Jerusalén
—¿Adónde quiere que le lleve?
El taxista miró a Ben Roi con suspicacia.
—Al campo de al-Amari. Calle al-Din.
El taxista meneó la cabeza, mientras tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre el volante del Peugeot.
—Está al otro lado de la frontera. Usted israelí. Peligroso.
—Quiero un coche, no un jodido sermón —gruñó Ben Roi, que no estaba de humor para discusiones—. O me llevas tú, o me busco otro. Elige. Y deprisa.
El taxista se mordió el labio, dividido entre el deseo de ganarse una buena pasta y la inquietud de llevar a un israelí en un taxi. Al final, la economía ganó la partida, y de mala gana abrió la portezuela del pasajero.
—Si quiere ir a al-Amari, a al-Amari le llevaré —murmuró—. Es su funeral.
Ben Roi subió y partieron. El hombre condujo en silencio, siguiendo Derej Ha-Shalom hasta la autopista principal entre Jerusalén y Ramallah, y luego aceleró en dirección norte. El nuevo barrio judío de Pisgat Ze’ev se desplegó a su derecha, hileras de casas de piedra amarilla idénticas desfilando a través del paisaje como la vanguardia de un gigantesco ejército, cosa que, en cierto sentido, eran. Ben Roi las miró por la ventanilla abierta, el pelo alborotado por la brisa. Su rostro impasible e inexpresivo desmentía la inquietud que sentía.
El taxista tenía razón. Era peligroso para alguien como él cruzar la frontera. Un policía israelí, solo, en una zona bajo control de la Autoridad Nacional Palestina, con el actual clima político… peligroso de cojones. Las otras opciones eran implicar a las autoridades palestinas en el caso, o bien montar una operación militar a gran escala con coches blindados y Dios sabe qué más. Ambas posibilidades podrían retrasarle varios días. Y los dolores de estómago eran demasiado fuertes para eso. Quería saber qué había pasado con aquel incendio premeditado. Necesitaba saberlo. Con un poco de suerte, entraría y saldría sin que nadie se fijara en él. Y si no… Palpó la chaqueta con la mano y notó el tranquilizador bulto metálico de su pistola Jericho bajo la tela.
Llegaron al puesto de control de Kalandia e hicieron cola durante veinte minutos, antes de que les dieran permiso para pasar y aceleraran de nuevo. En este lado, el palestino, la carretera estaba llena de socavones, los edificios se veían desaliñados y en un estado deplorable, como si no sólo hubieran cruzado una barrera entre dos zonas del mismo país, sino una frontera tras la que se extendía una tierra diferente y mucho más pobre. Tres kilómetros más adelante encontraron otro puesto de control, esta vez palestino: un par de bidones de petróleo colocados de cualquier manera en la carretera, con un solo policía con boina roja y aspecto aburrido a su cuidado. Después se desviaron a la izquierda por una empinada carretera lateral que descendía hacia una masa gris y sombría de edificios de cemento y bloques cenicientos, apilados unos sobre otros como un montón de huesos blanqueados por el sol. El taxista aminoró la velocidad y paró.
—Bienvenido a al-Amari —gruñó.
Contemplaron el lugar durante unos minutos, y después siguieron bajando. Se detuvieron un momento para preguntar por la dirección a un chico con el pelo cubierto de polvo y entraron en el campo propiamente dicho. Sus decrépitos edificios grises se cerraron a su alrededor, los habitantes (ancianos con kefías de cuadros, grupos de shebab haraganeando en las esquinas de las calles) les lanzaron miradas suspicaces cuando pasaron. El coche traqueteaba en la carretera sembrada de baches. Festones de cables de electricidad colgaban sobre sus cabezas, cintas multicolores con pintadas en árabe cubrían hasta el último centímetro cuadrado de espacio (Hamas, al-Mulatham, Muerte a Israel, La Intifada vencerá), y de vez en cuando se veían hileras de carteles con las imágenes de mártires suicidas locales.
¿Qué coño estoy haciendo en este cagadero?, pensó Ben Roi, al tiempo que reprimía el deseo de decir al taxista que diera media vuelta y saliera de inmediato. Debo de estar como una regadera, se dijo.
