38

Pueblo de Queyeram, entre Luxor y Qus

—Los palestinos son nuestros hermanos en Alá. Tenedlo siempre presente. Sus sufrimientos no son lejanos ni abstractos. Son nuestros sufrimientos. Cuando sus casas son destruidas, son nuestras casas las que son destruidas. Cuando sus mujeres son violadas, son nuestras mujeres las violadas. Cuando sus hijos son asesinados, son nuestros hijos los que mueren.

La voz del shayj Omar Abd al-Karim, estridente y apasionada, resonaba en la mezquita del pueblo, una sencilla estancia de paredes encaladas desnudas y techo abovedado donde un círculo de ladrillos de vidrio coloreado filtraba y suavizaba el cegador sol de la mañana, de modo que una tenue luz submarina de tonos azules, verdes y grises neblinosos invadía la sala. Varias docenas de hombres, jóvenes en su mayoría, fellahin, vestidos con chilabas e immam, arrodillados en el suelo cubierto de esteras, contemplaban al orador en su púlpito, con las manos enlazadas sobre el regazo, los ojos brillantes de ira e indignación. Jalifa se hallaba en el umbral de la puerta del fondo, ni dentro ni fuera, y sus dedos jugueteaban con el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

—Nuestro deber como musulmanes es oponernos a los yahudiin con todas nuestras fuerzas —continuó el shayj, con voz casi de falsete, mientras su dedo huesudo acuchillaba el aire—. Porque son una raza ignorante. Una raza codiciosa, mentirosa, asesina, enemiga del islam. ¿No fueron acaso los judíos quienes rechazaron al santo profeta Mahoma cuando fue a Yatrib? ¿Acaso no los maldice el sagrado Corán por su perversión e infidelidad? ¿Acaso los Protocolos de los Sabios de Sión no descubren su deseo de dominar el mundo, de convertirnos a todos en esclavos?

Era un hombre de edad avanzada, encorvado y de barba poblada, vestido con un caftán oscuro y un casquete de punto, con unas gafas de plástico apoyadas sobre el puente de la nariz. Hacía mucho tiempo se le había prohibido predicar en Luxor (menos por su antisemitismo, sospechaba Jalifa, que por sus ataques abiertos contra la corrupción del gobierno), de manera que limitaba sus actividades a las aldeas de la periferia y viajaba de pueblo en pueblo para esparcir su versión particular del fundamentalismo islámico.

—No puede existir acuerdo con los sionistas —gritaba, mientras descargaba un puño artrítico sobre el borde del atril—. ¿Habláis con la cobra que escupe? ¿Entabláis amistad con el toro furioso? No, hay que maldecirlos, expulsarlos, borrarlos de la faz de la tierra como la pestilencia que son. Es nuestro deber como musulmanes. Como dice el sagrado Corán: «Hemos preparado para los infieles un castigo ignominioso. Hemos dispuesto el infierno como prisión de los infieles».

Hubo murmullos de asentimiento por parte de sus oyentes. Uno de ellos, un muchacho con una sombra de barba en la barbilla y el labio superior, de unos catorce o quince años, agitó un puño en el aire y vociferó, «Al-Maut li yahudiinh!». (¡Muerte a los judíos!), coreado por el resto de la congregación, hasta que toda la sala tembló con los gritos de «¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!». Jalifa los miró con los labios apretados. Luego exhaló un suspiro y salió al atrio de la mezquita, donde se calzó los zapatos que había dejado junto con los demás, alineados en pulcras hileras como coches en un embotellamiento de tráfico. Se detuvo un momento y oyó que el shayj llamaba al Yihad, a la Guerra Santa contra los israelíes y todos aquellos que los apoyaban, y a continuación salió al ardiente sol de la mañana.

Estaba asqueado por lo que acababa de oír. ¿Cómo no iba a estarlo? Utilizar las enseñanzas del santo Profeta para incitar a la violencia y el odio, citar el Corán como justificación del fanatismo, los prejuicios y la intolerancia… Era algo que rechazaba con todas las células de su cuerpo. No obstante… no obstante…

¿Acaso no había una parte de él que también estaba de acuerdo? Una parte que, cuando escuchaba las noticias de otro palestino asesinado por los israelíes, de otra familia cuya casa habían destruido, de otro huerto arrasado por las excavadoras, también deseaba alzar el puño al aire, pedir venganza y destrucción a gritos, corear «¡Muerte, muerte, muerte!», junto con sus hermanos musulmanes.

