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Luxor

Había oscurecido cuando Jalifa salió por fin del cibercafé, con los ojos llorosos y la boca seca de tanto fumar. Paseó por el zoco (luces brillantes, música estridente, grupos de gente apiñada) y se encaminó hacia la Corniche el-Nil. En el camino se detuvo a comprar una lata de Sprite, antes de bajar por un tramo de escalera desgastada hasta el muelle del Nilo, donde el agua oscura gorgoteaba a sus pies.

Por extraño que fuera, después de todo lo que había visto y leído, todas las imágenes, testimonios, estadísticas y descripciones, sólo podía pensar en su familia. Zainab, Batah, Ali, el pequeño Yusuf, los cuatro puntos cardinales de su mundo, su luz, su vida. ¿Cómo me sentiría si fueran ellos?, se preguntó. Zainab, esquelética y con los ojos hundidos, mirando a la cámara como un fantasma enloquecido. Batah y Ali en un pozo con otros mil cadáveres amontonados, anónimos como pilas de madera podrida. ¿Cómo me afectaría? ¿Cómo podría vivir con ese tormento?

Había perdido a seres queridos, por supuesto: su padre, su madre, su hermano mayor Ali, cuyo nombre había puesto a su hijo para honrarle. Sin embargo, perder a alguien en semejante sinrazón, de una forma tan odiosa y sangrienta… Verlos muertos de hambre, apaleados, rotos, destruidos. Era algo que jamás había experimentado. Que ni siquiera podía imaginar experimentar. Era demasiado terrible, demasiado doloroso, como el ruido de una uña arañando una pizarra.

Suspiró y terminó el Sprite, y su mente derivó hacia los momentos felices que habían compartido, los dulces y dichosos momentos familiares. El día que habían navegado río arriba en una falúa para celebrar el decimotercer cumpleaños de Batah y se pararon a comer en una islita desierta antes de volver a Luxor al anochecer; Batah iba de pie en la proa, con el cabello oscuro removido por el viento. La vez que habían ido al mercado de camellos de Bilesh en El Cairo, antes incluso de que naciera Yusuf, y Batah lloró porque los animales parecían tan flacos y tristes, y Ali pujó en broma por uno de los animales, puja aceptada por el subastador, lo cual provocó todo tipo de discusiones y alborotos. Su propio cumpleaños, tan reciente, treinta y ocho años, cuando su mujer y sus hijos le prepararon una fiesta sorpresa y, disfrazados de egipcios antiguos, lo recibieron con gritos y vítores cuando llegó a casa.

Se echó a reír al recordarlo (el pequeño Yusuf con un tocado nemes de papel higiénico, Zainab como la reina Nefertiti), y su risa resonó entre los mástiles de las falúas amarradas al muelle, antes de convertirse en una especie de sollozo, mientras la vista se le nublaba como si hubiera abierto los ojos bajo el agua. Estas personas son muy preciadas para mí, pensó; paso muy poco tiempo con ellas, y apenas puedo mantenerlas con mi miserable sueldo de policía, que no ha subido en cinco años, y es menos de lo que Hosni gana en un solo mes. Si de repente me los arrebataran… ¿Cómo podría soportarlo? Sabiendo que habría podido hacer mucho más por ellos, que habría podido darles mucho más de mí.

Me esforzaré, susurró para sí. Pasaré más tiempo en casa, no trabajaré tanto. Seré mejor padre y esposo.

Pero sólo cuando acabe este caso, dijo otra voz. Sólo cuando sepa la verdad sobre Piet Jansen y Hannah Schlegel. Sólo cuando obtenga todas las respuestas.

Miró al otro lado del río, cuya agua susurraba a sus pies, y las luces verdes de los minaretes de un par de mezquitas cercanas le miraron en la oscuridad como ojos de serpiente. Después aplastó la lata y la tiró de una patada al río, dio media vuelta y subió a la Corniche, arrepentido de no haber cerrado la boca y olvidado todo.