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Jerusalén: Ciudad Vieja

—¿Qué les hemos hecho nosotros para que vengan aquí a decirnos cómo hemos de gobernar nuestro país? ¿Es que ni siquiera nos van a permitir defendernos? Meshugina! ¡Todos ellos! Meshugina!

El anciano agitó ruidosamente su Yediot Ahronot, irritado, y sus finos labios compusieron un rictus de indignación, como una babosa a la que han echado sal. Ben Roi bebió un trago de cerveza y contempló el objeto de la ira del hombre, una primera plana sobre un grupo de pacifistas europeos que habían ido a Israel para protestar contra el muro de trescientos kilómetros de largo que el gobierno estaba erigiendo entre Israel y Cisjordania. La fotografía acompañante mostraba a un actor inglés del que Ben Roi nunca había oído hablar cogido del brazo de un grupo de palestinos delante de una excavadora de la FDI, bajo el epígrafe «Famosos condenan muro del apartheid».

—¡Nazis! —gritó el viejo, arrugando el periódico como si intentara estrangularlo—. Eso nos llaman. ¿Lo ve aquí? ¡Mi hermano murió en Buchenwald y me llaman nazi! ¡Qué vergüenza! ¡Malditos goyim!

Arrojó el diario a un lado y se derrumbó en la silla, meneando la cabeza. Por un breve instante Ben Roi pensó en decir algo, contar al hombre lo mucho que despreciaba a aquellos bienintencionados extranjeros que venían a quejarse y condenar, para luego volver corriendo a sus bonitas y seguras casas y a sus bonitos y seguros países, al tiempo que se felicitaban por ser tan caritativos y solidarios, mientras los pobres y oprimidos palestinos de mierda se dedicaban a hacer volar por los aires a mujeres y niños.

Calló, no obstante. Temía que la furia se apoderara de él si abundaba en la cuestión, que le hundiera en un abismo de negrura y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, le empujara a gritar y blasfemar, a dar puñetazos sobre la mesa, hasta ponerse en evidencia. No, lo mejor era tener la boca cerrada. Era más seguro. Acarició la menorah que colgaba de su cuello, la apretó como si intentara dominar algo que acechaba en su interior, vació la cerveza, se levantó, tiró un billete de veinte shekels sobre la mesa y salió a la calle, a ver si podía averiguar algo sobre la mujer asesinada y echar una mano al maldito egipcio.

Ohr Ha-Chaim, más descuidada y menos exclusiva que las manzanas circundantes, era una calle empinada, lóbrega y claustrofóbica situada al final del barrio judío, cerca del sector armenio, con suelo pavimentado, lustroso a causa de las incesantes pisadas, y casas altas apiñadas a ambos lados. El número 46 estaba a mitad de la cuesta, un edificio de piedra austero cuya parte superior estaba dividida en apartamentos (cuerdas de tender vacías colgaban en parábolas poco tensas de muchas ventanas), y cuyo sótano se hallaba ocupado por una atestada yeshiva, que contaba con su propia entrada. A llegar, Ben Roi consultó la arrugada hoja de libreta donde había anotado los detalles que el egipcio le había proporcionado la tarde anterior, subió hasta la puerta principal y apretó el botón del piso cuarto.

Habría podido ir antes (no había tenido mucho trabajo durante las últimas veinticuatro horas), pero no le había gustado el tono del egipcio ni se sentía inclinado a hacerle ningún favor. De hecho, había pensado en demorarlo todavía más, sobre todo porque la noche anterior, pese a que Ben Roi le había dejado claro que no las deseaba, el muy capullo le había enviado por fax montones de notas sobre el caso, hasta tal punto que la máquina se encalló y comenzó a emitir pitidos y chillidos como un niño lloroso, hasta que, presa de un ataque de furia, la arrancó de su base y la arrojó al otro extremo de la habitación.

