Jerusalén
Laila cruzó el patio situado ante la iglesia del Santo Sepulcro y se detuvo un momento para contemplar la entrada de doble arco, flanqueada de columnas de mármol esbeltas y sinuosas como árboles jóvenes, para luego adentrarse en el cavernoso y oscuro interior. Un trío de mujeres ancianas estaban arrodilladas ante la Piedra de la Unción. Se persignaron e inclinaron para besar la superficie rosada de la piedra. A su derecha, un tramo de escalera ascendía hacia una capilla dorada que gozaba de una iluminación cálida, el lugar donde la tradición afirmaba que habían crucificado a Cristo. Desde las entrañas del edificio llegaba el sonido de cánticos, que se mezclaban y fundían con un himno entonado en otra parte de la iglesia, de modo que todo el interior parecía vibrar debido a la disonancia. Un grupo de monjes armenios pasó a toda prisa, encabezado por un sacerdote de capa larga y capucha puntiaguda.
Laila se detuvo un momento en la entrada, mientras sus ojos se adaptaban a la escasa luz y su nariz aspiraba el penetrante olor almizclado del incienso. Después caminó hacia la izquierda y entró en la inmensa rotonda abovedada que dominaba el extremo este de la iglesia. Un joven sacerdote ortodoxo griego estaba barriendo el suelo. Se acercó a él y le preguntó dónde podía encontrar al padre Sergio, el contacto que Tom Roberts le había proporcionado la noche anterior.
—Él comida —dijo el sacerdote en un deficiente inglés, e imitó el gesto universal de comer—. Volver diez horas.
—¿Esta noche?
El sacerdote frunció el ceño, confuso, y sonrió de repente.
—No diez horas. Diez…
—¿Minutos?
—Sí, sí. Minuto. Diez minuto.
Laila le dio las gracias, dejó que siguiera barriendo y se encaminó hacia una de las gigantescas columnas de granito que sostenían la cúpula de la rotonda. Tomó asiento en el banco de al lado. Frente a ella se alzaba el edículo, el chillón templete sembrado de iconos, tallado en brecha rosa y amarilla, que indicaba el lugar donde se dio sepultura a Cristo. Detrás, el Katholicon, el coro ortodoxo griego, que dominaba la parte central del edificio; se extendía hacia el este, confinado entre oscuros panales de corredores, galerías, puertas y altares, con la mampostería ennegrecida y pulida por siglos de humo de velas y el roce de los devotos.
Miró alrededor un rato examinando el enorme edificio y la variopinta arquitectura, las multitudes de turistas y peregrinos, y después abrió el bolso, del que extrajo las notas que había tomado la noche anterior.
Su búsqueda en internet había dado como resultado varios miles de páginas con el nombre de Guillermo de Relincourt, la mayoría de las cuales no tenían nada que ver con el hombre que le interesaba. El examen del centenar aproximado que contenía información sobre el individuo en cuestión había revelado que, si bien era el centro de gran cantidad de especulaciones imaginativas, los datos verídicos sobre De Relincourt escaseaban. Lo poco que se sabía (lo único que se sabía, en realidad) procedía al parecer de dos breves pasajes de crónicas medievales, ambos traducidos y reproducidos en cierto número de páginas web.
El más breve, de la Historia Rerum in Partibus Transmarinis Gestarum (Historia de los hechos acaecidos en Ultramar), escrita alrededor de 1170, explicaba:
Después de conquistar la ciudad, los cruzados consideraron la iglesia (del Santo Sepulcro) demasiado pequeña, y le añadieron un edificio alto y sólido. Al principio, Guillermo de Relincourt se encargó de la obra, hasta que se enzarzó en disputas con el rey Balduino y padeció un destino horrendo. También fue construido un campanario.
