Jerusalén
El teléfono estaba sonando cuando Ben Roi entró en su despacho. Era lo que le faltaba, cocido como estaba por las dos cervezas que había bebido camino de la comisaría, aparte de la insoportable sensación de melancolía que siempre le embargaba después de visitar la tumba de Galia. Levantó el auricular con brusquedad después de maldecir a quien fuera que le llamaba.
—Ken.
—Detective Ben Ro-eye.
—Ben Roi —corrigió el israelí con el ceño fruncido. ¿Quién era este maniak?
—Perdone. Soy el inspector Yusuf Jalifa, del cuerpo de policía egipcio. La Dirección Central de Policía me ha dado su nombre.
Ben Roi no dijo nada.
—¿Hola?
—Ken.
—¿Habla inglés, señor Ben Roi?
—Ata medaber Ivrit?
—¿Cómo dice?
—¿Habla usted hebreo?
—Temo que no.
—Por lo visto, tendré que hablar inglés. ¿Qué quiere?
Jalifa dio una calada al cigarrillo. Llevaba menos de quince segundos hablando con el hombre y ya le caía mal.
—Estoy investigando un caso relacionado con una persona de nacionalidad israelí —explicó esforzándose por mantener un tono cortés—. Un asesinato.
Ben Roi cambió el auricular a la mano izquierda y con la derecha extrajo la petaca del bolsillo.
—¿Y qué?
—La víctima era una mujer llamada Hannah Schlegel. Fue asesinada en 1990.
Ben Roi resopló.
—¿Y lo está investigando ahora?
—No, me ha entendido mal. Lo investigamos en su momento. Un hombre fue condenado, pero ahora han salido nuevas pruebas a la luz y hemos reabierto el caso.
Ben Roi desenroscó el tapón de la petaca y bebió un trago.
—¿Condenaron a un inocente?
Era una acusación más que una pregunta. Una acusación de incompetencia profesional. Jalifa apretó los dientes.
—Eso es lo que estoy intentando averiguar.
Ben Roi bebió otro trago.
—¿Qué quiere de mí?
—Estoy intentando obtener… ¿cómo se dice?, información sobre los antecedentes de la víctima. Trabajo, familia, amigos, intereses. Cualquier cosa que pudiera ayudarnos a establecer un móvil del asesinato.
—¿Y?
—¿Perdón?
—¿Por qué me telefonea a mí?
—Ah, ya entiendo. La víctima vivía en… —Jalifa consultó el expediente—. Vivía en la calle Ohr Ha-Chaim. Número cuarenta y seis, cuarto piso. Me dijeron que esa dirección se encuentra… ¿cómo se dice?, dentro de la jurisdicción de su comisaría.
Ben Roi se reclinó en el asiento y con la mano libre empezó a masajearse las sienes. ¡Puta suerte! Eso era lo último que necesitaba, participar en una investigación conjunta con un moraco de mierda. Unos aficionados. Una pandilla de putos aficionados. No tendría que haber descolgado el teléfono.
—Ahora estoy ocupado —dijo de mal humor—. ¿Podría llamarme en otro momento?
—¿Esta tarde?
—La semana que viene.
—Temo que no puedo esperar tanto —repuso Jalifa, que intuía que le estaban dando largas—. Tal vez alguno de sus colegas podría ayudarme.
Alguien un poco más profesional, tuvo ganas de decir. Que se enorgullezca un poco de su trabajo.
—O quizá debería hablar con su superior —añadió.
Ben Roi arrugó la frente aún más. ¡Mierda de árabe! Alejó el auricular y lo fulminó con la mirada, tentado de colgarlo sin más, de enmudecer al hombre. No obstante, intuyó que no se lo iba a quitar de encima con tanta facilidad. ¿Por qué cojones había descolgado?
—¿Inspector Ben Roi? —La voz de Jalifa resonó en la línea.