No, no sentía el menor deseo de ser útil. Al final, no obstante, había decidido que lo mejor sería acabar de una vez por todas, antes de que Jediva o como quiera que se llamara el muy cabrón empezara a telefonear y dar la lata, cosa que sin duda haría.

Apretó el botón de nuevo y miró por la ventana del sótano las filas de jóvenes haredim inclinados sobre sus Talmud, con sus pe’ot oscilando como colas de perros de aguas, los rostros cenicientos y de aspecto enfermizo detrás de sus gafas (le habían dicho en una ocasión que Jerusalén era la ciudad con mayor concentración de ópticas de todo el mundo). Su boca se curvó en una mueca despectiva («pingüinos» los llamaba Galia) y apretó el timbre por tercera vez. Obtuvo respuesta al fin.

—Shalom?

Una joven se había asomado a una ventana. Su rostro regordete estaba enmarcado en la tradicional sheitel, la peluca utilizada por las esposas de los judíos ortodoxos. Ben Roi explicó quién era y el motivo de su presencia.

—Acabamos de mudarnos —dijo la mujer—. Los anteriores inquilinos sólo vivieron aquí un par de años.

—¿Y antes de ellos?

La mujer se encogió de hombros y se volvió para gritar a alguien que había detrás de ella.

—Con quien ha de hablar es con la señora Weinberg —dijo—. En el número dos. Lleva aquí treinta años. Conoce a todo el mundo. Lo sabe todo.

A juzgar por su tono, debía de opinar que la señora Weinberg era una vieja entrometida. Ben Roi le dio las gracias, paseó la vista sobre el panel de botones y oprimió el timbre del número dos. Apenas había retirado el dedo cuando la puerta principal se entreabrió y reveló a una anciana menuda y arrugada, poco más alta que una niña, que vestía una bata de boatiné y zapatillas baratas, y tenía las manos abultadas y retorcidas por la artritis.

—¿Señora Weinberg? —Sacó su tarjeta de identificación—. Soy el inspector Ben Roi, de la policía de…

La mujer dejó escapar un gritito ahogado y se llevó una mano a la garganta.

—¡Oh, Dios! ¿Qué ha pasado? Se trata de Samuel, ¿verdad? ¡Dígame qué le ha pasado!

Ben Roi aseguró que a Samuel, fuera quien fuese, no le había sucedido nada. Sólo deseaba hacerle algunas preguntas. Acerca de una mujer que había vivido en el piso de arriba. Por un momento, dio la impresión de que la mujer no le creía. Su pecho subía y bajaba, y tenía los ojos empapados en lágrimas de miedo. Se fue calmando poco a poco, y con un gesto le invitó a entrar en su piso, que estaba en la planta baja del edificio, a la derecha del portal.

—Samuel es mi nieto —explicó mientras andaban—. El mejor chico del mundo. Le han destinado a Gaza, Dios nos ayude, durante su servicio militar. Cada vez que pongo las noticias, siempre que suena el teléfono… La preocupación no me deja dormir. Es tan sólo un boychik, un niño. Todos son niños.

Le condujo hacia una pequeña sala de estar, estrecha y oscura, con una cómoda grande de madera en un extremo y dos butacas ante un televisor viejo en blanco y negro, sobre el cual descansaba una jaula con un periquito amarillo. Había fotografías por todas partes y un olor persistente a algo dulzón y bastante desagradable que Ben Roi no logró identificar. A mierda de pájaro, quizá, o a alguna fritanga. Intentó no pensar en él. Oyó en algún lugar del piso el parloteo de la Radio del Ejército de Israel.