El segundo pasaje, más largo y detallado que el primero, aparecía en una obra titulada Massaoth Schel Rabbi Benjamin (El itinerario del rabino Benjamín), de un judío de la ciudad española de Tudela que había visitado Tierra Santa en 1169, una etapa de un viaje de diez años por el Mediterráneo y Oriente Próximo:
También se cuenta la historia del francés Gillom de Relincar, que construyó la iglesia conocida por los cristianos como del Santo Sepulcro. En el curso de la magna obra, se dice, cuando estaban cavando zanjas para colocar piedras, como suele hacerse en tales casos, este tal Gillom descubrió un lugar secreto en el que estaba oculto un tesoro de grandísimo poder y belleza, un tesoro como jamás se había conocido. Como era un hombre sabio y no aprobaba el trato dispensado a los judíos, no habló a nadie de este objeto, sino que lo calló, pues debido a su naturaleza habría provocado mucha codicia y envidia entre los cristianos. Sin embargo, nuevas del descubrimiento llegaron al rey Balduino, quien ordenó que se le fuera entregado. Y cuando este tal Gillom se negó, le arrancaron los ojos y arrojaron a un pozo profundo, donde murió al cabo de cuatro días, pues era un hombre fuerte de cuerpo y espíritu. Pocos saben de esta historia, que me la contó Simón el Judío, que la oyó de labios de su abuelo.
Alrededor de estos dos párrafos se habían forjado numerosas teorías y suposiciones, algunas relativamente inocuas, la mayoría absurdas. Una página web, por ejemplo, que se abría con una fanfarria de cantos gregorianos, aseguraba que Guillermo había descubierto el cuerpo momificado de Cristo, lo cual socavaba la doctrina cristiana de la resurrección. Otra, adornada con símbolos astrológicos de aspecto misterioso y titulada «Guardianes sagrados del Portal Cósmico», afirmaba con toda seriedad que De Relincourt había descubierto una especie de portal galáctico que le permitió acceder a dimensiones espaciotemporales superiores, de forma que se sumó a un club exclusivo de viajeros en el tiempo que incluía a Moisés, Tutankhamón, Confucio y el rey Arturo. Había muchas más en la misma línea, que relacionaban a De Relincourt con todo, desde los francmasones hasta el Santo Grial, desde los templarios hasta el Triángulo de las Bermudas. Por lo que Laila pudo deducir, nadie había aportado una explicación razonable al significado de los dos párrafos, y tampoco había salido a la luz ninguna prueba independiente que corroborara la autenticidad de la historia que estaban contando o confirmara la existencia real de alguien llamado Guillermo de Relincourt.
Todo parecía cogido con pinzas. No obstante, pese a esta carencia de pruebas de peso, pese a las dudas persistentes de que la estaban arrastrando a una empresa quimérica, cuanto más leía, más se enganchaba. Incluso con sus escasos conocimientos de la Edad Media, comprendió que si la fotocopia que le habían enviado era de la carta verdadera (lo cual era mucho decir), el original debía de ser un documento histórico de importancia y valor incalculables, y demostraba que De Relincourt no sólo era un personaje real, sino que había encontrado un tesoro inimaginable debajo de la iglesia.
Sin embargo, lo que de verdad había despertado su anhelo periodístico, y continuaba haciéndolo, no era la perspectiva de arrojar luz sobre un misterio que contaba novecientos años de antigüedad, por intrigante que fuera, sino la relación entre ese misterio y los acontecimientos actuales. «Estoy en posesión de información que podría resultar de incalculable valor para este hombre en su lucha contra el opresor sionista. La información de la que hablo está íntimamente relacionada con el documento adjunto». ¿Cómo podía ayudar la historia de Guillermo de Relincourt a un hombre como al-Mulatham? ¿Por qué una leyenda medieval podía ser importante para la Palestina contemporánea? ¿Cuál era el vínculo entre pasado y presente? Estas eran las preguntas que ocupaban su mente en aquellos momentos, que daban vueltas y vueltas alrededor de su cabeza como chispas de una girándula. Era algo importante. Lo intuía. Algo grande. Pero necesitaba más información. Más datos. Más piezas del rompecabezas.
