente a una amplia avenida flanqueada de laureles y eucaliptos que arrancaba a la derecha, en dirección a la primera columna iluminada por focos del templo de Karnak.
—¿Quiere que espere? —preguntó el conductor cuando Jalifa bajó.
—No te preocupes. Volveré a pie.
Buscó dinero en el bolsillo, pero el taxista se lo impidió con un gesto.
—Olvídelo, inspector. Estoy en deuda con usted.
—¿Cómo es eso, Mahmud? La última vez que nos encontramos te detuve porque tu seguro había caducado.
—Es cierto —reconoció el hombre—, pero tampoco había pagado el impuesto de circulación, así que salí bien librado.
Sonrió y reveló dos hileras de dientes amarillentos. Con un bocinazo, dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Jalifa contempló un momento el Nilo, cuya superficie brillaba a la luz de la luna como una capa de seda gris ondulante. Después se volvió y caminó hacia la entrada del templo.
Tardó diez minutos en llegar a la casa del fallecido, situada en un recinto apartado, a doscientos metros de la esquina noroeste del complejo del templo, al final de una pista de tierra. Se trataba de una villa baja de una sola planta, rodeada por una verja de hierro alta y semioculta tras una barrera de palmeras y mimosas, que databa de los tiempos anteriores a que Luxor se convirtiera en un centro turístico importante, cuando los únicos visitantes eran arqueólogos o europeos ricos que iban a pasar el invierno en el clima más benigno del alto Egipto. Una tenue niebla se había levantado de un canal de irrigación cercano y se aferraba a la base de la casa, lo que la dotaba de un aspecto siniestro, fantasmal, como si flotara sobre el suelo.
Jalifa miró a través de la verja los parterres bien cuidados, las ventanas de gruesos postigos, los letreros DEJAAS! MAMNU' EL-DUJUUL! (¡Particular! ¡No entrar!), colocados a intervalos regulares en la circunferencia de la verja. Después se acercó a la cancela y giró el pomo. Cerrada con llave. Sacó las llaves del muerto del bolsillo y, a la pálida luz de la luna, las probó una por una hasta encontrar la que buscaba, abrió la cancela y siguió un camino de grava. Cuando pisó el porche delantero, un animal —un gato o un zorro— salió disparado de las sombras, a su derecha, derribó un rastrillo y desapareció entre unos arbustos.
—¡Maldita sea! —masculló el detective, sobresaltado.
Encendió un cigarrillo y volvió a probar las llaves, abrió las tres pesadas cerraduras de la puerta y entró en la casa a oscuras. Localizó un interruptor en la pared y encendió las luces.
Se encontraba en una amplia sala de estar con suelo de madera, muy limpia, con cuatro butacas dispuestas alrededor de una mesita auxiliar redonda de latón, un aparador sobre el que descansaban un teléfono y un televisor, y un voluminoso sofá junto a la pared de la derecha. Enfrente, un pasillo a oscuras conducía hacia la parte posterior de la casa.
Miró alrededor un rato para familiarizarse con el entorno y después se acercó a la pared de la izquierda, donde un óleo de buen tamaño de una montaña escarpada cubierta de nieve colgaba sobre un revistero. Contempló y admiró la pintura (nunca había visto la nieve de verdad), luego se agachó para examinar el contenido del revistero. Había dos al-Ahram, una revista de la Sociedad Egipcia de Horticultura y un boletín del Museo Egipcio de Berlín. Detrás había un ejemplar del Time, en cuya portada aparecían las fotos de dos hombres, uno bajito, corpulento y barbudo; el otro delgado y de nariz aguileña, con una cicatriz lívida que le cruzaba la mejilla izquierda casi hasta la línea de la barbilla. Jalifa lo sacó y leyó el titular: «Har-Zion y Milan: ¿por quién se decanta Israel?», por Laila al-Madani. Reconoció el nombre de la periodista, abrió la revista y pasó las páginas hasta llegar al artículo, encabezado por la fotografía de una joven hermosa de pelo oscuro y corto y grandes ojos verdes, cuya expresión era desafiante y triste al mismo tiempo. La miró un momento, impulsado por la curiosidad, después meneó la cabeza, cerró la revista, la devolvió al revistero y se dispuso a explorar el resto de la casa.
