Luxor
Los campos de bananas todavía estaban envueltos en la neblina matutina cuando Jalifa llegó a la villa de Jansen en Karnak. Abrió la cancela y caminó por el sendero de grava hasta el edificio bajo y de una sola planta, con su porche de madera y las ventanas provistas de postigos.
Había dedicado la tarde y la noche anteriores a revisar el expediente de Schlegel, con el fin de tomar notas y refrescar la memoria. Tal como Hasani había sospechado, no le había sido de gran ayuda, si bien le había proporcionado algunos detalles olvidados: fotografías del cadáver de Schlegel, declaraciones de testigos que la habían visto antes de morir, copias de la correspondencia intercambiada con la embajada israelí para enviar el cuerpo a Israel. Pero nada que se pudiera considerar información nueva. Había intentado ponerse en contacto con los dos testigos principales (la camarera que había oído a la señora Schlegel hablar por teléfono en la habitación de su hotel, y el guardia de Karnak que había visto a alguien huir del lugar de los hechos), pero pronto descubrió que el guardia había muerto y que la criada se había casado y había abandonado la zona sin dejar su nueva dirección. Tendría que empezar desde cero.
Llegó a la puerta principal de la villa y, después de probar varias llaves, la abrió y entró en el fresco y oscuro interior. Accionó el interruptor de la luz. Todo estaba igual que el día de su última visita: los sillones, el revistero, el gran óleo de la cumbre de una montaña escarpada, la misma atmósfera de limpieza esterilizada, de seguridad obsesiva. Había media docena de cartas tiradas en el suelo. Se agachó para recogerlas y empezó a examinarlas. Las primeras cinco eran facturas o propaganda. La sexta venía en un sobre escrito a mano y con matasellos de Luxor. Lo abrió y extrajo una hoja de papel barato fotocopiada que anunciaba una conferencia que tendría lugar al día siguiente: «Las iniquidades de los judíos». El orador era un shayj llamado Omar Abd al-Karim, un clérigo local famoso por sus sediciosas proclamas antioccidentales. Jalifa observó el anuncio, perplejo por el hecho de que se lo hubieran enviado a Jansen, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, cerró la puerta a su espalda con el pie y se puso a registrar la casa.
Una brecha. Eso era lo que estaba buscando. Una especie de ventana abierta al mundo secreto de Jansen. Algo, lo que fuera, capaz de revelarle alguna cosa más sobre el misterioso propietario de la villa. Algo que le ayudara a abrir una brecha en la fachada impenetrable que el hombre había construido a su alrededor.
Empezó en la sala de estar, seguro de que allí encontraría pistas que le condujeran a la historia de Jansen, pero sin saber si podría interpretarlas. El óleo, por ejemplo. No cabía duda de que le estaba diciendo algo acerca de su propietario, acerca de su vida interior. Pero ¿qué? ¿Que le gustaban las montañas? ¿O había un mensaje más concreto? ¿Que era el paisaje de su país natal, quizá? Pero ¿Holanda no era llana? Tenía la sensación de que ante él se desplegaba toda la información que necesitaba para llegar al corazón de su presa, pero en un código que no podía descifrar.
Estuvo media hora registrando la sala, luego pasó a los dormitorios y por fin al estudio, donde dedicó largo rato a examinar la biblioteca de Jansen. Sacó volúmenes al azar y los hojeó: Die Südlichen Raume des Temples von Luxor, de H. Brunner; Obras completas de Josefo, traducidas al inglés por William Whiston; Cathares et templiers, de Raymonde Reznikov; From Solon to Socrates, de Victor Ehrenberg; The basilica of the Holy Sepulchre, de G. S. P. Freeman-Grenville. Ya durante su primera visita le había sorprendido la diversidad de temas que abarcaban las lecturas de Jansen, la evidente inteligencia y erudición del hombre. Había obras sobre todas las materias, desde el Egipto predinástico hasta la Inquisición española, desde las Cruzadas hasta las costumbres funerarias de los aztecas, desde la Jerusalén bizantina hasta el arte de cultivar rosas. Era una colección rica, ecléctica y erudita, y Jalifa volvió a experimentar la sensación de que no estaba en consonancia con la vida externa de su propietario.
—¿Quién eras, Piet Jansen? —murmuró para sí—. ¿Quién eras y por qué estabas aquí?
Después de acabar con la librería, prestó atención al escritorio, y luego a dos archivadores. El primero, que contenía carpetas de plástico llenas de documentos legales, comerciales y bancarios, no le reveló mucho más que cuando le había echado un vistazo en su primera visita, once días atrás. El segundo archivador, con sus fundas de diapositivas, resultó ser más interesante, aunque sólo fuera porque eran de lugares que él conocía, amaba o siempre había anhelado visitar. Giza, Saqqara, Luxor, Abu Simbel… Todos los grandes monumentos se hallaban allí, fotografiados con habilidad y bien etiquetados, así como numerosos yacimientos más pequeños a los que pocos turistas se molestaban en acercarse: los grandes muros de adobe de el-Kab; la estela divisoria de Ajenatón en Tuna el-Gebel; la tumba de Yehutihotep en Deir el-Bersha. Algunos de los yacimientos, como Gebel Dosha, Kor o Qasr Dush, eran tan desconocidos que Jalifa nunca había oído hablar de ellos.