—Él aquí ahora.
Laila alzó la vista. El joven sacerdote ortodoxo griego estaba a su lado, todavía con la escoba.
—Padre Sergio —dijo—. Viene.
Señaló hacia el Katholicon, donde un hombre pasmosamente gordo, con hábito negro y pelo gris sujeto en una cola de caballo, estaba apoyando una escalerilla en el ángulo formado entre una pared y una columna. Laila dio las gracias al sacerdote, se puso en pie, cruzó el coro en dirección al hombre, pasó bajo una araña de latón del tamaño de una rueda de carro y llegó a su lado justo cuando pisaba el primer peldaño de la escalerilla.
—¿Padre Sergio?
El hombre la miró.
—Me llamo Laila al-Madani. Soy periodista. Un amigo mío me dijo que usted podría ayudarme en una historia que estoy investigando.
El sacerdote la miró un momento con ojos brillantes y después bajó al suelo. Tenía un rostro jovial, parecido a una calabaza, surcado por profundas arrugas y medio cubierto por una poblada barba gris. La joven observó que bajo el hábito llevaba calcetines, sandalias y pantalones púrpura abolsados.
—Por lo visto, usted sabe todo lo que hay que saber sobre la historia de esta iglesia —añadió.
El sacerdote sonrió.
—Su amigo exagera. Nadie sabe todo lo que hay que saber sobre la iglesia del Santo Sepulcro. Llevo aquí treinta años y ni siquiera he arañado la superficie. A veces es un lugar extremadamente… desafiante.
Su voz era profunda y resonante, y hablaba en un inglés fluido. Despedía un olor dulzón, tal vez a causa de una loción para después del afeitado o por el perfume a incienso de su hábito.
—¿Qué desea saber? —preguntó.
—Estoy intentando reunir información sobre alguien llamado Guillermo de Relincourt.
La sonrisa del hombre se ensanchó, y se acarició la barba con aire pensativo.
—Guillermo de Relincourt, ¿eh? ¿Por qué le interesa?
Laila se encogió de hombros.
—Es para un artículo que pienso escribir. Misterios de Jerusalén. Color local.
—No es el tipo de artículos que suele escribir.
Reparó en la expresión perpleja de Laila y se puso a reír.
—Oh, sé quién es, señorita al-Madani. No estamos tan aislados del mundo. He leído muchos de sus artículos a lo largo de los años. Muy… directos. No perdona una a los israelíes. Pero no recuerdo que le interese la historia medieval.
—He decidido cambiar de tema por una vez —afirmó Laila, que no deseaba proporcionar demasiada información—. Volveré a meterme con Israel en cuanto haya terminado.
Las risas del sacerdote se redoblaron y en sus ojos apareció un brillo de complicidad, como si supiera que ella no deseaba contarle toda la verdad pero eso no le preocupara.
—En ese caso —dijo, al tiempo que apoyaba la mano sobre su protuberante barriga—, hemos de ayudarla a terminar su artículo lo antes posible. No podemos permitir que los israelíes se confíen, ¿verdad? No obstante, le pediré algo a cambio.
—¿De qué se trata?
—Sujéteme la escalera un momento, mientras intento deshacerme de esos malditos pájaros.
Indicó con la cabeza un par de palomas blancas que no paraban de estrellarse contra las ventanas más altas de la iglesia.
—He de abrir una —explicó—. Para que salgan. De lo contrario, se cagarán sobre los turistas.
Como para confirmar sus palabras, una gruesa gota cayó desde lo alto sobre la araña de latón. El padre Sergio chasqueó la lengua en señal de desaprobación y subió al primer peldaño de la escalera.
—Sujétela bien —dijo—. A veces resbala.
