Península del Sinaí,
cerca de la frontera con Israel
El hombre contempló las estrellas y enrolló alrededor de un dedo una borla de su kefía.
—¿Sabes lo que me decía mi padre? Que Tierra Santa es un espejo del mundo entero. Cuando esta tierra sufre, el mundo también. Y cuando reine la paz, entonces, y sólo entonces, habrá esperanza para todos los demás países.
A su lado, una segunda figura, de más edad, también estaba mirando las estrellas, con un puro encajado entre los dientes. Su extremo encendido alternaba entre un rojo encendido y un naranja feroz, mientras iba dando lentas caladas.
—¿Aún vive tu padre?
El hombre más joven negó con la cabeza.
—Murió en el ochenta y cuatro. En Ketziot. ¿Y el tuyo?
El que fumaba también negó con la cabeza.
—En el sesenta y ocho. Altos del Golán. Una bala en el vientre.
Guardaron silencio, cada uno absorto en sus pensamientos, el desierto los rodeaba oscuro y silencioso. El gozne oxidado de un postigo chirrió a su espalda como el canto de un gigantesco insecto nocturno. Una estrella fugaz destelló en el cielo un instante, antes de desaparecer. Extrañas formaciones rocosas retorcidas acechaban en las sombras, como garras que surgieran de un pozo oscuro y profundo. A lo lejos, un ave sobresaltada alzó el vuelo de repente y chilló muy fuerte.
—¿De veras crees que saldrá bien? —preguntó por fin el más joven, al tiempo que se frotaba los ojos—. ¿Crees que podremos convencerlos?
Su compañero se encogió de hombros, pero no dijo nada.
—A veces, me preocupa que pueda ser demasiado tarde. Hace diez años, tal vez cinco… quizá habría sido posible. Pero ahora, después de todo lo que ha pasado…
Suspiró e inclinó la cabeza hacia el pecho. El hombre del puro le miró un momento, avanzó un paso y apoyó una mano sobre su hombro.
—Venderlo era la parte más difícil. Esto… —añadió señalando con la cabeza el edificio que había detrás—… sólo fue el primer paso. Pero ahora hemos dado el paso necesario para seguir avanzando. Hemos de hacerlo. Por tu padre. Por mi hija. Por nuestros pueblos.
El joven alzó la vista con rostro inexpresivo, pero luego, de manera inesperada, sonrió.
—Quién lo habría pensado, ¿eh? ¡Tú y yo! ¡Reunidos aquí como amantes!
El del puro también sonrió.
—Si nosotros lo hacemos, los demás también podrán. ¿Qué te parece si nos ponemos en contacto con Jerusalén una vez más, sólo para estar seguros?
El joven asintió, dio media vuelta y los dos entraron en el edificio, cada uno rodeando los hombros del otro.