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Luxor

—¿Hola? ¿Hola? Sí, soy el inspector Yusuf Jalifa, de la policía egipcia. Creo que hablé con usted… Jalifa. No, Jalifa. Ja-li-fa. Exacto. Intento localizar a alguien que pueda ayudarme en un caso en el que estoy trabajando, relacionado con una persona de nacionalidad israelí. ¿Qué? No, un caso en el que estoy trabajando… ¿Habla inglés? ¿Qué?… Sí, de acuerdo, esperaré, gracias, gracias.

Jalifa se colocó el auricular del teléfono entre la cabeza y el hombro, sacó un cigarrillo de la cajetilla que tenía delante y chasqueó la lengua, decepcionado. Llevaba casi una hora intentando en vano localizar a alguien de la policía israelí que pudiera proporcionarle detalles sobre la vida de Hannah Schlegel, y le habían mandado de departamento en departamento, de despacho en despacho, de persona en persona, hasta terminar donde había empezado, en la sede central de la policía israelí en Jerusalén, con una mujer que, al parecer, apenas hablaba inglés, y mucho menos árabe. Tenía la sensación de que, por ser egipcio, no le tomaban tan en serio como si hubiera sido, digamos, norteamericano o europeo. Encendió el cigarrillo y exhaló una airada bocanada de humo mientras oía el silencio al otro lado de la línea.

—¿Hola? —dijo, pensando que la comunicación se había cortado—. ¿Hola?

La línea volvió a la vida.

—Le pido que espere —dijo la voz de la mujer, áspera, como si estuviera hablando con un niño díscolo—. Por favor.

La línea enmudeció de nuevo.

—Maldita sea —masculló Jalifa, mordisqueando el filtro del cigarrillo, la mandíbula tensa por la irritación—. Estoy intentando ayudaros, por el amor de Dios. ¡Estoy intentando ayudaros, mujer!

Dio otra calada y se reclinó en la silla. Contempló un cartel de la pirámide escalonada de Zóser en la pared opuesta, después desvió la vista hacia su escritorio, donde estaban alineados pulcramente los objetos que había traído de casa de Jansen: la curiosa diapositiva, el anuncio de la conferencia, el testamento y la pistola. Sólo faltaba el lingote de oro, que había confiado a un tal Mohammed Hasun, experto en lingotes del Banco de Egipto, el cual había prometido que intentaría averiguar más sobre el águila y la cruz gamada estampadas en su superficie.

De los restantes objetos, era el testamento de Jansen el que más información había proporcionado. Contenía instrucciones detalladas para la venta de las propiedades y posesiones del fallecido, así como la concesión de legados a diferentes personas y organizaciones, entre ellas el personal del Menna-Ra, el ama de llaves del difunto, la Sociedad Egipcia de Horticultura, el museo de Luxor y, algo incongruente, el Hospital de Animales Brooke para Caballos y Monos.

El mayor legado comprendía, por lo que Jalifa pudo vislumbrar, el grueso de las propiedades del fallecido, y sus herederos eran Antón e Inga Gratz, «por su apoyo a esas causas tan caras a nosotros». Carla Shaw, la directora del Menna-Ra, había mencionado a unos amigos de Jansen, uno de los cuales se llamaba Antón, y Jalifa suponía que debían de ser las mismas personas. Más interesante aún, el número 16 de la calle Urabi, la dirección de los Gratz que constaba en el testamento, se hallaba en el barrio de el-Maadi, en El Cairo. La cabina telefónica cuyo número figuraba con tanta frecuencia en la factura telefónica de Jansen estaba también en ese barrio y, después de buscar su situación exacta con la ayuda de Egypt Telecom, Jalifa había descubierto que se encontraba justo enfrente del bloque de apartamentos en el que residían los señores Gratz, lo cual inducía a pensar que eran las personas con las que Jansen había hablado tan a menudo. Investigaciones posteriores habían revelado que los Gratz no tenían teléfono particular (por eso debían utilizar la cabina), de manera que Jalifa se había puesto en contacto con los vecinos de su rellano para pedirles que pasaran una nota por debajo de la puerta de los Gratz solicitando que se pusieran en contacto de inmediato con la policía de Luxor. Hasta el momento no había obtenido respuesta.