Laila inmovilizó la escalera con el pie mientras el sacerdote empezaba a subir, con una agilidad sorprendente para un hombre de su corpulencia y peso. Cuatro peldaños más arriba, agarró un palo largo de madera apoyado contra la pared y utilizó la otra mano para afianzarse mientras seguía subiendo. Su hábito ondulante permitió a Laila una clara visión de sus piernas y su trasero, embutidos en pantalones. Un grupo de turistas entró y formó un círculo alrededor del omphalos, el cuenco de mármol tallado situado en medio de la sala que, según la tradición griega, señalaba el centro del mundo.
—Atrae a toda clase de gente —dijo en voz alta el padre Sergio cuando llegó al final de la escalera—. Guillermo de Relincourt. El año pasado vino un científico italiano que quería examinar toda la iglesia con un… ¿Cómo se llama ese aparato que sirve para medir la radiación?
—¿Un contador Geiger?
—Exacto. Estaba convencido de que Guillermo había descubierto los restos de una nave espacial alienígena y que todavía estaba sepultada bajo el suelo. Un demente.
Empezó a levantar el palo y se aferró a un saliente con la mano izquierda, mientras se estiraba hacia la ventana más cercana, que se hallaba a tres metros sobre él.
—Y hay un grupo norteamericano que cree que descubrió un portal que da a otro mundo.
—Los guardianes del Portal Sagrado —dijo Laila con una sonrisa.
—Ha oído hablar de ellos.
—He visto su página web.
—Locos. Locos de remate. Hasta tenemos un anciano judío que viene cada día porque cree que Relincourt encontró los Diez Mandamientos o algo por el estilo. Es el único judío que he visto aquí. Se pone a rezar delante del edículo como si fuera el Muro de las Lamentaciones, pobre loco. Cada día.
Estaba estirado casi por completo, alzado precariamente sobre el penúltimo peldaño, y trataba de abrir la ventana con el palo. Este resbaló tres veces antes de que por fin lograra situarlo bajo el pestillo y abrir la ventana, pero se inclinó hacia atrás de una forma tan peligrosa que Laila tuvo la desagradable sensación de que iba a caerle encima. El hombre logró mantener el equilibrio, sin dejar de asirse al saliente, y esperó a que las palomas descubrieran la ventana y salieran. En cuanto huyeron, volvió a levantar el palo y utilizó un gancho sujeto al extremo para cerrar la ventana. Bajó al suelo, con la respiración entrecortada y la frente perlada de sudor.
—Necesitamos una escalera más larga —bufó, mientras dejaba el palo en el suelo y se sacudía el hábito—. Siempre lo digo, pero los católicos dicen que no la necesitamos, los sirios que no nos la podemos permitir, los armenios y los coptos no se ponen de acuerdo sobre si debería ser de madera o metálica, y nadie hace nada. Créame, comparados con algunos de aquí, los fanáticos de De Relincourt son ejemplos de sensatez y buen juicio. ¿Té?
Laila declinó el ofrecimiento y, tras dejar el palo y la escalera, los dos volvieron a la rotonda. Dos mujeres, una mayor, la otra joven, ambas vestidas de negro, estaban arrodilladas en el abarrotado edículo, rezando con una vela en la mano. El joven sacerdote griego había desaparecido.
—Bien —dijo el padre Sergio, al tiempo que le indicaba el banco donde Laila se había sentado antes y se acomodaba a su lado—. Ha cumplido su parte del trato. Ahora querrá que le hable de Guillermo de Relincourt. No estoy seguro de si podré contarle gran cosa, pero pregunte lo que quiera. Haré lo posible por ayudarla.
Laila sacó la libreta y el bolígrafo, cruzó las piernas, apoyó la libreta sobre la rodilla y preparó el bolígrafo.
—Lo primero que quería preguntar es acerca de las fuentes —empezó—. He estado mirando en internet y he visto que sólo dos escritores medievales citan a De Relincourt: Guillermo de Tiro y…
Repasó sus notas para localizar el nombre del viajero judío.
—Benjamín de Tudela —dijo el padre Sergio.
—Exacto. ¿Conoce los pasajes?