—Sí, sí —gruñó Ben Roi. Bebió un último trago de la petaca y enroscó el tapón—. De acuerdo, déme otra vez el nombre y la dirección de la mujer.
Tomó un bolígrafo y escribió cuando Jalifa le leyó los datos de Schlegel.
—¿Cuándo la asesinaron?
—El 10 de marzo de 1990. Puedo enviarle las notas del caso, si eso le sirve de ayuda.
—Olvídelo —dijo Ben Roi, consciente de que cuanta más información tuviera, más trabajo le daría. Un par de llamadas, tal vez una visita rápida a la última dirección de la mujer… Era lo máximo que pensaba hacer. Y si no era suficiente… Bien, eso era problema del árabe. Al fin y al cabo, era él quien la había cagado.
—Debería saber algo —continuó el egipcio—. El principal sospechoso del caso es alguien llamado Piet Jansen. Cualquier relación que pudiera descubrir entre este hombre y Hannah Schlegel sería muy útil. O sea…
—Sí, sí, ya lo tengo —le interrumpió Ben Roi—. Piet Hansen.
—Jansen —corrigió Jalifa, sin molestarse en seguir disimulando su irritación—. J… A… N… S… E… N. ¿Ha tomado nota?
La mano de Ben Roi se convirtió en un puño.
—Lo tengo —gruñó.
Jalifa dio una airada calada a su cigarrillo, que apuró hasta el filtro antes de apagarlo en el cenicero.
—Necesitará mis datos para ponerse en contacto conmigo.
—Supongo que sí —replicó Ben Roi, encrespado.
Jalifa se los proporcionó.
—¿Y los de usted? —preguntó.
Ben Roi le dio su correo electrónico.
—¿Móvil?
—No tengo —dijo el israelí, mientras echaba un vistazo a su Nokia.
Jalifa sabía muy bien que estaba mintiendo, pero consideró inútil insistir y se limitó a decir que le agradecería que se ocupara del asunto con la máxima urgencia.
—Claro —dijo Ben Roi con voz ronca.
Se hizo el silencio, dio la impresión de que la línea crepitaba a causa de la antipatía mutua y después Ben Roi dijo que, si eso era todo, tenía trabajo que hacer. Jalifa le dio las gracias, tenso, y ambos hombres se dispusieron a colgar.
—¡Una pregunta!
La voz de Jalifa resonó en la línea.
Mierda, pensó Ben Roi.
—¿Qué?
Jalifa estaba pasando a toda velocidad las páginas del expediente.
—Hay algo que no entiendo. En el brazo de la víctima había un… ¿cómo se dice? ¿Un tataje?
—¿Un tatuaje?
—Exacto.
Jalifa localizó una fotografía en blanco y negro del antebrazo de la mujer muerta y la sostuvo ante él.
—Un número: cuatro, seis, nueve, seis, seis. Con un triángulo delante. ¿Se trata de algún ritual judío?
Ben Roi se reclinó en la silla y meneó la cabeza. Ignorante de mierda, moraco antisemita.
—Es el número de un campo de concentración. Los nazis los tatuaron en los brazos de los prisioneros judíos durante el Holocausto. Claro que, teniendo en cuenta que ustedes no creen en el Holocausto, supongo que no será de mucha ayuda. ¿Algo más?
Jalifa estaba mirando la foto que tenía delante.
—¿Algo más? —repitió Ben Roi en voz más alta.
—No —respondió—. Nada más.
—Estaremos en contacto.
La comunicación se cortó. Jalifa continuó mirando la foto durante un largo rato, con los ojos clavados en las cinco cifras que se arrastraban sobre la piel de la mujer muerta como una procesión de insectos que surgieran del montículo triangular de un hormiguero. Después la dejó a un lado y tomó la pistola de Jansen. La contempló durante un rato con el ceño fruncido y, antes de volver a dejarla sobre la mesa, levantó el bolígrafo y escribió en la libreta «nazi» y «Holocausto», subrayando ambas palabras con una línea negra doble.