Había cinco habitaciones más: dos dormitorios, un cuarto de baño, un estudio y, en la parte posterior, una espaciosa cocina. Todas estaban inmaculadamente limpias, de una manera casi anormal, como si nadie viviera en la casa; además de los gruesos postigos, todas las ventanas contaban con pesados cerrojos de seguridad de latón. Jalifa examinó las estancias una a una sin buscar nada en particular, sólo con la intención de hacerse una idea de cuál era la atmósfera del lugar, de cómo era el hombre que lo había habitado.
Empezó por el estudio, una habitación amplia con un par de archivadores metálicos en un rincón, librerías del suelo al techo en dos de las paredes y un gran escritorio bajo una ventana. Los archivadores estaban cerrados con llave, pero encontró las llaves en el llavero del muerto y los abrió. El primero contenía sobres de plástico llenos de documentos legales y comerciales. El segundo era una minibiblioteca de transparencias fotográficas, cientos y cientos, todas etiquetadas y guardadas en fundas de plástico, que plasmaban, por lo que pudo colegir, casi todos los yacimientos históricos más importantes de Egipto, desde Tell el-Farain en el Delta hasta Wadi Halfa, en el norte de Sudán.
Cogió un par de imágenes al azar y las alzó a la luz. Reconoció el templo de Seti I en Abido, las tumbas rocosas de Beni Asan, el recinto de Jonsu en Karnak. Contempló largo rato esta última diapositiva, acercándola y alejándola de la luz para enfocarla mejor, frunció el ceño, la devolvió a su funda, cerró con llave los archivadores y caminó hacia una librería. Los volúmenes estaban ordenados alfabéticamente por el nombre del autor y, a excepción de un par de diccionarios y una pequeña sección dedicada a plantas y jardinería, eran casi en exclusiva obras históricas, algunas de historia popular, pero la inmensa mayoría de tipo erudito. Un examen superficial de los lomos reveló títulos en latín, francés, inglés, alemán, árabe y, cosa sorprendente a tenor de lo que había dicho la señorita Shaw sobre la actitud de Jansen hacia los judíos, hebreo. Fuera lo que fuese Jansen, no cabía duda de que había leído mucho y era muy culto.
—¿Cómo es posible que alguien como usted acabe comprando un hotel barato en Luxor? —murmuró para sí Jalifa—. ¿Cuál es su historia, señor Jansen? ¿Para qué tantas medidas de seguridad? ¿De qué tiene miedo? ¿Qué trata de ocultar?
Se quedó un rato en el estudio, dedicado a examinar libros y registrar los cajones del escritorio. Luego fue al cuarto de baño, y después a los dos dormitorios. En el primero de estos, en un pequeño armario situado al lado de la cama, descubrió un par de revistas alemanas pornográficas, con jovencitos en la portada posando desnudos para la cámara. Los miró, fascinado y asqueado, y a continuación los devolvió al armario, que cerró de golpe.
Por último entró en la cocina. Tenía dos puertas. Una, asegurada con dos cerraduras de muesca y un pesado cerrojo de acero, daba acceso a una galería de madera situada en la parte posterior de la villa. La segunda, que también tuvo que abrir con una llave del llavero del fallecido, reveló un empinado tramo de escalera que descendía hasta perderse en la oscuridad. Empezó a bajar con cautela. Los peldaños de madera crujieron bajo su peso, la negrura le envolvió y desorientó, hasta tal punto que se vio obligado a apoyar la mano derecha en la fría pared de piedra para conservar el equilibrio. Al llegar al pie, sus dedos rozaron un interruptor, que accionó.
Tardó un segundo en asimilar lo que estaba viendo, y entonces soltó una exclamación de estupor.
—¡Dios mío!