—De memoria no, pero los he leído. Hace mucho tiempo, se lo advierto.
Laila se inclinó y sacó una hoja arrugada del bolso.
—Los imprimí anoche.
Le tendió la hoja. El sacerdote la alejó un poco para que le diera la luz y la leyó. Cuando terminó, se la devolvió.
—Por lo que he podido deducir —prosiguió Laila—, Balduino, o Badouin, como le llama Benjamín, fue rey de Jerusalén entre 1100 y 1118.
El padre Sergio asintió.
—Lo cual significa que tanto Benjamín como Guillermo de Tiro escribieron sesenta o setenta años después de los acontecimientos que describieron.
El hombre reflexionó un momento y volvió a asentir.
—Correcto.
—¿Hay algo más? —preguntó Laila—. ¿Alguna otra crónica que hable de De Relincourt, que proporcione más información? ¿Algo que corrobore la historia?
El sacerdote enlazó las manos sobre el estómago, donde se posaron como dos grandes cangrejos que disfrutaran del sol sobre una roca.
—No que yo sepa. Ninguno de los primeros cronistas cruzados le menciona, Ekkehard de Aura, Alberto de Aquisgrán y… vaya, ¿cómo se llamaba el otro? Fulcher de Chartres, eso es. Silencio absoluto. Por lo visto, sólo contamos con Guillermo de Tiro y Benjamín de Tudela.
—Y sólo Benjamín dice algo acerca de un tesoro oculto —observó Laila—. Guillermo de Tiro únicamente menciona que De Relincourt y el rey Balduino tuvieron una especie de disputa.
—Supongo que oyeron versiones diferentes de la historia —aventuró el sacerdote—. Es algo habitual en los cronistas medievales. Sobre todo cuando escriben años después de un acontecimiento concreto y lo describen de segunda o tercera mano. Tienen fuentes diferentes, eligen detalles diferentes, según lo que les interese.
—¿Cuál es la versión más fidedigna en este caso?
El hombre enarcó las cejas.
—Es difícil asegurarlo, aunque yo diría que Benjamín de Tudela. Sí, sólo estaba de paso por Tierra Santa, al contrario que Guillermo de Tiro, que vivía allí. Sin embargo, los detalles que añade indican que oyó una versión más completa de la historia. En el caso de Guillermo da la impresión de que sólo está repitiendo un rumor antiguo.
Laila escribió una nota en la libreta.
—¿Y usted cree que la historia es cierta?
El padre Sergio se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? No existen pruebas materiales que la certifiquen, pero tampoco hay motivos para descartarla. Benjamín era un cronista muy escrupuloso. No aceptaba leyendas o cuentos de viejas. Siempre comprobaba sus fuentes. Yo le creo.
Se produjo una repentina salva de flashes cuando un grupo de turistas japoneses invadió la rotonda y empezó a tomar fotos de la cúpula y el edículo. Laila dobló una pierna bajo la otra y apoyó la libreta sobre la rodilla.
—Lo cual conduce a la pregunta obvia —dijo—. Si la historia de Benjamín es cierta, ¿qué descubrió Guillermo? ¿Cuál era ese…? —Echó un vistazo a la hoja impresa—. Ese «tesoro de gran valor, como jamás se había conocido».
El padre Sergio sonrió y empezó a toquetear la goma elástica de su cola de caballo.
—Como usted dice, la pregunta obvia. La única que no puedo contestar, me temo. Aunque imagino que descubrirá que no era una nave espacial.
Rio para sí, mientras sus dedos tiraban de la goma elástica y atusaban el pelo. Delante de ellos, las dos mujeres salieron del edículo, una vez terminados sus rezos, y los turistas japoneses empezaron a entrar, aunque en el estrecho interior sólo cabían cuatro personas. Los cánticos que Laila había oído al entrar en el edificio habían cesado y sólo quedaba el eco de las voces, como si las piedras de la iglesia estuvieran susurrando entre sí.