Meneó la cabeza y, tras encender un cigarrillo, se acuclilló en un delgado gajo de sombra junto a la entrada de la mezquita. Jamás había experimentado tal confusión: sobre su adscripción, sobre sus creencias, sobre lo que debería creer. Incluso en sus momentos más desesperados (la abrumadora pobreza de su juventud, la muerte de sus padres y de su hermano mayor, el forzado abandono de sus estudios en la Universidad de El Cairo), siempre había existido un núcleo de certeza interior, una pizca de solidez y seguridad. Pero ahora cada giro de su investigación, cada senda por la que le conducía (judíos, israelíes, fundamentalistas), parecía abrir grietas más anchas en su persona. «Ve hacia lo que temes. —Eso le había dicho Zainab—. Investiga lo que no entiendas. Pues así maduras y te conviertes en una persona mejor». Pero no se sentía madurar. Al contrario, más bien tenía la impresión de que todo se estaba desmoronando en su interior, fragmentándose como un espejo roto en una serie de partes constituyentes dentadas y contradictorias que, incluso cuando el caso se cerrara por fin, dudaba que fuera capaz de volver a unir en un todo armonioso.

Dio una calada al cigarrillo y contempló la polvorienta calle que se extendía delante de la mezquita. El pueblo se hallaba tan sólo a veinte kilómetros al norte de Luxor, pero bien podría decirse que pertenecía a otro mundo, un poblado destartalado de humildes viviendas de adobe y corrales llenos de maleza. El único edificio que daba una sensación de solidez o durabilidad era el que tenía detrás. Con sus ropas de ciudad y las facciones del Bajo Egipto (piel pálida, pelo liso) destacaba como un pulgar hinchado entre los habitantes de piel más oscura y vestimenta tradicional de Saidi, un hecho que sólo contribuía a intensificar su sensación de distanciamiento e incomodidad.

—Maldita sea —masculló, abatido.

Transcurrieron otros veinte minutos antes de que el sermón llegara a su fin. La congregación recitó la shahada, cantó «Al-salamu aleikum wa Ramat Allah» y empezó a salir al porche delantero para calzarse. Jalifa se puso en pie, volvió a quitarse los zapatos, los dejó caer en el porche y empezó a abrirse paso entre la muchedumbre hasta el interior de la mezquita, sin hacer caso de las miradas suspicaces que le lanzaban. El shayj había bajado de su púlpito y se hallaba al fondo de la sala, apoyado en un bastón, hablando animadamente con un pequeño grupo de seguidores. Jalifa sabía muy bien los peligros de abordarle así. Unos años antes, los partidarios del shayj habían propinado una buena paliza a un par de policías de paisano que habían intentado infiltrarse en una de sus reuniones, cerca de Qift. La alternativa era presentarse con un furgón lleno de uniformes y detener al hombre, un acto de provocación que, teniendo en cuenta la popularidad del shayj y la naturaleza independiente de estos pueblos alejados, habría provocado graves disturbios. Jalifa prefería una opción menos ofensiva, aun cuando entrañara un elemento de riesgo personal.

Se detuvo un momento en el umbral y luego empezó a cruzar la sala. Las esteras del suelo amortiguaron el ruido de sus pasos. Estaba a punto de llegar al grupo cuando repararon en él. Los hombres enmudecieron y se volvieron en su dirección.

¿Shayj Omar?

El anciano alzó la vista y le miró a través de sus gafas.

—Soy el inspector Yusuf Jalifa. De la policía de Luxor.

El grupo de seguidores se movió de manera imperceptible y se cerró alrededor de su líder. Proyectaban suspicacia como irradia calor un carbón ardiendo. El shayj le miró, con el cuerpo ladeado en un leve ángulo, como un árbol castigado por los elementos.

—¿Ha venido a detenerme? —preguntó, en tono más jocoso que preocupado.

—He venido para hablar con usted —contestó Jalifa—. Sobre un hombre llamado Piet Jansen.

Un miembro del grupo, una figura enorme como un toro, de ojos juntos y pecas en las mejillas, lanzó una exclamación airada.

Ya kalb! —escupió—. ¡Perro! ¡Estás hablando con un hombre santo! ¿Cómo te atreves a insultarle así?

El hombre avanzó medio paso, hinchando el pecho. Aunque Jalifa sabía muy bien que no debía responder al desafío, también era consciente de que retroceder significaría una admisión de debilidad que le costaría superar. No se movió del sitio, simplemente alzó las manos mostrando las palmas, para comunicar que no quería problemas. Siguió un breve y tenso silencio. Después, muy despacio, introdujo la mano en el bolsillo, sacó el sobre con la hoja volante dentro y, como si ofreciera un hueso a un perro aullador, se lo tendió al shayj.