Siguieron avanzando, las calles se hicieron más estrechas y las dificultades para maniobrar el coche aumentaron. Ben Roi se sentía cada vez más inquieto. Por fin, después de lo que se le antojó una eternidad, aunque no fueron más que un par de minutos, doblaron una esquina muy cerrada y pararon delante de un callejón atestado de basura y materiales de construcción desechados.
—Al-Din —dijo el taxista—. ¿Qué número busca?
—El dos.
El hombre se asomó por la ventanilla y miró el callejón.
—Ese. —Señaló una pesada puerta de acero, la primera de la izquierda, sobre la cual había un número árabe de gran tamaño—. ¿Quiere que espere?
—Claro que sí, joder —murmuró Ben Roi, y salió del coche.
Miró alrededor, nervioso, desprotegido; imaginó ojos que miraban, voces que susurraban. Luego dio una palmada tranquilizadora a la Jericho, comprobó que llevaba el móvil conectado y recorrió el callejón, entre montañas de latas de pintura desechadas y sacos de escombros. La puerta que el taxista había indicado estaba entreabierta, y dentro se oía el sonido de una televisión. Llamó a la puerta.
—Aiwa, idchol, al-bab maftouh.
Una mujer dijo algo dentro, una mujer de edad avanzada, a juzgar por su voz. Ben Roi vaciló, pues no entendía qué había dicho.
—Idchol!
Siguió vacilando, pues suponía que le habían invitado a entrar, pero no estaba seguro. Tras una pausa, se oyó otra voz, esta vez masculina, más joven.
—La, la, istani hinnak, ya om. Ana rai’h.
Se oyó un leve siseo, como cuando una bicicleta rueda sobre un suelo de cemento, y la puerta se abrió. Un hombre joven (veintimuchos o treintaipocos, muy delgado, con tejanos y una camiseta roja del Manchester United) apareció sentado en una silla de ruedas ante él. Ben Roi vio por encima de su hombro una sala desnuda con suelo de baldosas, un par de imágenes enmarcadas en la pared (fotografías, citas del Corán) y, a través de una puerta del fondo, una diminuta cocina. La mujer se hallaba fuera de su vista, a la derecha.
—Mi-in hinakf —preguntó la anciana.
—Esraeli —contestó el joven, mirando a Ben Roi.
—Esraeli! Shu bidu?
—Ma-baarif —contestó el joven—. ¿Qué quieres? —preguntó a Ben Roi.
El detective sacó su tarjeta de identificación y la mostró.
—Policía de Jerusalén. Busco a alguien llamado Mayi.
Los ojos del hombre se entornaron con suspicacia.
—Yo soy Mayi.
—Mayi al-Sufi, primo de Hani Hani-Yamal.
—Shu biduf —preguntó de nuevo la mujer, preocupada, insistente.
El joven agitó una mano con impaciencia para indicarle que se callara.
—Sí, soy yo.
Ben Roi miró la silla de ruedas.
—¿Desde cuándo…?
Los ojos del hombre lanzaron chispas.
—Dos años. Desde que una bala de goma me rompió la columna. Una bala de goma israelí. ¿Qué quieres?
Ben Roi se removió inquieto.
—He de hacerte algunas preguntas.
El joven resopló.
—Esta zona es palestina. Careces de autoridad aquí.
—Entonces, traeré al ejército y te llevaré a rastras hasta Jerusalén. ¿Es eso lo que quieres? —Miró al hombre—. Pensé que sería más fácil así. Para ambos. Una cosa informal. Tú me dices lo que necesito saber, yo me largo y nunca más vuelves a saber de mí. Tú eliges.
El joven sostuvo su mirada, con expresión de antipatía y desconfianza, y después, con un gruñido de resignación, retrocedió hacia el interior. Ben Roi le siguió y cerró la puerta a su espalda, aliviado de abandonar la calle.
—Shu bidu, Mayi? Shu aam bi-mil? Rah yuchudna?
La anciana estaba sentada en un viejo sofá a su derecha. Vestía un mendil y un thobe bordado, y enlazaba y desenlazaba las manos sobre su regazo. Mayi se acercó a ella en la silla y le tocó el brazo, habló deprisa en árabe, explicó lo que estaba pasando, la tranquilizó.
