Jerusalén
Al final del día, Ben Roi volvió a su sucio y solitario apartamento de una sola habitación en Romema, donde se duchó y se puso un poco de colonia. Después se encaminó a pie al piso de su hermana Chava para compartir la cena del sabbat.
Era una noche fría y despejada, con un cielo azul transparente y una ligera brisa del norte. Reinaban un silencio y una tranquilidad anormales, pues las calles estaban casi vacías debido a la observancia del sabbat. Se cruzó con un grupo de judíos haredim que, tras salir de la sinagoga, volvían a toda prisa a casa, con sus rizos oscilando como muelles retorcidos, y dejó atrás una fila de mujeres soldado sentadas en un refugio sobre la principal estación de autobús Egged, que reían y fumaban con los M-16 apoyados sobre sus esbeltas piernas enfundadas en pantalones caqui. Por lo demás, la ciudad parecía desierta. Le gustaba así: limpia, vacía, silenciosa. Poseía cierta pureza, como si todo lo sucedido antes hubiera sido borrado y en su lugar hubiera surgido una ciudad nueva, un comienzo nuevo. Ojalá fuera así siempre.
El piso de Chava se hallaba en dirección a la Ciudad Vieja, en Ha-Ma’alot, una elegante avenida bordeada de árboles en el centro de Jerusalén Occidental. Cuando llegó ante el edificio de piedra amarilla, tomó un trago de vodka de la petaca y apretó el botón del portero automático. Siguió una pausa, y después oyó la voz de su sobrino Chaim.
—¿Tío Arieh?
—No —contestó con acento estadounidense—. Soy Spiderman.
El niño reflexionó unos momentos, y luego prorrumpió en carcajadas.
—No eres Spiderman —gritó—. ¡Eres el tío Arieh! ¡Sube enseguida!
Se oyó un zumbido y la puerta se abrió. Ben Roi atravesó el portal, sonriente, y subió en ascensor al cuarto piso. Se metió en la boca un caramelo de menta para disimular el olor a alcohol.
Le gustaba pasar las noches del sabbat en casa de su hermana. Era uno de los pocos compromisos sociales que podía soportar: solamente Chava, su marido Shimon, y los dos críos, Chaim y Ezer, y él. El aspecto religioso no significaba gran cosa para él. Desde la muerte de Galia, su fe, en otro tiempo elemento central de su existencia, se había desmoronado, hasta el punto de que hacía casi un año que no pisaba una sinagoga y ni siquiera respetaba los días de Pascua, Año Nuevo y Yom Kippur; era la primera vez en su vida que lo hacía.
No, no era la religión lo que convertía la noche de los viernes en algo tan especial para él, ni siquiera el hecho de estar con su familia, con los de su sangre, aunque sí fuera importante. Era el sencillo placer de estar con gente feliz, capaz de reír, que veía el mundo como algo lleno de luz y esperanza, en lugar del maelstrom de dolor y confusión que era para él. Era una familia satisfecha, cariñosa, unida. Estar con ellos le ayudaba, si no a olvidar, como mínimo a recordar menos.
La puerta del ascensor se abrió y salió al rellano. Chaim, de cuatro años, y su hermano mayor, Ezer, se abalanzaron sobre él.
—¿Has detenido a algún asesino hoy, tío Arieh?
—¿Llevas encima la pistola?
—¿Nos llevarás a nadar la semana que viene?
—¡Al zoo! ¡Al zoo!
Levantó en brazos a los dos niños y entró con ellos en el piso, cerrando la puerta de una patada. Su cuñado, Shimon, un hombre bajo y rechoncho de pelo rizado estilo afro (costaba creer que era un paracaidista condecorado), salió de la cocina con un delantal atado a la cintura. El olor a pollo asado le siguió.
—¿Estás bien, hermano? —dijo dando unas palmaditas en el hombro de Ben Roi.
Este asintió y dejó en el suelo a los niños, que corrieron a su dormitorio, riendo y haciendo ruidos de disparos.
—¿Una copa? —preguntó Shimon.
—¿El rabino es reformista? —gruñó Ben Roi—. ¿Dónde está Chava?
—Preparando las velas. Con Sarah.
El detective frunció el ceño. No esperaba que hubiera nadie más.
—Una amiga suya —explicó Shimon—. No sabía qué hacer esta noche, así que la invitamos a cenar.
Miró hacia el pasillo y bajó la voz para añadir:
—Muy guapa. ¡Y soltera!