Le llamó la atención una diapositiva en particular, porque era la única en que aparecía Jansen. Se le veía algo más joven, con el pelo bien peinado y en una postura muy tiesa, de pie en lo que parecía la tumba de Seti I en el Valle de los Reyes, delante de una imagen del rey con los dioses Horus y Osiris. Había algo levemente amenazador en la imagen, la forma en que el hombre miraba sin pestañear a la cámara, con ojos duros e impenetrables, arrogante, con una expresión entre sonriente y desdeñosa.
—Eres malo —susurró para sí Jalifa—. Se ve en la cara, en los ojos. Has hecho cosas malas, cosas crueles.
Contempló la imagen durante largo rato, después regresó al archivador y examinó a toda prisa el resto de la colección. No se molestó en mirar una por una las diapositivas, sino que levantaba cada funda a la luz y, tras fijarse en seis o siete fotos, la devolvía al archivador y sacaba la siguiente.
Habría pasado por alto la entrada de la tumba si hubiera estado colocada en una funda de plástico normal, como todas las demás diapositivas, porque cuando la encontró había llegado casi al final de la colección y apenas dedicaba una mirada superficial a cada una. La foto se destacó de las demás por su marco de cartón marrón anticuado. Picado por la curiosidad, la sacó y examinó con detenimiento.
Se hallaba entre una serie de diapositivas de puertas de tumbas del Imperio Medio y Nuevo de Deir el-Bahri, en el borde oriental de la necrópolis tebana. Aunque era en blanco y negro, al contrario que sus vecinas, que tenían vivos colores, y estaba algo desenfocada por añadidura, supuso al principio que el tema debía de ser el mismo. Sólo cuando la alzó a la luz empezó a albergar dudas, no sólo porque no reconocía la puerta (durante los quince años que llevaba en Luxor había explorado casi todas las tumbas de las cercanías), sino sobre todo porque la muralla oscura y ominosa de roca perfectamente lisa en cuya base se abría la puerta era la formación geológica más extraña que había visto en la región de Luxor.
Le dio la vuelta, intrigado, con la esperanza de descubrir una etiqueta aclaratoria como en todas las demás fotos de la colección, pero no fue así, lo cual le decepcionó, pues por algún motivo que no podía explicar intuía que la imagen era importante. La contempló un momento más.
—¿Qué intentas decirme? —musitó—. ¿De quién eres la tumba?
La guardó en el bolsillo donde tenía el anuncio de la conferencia y reanudó su examen de la casa.
Por último bajó al sótano, como había hecho la vez anterior. Descendió por la oscura escalera, que crujió bajo sus pies, accionó el interruptor que había al final y contempló las mesas y los estantes cubiertos de antigüedades. Una vez más, se maravilló del tamaño y diversidad de la colección. Muchas cosas le interesaban, pero ninguna parecía arrojar la menor luz sobre el hombre que las había reunido.
Terminó al lado de la caja fuerte de hierro cúbica que había al fondo de la sala, con su esfera de números y la gruesa manija de latón. Se agachó delante y movió la esfera de un lado a otro, mientras oía los chasquidos del mecanismo interior. Era imposible forzar la puerta, y pese a que durante su larga asociación con el mundo del delito había aprendido a forzar una cerradura sencilla, esta se hallaba más allá de sus pobres posibilidades. Necesitaba la combinación, que el propietario de la caja fuerte se habría llevado a la tumba, o bien…
Se quedó donde estaba un momento, y después, tras resoplar como diciendo: «Qué coño», subió a la sala de estar, descolgó el teléfono y marcó un número. La línea sonó seis veces, hasta que contestó una voz ronca.
—¿Aziz? Soy el inspector Jalifa. No, no, no tiene nada que ver con eso. Necesito un favor.
—Si esto es una trampa…
—Es…
—Porque ahora soy honrado. ¿Lo entiende? Completamente regenerado. Todo aquel rollo… Cosas del pasado. Entonces era una persona diferente.
Aziz Ibrahim Abd al-Shakir (conocido popularmente como el Fantasma, por su habilidad para atravesar las puertas más inexpugnables) abrió la bolsa de las herramientas, extrajo una pequeña almohadilla de espuma, la colocó delante de la puerta de la caja fuerte, se arrodilló sobre ella y movió las rodillas de un lado a otro hasta que estuvo cómodo. Era un hombre bajo y regordete, de nariz bulbosa como un nabo, con manchas de sudor permanentes bajo las axilas. Respiró hondo varias veces, como si fuera a meditar, luego extendió una mano y la pasó con suavidad sobre la parte superior y los costados de la caja, como si estuviera acariciando a un animal nervioso para calmarlo y ganarse su confianza.