—Envió esto al señor Jansen —dijo.

Otra pausa inquietante. Luego, tras un leve gesto de asentimiento, el shayj indicó con un gesto al hombre pecoso que cogiera el sobre y se lo pasara. Le dio la vuelta en la mano y miró la dirección escrita en el anverso.

—No es mi letra —dijo, y alzó la vista.

Estaba jugando al gato y el ratón, desafiando a Jalifa a que le siguiera.

—No me interesa quién lo envió —dijo el detective—. Me interesa por qué lo envió.

Otro del grupo, un hombre pequeño y rechoncho con un schal blanco en la cabeza, cogió el sobre que sostenía el shayj y lo devolvió a Jalifa.

—¿No has oído? ¡No es su letra! ¿Cómo va a saber por qué lo enviaron?

—Porque no enviarían la propaganda de una de sus reuniones a un kufr como Jansen sin su permiso —explicó Jalifa, mientras guardaba el sobre en un bolsillo—. Como él sabe muy bien.

Su tono fue más brusco de lo que deseaba, más belicoso, y a los seguidores no les gustó. Volvieron a murmurar en señal de desaprobación, pero esta vez, como una llama que prendiera en madera seca, los murmullos se convirtieron en gritos y los hombres rodearon a Jalifa, le apostrofaron y empujaron, como si su ira se alimentara de sí misma. El shayj golpeó el atril con el bastón, y el ruido resonó en la sala como un disparo.

Halas! —exclamó—. ¡Basta!

El tumulto terminó con la misma rapidez que había empezado. Los hombres se apartaron a un lado, de modo que Jalifa y el shayj quedaron frente a frente. Siguió un largo silencio, roto sólo por el rebuzno de un asno en la calle, y después el shayj hizo un ademán a sus seguidores.

—Dejadnos.

El pecoso empezó a protestar, pero el shayj repitió su orden y los hombres salieron de la mezquita entre gruñidos y murmullos. El anciano cogió el Corán del púlpito y se encaminó hacia la pared del fondo, donde se acomodó sobre un cojín.

—Es usted muy estúpido o muy valiente para presentarse así —dijo, al tiempo que dejaba el libro y el bastón sobre la estera que había a su lado y cruzaba las piernas esqueléticas—. Un poco de ambas cosas, tal vez. Aunque más estúpido que valiente, creo. Y arrogante. Como todos los policías.

Cogió el Corán y empezó a pasar las páginas. Jalifa se acuclilló ante él y ahuyentó una mosca que había volado sobre su cabeza y que ahora describía círculos en el aire. El asno seguía rebuznando.

—¿Desaprueba mi sermón? —preguntó el anciano sin dejar de pasar las páginas del Corán.

Jalifa se encogió de hombros sin comprometerse.

—Responda a la pregunta, por favor.

—Sí —dijo el detective, con voz menos firme de lo que habría deseado—. Me ha parecido que era… ghir islami. Antiislámico.

El shayj sonrió.

—¿Le caen bien los judíos?

—No he venido para…

El shayj levantó una mano para interrumpirle. Jalifa experimentó la incómoda sensación de que el anciano, aunque tenía los ojos clavados en el libro apoyado sobre su regazo, le miraba fijamente y veía no sólo su forma física, sino todo su interior, sus pensamientos, sus sentimientos. Cambió un poco de postura.

—¿Es usted musulmán?

Jalifa murmuró un «sí» impaciente.

—Y, no obstante, le caen bien los judíos.

—No creo que ambas cosas sean incompatibles.

—¿Así que le caen bien los judíos?

—Yo no… Eso no es…

El detective ahuyentó la mosca, perplejo, irritado consigo mismo por haber pemitido que le arrastraran a la discusión pese a no desearlo. El shayj seguía pasando páginas, cuyo papel amarillento emitía un ruido similar a un susurro bajo sus dedos, hasta que por fin llegó a la sura que al parecer estaba buscando. Posó un dedo sobre el texto, dio la vuelta al libro y lo extendió hacia Jalifa.

—Léalo, por favor.

—Esto no es lo que…

—Sólo es una aleya. Lea, por favor.

Jalifa tomó el libro a regañadientes, consciente de que si deseaba obtener alguna información del anciano no tenía otro remedio que plegarse a sus reglas. El pasaje estaba a mitad de la página, y era de la quinta sura, al-Maida, la Mesa. El detective la miró y se mordió el labio.