Guiñó el ojo y desapareció en la cocina para preparar las bebidas. Ben Roi se encaminó hacia el salón y al pasar junto al comedor miró al interior. Su hermana, una mujer alta de caderas anchas y pelo a lo garçon, estaba inclinada sobre la mesa, bendiciendo las velas del sabbat. A su lado había otra mujer, más baja y delgada, de pelo castaño rojizo que le llegaba casi hasta la cintura, vestida con pantalones de algodón, sandalias y camisa blanca. Alzó la vista, le vio y sonrió. Ben Roi sostuvo su mirada un segundo y después, sin corresponder a su sonrisa, continuó hasta la sala de estar. El sonido de la voz de su hermana resonó a su espalda cuando recitó la bendición tradicional del sabbat.
—Baruch ata Adonai, eloheinu melech ha’olam, asher kid’shanu b’mitz’votav v’tzivanu l’hadlich ner shel Shabbat.
Un momento después se le unió Shimon, quien le tendió un whisky generoso. Las dos mujeres se presentaron poco después. Chava le abrazó.
—Me encanta esa loción para después del afeitado —dijo, y le besó en la mejilla—. Te presento a Sarah.
Se apartó de él y señaló a su amiga, que sonrió y tendió la mano.
—Chava me ha hablado mucho de ti —dijo.
Ben Roi estrechó la mano y murmuró un saludo, sin esforzarse mucho por mostrarse educado. La presencia de la mujer le ponía nervioso. Le gustaba cuando estaban los cinco solos, la familia, sin extraños. De esa forma podía ser espontáneo, no tenía que esforzarse. Ahora, con una desconocida, la intimidad de la velada estaba contaminada, desbaratada antes de empezar. Comenzaba a arrepentirse de haber ido.
—No le hagas caso —bromeó su hermana moviendo la cabeza en dirección a él—. Es el superjudío. Dale tiempo hasta el postre, y se convertirá en el alma de la reunión.
La joven sonrió, pero no dijo nada. Ben Roi terminó su whisky en dos tragos largos. Intercambiaron trivialidades durante unos minutos, después Chava se excusó y fue a la cocina para echar un vistazo a la cena. Ben Roi la siguió con el pretexto de volver a llenarse el vaso.
—¿Qué te parece? —preguntó ella cuando estuvieron solos.
—¿A qué te refieres?
—A Sarah, tonto. Es guapa, ¿verdad?
Ben Roi se encogió de hombros y se sirvió otra dosis de whisky de la botella de la alacena.
—No me he fijado.
—Claro. —Su hermana rio mientras abría el horno y examinaba un pollo de buen tamaño que se estaba asando dentro.
Ben Roi levantó una tapa y olfateó el contenido de una olla que hervía sobre los fogones. Sopa de pollo kneidlach. Su favorita.
—Es una buena persona —continuó Chava, mientras daba la vuelta al pollo—. Divertida. Inteligente. Amable. Y soltera.
—Eso me ha dicho Shimon —repuso Ben Roi, para luego hundir una cuchara en la olla y tomar un sorbo de sopa.
Chava le dio una palmada en la mano y devolvió la tapa a su sitio.
—Sé lo que estás pensando, Arieh. No intento hacer de celestina…
—Casi me habías engañado, joder.
—Zedakah! Ya sabes que en esta casa no se dicen palabrotas.
Ben Roy masculló una disculpa, buscó en el bolsillo y extrajo una moneda de cinco shekels, que depositó en la hucha.
—No intento hacer de celestina —repitió Chava—. Sólo creo…
—¿Qué? ¿Que ya es hora de que me tire a otra?
Se mordió el labio y sacó otra moneda, esta vez de diez shekels, y la introdujo en la hucha.
—Lo siento.
Chava sonrió y le rodeó el cuello con los brazos.
—Vamos, Ari. Por favor. Anímate un poco. No soporto verte así. Ninguno de nosotros lo soporta. Tan triste… Tan… atormentado. A Galia no le habría gustado. Lo sé. Habría querido que empezaras a vivir de nuevo. A ser feliz.
Ben Roi dejó que le abrazara un momento, luego la apartó y tomó un buen trago de whisky.
—Deja que lo afronte a mi manera, hermanita. Necesito tiempo, eso es todo.
—No puedes llorar su pérdida eternamente, Arieh. Has de seguir adelante. En el fondo, lo sabes.
—La lloraré todo el tiempo que me salga de las pelotas, Chava. Es asunto mío y de nadie más.
Esta vez no se disculpó por el exabrupto, y tampoco introdujo una moneda en la hucha. Llenó de nuevo el vaso y se encaminó hacia la puerta de la cocina. Su hermana le cogió del brazo.
—Al menos intenta ser cortés, Arieh. Por favor. Intenta ser simpático.
