Puesto de control de Kalandia,
entre Jerusalén y Ramallah
Tal como le habían ordenado, Yunis Abu Jish fue al puesto de control de Kalandia a mediodía, con su camiseta de la Cúpula de la Roca, y se situó bajo una gigantesca valla publicitaria de Master Satellite Dishes.
Durante las últimas veinticuatro horas, desde que había recibido la llamada del representante de al-Mulatham, su estado de ánimo había oscilado entre el terror más absoluto y la euforia desatada. En un momento dado, se ponía a temblar como muerto de frío, abrumado por la magnitud de lo que le habían invitado a hacer. Al instante siguiente le invadía una alegría embriagadora, como aquella vez en que, de niño, fue a la playa y rodó entre las olas tibias y espumosas, escupiendo, riendo y pensando que no existía mejor sensación en el mundo.
Mientras contemplaba las colas de vehículos que avanzaban lentamente hacia la barrera israelí, no sentía miedo ni júbilo. De hecho, no sentía casi nada; tan sólo una convicción vaga, fría, la férrea aceptación de que esto era lo que había que hacer, el destino escrito para él. ¿Qué otra cosa le quedaba, al fin y al cabo? ¿Toda una vida de abyección y amargura, de presenciar impotente cada día cómo los israelíes arrebataban más tierra a su pueblo, más capas de dignidad? ¿El incesante ciclo de humillación, vergüenza y pesar?
No, no podría soportarlo. Hacía ya mucho tiempo que le costaba aguantar. Esta era la solución. El único camino. La senda que confería fortaleza y dignidad, que le permitía influir en los acontecimientos en lugar de ser atropellado una y otra vez por ellos. Y si el destino era la muerte… Bien, ¿acaso su existencia no era como estar enterrado en vida?
Se quedó media hora exacta bajo la valla, tal como le habían indicado, sin dejar de consultar su reloj cada poco para asegurarse. Después, con un gesto de la cabeza, como diciendo: «Ya tienes la respuesta», se encaminó hacia el campo de refugiados donde vivía, cuyos edificios surgían entre el paisaje como feas setas grises.