—«Oh, fieles creyentes —leyó a toda prisa y en tono monótono, como para acabar la lectura lo antes posible y distanciarse de lo que estaba diciendo—. No toméis a judíos y cristianos como amigos. Son amigos entre sí, pero aquellos de vosotros que los toméis como amigos seréis como ellos».

El shayj asintió con aire de aprobación.

—¿Lo ha oído? Son las palabras del santo profeta Mahoma. Son claras y no dejan lugar a la ambigüedad. Ser amigo de los judíos, de los que profesan cualquier otra fe, simpatizar con ellos, sentir algo por ellos que no sea odio, asco y repulsión, es ir contra la voluntad de Alá Todopoderoso, bendito sea su nombre.

Extendió una mano temblorosa y recuperó el libro. El detective deseaba discutir, decirle que ese no era el islam que él conocía y amaba, citar otros pasajes que hablaban bien de los ahl el-kitab, que los alababan, pero se había quedado en blanco y no lograba encontrar las palabras que necesitaba. O tal vez no deseaba encontrarlas. El shayj reparó en su expresión preocupada y sonrió, sin demasiada cordialidad.

—Ser musulmán es someterse a la voluntad del Todopoderoso —añadió. Cerró el Corán y acarició su portada—. Ese es el significado del islam. Si no te sometes, no puedes ser musulmán. Lo uno o lo otro. Blanco o negro, luz o oscuridad. No hay medias tintas.

Se llevó el libro a los labios y lo depositó sobre su regazo.

—Bien, dice que desea hablar del sais Jansen.

Jalifa se secó con la manga el sudor de la frente mientras trataba de serenarse y concentrarse. Después de lo que acababa de decirse, la investigación se le antojaba curiosamente lejana, perteneciente a otra realidad.

—El señor Jansen murió hace dos semanas —musitó. La mosca seguía dando vueltas sobre su cabeza, con un zumbido insoportable—. Estamos investigando ciertas… irregularidades de su estilo de vida. Encontré la hoja volante en su casa. Me pareció incongruente que se la enviaran a un hombre como él. Un kufr. No tiene nada que ver con sus típicos partidarios.

El shayj no dijo nada, simplemente se inclinó y empezó a masajearse el tobillo, con la vista alzada hacia la cúpula y su círculo interior de ladrillos de vidrio coloreado.

—¿Y bien? —insistió Jalifa—. ¿Por qué se la envió?

El anciano continuó frotando su huesuda extremidad, hundiendo los dedos en la piel quebradiza.

—Cortesía.

—¿Cortesía?

—El sais Jansen se había mostrado extremadamente… generoso. Me pareció cortés comunicarle que pensábamos en él.

La mente de Jalifa empezó a despejarse. El caso estaba adquiriendo una mayor definición. Como expulsada por esta circunstancia, la mosca se alejó y fue a estrellarse contra una ventanita del fondo de la sala.

—¿De qué modo había sido «generoso»?

—Hizo un donativo. Para uno de nuestros proyectos.

—¿Qué proyecto?

El shayj dejó de tocarse el tobillo y, tras enlazar las manos sobre el regazo, por fin miró directamente a Jalifa.

—Para ayudar a aquellos de nuestro pueblo que sufren bajo la opresión de los sionistas —afirmó en un leve tono acusador, como si Jalifa, al negarse a manifestar un odio total y absoluto a los judíos, se hubiera aliado con los enemigos del islam.

—¿Ayudar de qué forma?

El shayj seguía mirándole fijamente.

—Recogemos dinero. Lo enviamos a Palestina. Para comida, ropa, libros escolares. Causas caritativas. Nada ilegal.

—¿Y Jansen contribuía?

—Se puso en contacto con nosotros. Hace seis semanas, dos meses. Entregó un donativo.

—¿Así, sin más?

El shayj se encogió de hombros.

—A nosotros también nos sorprendió que un kufr acudiera a nosotros de esta manera. Abordó a uno de mis hombres en Luxor y dijo que quería ayudarnos. Preguntó si podía hablar conmigo. Por regla general, yo no me mezclo con esa gente. En este caso, no obstante, nos ofrecía una cantidad de dinero muy elevada. Cincuenta mil libras egipcias.

Jalifa lanzó un silbido. ¿Qué coño hacía Jansen regalando tanto dinero a un hombre como el shayj

—¿Se reunió con él? —preguntó.

El anciano asintió al tiempo que se mesaba la barba con una mano arrugada.

—¿Y?

—Nada. Charlamos. Dijo que había oído hablar de nuestro trabajo con los palestinos, que lo admiraba, que le gustaría ayudarnos. Me entregó el dinero en metálico. ¿Quién era yo para rechazarlo?

