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Luxor

Jalifa apagó su enésimo cigarrillo del día, vació su vaso de té y se derrumbó en la silla, agotado.

Estaba en su despacho desde las cinco de la madrugada, y eran ya casi las dos del mediodía. Nueve horas dándose con la cabeza contra un muro de ladrillo.

En primer lugar había enviado por fax fotografías de Jansen a la Interpol y a la policía holandesa, con la vana esperanza de que apareciera algo en sus archivos (no había sido así), y después se había pateado Luxor durante un par de horas, visitando las tiendas de algunos de los anticuarios más prestigiosos de la ciudad, con la intención, fallida, de establecer algún vínculo entre Jansen y el mercado de objetos robados. Estaba claro que el hombre no había tratado de vender los artículos hallados en su sótano.

A continuación había regresado a su despacho, donde pasó el resto de la mañana sentado a su escritorio repasando lo que había descubierto durante las últimas dos semanas, anotando en fichas los elementos del caso que consideraba fundamentales (Tot, al-Mulatham, los nazis, Faruk al-Hakim, todo); después, como un epigrafista que reuniera los fragmentos de una inscripción destrozada, intentó disponer las fichas en una pauta reconocible. Por más que lo intentó, empero, no consiguió distinguir nada inteligible ni averiguar adonde le conducían las pistas.

Encendió otro cigarrillo, abandonó el despacho con un gruñido malhumorado y salió de la comisaría a la calle el-Matuf para respirar un poco de aire puro y despejarse. Había un puestecito de bebidas en la esquina con Sharia Karnak Temple. Pidió un vaso de karkaday y, acuclillado junto a la pared de la comisaría, bebió el frío líquido color rubí, mientras observaba a un chico de la panadería que pasaba en bicicleta con una gigantesca bandeja de aish baladi sobre la cabeza.

La verdad era que se estaba quedando sin opciones. Faruk al-Hakim había muerto, de modo que no podía hablar con él, y, aunque faltaban por indagar algunas pistas de escasa importancia, la investigación, tal como él lo veía, había llegado a depender de dos factores clave: hablar con los amigos de Jansen en El Cairo y obtener alguna información útil del desagradable detective israelí. Los Gratz seguían negándose a dar señales de vida. No cabía duda de que estaban en casa, porque dos vecinos habían informado, por separado, de que habían oído voces dentro de su apartamento. Por motivos que sólo ellos conocían, la pareja se estaba haciendo la remolona y, a menos que se presentara en El Cairo y llamara a su puerta en persona, Jalifa no albergaba inmediatas esperanzas de hacerlos hablar.

De modo que sólo quedaba Ben Roi. El policía maleducado, incompetente y perezoso. Jalifa ya había llamado a su despacho cuatro veces aquella mañana, y en cada ocasión le había respondido el contestador automático, en cada ocasión había dejado un mensaje cada vez más brusco, preguntando si el israelí había logrado averiguar algo acerca de Hannah Schlegel. El hombre aún no había contestado, lo cual alimentaba sus sospechas de que le estaba dando largas, de que no le tomaba en serio.

Exhaló un suspiro de frustración y terminó su karkaday, cerró los ojos y dejó que el sol de mediodía le acariciara la cara, tibio y relajante, todavía carente del feroz calor abrasador que llegaría con el verano.

—Maldito seas, Ben Roi —murmuró, mientras daba una calada al cigarrillo—. Que te den por el culo.

—Veo que todo va bien.

Abrió los ojos. Su ayudante, Mohammed Sariya, estaba de pie a su lado.

—Creo que es la primera vez en la vida que le oigo maldecir —añadió Sariya, impresionado.

—Es la primera vez que me las tengo que ver con los putos israelíes —gruñó Jalifa, al tiempo que arrojaba el cigarrillo a la alcantarilla y se ponía en pie. Devolvió el vaso al vendedor callejero, cogió del brazo a Sariya y los dos volvieron a la comisaría.

—Me han dicho que estás trabajando con Ibrahim Fathi —dijo.

Fathi era otro detective de la comisaría, conocido popularmente como al-Homaar, el Burro, porque encaraba el trabajo policial de una forma desprovista de imaginación, con más empeño que brillantez. No era sorprendente que fuera uno de los favoritos de Hasani.

—¿Algo interesante?

—Un par de mercaderes de bananas que falsificaban el peso en al-Bayadiya —contestó Sariya—. Y un misterioso caso de robos múltiples de pollos en Bayarram. Nunca había tenido tantas emociones cuando trabajaba con usted.

Jalifa sonrió. Jamás lo habría admitido, pero le preocupaba la posibilidad de que a Sariya le gustara trabajar con al-Homaar, atenerse a las reglas para variar. Le tranquilizó darse cuenta de que no era así, y se sintió menos aislado. Había echado mucho de menos a su ayudante durante los últimos días.

Pasaron entre los puestos de guardia situados a cada lado de la entrada de la comisaría y empezaron a subir por la escalera principal.

—Hablando en serio, ¿cómo le va? —preguntó Sariya mientras subían—. No muy bien, por lo que deduzco.

Jalifa se encogió de hombros, pero no dijo nada.

—¿Puedo hacer algo? Llamadas, por ejemplo.

Jalifa sonrió y le palmeó el brazo.

—Gracias, Mohammed, pero creo que debo seguir actuando solo. No estoy agobiado. Sólo desorientado. Como de costumbre.

Llegaron al final de la escalera. El despacho de al-Homaar, donde Sariya estaba trabajando, se hallaba al final del pasillo a la derecha; el de Jalifa se encontraba a la izquierda.

—Infórmame de cómo acaba el caso de los mercaderes de bananas —dijo, al tiempo que soltaba el brazo de Sariya. Le guiñó un ojo y se alejó. Dio un par de pasos y se volvió—. ¡Eh, Mohammed! Una cosa.

Sariya le acompañó hasta su despacho. El teléfono estaba sonando cuando entraron.

—¿Quiere que conteste? —preguntó Sariya.

Jalifa hizo un gesto despectivo.

—Será Hasani, para saber cómo me va. Que espere.

Se encaminó hacia su mesa y, sin hacer caso del teléfono, empezó a buscar entre las pilas de papeles amontonados, hasta que sacó la diapositiva que se había llevado de casa de Jansen.

—No creo que sea nada, pero a ver si puedes descubrir dónde está la tumba. Para ser sincero, es algo más personal que profesional, de modo que no pierdas demasiado tiempo. Hazlo cuando tengas un momento.

Sariya alzó la diapositiva a la luz. El teléfono continuaba sonando, insistente, ruidoso, atronando la habitación.

—Y será mejor que no le digas nada a Fathi —añadió Jalifa, al tiempo que lanzaba una mirada de irritación al teléfono—. No le haría ninguna gracia saber que trabajas para los dos a la vez.