—Ha tenido malas experiencias con los israelíes —explicó al tiempo que giraba la silla hacia Ben Roi—. Todos hemos tenido malas experiencias con los israelíes.
Los tres se miraron, con el único sonido de las voces de la televisión. Después, de mala gana, el joven señaló con la cabeza un catre en la pared junto a la puerta, para indicar a Ben Roi que se sentara. Este así lo hizo y miró a la anciana, hasta que la intensidad de su mirada le incomodó; entonces, desvió la vista hacia la pared, donde colgaban enmarcados un par de antiguos documentos legales árabes. Escrituras de propiedad, supuso. Ya las había visto en otros hogares palestinos: un recordatorio patético y desafiante de las tierras que antaño les habían pertenecido y que todavía esperaban recuperar, en vano.
—¿Es por lo de Hani? —preguntó el joven, al tiempo que sacaba un paquete de Marlboro de una bolsa que colgaba de la silla y extraía un cigarrillo con los dientes—. ¿La acusación de tráfico de drogas?
Ben Roi negó con la cabeza.
—Pues ¿qué?
—Es por algo que hicisteis en 1990. Un piso que quemasteis. En la Ciudad Vieja.
El joven lanzó un resoplido de sorpresa.
—Eso fue hace quince años. Ya cumplí mi condena.
—Lo sé.
—¿Y?
—Quiero que me digas por qué lo hiciste. Por qué incendiaste el piso.
El joven volvió a resoplar, encendió el cigarrillo, se propulsó al otro lado de la sala y cogió un cenicero que descansaba sobre el televisor. Lo apoyó sobre la rodilla y volvió al lado de la mujer.
—Has hecho el viaje en balde, tío. Ya lo conté todo en su momento.
—Repítemelo.
—Yo era un crío. Fue por diversión. Poca cosa.
—Si queríais incendiar una propiedad israelí, había objetivos más fáciles en el centro del barrio judío.
Mayi hizo un gesto despectivo.
—Era una machada. Ese era el único objetivo. Estás perdiendo el tiempo, tío.
—¿Por qué ese piso en particular?
No hubo respuesta.
—¿Por qué ese piso en particular? —repitió Ben Roi.
—¡Yo qué coño sé! Fue el que elegimos. No hubo ningún motivo especial. Todo esto ya lo dije en su momento.
—Sabes que la propietaria del piso fue asesinada aquel mismo día.
El hombre murmuró algo.
—¿Qué dices?
—Lo supimos después —explicó Mayi—. En la comisaría.
Miró la televisión y luego, como acuciado por un pensamiento repentino, volvió la cabeza hacia Ben Roi.
—Eh, si estás intentando acusar…
—No te estoy acusando de nada.
—Porque yo sé que vosotros…
—¡No te estoy acusando de nada! La mujer fue asesinada en Egipto. Es imposible que participarais.
El joven gruñó algo y dio una airada calada al cigarrillo, cuya ceniza arrojó al cenicero apoyado sobre su rodilla.
—Sin embargo, me estás mintiendo en relación con el incendio —añadió Ben Roi al cabo de una breve pausa—. Lo sé, y tú también. Una mujer es asesinada, y dos horas más tarde alguien quema su piso. Demasiada coincidencia, Mayi. Hay algo más. Algún otro motivo. Quiero saber por qué lo hicisteis.
La anciana farfulló algo, preguntó qué estaba pasando. El joven murmuró una respuesta y miró al detective.
—Ya lo dije en su momento y lo repito ahora: lo hicimos para demostrar nuestra valentía. ¿Lo has entendido? Eso es todo. No hay nada más. Si no me crees, detenme y acúsame.
Miró al detective, desafiante, y después desvió la vista hacia la pantalla de la televisión, donde dos hombres estaban peleando, rodando una y otra vez en lo que parecía un gran charco de aceite negro. Ben Roi echó un vistazo a sus notas, miró luego a la mujer y después el título de propiedad manoseado que colgaba en la pared. Sabía que el joven le estaba engañando, lo veía en la tensión de sus hombros, en las caladas breves y nerviosas que daba al cigarrillo. No obstante, el chico había advertido que el detective estaba dando palos de ciego, que no tenía pruebas de que mintiera. Podía detenerle, interrogarle a fondo, interrogarle hasta la saciedad. No serviría de nada. Se aferraría a su versión de 1990, como estaba haciendo ahora. No iba a sacarle nada más. A menos…
El detective se puso en pie despacio, se acercó a la televisión y la apagó. No se sentía orgulloso de lo que iba a hacer, pero no se le ocurría otra forma de alcanzar su objetivo.
