Jerusalén
Era el mismo sueño de siempre, el que tenía todas las noches sin falta. Se hallaba en una celda subterránea, muy pequeña y estrecha, oscura como boca de lobo, de suelo húmedo y resbaladizo y paredes de cemento poroso. Había algo con ella, pero no sabía qué era: una serpiente, quizá, una rata o un escorpión de gran tamaño. Algo peligroso, malvado. Estaba desnuda, su frágil cuerpo pegado a una esquina de la celda, intentando apartarse del camino de la cosa, aterrorizada de entrar en contacto con ella, de sus mordiscos o picaduras. Entretanto, se oía un estrépito lejano de maquinaria, como enormes ruedas de hierro que giraran lentamente, y las paredes empezaron a acercarse, empujándola hacia la criatura y viceversa. Se puso a chillar, llamó a su padre, insistió en que no era un traidor, sino un buen palestino. Las paredes seguían acercándose, empujando sus piernas hacia arriba, de manera que sus partes íntimas quedaron al descubierto. Notó que la criatura se movía entre sus muslos, reptaba sobre su piel, exploraba, olfateaba, ascendía. Intentó quedarse quieta, contener la respiración, pero el tacto era tan repugnante que no pudo evitar agitarse, y la cosa se introdujo entre sus piernas, mordió, cortó y picó, la abrió en canal, se introdujo en su interior.
—¡No! —chilló, y despertó de golpe, agitando los brazos y las piernas—. ¡Dios, por favor, no!
Las convulsiones se prolongaron unos segundos más, y después se derrumbó en la cama, casi ahogada, temblorosa, con un repiqueteo lejano en los oídos. Poco a poco su respiración se calmó y su cuerpo se relajó, pero el repiqueteo continuó. Cuando su mente recuperó la lucidez, comprendió de repente que el teléfono estaba sonando. Miró la esfera luminosa del reloj (la una y media), se levantó de la cama y, frotándose los ojos, entró en el estudio y descolgó el auricular.
—¿Laila?
Era Tom Roberts.
—Es la una y media —dijo ella, con voz adormilada e irritada.
—¿Qué? ¡Mierda, Laila! No tenía ni idea de que fuera tan tarde. Sólo quería decirte… Olvídalo, olvídalo. Ya llamaré mañana.
Parecía entusiasmado. Emocionado.
—¿Querías decirme qué?
—Da igual. Llamaré mañana.
—Ya estoy despierta, Tom. ¿Qué quieres?
Todavía estaba nerviosa a causa de la pesadilla, y su tono era seco, suspicaz. Tenía la desagradable sensación de que el hombre iba a salirle con algo embarazoso, a decirle que estaba enamorado de ella o algo por el estilo.
—Es que he estado dándole vueltas en la cabeza a las cosas desde que me fui esta tarde…
Oh, Dios, pensó ella.
—… y creo saber a qué corresponden las iniciales GR.
Laila tardó unos segundos en asimilar las palabras, y sólo entonces despertó por completo. Se inclinó para encender una lámpara y buscó papel y lápiz.
—Continúa.
—No sé por qué no se me ocurrió antes —dijo Tom—, al ver las referencias a Jerusalén y a escondites secretos. Se trata de una coincidencia asombrosa. Bien, el caso es que creo que podría ser alguien llamado William de Relincourt.
Ella frunció el ceño, con el lápiz detenido sobre el papel.
—Las iniciales son GR, Tom, no WR.
—Lo sé. Por eso no se me ocurrió de inmediato. La cuestión es que en latín medieval William era Guillelmus.
Laila escribió el nombre y lo subrayó.
—¿Quién es?
—Bien, eso es lo fascinante —dijo Roberts—. Por lo que recuerdo (como ya te dije esta tarde, no soy un experto en ese período), era el tipo que construyó la iglesia del Santo Sepulcro. O la reconstruyó, mejor dicho. La iglesia original era bizantina, me parece. ¿O romana? No me acuerdo. Da igual. La cuestión es que durante la época de las Cruzadas se reconstruyó la iglesia, y mientras estaban excavando los cimientos al parecer el tal Guillermo de Relincourt desenterró un tesoro asombroso.
Laila sintió que se le ponía carne de gallina.
—¿Qué tesoro?
—No lo sé. Creo que nadie lo sabe. La historia aparece en las crónicas de un cruzado, por lo que recuerdo. Guillermo de Tiro, me parece, aunque puede que me equivoque. Parece una coincidencia extraordinaria. Dos personas con las mismas iniciales, en Jerusalén casi en la misma época, encuentran un misterioso objeto oculto. Extraordinario.
Laila escribió un par de notas, después cogió la traducción que habían hecho aquella tarde y la leyó.
—¿Laila?
—Sí, sigo aquí. Estoy releyendo la carta.
Terminó de leer y dejó la hoja, mientras se pasaba la mano por el pelo.
—Esto no es mi fuerte, Tom. Si se trata de política, tengo una agenda llena de contactos, pero historia medieval… No sé nada de eso. Nunca me ha interesado.
Siguió una breve pausa.
—Si quieres, podríamos…
Laila sabía lo que iba a decir, de modo que le cortó de inmediato.
—Prefiero ocuparme sola de la investigación, Tom. Lo siento. Es mi forma de trabajar. Nada personal.
Habló en tono duro, frío. En otras circunstancias, habría pedido disculpas, al fin y al cabo Tom le había hecho un gran favor, pero esa noche no estaba de humor.
—Por supuesto, por supuesto —murmuró él, sorprendido por su brusquedad—. Lo entiendo. Yo hago lo mismo.
—Sólo necesito información, Tom. Una pista. Alguien que sepa de estas cosas. ¿Puedes ayudarme?
Le oyó respirar al otro extremo de la línea.
—Por favor —añadió.
Otra pausa.
—Hay un tipo en el Santo Sepulcro —dijo él al fin, en tono herido—. Un sacerdote ortodoxo griego. El padre Sergio, creo que se llama. Un hombre grande y gordo. Sabe todo lo que hay que saber sobre la historia de la iglesia. Ha escrito libros sobre ella. Podría ser un buen punto de partida.
Ella anotó el nombre.
—Gracias, Tom —dijo—. Te debo una.
Intuyó que él necesitaba algo más que eso. Que estaba esperando una palabra amable, un consuelo. Laila no estaba de humor. Guillermo de Relincourt. Sólo podía pensar en eso.
—Gracias —repitió—. Te llamaré.
Colgó el auricular, miró un momento el nombre anotado, enchufó el ordenador portátil a la línea telefónica, entró en Google y empezó a buscar.