De los demás objetos, la pistola había sido identificada por el señor Salah, el experto en balística de la comisaría, como una Walter P38 de 9 mm semiautomática, un arma poco utilizada en la actualidad, aunque Salah afirmaba que estaba muy buscada entre los coleccionistas de armas de fuego, pues la Walter P38 había sido el arma oficial de los militares alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Su propietario la había mantenido limpia, engrasada y en perfecto estado de funcionamiento, con su cargador de ocho balas lleno. Al igual que con tantos otros aspectos del mundo de Jansen, la información había suscitado más preguntas que respuestas.

No había habido tiempo para descubrir nada acerca de los dos últimos objetos: la hoja volante donde se anunciaba la conferencia y la diapositiva. Jalifa levantó esta última a la luz y dio una calada al cigarrillo, con el teléfono todavía sujeto en la mano izquierda. La imagen de la puerta de la tumba al pie de una muralla de roca vertical no le decía nada y, después de contemplarla un momento, mientras se preguntaba cuál podía ser su importancia, la dejó de nuevo sobre el escritorio y cogió la hoja volante. La leyó con parsimonia, sorprendido como la primera vez por la incongruencia de que alguien con la cultura de Jansen se mezclara con un fundamentalista fanático como el shayj Omar Abd al-Karim. Estaba garabateando una nota para recordar que debía pasarse por la reunión que, según la hoja volante, se celebraría al día siguiente cuando la línea resucitó de nuevo.

—¿Hablar usted con embajada israelí en El Cairo?

—Fue en la embajada israelí en El Cairo donde me dieron su número —contestó Jalifa, al tiempo que aplastaba el cigarrillo en el cenicero y procuraba mantener la calma.

La mujer puso la llamada en espera de nuevo, esta vez sólo quince segundos, al cabo de los cuales le preguntó si tenía la última dirección conocida de la víctima, o aun mejor «el lugar donde vivía antes de su muerte», lo que Jalifa supuso significaba lo mismo. Cogió el expediente de la señora Schlegel y pasó las páginas.

—Calle Ohr Ha-Chaim, número cuarenta y seis —leyó, luchando con las palabras desconocidas—. Cuarto piso. —Hubo de repetirlo dos veces hasta que la mujer reconoció las señas.

—Ohr Ha-Chaim —dijo ella—. Es Ciudad Vieja. Ha de hablar con comisaría de policía David.

Le dio un número de teléfono.

—¿Con quién debo ponerme en contacto?

—Hable con departamento de investigación. Ellos le ayudan.

—Si es posible, me gustaría saber un nombre —insistió Jalifa, consciente de que si no era muy posible que cualquier secretaria lo despachara sin más—. Alguien con quien pueda hablar directamente. Quien sea. Por favor.

La mujer exhaló un suspiro de irritación, sin hacer el menor esfuerzo por disimular que le consideraba un pelmazo, y le hizo esperar por tercera vez, hasta que al final leyó un nombre que Jalifa anotó en una libreta.

—¿Es un detective? —preguntó.

—Este detective —contestó la mujer, cortante, y colgó.

Tras dejar el auricular en su sitio, Jalifa encendió otro cigarrillo, mascullando entre dientes, confirmadas sus peores sospechas sobre los israelíes. Dio un par de caladas profundas, descolgó el teléfono de nuevo y marcó el número que le había dado la mujer. El timbre sonó siete veces, hasta que alguien contestó.

—Buenas tardes —dijo—. Soy el inspector Yusuf Jalifa, de la policía nacional egipcia. ¿Podría hablar con…?

Miró la libreta.

—El detective Ar-ee-y Ben-Ro-eye.