—Es algo entre nosotros dos —le tranquilizó Jalifa—. Nadie lo sabrá nunca.
—Eso espero —masculló Aziz. A continuación se inclinó para aplicar el oído a la puerta de la caja. Movió la esfera de un lado a otro y escuchó.
—Tienes mi…
—¡Chist!
Siguió manipulando la esfera durante casi un minuto, con expresión concentrada. Dio la impresión de que las manchas de sudor de las axilas crecían y se extendían. Al cabo de unos minutos se irguió.
—¿Podrás abrirla? —preguntó Jalifa.
En lugar de responder, Aziz buscó algo en la bolsa.
—Caja Chubb, sistema de apertura Mauser —murmuró, mientras sacaba un estetoscopio, una linterna delgada como un bolígrafo y un minimartillo como los que utilizan los geólogos para romper rocas—. Pestillos frágiles, tres, quizá cuatro, palancas dobles. ¡Qué bonita eres!
—¿Podrás…?
—¡Pues claro que podré abrirla! —espetó Aziz—. Puedo abrirlo todo. Excepto las piernas de mi mujer.
Sonrió con amargura de su broma y empezó a dar golpecitos con el martillo alrededor de la esfera, con los ojos cerrados, muy concentrado.
Todo el mundo consideraba a Aziz Abd al-Shakir, incluido él mismo, el mejor reventador de cajas fuertes de Egipto. El hombre que había entrado dos veces en la cámara acorazada principal de las oficinas del Banco Nacional de Egipto en Luxor y reventado la caja fuerte, en teoría inexpugnable, de la American Express en Asuán era una leyenda entre sus compañeros de profesión y entre aquellos cuyo trabajo era conducirle ante la justicia. Jalifa se había topado con él por primera vez en 1992, después de que desvalijara la caja fuerte del Sheraton de Luxor, y sus caminos se habían cruzado varias veces desde entonces. Su encuentro más reciente había tenido lugar dos años antes, cuando el detective le había detenido por robar en una joyería local. En esa ocasión, Jalifa había escrito al juez para pedirle una sentencia benévola, al saber que al hijo menor de Aziz le habían diagnosticado leucemia. Aziz se enteró de la carta y, con ese curioso código moral que permite a un hombre robar al prójimo, pero al mismo tiempo pagar siempre sus deudas, se puso en contacto con Jalifa para decirle que, si alguna vez necesitaba un favor, sólo tenía que pedirlo. Por eso estaba allí ahora.
Dejó a un lado el martillo y cogió el estetoscopio. Apoyó el disco contra la puerta de la caja con una mano, mientras movía la esfera suavemente con la otra, la linterna sujeta en la boca, los ojos cerrados mientras escuchaba con suma atención los movimientos de los pestillos. Jalifa sabía muy bien que había mentido cuando dijo que se había regenerado, sabía que seguía siendo el mismo delincuente de siempre. Sin embargo, necesitaba su experiencia y no pensaba discutir al respecto.
—Buena chica —susurraba Aziz para sí, con una leve sonrisa—. No te me pongas difícil. Oh, qué guapa eres. Guapísima.
Tardó menos de veinte minutos en descubrir la combinación, un motivo de evidente satisfacción, porque, cuando el último pestillo chasqueó, esbozó una amplia sonrisa y plantó un beso en la parte superior de la caja. Sus labios dejaron una marca de humedad en el metal verdigrisáceo.
—¡El Fantasma ataca de nuevo! —dijo entre risas, mientras abría la puerta unos centímetros y recogía su equipo.
Subieron y Jalifa le acompañó a la puerta.
—No te metas en líos —dijo cuando Aziz empezó a bajar por los peldaños de la entrada.
El otro gruñó y caminó hacia la cancela. Se volvió cuando llegó.
—Eres un buen tipo, Jalifa —gritó. Hizo una pausa—. Para ser un cerdo, quiero decir.
Guiñó un ojo y desapareció entre el muro de palmeras y mimosas. Jalifa volvió al sótano, se acuclilló ante la caja fuerte y abrió la puerta. Había tres cosas dentro: un sobre de papel manila de aspecto oficial, que tras una detenida inspección resultó contener el testamento del fallecido; una pistola, de un tipo que Jalifa no había visto jamás, con un cañón delgado que salía de un cuerpo grueso en forma de L, y al fondo de la caja un objeto rectangular envuelto en un pedazo de tela negra. Era muy pesado y, cuando lo sacó de la tela, Jalifa vio un lingote de oro. Sobre su superficie brillante había estampada un águila con las alas extendidas que en sus garras sujetaba los brazos entrelazados de una cruz gamada. Lanzó un silbido.
—¿Qué demonios estaba tramando, señor Jansen? ¿En qué coño estaba metido?