La miró, vio sus ojos húmedos e implorantes, asintió y salió al pasillo.
Veinte minutos después se congregaron en el comedor, los hombres y los niños tocados con yamulkas. Shimon recitó el kid-dusb ante una copa de vino y todos bebieron un sorbo antes de sentarse a cenar. Ezer y Chaim insistieron en sentarse a cada lado de Ben Roi.
—Estás detenido, tío Arieh —explicó Ezer—. Y nosotros somos tus guardianes.
Con un par de copas más, Ben Roi se sentía mejor.
—De acuerdo —dijo—, pero recordad que, si queréis ser buenos guardianes, tenéis que vigilarme todo el rato. Todo el rato. Lo cual significa que no podréis cenar porque os distraeríais.
Los niños aceptaron el desafío. Giraron sus asientos y le miraron. Consiguieron aguantar hasta que se sirvió la sopa, momento en que perdieron el interés. Shimon hizo un gesto con la cabeza a Ben Roi, quien se levantó para acercarse al aparador y abrir una botella de vino.
—Menudos guardianes sois —dijo Sarah, sonriente—. Fijaos, vuestro tío acaba de escapar. Ni siquiera os habéis dado cuenta.
—No ha escapado —explicó Ezer, al tiempo que sorbía la sopa—. Hay más guardias, pero son invisibles.
Todo el mundo rio. La mirada de Ben Roi se cruzó con la de Sarah una fracción de segundo, luego se desvió de nuevo. Volvió a la mesa con la botella abierta.
—¿A qué te dedicas? —preguntó, mientras servía el vino.
—Es maestra —respondió Chava.
—¿Desde cuándo es muda? —espetó Shimon—. Deja que conteste ella.
—Lo siento —se disculpó Chava—. Adelante, Sarah, dile a qué te dedicas.
La joven se encogió de hombros.
—Soy maestra.
Ben Roi sonrió a su pesar.
—¿Dónde?
—En Silwan.
—¿Silwan?
—Es un proyecto especial. Experimental.
Ben Roi enarcó las cejas con perplejidad.
—Damos clase a niños israelíes y palestinos juntos, en el mismo colegio —explicó—. Intentamos integrarlos. Derribar las barreras.
Ben Roi la miró de hito en hito, luego bajó la vista y su sonrisa se desvaneció. Shimon cogió un trozo de hallah y rebañó el cuenco.
—¿Has conseguido los fondos que solicitaste?
Sarah negó con la cabeza.
—Para los malditos colonos siempre hay dinero, pero para la enseñanza… Tal como están las cosas ahora, ni siquiera podemos comprar libros para colorear y lápices.
Ben Roi removió un kneidl en el cuenco.
—No veo qué sentido tiene —murmuró.
—¿Los libros para colorear?
—Intentar integrar a niños árabes e israelíes.
Ella le miró, y sus ojos centellearon.
—¿No crees que vale la pena intentarlo?
Ben Roi movió la cuchara en un gesto despectivo.
—Mundos diferentes, valores diferentes. Es absurdo pensar que pueden coexistir. Ingenuo.
—La verdad es que hemos hecho grandes avances —explicó la joven—. Los niños juegan juntos, comparten experiencias, forjan amistades. Es asombroso lo tolerantes que pueden llegar a ser.
—Dentro de un par de años se estarán degollando —dijo Ben Roi—. Las cosas son así. Es absurdo fingir lo contrario.
Por un momento, dio la impresión de que Sarah se iba a enzarzar en una discusión con él. Sin embargo, se limitó a sonreír y se encogió de hombros.
—De todos modos, lo probaremos. Nunca se sabe, podría ser positivo. Más positivo que animarlos a que se odien, eso está claro.
Se hizo el silencio, roto al cabo de unos segundos por Chaim, que se puso a contar que habían encontrado una rata en los lavabos de la piscina local y el guardia la había matado con una escoba.
—Bien por él —dijo Ben Roi. Terminó la sopa y miró a Sarah—. Sólo hay una forma de tratar con las alimañas. Aplastar a esos hijos de puta.
No dijo mucho más durante el resto de la cena, mientras los demás charlaban, en especial, inevitablemente, sobre ha-matzav, la situación política actual. En cuanto terminaron de cenar, cantaron un par de zemirot, que Ben Roi tarareó con voz desafinada. Después fueron a la sala de estar para tomar café. A las diez en punto, dijo que debía irse.
—Yo también —dijo Sarah, y se puso en pie—. Ha sido una velada estupenda, Chava. Muchísimas gracias.