La anciana le condujo hasta una de las butacas y desapareció un momento para apagar la radio. Regresó con un vaso de zumo de naranja y se lo ofreció. El detective no había pedido nada, pero lo aceptó de todos modos, bebió un sorbo por cortesía y lo dejó sobre la mesita auxiliar que había junto a la butaca. La mujer se acomodó en la otra, recogió del suelo unas hebras enredadas de lana azul y blanca y se puso a tejer con las agujas muy cerca de los ojos. Sus manos se movían con una destreza sorprendente para alguien tan encorvado y artrítico. Al parecer estaba confeccionando una yamulka, con parte de la circunferencia ya terminada al final de dos hebras de lana, y Ben Roi sonrió para sí al recordar una anécdota acerca de su abuela, la madre de su padre, quien durante la guerra de 1967 había tejido gorros rojos idénticos para todos los hombres de la compañía de artillería de su hijo, más de cincuenta, y como resultado la compañía se ganó el sobrenombre de las Yamulkas Llameantes, apodo que, por lo que sabía, todavía conservaban.

—¿Cuáles son esas preguntas?

—¿Hummm?

—Dijo que quería hacerme algunas preguntas. Sobre el cuarto piso.

—Sí, claro.

Ben Roi miró la hoja de libreta que todavía sostenía en la mano y trató de concentrarse.

—¿Es por esa tal Goldstein? Porque si no lo he dicho cien veces no lo he dicho ninguna. Va a terminar mal. Vivió aquí dos años, y cuando se fue toda la manzana aplaudió. Recuerdo una vez, era viernes, sabbat, por el amor de Dios…

—Es acerca de una mujer llamada Hannah Schlegel —la interrumpió Ben Roi.

—Ah. —El ruido de las agujas cesó.

—La mujer que vive arriba dice que usted la conocía.

La anciana contempló su labor un momento, después la dejó sobre su regazo y se reclinó en la butaca.

—Algo terrible —musitó—. Terrible. Asesinada. Por árabes. En las pirámides. A sangre fría. Terrible.

Enlazó las manos, cuyos nudillos protuberantes les daban aspecto de corteza de árbol deforme.

—Una mujer muy callada. Muy reservada. Pero siempre decía buenos días. Tenía… —Separó las manos y se dio unos golpecitos en la cara interior del antebrazo izquierdo—. Ya sabe… Números. Auschwitz.

El periquito se puso a cantar de repente, luego enmudeció y empezó a picotearse las patas, moviendo la cabeza arriba y abajo como el corcho de una caña de pescar en aguas agitadas. Ben Roi tomó otro sorbo de zumo de naranja.

—La policía egipcia ha vuelto a abrir el caso —explicó—. Quieren que les proporcionemos algunos detalles personales sobre la señora Schlegel. Trabajo, familia, ese tipo de cosas. Lo básico.

La mujer enarcó las cejas, claras y finas, y siguió haciendo calceta, pero las agujas trabajaban con más lentitud que antes y el círculo de lana de la yamulka crecía apenas bajo sus dedos como un alga extraña.

—No la conocía bien —dijo—. No éramos amigas. Un saludo de vez en cuando. Era reservada. Casi nunca sabías si estaba en casa. Todo lo contrario que la señora Goldstein. Siempre sabías si estaba. ¡Los ruidos que se oían! Oy vey!

Arrugó la cara en un gesto de desagrado. Ben Roi se palpó los bolsillos en busca de un bolígrafo y al cabo de un momento cayó en la cuenta de que no llevaba ninguno. Había uno en un jarrón de cristal que descansaba sobre la cómoda, pero no quería pedirlo, porque podría parecer que era poco profesional. A la mierda, pensó. Tomaré algunas notas cuando vuelva a la comisaría.

—Ya vivía aquí cuando yo me mudé —explicaba la anciana—. Eso fue en 1969. Vinimos de Tel Aviv, Teddy y yo. Agosto de 1969. Él siempre había querido vivir aquí. Yo no estaba tan segura. Cuando vi por primera vez la casa, pensé: Clog iz mir! ¿Qué estamos haciendo en un vertedero como este? Escombros de los árabes por todas partes, la mitad de los edificios derruidos. Ahora no viviría en ningún otro sitio, por supuesto. Ese es él. —Alzó las agujas para señalar una foto sobre el estante del medio de la cómoda: un hombre rechoncho y bajo, con un sombrero de paño y un tallit, de pie ante el Muro Occidental—. Llevábamos casados cuarenta años. No como los chicos de hoy. Cuarenta años. ¡Cómo le echo de menos!