—Podría ponerle las cosas difíciles a tu primo —dijo.
Dio la impresión de que el joven contenía el aliento.
—Le espera una pena de dos años, sólo por asociación ilícita. Si se le acusara de tráfico de estupefacientes, podrían caerle cinco o seis. Quizá más. ¿Crees que lo llevaría bien?
—Cabrón de mierda.
Ben Roi apretó los dientes. No se sentía cómodo cuando practicaba estos juegos psicológicos. Nunca se había sentido cómodo, ni siquiera después de la muerte de Galia, cuando hacer daño a los palestinos parecía haberse convertido en el imperativo de su existencia. No obstante, ahora que había dado el pistoletazo de salida, ya no podía echarse atrás.
—Seis años en Ashkelon —continuó—. Seis años con violadores, asesinos y maricones. Y son buenos chicos comparados con los celadores. Eso sería chungo, Mayi. No estoy seguro de que Hani lo superara. Bien, ¿vas a decirme por qué incendiasteis aquel piso?
La anciana vio la expresión atormentada de su hijo y farfulló algo, angustiada, pues quería saber lo que estaban diciendo. El joven contestó, sin dejar de mirar a Ben Roi, y dio la impresión de que su cuerpo se tensaba contra el cinturón que le sujetaba a la silla.
—Israelí de mierda.
El detective no dijo nada.
—Cabronazo.
El cigarrillo se había quemado hasta el filtro, y lo aplastó con mano temblorosa en el cenicero, con los músculos del brazo hinchados. Miró la colilla, meneó la cabeza con amargura, como si estuviera contemplando su propio reflejo, puso las manos sobre las ruedas de su silla y se impulsó al otro lado de la sala, dejó el cenicero sobre el televisor y volvió al lado de la anciana. Siguió un largo silencio.
—¿Extraoficialmente? —murmuró al fin.
Ben Roi asintió.
—¿Y Hani? ¿Le dejarás en paz? ¿No le perjudicarás?
—Te doy mi palabra.
El joven lanzó un resoplido de desdén. Miró a Ben Roi y luego clavó la vista en el suelo.
—Me pagaron —musitó con voz apenas audible.
Ben Roi avanzó medio paso.
—¿Quién?
—Mi tío. Hacía negocios con un hombre de El Cairo. Exportación de frutas: naranjas, limones… Un día llamó ese hombre y le pidió un favor. Quería que ese piso se quemara. Dijo que pagaría bien. Quinientos dólares. Pero había que hacerlo deprisa. Sin preguntas. Mi tío me llamó.
—¿Sabes quién era ese hombre?
Mayi negó con la cabeza.
—Nunca hablé con él. Mi tío se encargó de todo. —Empezó a frotarse los ojos—. Gad, Getz, algo por el estilo. No era un nombre egipcio.
Ben Roi lo anotó en su libreta.
—¿Dónde está tu tío?
—Murió. Hace cuatro años.
Se oyó un ruido metálico fuera, como si alguien hubiera dado una patada a una lata de pintura. Ben Roi estaba demasiado absorto en el interrogatorio para reparar en él.
—Así que el tal Gad, o Getz, llama desde El Cairo, ofrece quinientos dólares para incendiar el piso de esa anciana…
—No sabíamos de quién era el piso. Sólo nos dio la dirección.
—¿Y tu tío no te dijo nada? ¿Ninguna explicación?
El joven negó con la cabeza.
—¿No te pareció extraño?
—Pues claro que me pareció extraño. ¿Qué debíamos hacer? ¿Rechazarlo? Necesitábamos el dinero.
Ben Roi le miró. Luego volvió al catre y se sentó de nuevo.
—Bien, os dijo que incendiarais el piso. Y después, ¿qué?
El joven se encogió de hombros.