A Jalifa empezaban a dolerle las piernas después de estar acuclillado tanto rato. Se enderezó y estiró.

—Pero ¿por qué acudió a usted? Hay docenas de organizaciones que recaudan dinero para los palestinos. Organizaciones benéficas oficiales, legales. ¿Por qué buscar a…?

El shayj sonrió.

—¿A un hombre de mi reputación?

—Exacto. Jansen debía de conocer los peligros que entrañaba: saber que si le veían con usted tendría problemas. No obstante, se presenta sin más, le entrega todo ese dinero y no quiere nada a cambio.

Jalifa continuó estirándose, frotándose las rodillas, hasta que un súbito pensamiento le hizo detenerse.

—¿Pidió algo a cambio?

El shayj no dijo nada; se limitó a mirarle, con una leve sonrisa insinuada en las comisuras de su boca, como las ondas que deja en la arena una ola. Jalifa volvió a acuclillarse frente a él.

—¿Pidió algo? —repitió.

Una vez más no obtuvo respuesta. El pulso del detective se aceleró de manera imperceptible.

—Pidió algo a cambio, ¿verdad? ¿Qué? ¿Qué quería?

Sin apartar la mirada ni un segundo del rostro de Jalifa, el shayj inclinó la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro, y las vértebras de su cuello chasquearon como una llave en su cerradura.

—Que le ayudara a ponerse en contacto con al-Mulatham.

Jalifa abrió los ojos de par en par, asombrado.

—¿Habla en serio?

—¿Por qué iba a mentir? Eso fue lo que me pidió.

Jalifa meneó la cabeza. Cada vez que creía acercarse un poco al misterio de Jansen, una nueva información parecía alejarle más que nunca del hombre, como un cazador que, después de acechar a su presa con todo sigilo, la tiene al alcance de su mano y descubre que ha vuelto a desaparecer.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué quería ponerse en contacto con él?

El shayj se encogió de hombros.

—Dijo que se hallaba en posesión de algo que podía ayudarle. Un arma que podría utilizar contra los judíos. Algo que les causaría un gran daño.

Se oyó un estruendo en el exterior cuando alguien empezó a martillear un trozo de metal. Jalifa apenas reparó en el sonido.

—¿Qué clase de arma?

El shayj alzó los brazos.

—No lo dijo. Me contó que se estaba muriendo, que no le quedaba mucho tiempo de vida, que su deseo era que ese instrumento fuera a parar a manos de alguien que lo utilizara bien. Que lo utilizara para hacer daño a los judíos. Eso dijo. Que alguien lo utilizara para hacer daño a los judíos.

El ruido paró un momento, luego empezó de nuevo, más fuerte, y resonó en el interior de la mezquita.

—¿Y usted le ayudó?

El shayj resopló.

—¿Cree que tengo la dirección de al-Mulatham? ¿Su número de teléfono? ¿Que puedo llamarle como si tal cosa? Admiro a ese hombre, inspector, me alegro cada vez que acaba con una vida israelí. Si nos conociéramos, le abrazaría y llamaría hermano. Pero no tengo más idea que usted de quién es y dónde está.

Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con el borde de su caftán. El martilleo cesó de nuevo y un silencio pesado y sepulcral cayó sobre la mezquita.

—Le di el nombre de algunas personas que conozco en Gaza —dijo por fin el anciano, al tiempo que se calaba las gafas—. Era lo menos que podía hacer, después de su generoso donativo.

—¿Se puso en contacto con ellos?

—No tengo ni idea. Y tampoco deseo saberlo. No volví a tratar con él después de aquel primer encuentro. Y, por si se le ocurre preguntarlo, no traicionaré la confianza de mis amigos palestinos dándole sus nombres.

Miró de hito en hito a Jalifa, descruzó las piernas, cogió el bastón en una mano y el Corán en otra y empezó a ponerse en pie. Se detuvo en mitad del movimiento, sin duda a causa del dolor, y Jalifa le ayudó a incorporarse, pues el respeto por sus mayores se impuso al rechazo a las opiniones del anciano. Una vez erguido, el shayj se sacudió el caftán y se dispuso a cruzar la estancia. Al llegar a la puerta, se volvió.

—Recuerde, inspector, que existen la luz y la oscuridad, el islam y el vacío. No hay medias tintas. Ha llegado el momento de que elija.

Sostuvo la mirada de Jalifa un momento y después salió de la mezquita. Por lo visto, la entrevista había terminado.