Alzó una muñeca y se secó los ojos. Ben Roi clavó la vista en el suelo, incómodo.

—Ella ya vivía aquí. Cuando llegamos. Se trasladó justo después de la liberación, al parecer.

Ben Roi se removió en su butaca.

—¿Y antes de eso?

La anciana se encogió de hombros y contempló su labor.

—Creo recordar que dijo que había vivido en Mea Sharim, pero no estoy segura. Procedía de Francia. Antes de la guerra. Hablaba en francés para sí cuando bajaba por la escalera.

—Y dice usted que estuvo en Auschwitz.

—Bien, eso me contó el doctor Tauber. Ya sabe, el doctor Tauber, del número dieciséis.

Ben Roi no le conocía, pero no dijo nada.

—Vi su tatuaje un par de veces, por eso supe que había estado en un campo de concentración. Nunca hablaba de ello. Era muy reservada. Pero un día yo estaba hablando con el doctor Tauber (un hombre encantador, murió hará unos cuatro o cinco años, descanse en paz) y él dijo: «¿Sabe esa señora que vive encima de usted, la señora Schlegel?», y yo dije: «Sí», y él añadió: «¿A que no lo adivina?», (era muy bueno contando historias, poquito a poco). «Vinimos juntos en el mismo barco. En 1946. Desde Europa». Los ingleses intentaron cortarles el paso en Jaffo, por lo visto, pero ellos se lanzaron al mar y fueron nadando hasta la playa. Había más de un kilómetro de distancia. De noche. Y luego, veinte años después, acaban viviendo en la misma calle. ¡Qué casualidad!

Se oyó un ruido de pasos en el piso de arriba, como si alguien estuviera corriendo. La anciana miró al techo.

—¿El doctor Tauber le dijo que ella había estado en Auschwitz?

—¿Humm?

—Hannah Schlegel.

Por un momento, la mujer pareció no comprender. Después cayó en la cuenta de qué le hablaba el hombre.

—Oh, sí, sí. Dijo que charlaron en el barco. Le he dicho que vinieron en el mismo barco, ¿verdad? Pasaron dos semanas a bordo. Seiscientas personas. Apretadas como sardinas. ¿Se lo imagina? ¡Sobrevivir a los campos y después tener que pasar por eso! Dijo que era guapa. Muy joven y muy guapa. Dura. Amargada. El hermano no dijo ni una palabra en todo el viaje, por lo visto. Se pasaba el día mirando el mar. Traumatizado.

Ben Roi no recordaba que el detective egipcio hubiera mencionado ningún hermano. Se mordisqueó el labio y decidió dejar el orgullo a un lado, se levantó, caminó hasta la cómoda y cogió el bolígrafo del jarrón. Miró a la señora Weinberg con las cejas enarcadas, como diciendo: «¿Le importa?». La mujer estaba perdida en sus pensamientos y ni siquiera pareció darse cuenta de que se había movido de la butaca.

—Pobres criaturas —decía—. No debían de tener más de quince o dieciséis años. Haber padecido semejante calvario. ¿Cómo es este mundo? ¿Cómo es este mundo que permite que cosas como esas le ocurran a un niño, o a quien sea?

Ben Roi se sentó de nuevo en su butaca y garabateó con el bolígrafo en la palma de su mano para que la tinta se moviera.

—¿Aún vive? —preguntó—. El hermano.

La anciana se encogió de hombros.

—Según el doctor Tauber, estaba… Ya sabe… —Se llevó el índice a la sien, el gesto que comunica trastornos, locura—. ¿Qué cabía esperar? Inyecciones, abierto en canal, como un animal.