—Ya lo dije en su momento: fuimos al barrio judío. Hay un callejón detrás del edificio. Hani se quedó a vigilar, nosotros trepamos hasta el piso, entramos por una ventana trasera, lo cubrimos todo de petróleo y le prendimos fuego. Alguien nos vio bajar, nos persiguieron, nos detuvieron. Eso fue todo. Ya lo dije en su momento.
—¿Qué había allí?
—¿Qué quieres decir?
—En el piso. ¿Qué había?
—¿Cómo coño quieres que lo recuerde? ¡Fue hace quince años!
—Has de recordar algo.
—¡No lo sé! Muebles, una mesa, una tele… Lo normal. Lo que todo el mundo tiene.
Sacó otro Marlboro, lo sujetó entre los dientes y lo encendió. Se oyó otro ruido metálico en el exterior, y lo que sonó como un susurro apagado.
—Había muchos papeles.
—¿Papeles?
—Por eso el piso ardió tan deprisa. Había papeles por todas partes.
—¿Periódicos?
—No, no. Expedientes y cosas por el estilo. Fotocopias. Montones, por todas partes. Como una especie de…
Hizo una pausa, mientras intentaba encontrar la palabra correcta. Ben Roi recordó que la señora Weinberg le había dicho que la señora Schlegel volvía a casa cargada de papeles de Yad Vashem.
—¿Un archivo? —apuntó.
—Sí, algo así como un archivo. Apenas podías moverte por culpa de los papeles. Y en una pared de la sala de estar había una fotografía enorme, ampliada, así de grande… —Indicó el tamaño con las manos—. Un hombre. Con una especie de uniforme. En blanco y negro. Como si la hubieran tomado hacía mucho tiempo. Era la única foto del piso.
Más voces fuera, sonido de pasos. Por lo visto, toda una multitud estaba desfilando por el callejón.
—¿Reconociste al hombre de la foto? —preguntó Ben Roi, ajeno a los sonidos.
—Nunca le había visto. Como ya he dicho, era antigua. En blanco y negro. Creo que no era de ningún familiar.
El detective le miró con aire inquisitivo.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Es que… no parecía de la familia. Ampliada de aquella manera, pegada con celo a la pared. Era más como… —Dio otra calada al cigarrillo—. Como las fotos que se ven en las comisarías. De gente buscada. Esa impresión daba. Una foto de la policía. Era rara.
Sujetó el cigarrillo entre los dientes y se impulsó hacia el televisor, recuperó el cenicero, lo depositó sobre la rodilla y entró en la cocina. Se oyó el gruñido de tuberías, el ruido de agua que salía de un grifo. Reapareció un momento después, con un vaso de agua entre los muslos.
—Esto es todo lo que sé —dijo—. Nada más.
Volvió al lado de la anciana y giró la silla. Ben Roi hizo unas cuantas preguntas más, pero estaba claro que el joven le estaba diciendo la verdad. Al cabo de un par de minutos, tras aceptar que no iba a sacar nada más en limpio, cerró la libreta y se levantó.
—De acuerdo —murmuró—. Eso es todo.
Parecía absurdo decir adiós, pues no había sido exactamente una visita social, de modo que deslizó la libreta en el bolsillo, hizo un leve gesto con la cabeza y se encaminó hacia la puerta. En ese momento, la anciana farfulló algo a su espalda.
—Ehna mish kilab.
Ben Roi se volvió.
—¿Qué ha dicho…?
Mayi alzó la vista y dio una calada al cigarrillo.
—¿Qué ha dicho? —repitió Ben Roi.
El joven exhaló una nubécula de humo.
—Dice que no somos perros.
La anciana miraba fijamente al detective. La expresión de su rostro no era de temor ni de desafío, sino de cansancio e infinita tristeza. Ben Roi abrió la boca para decir algo, para hablarle de Galia, de que la habían asesinado, volado las piernas, las mismas personas cuyos rostros se exhibían en carteles por todo el campo como jodidos héroes. Sin embargo, no se le ocurrió qué decir, no encontró palabras para expresar adecuadamente la magnitud de su soledad y su odio, de modo que meneó la cabeza, dio media vuelta y abrió la puerta.
—Al-Maut li yehudi! Al-Maut li yehudi!