Los dos se despidieron, Ben Roi irritado por no poder marcharse solo, y bajaron juntos en el ascensor, sumidos en un silencio embarazoso. Cuando salieron a la calle, preguntó a Sarah en qué dirección iba.
—A la derecha —respondió—. ¿Y tú?
Él también debía ir en esa dirección.
—A la izquierda —contestó.
Siguió una pausa violenta.
—Ah, bien —murmuró la joven por fin—. Ha sido un placer conocerte.
Sonrió y le tendió la mano. Él la miró, asintió, dio media vuelta y empezó a alejarse. Cuando hubo recorrido unos metros, ella le dijo con voz amable:
—Siento lo que pasó, Arieh. Chava me lo ha contado. Lo siento muchísimo. Debió de ser terrible para ti.
Ben Roi aminoró el paso.
«Tú no sientes una mierda —tuvo ganas de gritarle—. Eres una sucia proárabe. Ellos asesinaron a la única mujer que he querido, y tú andas jugando con sus hijos. Eres una zonah estúpida e ignorante. Puta».
No dijo nada. Se limitó a alzar apenas una mano en señal de despedida, aceleró el paso, continuó hasta el final de la calle y desapareció tras la esquina con Ha-Melekh George.
Más tarde, mucho más tarde, después de pasar tres horas bebiendo solo en el Champs Pub de la calle Jaffa, volvió dando tumbos a su piso, puso un CD de Schlomo Artzi y se derrumbó en el sofá. La cabeza le daba vueltas.
Había una puta en el bar, joven, rubia, rusa, con los ojos muy pintados y los brazos transparentes y llenos de pinchazos propios de una heroinómana. Pensó en llevársela a casa para apaciguar su ira y su soledad, pero desechó la idea. Estaba demasiado borracho, no se le empinaría, acabaría despreciándose más todavía, si eso fuera posible. La mujer le había echado los tejos, pero él le dijo que se fuera a la mierda y siguió bebiendo solo, contemplando su reflejo en el espejo que había detrás de la barra, su cara enorme y hosca partida por la juntura vertical entre los dos paneles de cristal, como si le hubieran hendido el cráneo y las dos partes estuvieran separadas por una profunda franja negra. Una vez en casa, tumbado en el sofá, cerró los ojos, pero de pronto sintió náuseas y los abrió casi de inmediato. Su mirada vagó por la habitación, en un esfuerzo por enfocarla en algo. Miró el reproductor de CD, una grieta en el techo, una novela de intriga de Batya Gur, antes de poner la vista en una fila de fotografías enmarcadas que descansaban sobre una estantería de la pared opuesta. Respiró hondo varias veces al tiempo que seguía la hilera de instantáneas, que utilizó para recuperar el equilibrio, como si sus ojos fueran manos, y las fotos, una sólida barandilla de hierro a la que poder aferrarse: su hermana y él colgados cabeza abajo de la rama de un albaricoquero en la granja de la familia; su bisabuelo, el viejo Ezequiel Ben Roi, un ruso severo y barbudo que había emigrado a la Palestina regida por los otomanos en 1882, por lo que los Ben Roi eran una de las familias judías más antiguas de la región; él, el día de la graduación en la escuela de policía; él con Al Pacino, cuya película Serpico le había animado a convertirse en policía. Y por supuesto, al final de la hilera, la foto más grande, Galia y él riendo a la cámara, con la extensión ondulada y sedosa del mar de Galilea detrás, en Ginosar, la noche en que él cumplía treinta años, cuando ella le había regalado la petaca de plata y el colgante en forma de menorah que todavía llevaba al cuello.
Contempló la foto, mientras los dedos de su mano izquierda acariciaban el colgante; luego se puso en pie y entró tambaleante en el dormitorio. Al lado de la cama, pegado con celo, había un artículo periodístico fotocopiado, ampliado tres veces, con círculos de tinta roja que rodeaban determinadas palabras y frases: «Jericó y la llanura del mar Muerto»; «Manio»; «un hombre alto y delgado»; «una manera de operar demasiado compleja para que se trate de una célula palestina renegada»; «el incentivo ha de ser externo». Se inclinó hacia la pared, con una mano apoyada a cada lado del artículo, y estudió el texto, como había hecho mil veces aquel mismo año. Luego se derrumbó en la cama y contempló el frasco de loción para después del afeitado sobre la mesita de noche.
—Dolor de barriga —murmuró—. Me das dolor de barriga.
Después cerró los ojos y se durmió, emitiendo fuertes ronquidos, con la mano derecha convertida en un puño, como si estuviera agarrando el tirador del cordón de apertura de un paracaídas.