Ben Roi alzó la vista. Tenía la palma de la mano llena de rayas de bolígrafo.

—¿Qué quiere decir?

—Bien, eran gemelos, ¿no? ¿No se lo he dicho? Estaba segura de que sí. La señora Schlegel y su hermano. Y ya sabe una de las cosas que hacían con ellos en los campos. Experimentos. Habrá leído acerca de ello.

A Ben Roi se le hizo un nudo en la garganta. Había oído hablar de ello. Los médicos nazis utilizaban a los gemelos humanos como conejillos de Indias, los sometían a los más viles y dolorosos experimentos genéticos, los mutilaban, esterilizaban, los hacían pedazos. Una carnicería.

—Santo Dios —consiguió murmurar.

—No es de extrañar que el pobre chico estuviera un poco… —Volvió a llevarse el índice a la sien—. Pero la chica no. Era dura. Fuerte. Eso dijo el doctor Tauber. Delgada como una cerilla, pero por dentro fuerte como un hierro. Cuidaba de su hermano. No le perdía de vista.

Miró a Ben Roi.

—¿Sabe lo que dijo? Cuando iban en el barco. «Voy a encontrarlos». Eso me contó el doctor Tauber. No lloraba, no se quejaba. Sólo dijo: «Aunque tarde el resto de mi vida, voy a encontrar a la gente que nos hizo esto. Y cuando los encuentre, los mataré». Dieciséis años de edad, por el amor de Dios. Ningún niño tendría que sentir esas cosas. Issac. Así se llamaba el hermano. Isaac Schlegel.

Paró de tejer y, con un suspiro, dejó las agujas y la lana a un lado, se puso en pie y se acercó a la jaula del periquito. Dio unos golpecitos en los barrotes con la uña. El pájaro se deslizó sobre el palo hacia ella y agitó las alas, piando.

—Bonito —le arrulló ella—. ¿Quién es más bonito que tú?

Ben Roi había extendido la página de la libreta sobre su muslo y estaba tomando notas en los espacios en blanco disponibles.

—¿Sabe si su hermano vive todavía? —inquirió, y repitió la pregunta un par de minutos más tarde.

—No sabría decirle —contestó la anciana, mientras deslizaba un dedo por los barrotes de la jaula produciendo un ruido rítmico—. No llegué a conocerle.

—¿Vivía con ella?

—Oh, no. Estaba demasiado enfermo. La última vez que supe de él estaba en Kfar Shaul. Me lo dijo el doctor Tauber.

Kfar Shaul era una clínica psiquiátrica situada al noroeste de la ciudad. Ben Roi anotó el nombre.

—Al parecer, su hermana le visitaba cada día. Pero nunca hablaba de él. Conmigo no, al menos. No tengo ni idea de si aún vive. El tiempo pasa para todos, ¿verdad?

El periquito había saltado al columpio y se estaba meciendo. La mujer le silbó una tonada desafinada.

—Y dice que venían de Francia.

—Bien, eso me dijo ella. Fue la única vez que sostuvimos una conversación de verdad. En veinte años. ¿No le parece increíble? Ella llegó cargada de compras (debía de ser Pesah, porque llevaba una bolsa llena de cajas de pan ácimo), y nos pusimos a hablar en el pasillo. No me acuerdo de qué, pero dijo que había nacido en Francia, de eso estoy segura. Y habló de una granja y un castillo. ¿O lo estoy imaginando? No recuerdo los detalles. Aún veo aquellas cajas de pan ázimo, con tanta claridad como si las tuviera delante. Es curioso lo que retiene la mente, ¿verdad?

Silbó de nuevo al periquito e introdujo una mano en el bolsillo de la bata.

—¿Sabe si tenía más parientes? —preguntó Ben Roi—. ¿Marido, hijos, padres?

—Yo no los vi.

La anciana estaba buscando algo en el bolsillo.

