Luxor
Cuando Jalifa regresó de su entrevista con el shayj Omar, el señor Mohammed Hasun, el funcionario del Banco Egipcio al que había confiado el lingote de oro de Jansen, lo esperaba en su despacho. Era un hombre rechoncho, muy bien vestido, con el pelo untado de brillantina, gafas con montura metálica y unos zapatos negros de un brillo sorprendente. Cuando el detective abrió la puerta del despacho lanzó un grito ahogado y apretó un maletín Samsonite plateado contra su pecho, como si temiera que alguien intentara apoderarse de él. Se relajó cuando vio que no le iban a atracar, aunque un tic en el ojo izquierdo indicó que no estaba del todo tranquilo.
—Me ha dado un susto —le reprendió, mientras el ojo se abría y cerraba como el intermitente de un coche—. He traído el… Ya sabe…
Tamborileó con los dedos sobre el maletín.
Jalifa se disculpó por haberle asustado.
—Aunque no creo que nadie vaya a atracarle en plena comisaría —añadió.
El funcionario le dirigió una mirada desaprobadora.
—Me han atracado en muchos lugares increíbles y mucha gente increíble, inspector, incluyendo, me entristece decirlo, mi suegro. Con el oro toda precaución es poca. No lo olvide.
Sostuvo la mirada de Jalifa un momento para subrayar la gravedad de su mensaje. Luego se levantó de la silla, se acercó al escritorio de Jalifa y dejó el maletín encima.
—En cualquier caso, le he echado un vistazo, tal como me pidió. Interesante. Muy interesante. ¿Tiene tiempo?
—Por supuesto.
—En ese caso, si no le importa…
Indicó la puerta con un movimiento de la cabeza. Jalifa se volvió y la cerró.
—Y la, ejem… —El funcionario emitió una tosecita nerviosa y guiñó el ojo mirando la cerradura—. Sólo para asegurarnos.
Jalifa se volvió de nuevo y esta vez giró la llave.
—¿Quiere que cierre también los postigos?
Lo dijo en broma, pero Hasun le tomó la palabra y respondió que sí, que dadas las circunstancias era una buena idea. Meneando la cabeza en un gesto de exasperación, Jalifa se acercó a la ventana y cerró los postigos de hierro, de forma que la habitación quedó en penumbra.
—¿Así?
—Mucho mejor —dijo Hasun—. Cualquier precaución es poca.
Se inclinó para encender la lámpara de la mesa, al tiempo que paseaba la vista por la habitación con expresión suspicaz, como si, pese a la evidencia de sus propios ojos, no estuviera del todo convencido de que se encontraban solos. A continuación abrió el maletín, levantó la tapa y sacó el lingote, todavía envuelto en el paño negro con el que Jalifa lo había encontrado. Lo depositó bajo la luz. Jalifa se colocó detrás de él y encendió un cigarrillo. Exhaló una espesa nube de humo gris azulado.
—¿Qué ha descubierto?
—Mucho, la verdad —dijo el hombre apartando el paño. Los cristales de sus gafas se tiñeron de un tono amarillento cuando la luz se reflejó en la rutilante superficie del lingote—. Sí, sí, ha sido muy instructivo. Después de treinta años en la profesión, aún conservo la capacidad de sorprenderme. Un material extraordinario. Verdaderamente extraordinario.
Tocó el lingote, con nerviosismo, con reverencia; luego se enderezó, introdujo la mano en el maletín, extrajo un informe mecanografiado del bolsillo interior y lo dejó sobre la mesa al lado del lingote.
—Los detalles básicos son patentes —empezó—. Lingote trapezoidal normal, de veintiséis por nueve por cinco centímetros, doce kilos y cuarto. Novecientas noventa y cinco partes de oro por millar, lo cual significa veinticuatro quilates, quizá un poco más.
—¿Valor?
—Bien, eso fluctúa en función del mercado, pero con los precios actuales yo diría que unas quinientas veinte mil libras egipcias. Ciento cuarenta mil dólares.
Jalifa tosió. El humo del cigarrillo remolineó frente a él como una cortina rasgada que ondeara al viento.
—Abadan! ¡No es posible!
Hasun se encogió de hombros.
—Es oro. El oro es valioso. Sobre todo si es de esta calidad.
Tendió la mano de nuevo y palmeó el lingote con gesto satisfecho, como si felicitara a un animal doméstico que hubiera demostrado una habilidad particularmente impresionante. Jalifa se inclinó para contemplarlo, con las manos aferradas al borde de la mesa.
—¿Y el sello? —Indicó con la cabeza el águila y la esvástica grabadas en la superficie de la barra—. ¿Ha averiguado algo al respecto?
—Por supuesto —respondió Hasun—. Y aquí es donde las cosas empiezan a ponerse interesantes.