—No —repitió el padre Sergio, cuando hubo colocado bien la goma elástica, y apoyó las manos sobre el estómago—. No tengo más idea de lo que Guillermo de Relincourt descubrió que los miles de personas que han especulado sobre el tema durante los últimos novecientos años. Tal vez una reliquia antigua, tal vez los huesos de un santo de los primeros tiempos, tal vez un tesoro de la basílica bizantina original… Lo que sea. No lo sabemos.
Laila se estaba dando golpecitos en el muslo con el bolígrafo.
—Y usted dice que no existen pruebas materiales. ¿No hay nada en la iglesia?
El sacerdote meneó la cabeza.
—Si Guillermo de Relincourt estuvo aquí, no dejó rastro alguno.
La joven levantó el bolígrafo y se rascó la ceja.
—¿Qué hay debajo de nosotros? —preguntó—. ¿Qué había cuando De Relincourt estuvo trabajando?
El sacerdote contempló el techo abovedado un momento, tamborileó con los dedos sobre su estómago, se levantó y, tras indicar a Laila que le siguiera, anadeó hasta la entrada de la rotonda, donde gozaban de una vista sin obstáculos del edículo y la puerta principal de la iglesia.
—Una visita turística rápida —dijo—. Sólo para ponerla en antecedentes.
Abrió los brazos como para abarcar el edificio que los rodeaba.
—En la época de la crucifixión, por lo que sabemos, toda esta zona se hallaba fuera de las murallas de la ciudad, que estaban a unos cien metros en dirección sur. —Indicó con un gesto de la cabeza esa dirección—. Según la Biblia y los primeros escritores cristianos, el Gólgota, el monte donde tuvo lugar la crucifixión, estaba allí… —Señaló la capilla elevada ante la que Laila había pasado al entrar—. Mientras que allí… —añadió apuntando con un dedo hacia el edículo—… había una cantera abandonada en la que varios judíos ricos habían ordenado tallar su tumba. Fue en una de esas tumbas, la de José de Arimatea, donde se depositó el cuerpo de Nuestro Señor.
Los últimos turistas japoneses salieron del edículo y trotaron en dirección al Katholicon, sin que las cámaras dejaran de destellar.
—Durante cien años después de la crucifixión, esta zona fue un centro de peregrinación y oración para los primeros cristianos —continuó el padre—. En el año 135, no obstante, Adriano la arrasó y construyó un templo dedicado a los dioses Juno, Júpiter y Minerva. Duró doscientos años, hasta que Constantino el Grande, el primer emperador cristiano, derribó el templo de Adriano y construyó en su lugar una magnífica iglesia que acogía todos los lugares santos.
Señaló de nuevo la capilla elevada y el edículo.
—La iglesia de Constantino fue destruida a su vez durante la invasión persa del año 614. Fue reconstruida dos años después, derribada por un terremoto, vuelta a construir, derribada por el califa fatimí al-Hakim, reconstruida y vuelta a derribar varias veces más, hasta que los cruzados llegaron por fin y erigieron el edificio que vemos hoy, que fue terminado en 1149. Incluso este sufrió grandes cambios en años posteriores. La cúpula de la rotonda, por ejemplo, y el edículo datan del siglo XIX.
Laila escribía a toda prisa en la libreta, intentando no perder ni una palabra.
—Lo que quiero decir —prosiguió el sacerdote, al tiempo que daba un pisotón en el suelo— es que debajo de nosotros yacen los restos de más de mil años de construcción y reconstrucción, hasta llegar al lecho de piedra original. ¿Quién sabe qué encontró De Relincourt cuando empezó a excavar? Judíos, romanos, primeros cristianos, bizantinos, persas, musulmanes… cualquiera de ellos podría haber enterrado algo aquí que Guillermo desenterró. Y antes estuvieron los cananeos, los jebuseos, los egipcios, los asirios, los babilonios y los griegos. Todos estuvieron en Jerusalén en un momento u otro. La verdad es que no sabemos qué había ahí abajo, o quién lo dejó. Para ser sincero, dudo que alguna vez lo sepamos. Lo cual es parte del atractivo de la historia, por supuesto.