—Vivía sola, pobre mujer. Sin familia, sin amigos. Completamente sola. Yo al menos tenía a mi Teddy, Dios le tenga en Su gloria. Cuarenta y cuatro años estuvimos juntos, y nunca me alzó la voz. Aún me despierto pensando que sigue aquí.

Había inclinado el cuello hacia un lado para mirar el bolsillo, mientras la mano continuaba su exploración.

—¿Y el trabajo? —preguntó Ben Roi—. ¿La señora Schlegel tenía un empleo?

—Creo que hacía algo en Yad Vashem. Archivera o algo así. Se iba pronto por las mañanas y volvía tarde, con los brazos cargados de papeles, carpetas y Dios sabe qué más. Un día se le cayeron y la ayudé a recogerlos. Había algo sobre Dachau, con un sello de Yad Vashem encima. Dios sabe por qué quería traerse a casa eso después de lo que había sufrido. ¡Ajá!

Sacó la mano del bolsillo con una especie de nuez pequeña o semilla capturada entre el índice y el pulgar y la movió ante la jaula como diciendo: «¡Mira lo que tengo!». Después, aferrando la muñeca con la otra mano para que no temblara, introdujo la semilla entre los barrotes. El periquito trinó entusiasmado y saltó del columpio.

Ben Roi observó sus notas para ver si podía preguntar algo más. Reparó en el nombre que el detective egipcio le había proporcionado.

—¿Le dice algo el nombre de Piet Jansen? —inquirió. La anciana reflexionó un momento.

—Conocí a una tal Renée Jansen —dijo—. Vivía a dos calles de nosotros en Tel Aviv. Llevaba una prótesis de cadera y tenía un hijo en la marina.

—He dicho Piet Jansen.

—No le conozco.

Ben Roi asintió y consultó su reloj. Hizo un par de preguntas más: ¿Sabía si la señora Schlegel tenía enemigos? ¿Algún interés poco usual? ¿La conocía algún otro vecino? La mujer no pudo aportar más información, y por fin, con la sensación de que ya había hecho lo que cabía esperar, el policía dobló la hoja de libreta, devolvió el bolígrafo al jarrón y dijo que ya no necesitaba molestarla más. La mujer le obligó a terminar el zumo de naranja («¡Si no bebe, se deshidratará!») y le acompañó hasta el portal del edificio.

—Ni siquiera sé dónde la enterraron —dijo, mientras abría la puerta de la calle—. Fuimos vecinas durante veintiún años y ni siquiera sé dónde está su tumba. ¿Me informará si lo averigua? Me gustaría decir un kiddush por ella en su yahrzeit. Pobre mujer.

Ben Roi murmuró algo, sin comprometerse, le dio las gracias y salió a la calle. Dio un par de pasos y se volvió.

—Una última cosa. No sabrá qué fue de las posesiones de la señora Schlegel, ¿verdad?

La anciana le miró y enarcó un poco las cejas, como sorprendida por la pregunta.

—Se quemaron, por supuesto.

—¿Se quemaron?

—En el incendio. Habrá oído hablar del incendio. Ben Roi la miró sin comprender.

—Al día siguiente de su muerte. ¿O dos días después? Unos chicos árabes treparon por la tubería de desagüe de atrás, cubrieron todo de petróleo y le prendieron fuego. Destruyeron el piso. Si la señora Stern no hubiera dado la voz de alarma, todo el bloque habría ardido. —Meneó la cabeza—. Pobre mujer. Sobrevivir a los campos de exterminio para acabar su vida así, asesinada, con su hogar destruido. ¿En qué mundo vivimos? Gente asesinada, niños enviados al ejército… ¿En qué mundo vivimos?

Exhaló un profundo suspiro, alzó la mano en señal de despedida y cerró la puerta. Ben Roi se quedó plantado en la calle, con la frente llena de arrugas, como surcos de un arado en una ladera rocosa.