Israel: desierto del mar Muerto, a las afueras de Jericó
El hombre paseaba arriba y abajo junto al helicóptero, mientras fumaba un grueso puro. Su mirada iba una y otra vez del camino de tierra desierto a su reloj. Había oscurecido, la única luz procedía de la luna creciente, que bañaba el desierto con un resplandor amarillento. Reinaba un silencio absoluto, de manera que los pasos del hombre resonaban de una manera anormalmente intensa, abriendo profundos huecos en la atmósfera nocturna. Las sombras eran demasiado espesas para que su silueta estuviera definida, pero podía deducirse que era de mediana estatura y muy delgado, con nariz ganchuda, una yamulka blanca en la cabeza y una cicatriz lívida en forma de hoz en la mejilla derecha.
—¿Tienes idea de cuánto tardará? —dijo una voz desde la cabina del helicóptero.
—Poco —contestó el hombre—. No tardará en llegar.
Continuó paseando, dándose palmaditas sobre el muslo, y de vez en cuando se detenía y aguzaba el oído. Transcurrieron cinco minutos, diez, y después se insinuó en la noche el tenue sonido de un motor, acompañado momentos después por el ruido de unos neumáticos sobre la grava. El hombre salió al centro del camino. Vio que el coche surgía poco a poco de la masa amorfa de sombras y se acercaba a ellos con los faros apagados. Frenó a diez metros de distancia y el conductor bajó. El hombre salió a su encuentro y se encaminaron hacia la parte posterior del vehículo, donde el conductor abrió el maletero. Se oyeron un gruñido y un crujido, y una figura se irguió, agarrada al brazo del conductor para apoyarse. La oscuridad impedía distinguir sus facciones, aparte del hecho de que era más joven que el hombre del puro, tenía una mata de pelo oscuro desordenada y llevaba una kefía de cuadros alrededor del cuello.
—Llegas tarde —observó el hombre de mayor edad—. Estaba preocupado.
El recién llegado aspiraba grandes bocanadas de aire. Alzó las manos sobre la cabeza para disipar el entumecimiento.
—He de ir con cuidado. Si mi gente lo descubre…
Se pasó un dedo sobre la garganta y acompañó el movimiento con un siseo, como el de un cuchillo cortando carne. El hombre del puro asintió, rodeó los hombros del recién llegado con el brazo y le guio hacia el helicóptero.
—Lo sé —susurró—. Estamos en la cuerda floja.
—Espero que podamos llegar al otro lado.
—Hemos de llegar al otro lado. Por el bien de todos nosotros. De lo contrario…
Agitó el puro y los dos desaparecieron en el interior del helicóptero. El desierto despertó con el gemido de los motores mientras las hélices empezaban a girar y acuchillaban la oscuridad.