Tendió las manos, las enlazó e hizo crujir los nudillos, como un pianista a punto de iniciar un recital.
—Nunca había visto un sello semejante —dijo—. De modo que me puse a investigar un poco. No le aburriré con los detalles.
Dijo esto último con expresión anhelante, como si pensara que aburrir a Jalifa con los detalles era algo que le fuera a proporcionar un gran placer. El detective lo intuyó y no dijo nada, ansioso por ir al grano.
—En cualquier caso —continuó el funcionario tras una pausa, cuando se dio cuenta de que no iba a recibir la invitación a que se explayara—, parece que el águila y la esvástica eran la marca de la casa de la moneda del Estado prusiano, que hasta el final de la Segunda Guerra Mundial fue la casa de la moneda alemana. Con sede en Berlín.
Jalifa seguía contemplando el lingote, mientras lianas de humo de cigarrillo se escapaban por las comisuras de su boca.
—Eso no fue difícil de descubrir. Un rápido vistazo a unos cuantos manuales, un par de llamadas telefónicas. La historia se complica con… —Tomó el lingote con ambas manos y, con un esfuerzo, le dio la vuelta—. Con esto.
Señaló una hilera de cifras minúsculas, apenas visibles, grabadas en la esquina superior izquierda de la parte inferior de la barra. Jalifa lanzó un gruñido de sorpresa. Las había pasado por alto en su primer, y superficial, examen del lingote.
—¿Un número de serie? —preguntó, vacilante.
—Exacto. Algunos lo llevan, otros no. En caso de estar, permite conocer la historia del lingote: dónde fue colado, cuándo… todo eso.
—¿Y este?
—Oh, este ha sido muy instructivo. Sí, sí, muy instructivo. Pero no ha sido fácil. Los números no forman parte de un sistema universal o algo por el estilo. Se refieren a un registro en papel de la institución que acuñó el lingote. Pasé la mitad del día de ayer y casi toda esta mañana telefoneando a Alemania para seguir su rastro. Los archivos de la casa de la moneda del Estado prusiano fueron destruidos o desperdigados en 1945. El Bundesbank no tiene registros. Para ser sincero, estaba a punto de rendirme, hasta que alguien del museo del Bundesbank me aconsejó que intentara ponerme en contacto… —hizo una pausa mientras echaba un vistazo al informe—… con la Degussa Corporation. En Dusseldorf. Era una de las principales empresas de fundición alemanas. Trabajó mucho para los nazis, sin la menor duda. Ahora es perfectamente legal, por supuesto. Diversos intereses…
—Sí, sí —le interrumpió Jalifa, impaciente—. Pero ¿qué ha descubierto?
—Bien, el archivero de Degussa…, un tipo agradable, muy educado… —respondió recalcando la última palabra, como si insinuara que al archivero de Degussa jamás se le habría ocurrido interrumpir a alguien a mitad de una frase, como Jalifa acababa de hacer—, revisó sus registros y, aunque parezca asombroso, logró encontrar un número que coincidía. Los alemanes son tan eficientes…
—¿Y?
Jalifa tenía la cara inclinada hacia el lingote, y un largo cilindro de ceniza sobresalía de manera precaria del extremo de su cigarrillo.
—Bien, da la impresión de que el lingote formaba parte de un grupo de cincuenta fundidos por Degussa en 1944. Mayo de 1944, para ser exactos. Fueron entregados a la casa de la moneda el día diecisiete de dicho mes, y de allí trasladados al Reichsbank, el antecesor del Bundesbank.
—¿Y después?
—Al parecer, casi todos se volvieron a fundir y colar después de la guerra.
—¿Casi todos?
—Bien, es evidente que este sobrevivió. Y, según el hombre de Degussa, al menos otros dos.
Hizo una pausa para lograr un efecto melodramático y se irguió en toda su estatura, como un actor a punto de recitar un soliloquio.
—Fueron encontrados en Buenos Aires. En 1966. Por agentes secretos israelíes. En casa de un hombre llamado… —Volvió a consultar su informe—… Julius Schechtmann, un antiguo oficial del ejército nazi que había escapado a Argentina al acabar la guerra y vivía allí con nombre falso. Los israelíes encontraron su pista y le llevaron, junto con los lingotes, a Israel. Se hallan ahora en el Banco Central de Jerusalén.
—¿Y Schechtmann?
Una nueva pausa efectista, un encogimiento de hombros.
—Los israelíes le ahorcaron.
Se oyó un fuerte ruido en la calle, cuando un vendedor de butano pasó bajo la ventana en su carro tirado por un asno y golpeó los cilindros metálicos con una llave inglesa para alertar de su llegada a los posibles clientes. El cigarrillo de Jalifa se había consumido por completo y, después de tirar la colilla a la papelera, encendió otro y se frotó los ojos con el índice y el pulgar. Cada vez que conseguía nueva información relacionada con el caso, se le antojaba más retorcido y desconcertante. Era como si estuviera sumergido en el agua y moviera frenéticamente los brazos en su intento por llegar a la superficie, sólo para ver cómo se hundía cada vez más. Siguió un largo silencio.