Un fuerte alboroto estalló en su cara. El callejón, antes desierto, estaba atestado de hombres jóvenes que enseñaban los dientes, con los puños apretados, los ojos encendidos con el brillo jubiloso de los cazadores sedientos de sangre que han acorralado a su presa. Se produjo un brevísimo silencio, una fracción de segundo, como una ola que alcanzara su altura máxima antes de desplomarse sobre una playa, y entonces la turba se precipitó hacia él entre gritos.
—Iktelo! Iktelo! Uktul il-yehudi!
Ben Roi no tuvo tiempo de reaccionar. Una docena de manos le agarraron por la chaqueta, la camisa, el pelo y le arrastraron al callejón. Alguien le quitó la pistola de la funda y la disparó al aire junto a su oído, ensordeciéndole. En la retaguardia de la multitud, divisó al muchacho palestino a quien el taxista había pedido ayuda para orientarse. Reía y aplaudía con los brazos en alto. Le pusieron una cuerda alrededor del cuello y la apretaron. Alguien le golpeó en el estómago (con un bate de béisbol, una viga de madera) y se dobló en dos, falto de aire.
Estoy muerto, pensó, horrorizado pero al mismo tiempo indiferente, como si estuviera viendo un vídeo de un ataque antes que protagonizarlo. Dios misericordioso, estoy muerto.
Intentó rodearse la cabeza con los brazos para protegerse de la lluvia de golpes que caían sobre él, pero se los inmovilizaron a la espalda. Le escupían desde todos lados, un líquido tibio y viscoso que le resbalaba por las mejillas y el mentón como babosas. Notó que le arrastraban por el callejón como si estuviera atrapado en un alud de barro.
Y entonces, tan de repente como había empezado, el ataque cesó. En un momento dado le estaban golpeando y arrastrando, y al siguiente, de manera inexplicable, la multitud se apartó de él y retrocedió hasta las paredes del callejón, dejándole doblado por la cintura, con un sonido estridente y agudo que resonaba en sus oídos. Al principio lo achacó a los puñetazos, pero después, cuando empezó a recuperar los sentidos, comprendió que era el chillido de una mujer. Se quedó donde estaba, tosiendo, aterrorizado de que el menor movimiento por su parte desencadenara un nuevo estallido de violencia. Luego se incorporó, muy despacio, con la cuerda todavía al cuello como una especie de corbata de broma.
Mayi estaba en el umbral de la puerta de su casa, pálido, con las manos agarradas a las ruedas de la silla. Su madre, encorvada, frágil, se hallaba fuera, agitaba las manos, gritaba a la muchedumbre, los reprendía. Aunque era la persona más menuda del callejón, los hombres parecían acobardados por su presencia, incapaces de sostener su feroz mirada. Continuó chillando durante casi un minuto, con voz ronca, gesticulando, y después avanzó un paso hacia Ben Roi.
—Kifak?
Ben Roi miró alrededor, con la sangre latiendo en sus sienes, todo el cuerpo tembloroso, sin saber qué decía la mujer.
—¿Estás herido? —gritó Mayi.
Por sorprendente que fuera, teniendo en cuenta la ferocidad del ataque, no había salido demasiado maltrecho. Algunas contusiones, un corte en el labio, la desagradable quemadura de la cuerda alrededor de su cuello… Heridas superficiales, nada grave. Intentó hablar, pero tuvo la impresión de que las palabras se atoraban en su garganta y al final sólo pudo asentir apenas, como un muñeco de madera con el cuello roto. La anciana se agachó para coger su pistola, que había caído en la confusión, se acercó a él cojeando y se la devolvió. Levantó su frágil brazo y pasó la manga del vestido sobre la barbilla de Ben Roi, que estaba manchada de sangre.
—Ehna mish kilab —dijo en voz baja—. Mish kilab.
Él sostuvo su mirada un momento, después se alejó por el callejón, mientras se quitaba la cuerda del cuello y enfundaba la pistola. El susurro de la multitud le siguió como una ráfaga de viento enfurecida. El taxista le esperaba al final del callejón junto a su coche, tembloroso.
—Yo decirle peligroso venir aquí —escupió—. Yo dije…
—¡Me importa una mierda lo que dijiste! —replicó, airado, Ben Roi. Abrió la portezuela del pasajero, se arrojó al interior del vehículo y extrajo la petaca del bolsillo—. Sácame de este jodido cagadero. Sácame ya.