Israel, aeropuerto Ben Gurion
Salim, el amigo que Laila tenía en la agencia de viajes, le había reservado asiento en un vuelo de British Airways a mediodía con destino a Heathrow. Había un servicio anterior de El Al con el mismo destino, pero era más caro y, en cualquier caso, se había propuesto firmemente no utilizar jamás las líneas nacionales israelíes, de modo que había elegido el vuelo posterior, más barato.
Kamel, su chófer, la había dejado en el Ben Gurion a las ocho y media de la mañana, en el aparcamiento principal del aeropuerto, frente a la gigantesca escultura de la menorah obra de Salvador Dalí. El hombre estaba de un humor de perros, peor que de costumbre, y en cuanto Laila y su equipaje estuvieron fuera del coche, cerró con brusquedad la portezuela del pasajero y se alejó sin despedirse.
—Que te den por el culo a ti también —masculló Laila cuando el vehículo se alejó.
Comprobó que llevaba su billete y pasaporte, y se quedó mirando la menorah surrealista, con la sensación de que siempre lo hacía cuando llegaba al aeropuerto. Observó sus brazos torcidos, su maciza y deslustrada superficie de latón remolineante, lo cual daba la impresión de que toda la escultura se estaba fundiendo. Como emblema de los Guerreros de David de Har-Zion, exhibida cada vez que se apoderaban de otro pedazo de tierra árabe, la menorah era un símbolo que poseía connotaciones malévolas para ella. Al mismo tiempo, casi a su pesar, le encontraba algo hipnótico, su simetría curva, la forma en que los brazos se alzaban hacia fuera y hacia arriba, como para abrazar el cielo. El año anterior había leído un artículo sobre su importancia icónica para el pueblo judío, y averiguado que en la antigüedad, antes de que los romanos se la llevaran en el año 70 d. C., la menorah original había sido el más reverenciado de todos los objetos sagrados del templo. Al contemplar la escultura de Dalí, con su dedicatoria al «Pueblo de Israel, el pueblo elegido», experimentó desagrado, pero también una indefinible sensación de que algo los unía. Como sucedía con su actitud hacia Har-Zion, pensaba a menudo.
Siguió mirándola un buen rato, luego cogió su bolsa y se encaminó hacia la terminal de salidas.
Salir de Israel siempre era complicado. Había perdido la cuenta del número de veces que había tomado el vuelo por los pelos (en un par de ocasiones ni lo había conseguido) porque el personal de seguridad israelí insistía en registrar su equipaje con una minuciosidad digna de mejor causa, y la sometía a una serie interminable de preguntas acerca de adonde iba, por qué, con quién se reuniría, cuándo regresaría, en fin, todo su itinerario, con una batería de preguntas adicionales, por si acaso, sobre su familia, amigos, colegas y su vida, tanto profesional como privada. «Ya tiene suficiente para escribir mi puta biografía», había replicado en una ocasión a su interrogador, un exabrupto que, lejos de acelerar los trámites, sólo había servido para intensificar el interrogatorio.
Les sucedía lo mismo a todos los palestinos que utilizaban el aeropuerto (la suspicacia, la chulería, la actitud obstruccionista). Sospechaba que con ella era aún peor debido a su reputación como periodista («Tienen todos tus detalles archivados —le había dicho una vez Nuha, sólo medio en broma—, y cuando introducen tus datos, aparece un cartel en la pantalla que dice, “Urgente: joded lo máximo posible a esta persona”»).
Hacía lo que podía para facilitar las cosas, llegaba siempre media hora antes de la primera facturación de equipajes y procuraba meter en la maleta lo mínimo posible, ni agenda, ni literatura antiisraelí, y ningún objeto eléctrico (la única excepción inevitable era el móvil). Nunca le había servido de nada, y ese día tampoco. Fue la primera persona en llegar a su vuelo y la última en embarcar. Como siempre, su móvil fue inspeccionado por un experto en explosivos que, gracias a un accidente nada fortuito, consiguió borrar todos los números almacenados en su memoria. Como siempre («¿De qué coño vais? —había querido gritar—. ¡Los únicos que ponen bombas en los teléfonos móviles son los putos israelíes!»).
Cuando por fin ocupó su asiento (había pedido ventanilla o pasillo, y acabó en medio, cosa poco sorprendente) y pasó las páginas del libro que había comprado el día anterior sobre la historia de los cátaros, no la consoló el hecho de haber conseguido pasar. Si abandonar Israel era difícil, no era nada comparado con la odisea de regresar.