Antigüedades. Por todas partes. Sobre mesas de caballete dispuestas en el centro de la sala, en estanterías que ocupaban todas las paredes, en cajas y arcas apiladas en las esquinas. Cientos y cientos de objetos, cada uno guardado en su bolsa de plástico, cada uno acompañado por su etiqueta escrita a mano, la cual detallaba qué era, dónde y cuándo había sido encontrado, y la fecha estimada.
—Es como un museo —susurró Jalifa con incredulidad—. Su museo particular.
Se quedó un momento como petrificado, y después se acercó a la mesa más cercana. Cogió una bolsa con una figurita de madera en su interior. «Shabti, KV39, pasillo este —leyó en la tarjeta adjunta—. Madera. Sin texto ni decoración. XVIII Dinastía, probablemente Amenhotep I (c. 1525-1504 a. C.). Encontrado: 3 de marzo de 1982». KV39 era una enorme tumba llena de escombros situada en un pliegue de las colinas que dominaban el Valle de los Reyes, y muchos creían que era el lugar de descanso definitivo del faraón de la Decimoctava Dinastía Amenhotep I. Nunca había sido excavada de manera correcta. No cabía duda de que Jansen había ido a excavar por su cuenta.
Jalifa devolvió la figurita a la bolsa y cogió otro objeto. «Fragmento baldosa de suelo vidriada, Amarna (Ajetatón), palacio norte. Dibujo cañas de papiro en verde, amarillo y azul. XVIII Dinastía, reinado de Ajenatón (c. 1353-1335 a. C.). Encontrado: 12 de noviembre de 1963». Era una pieza hermosa, aunque estaba rota, de colores vivos y brillantes. Las cañas de papiro pintadas se inclinaban levemente, como mecidas por una suave brisa. Una vez más, la había desenterrado el propio Jansen. Jalifa le dio vueltas en la mano, meneó la cabeza, la dejó en su sitio y examinó el resto del sótano.
Era una colección extraordinaria, increíble; el resultado, a juzgar por las etiquetas acompañantes, de más de cinco décadas de excavaciones subrepticias… e ilegales. Algunos de los objetos (un pequeño hipopótamo de cerámica vidriada, un ostracon bellamente decorado con la tríada tebana de Amón, Mut y Jonsu) poseían un gran valor. La mayoría, sin embargo, o estaban dañados o eran tan vulgares que carecían de valor. El principio rector parecía no ser tanto el deseo de amasar objetos raros o hermosos como el simple placer de desenterrar cosas, con el fin de recuperar y etiquetar fragmentos del pasado. Era, pensó Jalifa, el tipo de colección que a él le habría gustado poseer. La colección de un amante de la historia. De un arqueólogo.
En la esquina del fondo descubrió una pequeña caja fuerte, con un disco graduado y una palanca en la parte delantera. Intentó girar esta última, pero la puerta continuó obstinadamente cerrada, y al cabo de un minuto desistió de sus intentos.
Consultó su reloj.
—¡Maldita sea!
Había prometido a Zainab, su esposa, que estaría en casa a las nueve para leer un cuento a los niños y ya pasaban de las diez. Echó un último vistazo a su alrededor, volvió hacia la escalera y alzó la mano para apagar la luz. En ese momento, reparó en que la puerta de arriba, que se abría hacia dentro, se había medio cerrado, y pudo ver la parte posterior. De un gancho colgaba un sombrero de fieltro verde y ala ancha, de uno de cuyos lados sobresalía un penacho de plumas largas. Se detuvo, empezó a subir por la escalera poco a poco, como a regañadientes. Levantó el sombrero del gancho y lo sostuvo ante él.
—Parecía que llevara un pájaro en la cabeza —musitó con voz ronca, como si tuviera un nudo en la garganta—. Un pájaro peculiar.
Contempló el sombrero y de repente, enfurecido, dio un puñetazo en la puerta, que se cerró de golpe.
—¡Maldita sea! —masculló—. ¡Tiene que ser una coincidencia! ¡Por fuerza!