Guardó silencio y jugueteó con un botón del hábito. Un par de monjes coptos pasaron corriendo, con sus distintivos gorros negros y cruces de madera tallada. Laila terminó de escribir y miró sus notas, intrigada y decepcionada al mismo tiempo.
—Es como intentar montar un rompecabezas del que faltan la mitad de las piezas y que ni siquiera se sabe qué dibujo forma —murmuró—. Y con los ojos vendados.
El padre Sergio sonrió.
—La historia es así. Un gigantesco rompecabezas.
A sus espaldas se oyó el tenue sonido de un bastón sobre la piedra, que se fue acercando hasta que un anciano pasó de largo, entró en la rotonda y caminó hacia el edículo. Tenía la espalda encorvada y la piel de la cara fofa y cubierta de manchas de la edad. Se detuvo ante el templete y, tras sacar una yamulka y un librito negro, empezó a rezar, apoyado con fuerza en el bastón, meciéndose y murmurando para sí.
—Ese es el hombre del que le he hablado —susurró el padre Sergio—. Viene cada día, puntual como un reloj. Convencido de que De Relincourt descubrió los Diez Mandamientos, el Arca de la Alianza o la espada del rey David, he olvidado qué. Algún objeto judío antiguo. Eso es lo que esa clase de historias provocan. Satisfacen alguna necesidad interior, alguna esperanza que no puede resolverse en el mundo real.
Contemplaron al hombre unos momentos, y después Laila pasó las páginas de su libreta.
—Benjamín de Tudela dice que De Relincourt «no aprobaba el trato dispensado a los judíos». ¿Qué significa eso?
El padre Sergio sonrió con tristeza y clavó la vista en la cúpula.
—Los cruzados trataron muy mal a los judíos —dijo con un suspiro—. Mataron a miles mientras atravesaban Europa. Decenas de miles. Cuando se apoderaron de Jerusalén, hacinaron a toda la población judía de la ciudad en la sinagoga principal y le prendieron fuego. Hombres, mujeres, niños. No quedó ni uno. —Meneó la cabeza—. Hicieron lo mismo con los musulmanes. Se decía que la sangre llegaba a la altura de los tobillos en las mezquitas. Cualquiera habría pensado que algo semejante, tamaño horror compartido… acercaría a ambas religiones. Pero ya ve lo que está pasando hoy… —Alzó una mano y se masajeó las sienes—. La Tierra Santa de Dios, y mucho dolor. Siempre mucho dolor.
Siguió masajeándose las sienes un momento, y luego bajó la mano y se volvió hacia Laila.
—Ya es hora de que empiece a preparar el oficio de mediodía.
—Por supuesto —dijo ella—. Gracias por concederme su tiempo.
—No estoy seguro de haber sido de ayuda.
—Me ha ayudado mucho —afirmó Laila.
Devolvió la libreta al bolso y se lo colgó al hombro.
—No deje de escribir —dijo el sacerdote—. Cambiará las cosas.
Ella sonrió, alzó una mano a modo de despedida y se dispuso a marchar.
—Un dato interesante para su artículo —añadió el hombre—. Por lo visto, Hitler estaba obsesionado con él. Con Guillermo de Relincourt. Ordenó a un equipo de estudiosos que investigaran la historia, para intentar averiguar qué había descubierto De Relincourt y adónde había ido a parar. Estaba convencido de que era una especie de arma secreta que podría utilizar contra los judíos. Al menos, eso afirman algunos relatos. Como ya le he dicho, De Relincourt atrae a toda clase de gente extraña. Le deseo lo mejor, señorita al-Madani.
Se despidió de ella con un gesto de la cabeza, enlazó las manos a la espalda y entró en el Katholicon.