—¿Algo más? —inquirió al fin con voz cansada, como si se estuviera preguntando cuántos giros más iba a dar la investigación.
Hasun se encogió de hombros.
—Pues no. Algunos detalles técnicos sobre la composición del oro, pero creo que carecen de importancia.
Pasó la mano una vez más sobre el lingote para quitar la ceniza de cigarrillo que se había posado sobre la brillante superficie. Después volvió a envolverlo en el paño negro.
—¿Quiere guardarlo aquí?
Jalifa dio una calada al cigarrillo.
—¿Le importaría guardarlo en el banco?
—Será un placer.
Hasun devolvió el lingote al maletín, después se acercó a las ventanas y abrió los postigos. Parpadeó cuando la cegadora luz de la tarde se coló en la habitación. En la calle se oían voces discordantes y el ruido del carrito del vendedor de butano.
—De hecho, sí hay algo más —dijo en tono súbitamente pensativo, calmo—. Algo raro. Inquietante, en mi opinión. Casi me aguó la fiesta.
Cruzó el pie derecho tras la pierna izquierda y frotó la superficie del zapato contra la pantorrilla.
—Como ya he dicho, la serie numérica permite conocer el lugar y la fecha de la fundición del lingote. En algunos casos, queda registrada más información: el nombre del capataz a cargo de la fundición, la persona de la casa de moneda que lo ordenó, esas cosas. Detalles sin importancia. —Cambió la posición de las piernas, y esta vez frotó el zapato izquierdo contra la pantorrilla derecha—. Los archivos de Degussa no contenían nada de eso. En cambio, poseían documentación del lugar donde fundieron el oro.
Terminó de lustrarse los zapatos y se volvió hacia Jalifa poco a poco, mientras su mano tabaleaba nerviosa sobre el antepecho de la ventana. El detective enarcó las cejas en un gesto interrogante.
—Al parecer, procedía de un lugar llamado Auschwitz. Por lo visto, inspector, su lingote está hecho de oro extraído de los dientes de judíos muertos.
Cuando el funcionario se marchó, Jalifa se quedó mirando el techo del despacho, sentado con las piernas cruzadas sobre la esquina del escritorio, mientras guirnaldas de humo remolineaban alrededor de su cabeza como un turbante.
Había tareas apremiantes: Hasani le exigía un informe sobre los progresos realizados hasta el momento; el amigo de Jansen en El Cairo aún no se había puesto en contacto con él y era preciso localizarle, y tampoco estaría de más llamar al maldito israelí, comprobar si había movido el culo y empezado a investigar el pasado de la señora Schlegel. Mucho que hacer. Mucho trabajo pendiente. Y lo que hacía era quedarse sentado mirando el techo, pensando en empastes de oro, dientes rotos y la hilera de cifras tatuadas en el antebrazo de Hannah Schlegel.
Sabía algo del Holocausto, por supuesto. Generalidades, rumores, ningún detalle preciso. Nunca había experimentado la necesidad de profundizar en la materia. Aceptaba que había ocurrido; el detective israelí le había acusado falsamente de negarlo. Al mismo tiempo, se le antojaba muy lejano, muy abstracto, sin importancia para él o su mundo. Hasta ahora. Ahora, daba la impresión de haberse convertido en algo relevante.
Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sucesión de anillos de humo hacia el techo, donde se desintegraron y convirtieron en una neblina persistente. Transcurrieron cinco minutos, diez; el reloj de pared desgranaba los segundos como el latido de un corazón mecánico. Luego, como si hubiera tomado una decisión, Jalifa posó los pies en el suelo, cogió su chaqueta y se fue de la comisaría.
Al salir a la calle torció a la derecha, luego a la izquierda, se abrió paso entre el gentío de la tarde hasta internarse en el zoco, pasó ante cafés, tiendas de recuerdos, puestos callejeros de especias donde se amontonaban pétalos de hibisco y azafrán rojo en polvo, y al fin entró en un local muy bien iluminado, un cibercafé con media docena de ordenadores alineados a lo largo de la pared del fondo. Saludó con un gesto de la cabeza al propietario, un chico de pelo afro y hebilla de cinturón en forma de moto, el cual le indicó el ordenador de la punta izquierda, al lado de una chica europea con los hombros quemados por el sol. Se sentó y, tras un momento de vacilación, conectó con Yahoo!, y tecleó «Holocausto» en el campo de busca; se estremeció ligeramente al hacerlo, como un niño que metiera la mano en el fuego, asustado, pero al mismo tiempo ansioso por saber qué se siente al tocar las llamas.